La filosofía en la ciencia y la ciencia en la filosofía{1}
La primera cuestión que debe preocuparnos en el momento en que comenzamos a tratar de un problema cualquiera de los que implica la Filosofía de la Ciencia ha de ser, sin duda, la de la debida legitimidad de esta disciplina relativamente nueva y peculiar. ¿Es posible hablar de una filosofa de la ciencia? Porque, ¿estamos ya suficientemente seguros de lo que son, en sus respectivos casos específicos, la ciencia y la filosofía?
Es indiscutible que hasta hace apenas dos siglos la expresión filosofía de la ciencia hubiera carecido de posibilidad real, vale decir de sentido, porque hasta ese entonces las ciencias, como tampoco la filosofía, habían logrado el detalle y la precisión que en la actualidad disfrutan, de tal modo, que no es menester ningún alarde de sutileza para hacer ver a qué nos estamos refiriendo cuando se habla de filosofía o de ciencia. Nadie puede en el presente, si posee la cultura indispensable a estos efectos, confundir lo que es la ciencia en cada caso –matemáticas, física, biología, psicología, astronomía– con el contenido específico de la filosofía. Ni por sus respectivos objetos ni tampoco por sus particulares finalidades, cabe la menor confusión entre ciencia y filosofía. Y, sin embargo, ¿cómo es posible que haya una disciplina denominable Filosofía de la Ciencia? O sea un peculiar tipo de saber que es, a la vez y con sentido, tanto ciencia como filosofía.
Desde luego que las respuestas pueden llover al instante de formulada la anterior pregunta, entre las cuales no faltaría, por supuesto, la tan generalizada de que «hay un momento en que la ciencia rebasa el nivel de sus propias especificaciones objetivas para hacerse tangente con la filosofía», o la que dice que si hay filosofía de la ciencia es porque «todo objeto –incluso, por supuesto el científico– tiene un aspecto «filosófico», o sea que puede ser contemplado sub specie aeterni». Sin duda que esas respuestas y docenas de ellas pueden admitirse... con relativa validez. Pues siempre seguiremos obligados a movernos en el terreno de una inexcusable indagación perpetua respecto de lo que realmente debe ser la filosofía de la ciencia.
Para tratar de hacer un poco de luz, no ya en la cuestión en sí, lo que resultaría algo superior a mis fuerzas, [5] sino en el sentido de la pregunta por la filosofía de la ciencia, voy a permitirme presentar ante ustedes las cuatro siguientes consideraciones.
1) ¿Cómo se han venido presentando la filosofía y la ciencia hasta el presente?
La ciencia que conocemos, la que hacemos y disfrutamos, es un invento griego. No vamos a detenernos ahora en la atendible consideración de los antecedentes egipcios y orientales de la ciencia y del saber helénico en general. Lo que sí se puede aseverar es que el concepto de Ciencia como un saber fundado en rigurosas consideraciones teóricas, es producto de la cultura griega clásica. Las formulaciones matemáticas de un Eudoxio de Cnido (a quien se debe, entre otras hazañas, la solución de problemas planteados por la teoría de los números irracionales y el del infinito), o de un Arquímedes (quien obtiene las propiedades de curvas y sólidos mediante el método llamado de exhaución), o de un Eratóstenes o un Diofanto de Alejandría (el único «algebrista» griego), constituyen el fundamento de las matemáticas tal como en su largo y esplendente desarrollo han llegado a nuestros días. Es decir, que se trata de rigurosa especulación con los números y sus propiedades, no con fines de aplicación práctica, sino por el hecho mismo de encontrar en ellos lo que su estudio puede ofrecernos. Y en este mismo sentido, aun cuando difieran de la matemática por sus respectivas naturalezas concretas, cabe hablar de un riguroso teoretismo en la física, la biología, la psicología y hasta la astronomía de los griegos. La ciencia griega es, entonces, la puesta en marcha de un proceso de investigación acerca de la naturaleza y la causa de las cosas, en cuanto éstas son y pueden ser algo en sí y por sí, de modo que la objetividad que la ciencia occidental ha puesto siempre como conditio sine qua non de su existencia, o sea la referencia severa y cuidadosa al objeto en cuanto éste es el que debe ofrecer, como objeto (de investigación), lo que realmente pueda llegar a ser el contenido de la ciencia, ha regido siempre, desde los griegos a nosotros, el proceder científico, mientras ha sido esto y no una lastimosa suplantación. Y tal característica, repetimos, es herencia griega. Bien es cierto que ha sido aumentada, superada y que dista mucho de ser, actualmente, lo que fue para la Hélade. Pero su sustancia sigue siendo idéntica.
Pero tampoco es posible dejar a un lado las descomunales transformaciones que la ciencia, lo mismo que la filosofía, ha sufrido a través de dos mil setecientos años. Después de las cuidadosas investigaciones que en la historia de las ciencias en la antigüedad nos suministran Duhem en Le systeme du monde. Histoire des doctrines cosmologiques de Platon a Copernic, Tannery en su Science et Philosophie, Milhaud en sus Etudes sur la pensée scientifique chez les grecs et chez les modernes y Abel Rey en La science dans l’antiquité, no cabe incurrir en la confusión de ciencia y filosofía entre los griegos. Por el contrario, como lo demuestran esas obras mencionadas, la ciencia griega había logrado un notable y severo adelanto que le hacía distinguirse de la filosofía, al extremo de que ya en tiempos de Platón y Aristóteles el respectivo contenido de la ciencia y la filosofía está perfectamente establecido, [6] como se desprende de la sistematización que Aristóteles puede llevar a cabo precisamente porque ya, en su tiempo, existe la diferenciación aludida. Y si la ciencia griega se atasca, si no logra rebasar el límite que alcanzó, es porque, históricamente, al hombre de la Hélade no le fue dado conocer ciertas exigencias imprescindibles para un mayor progreso de la ciencia y que no aparecerán hasta el Renacimiento. Y son precisamente estos requerimientos los que permiten una desvinculación entre la ciencia y la filosofía que tampoco fue posible en Grecia, por lo que, si bien es cierto que la ciencia alcanzó a definir bastante perceptiblemente sus contenidos, no pudo, en cambio, desligarse de cierta «idea de la realidad» en general, que le mantuvo atada a la filosofía y en servidumbre de ésta.
Esta servidumbre procede de la preeminencia ontológica que muestran en la indagación del ser la filosofía como la ciencia griega. El hombre de la Hélade vive sumido en una relación directa y siempre inmediata con la realidad, de suerte que su investigación de la naturaleza va dirigida siempre, resueltamente, a la pregunta por el Ser de las cosas. La pregunta, pues, que rige siempre la investigación, lo mismo en el orden de la ciencia que en el de la filosofía, es la siguiente: ¿Qué son las cosas? Y adviértase que subrayo tanto el pronombre interrogativo como el verbo, pues en la privilegiada posición de ambos, respecto de la pregunta, radica todo el destino del progreso que logró alcanzar tanto la ciencia como la filosofía.
¿Qué son las cosas? significa, por lo pronto, el propósito de llegar, en el conocimiento, hasta el ser mismo de las cosas, vale decir de la realidad. Pero, ¿es posible alcanzar, por la vía del conocimiento, el ser de la realidad? ¿No resulta una imposibilidad ese empeño, puesto que todo conocimiento es siempre simbólico, figurativo? Y, finalmente, ¿no tendrán las cosas, la realidad misma, otro modo de ofrecerse, que no sea el de su puro y prístino ser? Acaso es todo conocimiento un modo de confirmar lo que dice la Casandra en los versos famosos de Schiller: «Sólo el error es la vida – y la verdad es la muerte».
Ese otro modo de alcanzar el ser de las cosas, en forma indirecta, es el que va a poner en práctica la Edad Moderna. Pero debe ser dicho, porque de lo contrario se cometería una flagrante injusticia, que ya está latente en las consideraciones de algunas mentes excelsas de la Edad Media. Ignorar lo que representa la théorie de la pesanteur, de Alberto de Sajonia o el Tratado del Cielo y del Mundo de Nicolás de Oresme (antecesor directo de Copérnico), o todavía más significativamente Rogerio Bacon, a quien debemos la frase scientia experimentalis, que para él se resume en el apotegma siguiente: Nullus sermo in his potest certificare, totum enim dependent ab experientia. Mas, tampoco debemos ir demasiado lejos en la asignación del mérito que a estos hombres corresponde con respecto a la investigación científica al modo como la concibe y lleva a cabo la Edad Moderna. Pues, como lo advierte Gilson, las especulaciones científicas medievales llevan indefectiblemente las marcas de esta época, o sea que en todas sigue dominando en considerable medida la idea ontológica de la realidad. [7] Sólo cuando llegue la Edad Moderna el cambio se producirá en la forma de un desplazamiento desde la aludida idea ontológica de la realidad a su idea epistemológica.
El cambio decisivo no es, por supuesto, ni insólito ni gratuito, pues sus manifestaciones primarias habría que ir a buscarlas en las concepciones nominalistas de filósofos e investigadores científicos como Escoto, Ockam, Cusano, Oresme, Buridán y otros. Pues del terminismo ockamiano a la simbología matemática de un Galileo o un Descartes media un largo trecho donde se insertan concepciones como el infinitismo de Nicolás de Cusa y el gravitacionismo de Oresme y Grosseteste, por no citar otros. Pero siempre quedará a favor de la Edad Moderna el salto decisivo que sobre todo Galileo representa en la historia de la ciencia al inicio de los llamados Tiempos Modernos.
La ciencia moderna renuncia, pues, desde el comienzo, a conocer las cosas, es decir, la realidad directa e inmediata (su qué) y se conforma con el conocimiento de símbolos (el quale o cómo de las cosas), de aquí que, como lo ha señalado muy bien Zubiri, ahora la ciencia deja de ser ciencia de causas de cosas para convertirse en ciencia de variaciones de fenómenos. Así, por ejemplo, si respecto del movimiento, «la física aristotélica y medieval pedía su principio, por tanto, una afirmación real sobre cosas; la física moderna renuncia a los principios y pide sólo su ley, la norma de la variación».{2} Tal es, por consiguiente, la transformación decisiva operada en el concepto de la ciencia desde el alborear de la Edad Moderna.
Con esta singular y decisiva transformación la ciencia moderna comienza a desvincularse de la filosofía, todavía más, cabe afirmar que opera su independización de un solo tajo, pues con este cambio quedaba realizado lo esencial en cuanto a la desvinculación de ciencia y filosofía. Y tan cierto es esto, que apenas siglo y medio después Kant puede preguntar si por acaso la metafísica (vale decir la filosofía) es posible, porque las ciencias, en su concepto, lo son, sólo que debe uno preguntar cómo es que pueden serlo.
A partir de Kant, a quien hay que considerar como un momento singular y decisivo en el deslinde riguroso entre ciencia y filosofía, el progreso de la Ciencia en general, tanto en lo que se refiere al desarrollo de las ya existentes por aquel entonces como a la proliferación de otras nuevas, lo mismo que el prodigioso afinamiento y precisión de los recursos investigativos de cada una de ellas, asciende a un grado que jamás hubieran podido sospechar sus progenitores del siglo XVI. Pero también a lo largo del siglo XIX, mientras tiene lugar ese portentoso despliegue científico, la filosofía parece encogerse hasta quedar reducida o bien a una pura imposibilidad (como lo entiende el positivismo) o bien a lo que debe ser su máxima posibilidad, es decir, como metodología de las ciencias (tal como lo entiende el neokantismo). Pero la filosofía resurge en el sigue XX con una fuerza que asombraría a los positivistas de más rancia solera si les fuera dable contemplarla ahora. [8] Y es precisamente en nuestra época cuando tiene lugar y tiene también todo su sentido eso que podemos denominar con toda propiedad Filosofía de la Ciencia. Porque es ahora cuando cabe encontrar una relación interna, en lo que atañe a las formulaciones decisivas de la ciencia y la filosofía respectivamente, entre ambas grandes ramas del saber. Hemos llegado al límite de la posible máxima tangencia de la ciencia con la filosofía, lo que equivale a decir, que ya hemos dado en la distinción entre ambas, que, por otra parte, no es tan difícil de encontrar, pues depende, más que del contenido –de la naturaleza de sus respectivos objetos–, de la peculiar actitud que el filósofo y el científico asumen ante la misma realidad en general y por principio.
2) La distinción fundamental: las preguntas que la ciencia no puede hacer.
Creo que la distinción fundamental entre la ciencia y la filosofía se puede hallar sin mayor esfuerzo en las preguntas decisivas que una y otra pueden formular. Llamo preguntas decisivas a aquellas que confieren realidad y sentido a una disciplina del saber en cuanto tal. De este modo, a la ciencia le resulta completamente imposible formular preguntas tales como: ¿Qué es el Ser?, ¿Cómo se conoce que se conoce?, ¿en qué consisten esencialmente el tiempo y el espacio?, y etcétera. En este sentido Kant tiene toda la razón cuando asigna a la Ciencia el sector del mundo empírico y carece por completo de ella cuando pretende que toda la experiencia se reduce y se confina a ese mundo empírico.{3} Pero no cabe duda de que la filosofía no tiene realmente nada que hacer en el mundo sensible, como no sea en forma indirecta, es decir, cuando intenta conocerlo y justificarlo a partir de las últimas instancias del ser, de la esencia, la sustancia, &c. Mientras que la ciencia sólo puede operar en el mundo sensible, lo mismo si se trata de electrones y moléculas que de emociones y afasias.
Pero, entonces, ¿qué relación real es posible establecer entre la ciencia y la filosofía, si entre ambas no hay un nexo, no importa cuán sutil resulte, a través del cual quepa la intercomunicación? A este respecto, es preciso volver por el momento a la cuestión de la calidad de las preguntas que corresponden respectivamente a la ciencia y a la filosofía. Lo que sucede es que la ciencia, si ha de proseguir en el curso que le abrió la Edad Moderna, es decir, como pregunta por el cómo de la realidad, como ciencia de variaciones de fenómenos, no se puede apartar de su condición de conocimiento simbólico aproximado, es decir, de idea epistemológica de la realidad. Y a esto se debe que el progreso de la ciencia sea mucho más perceptible que el de la filosofía (porque no se ve obligada a volver sobre las mismas cuestiones) y a que sus cambios no resulten tan bruscos, sino, por el contrario, consecutivos y paulatinos. Pero la filosofía, por el contrario, ha de regresar constantemente a las cuestiones básicas que justifican su existencia, porque persigue una idea ontológica de la realidad. De esta manera, y a guisa de mostrenco ejemplo, [9] podemos decir que mientras a la filosofía le es dable preguntar ¿qué es el movimiento?, a la ciencia física sólo le es permisible indagar cómo se mueve lo que se mueve. Porque, en realidad de verdad, jamás la ciencia ha podido saber, ni tal vez llegue a saberlo nunca, en qué consiste el movimiento, o sea cuál es su ser.
Pero, entonces, ¿no cabe en modo alguno formular preguntas en la ciencia como las que hemos consignado a la filosofía? Si ello no es posible, ¿cómo relacionar la ciencia con la filosofía? O dicho de modo más explícito: ¿cómo es posible entonces una Filosofía de la Ciencia?
3) La objetividad y la subjetividad en la ciencia y en la filosofía.
Para ensayar con alguna probabilidad de relativo éxito una respuesta a la anterior pregunta debemos antes examinar la debatida cuestión de la objetividad y la subjetividad discernibles en la ciencia como en la filosofía.
Suele ser afirmación corriente la de que mientras la ciencia opera a base de la más rigurosa objetividad, la filosofía, por el contrario, padece inevitablemente de una lamentable subjetividad. O sea que mientras hay siempre, de un modo o de otro, acuerdo posible entre los científicos, no se puede decir lo mismo respecto de la filosofía, de manera que cada filósofo es un universo cerrado e independiente con relación a sus demás congéneres. Y lo curioso es que estas afirmaciones son del todo ciertas, en cuanto a la sustancia de sus contenidos, pero suelen padecer de una peculiar malinterpretación que proviene de una prejuiciosa actitud que pasa de largo ante el examen detenido y minucioso de esas afirmaciones.
No hay nada, en efecto, que sea más subjetivo que la filosofía ni más objetivo que la ciencia. Pero tampoco se puede descuidar que lo objetivo de la ciencia no es quien la hace (el científico) sino sus resultados, mientras que asimismo la filosofía adopta la máxima objetividad en quien la hace, al tiempo que su máxima subjetividad reside en los resultados obtenidos. Veamos por qué.
La ciencia consiste en un conjunto de procedimientos destinados a actuar sobre el objeto de la investigación. Pero el científico tiene que estar constantemente inventando, creando esos procedimientos, lo cual no deja de ser, de todos modos, una ficción, y ya sabemos el enorme valor que las ficciones tienen en el progreso científico. Lo cual no quiere decir que la manipulación empleada –el método– deje de adaptarse al objeto al cual se aplica, por modo riguroso, pero sí que el científico ha de partir siempre de una idea o esquema mental que él mismo diseña, pues ni le viene de ninguna revelación ni se lo ofrece el objeto en cuanto tal objeto, ya que, en este caso, estaría de más todo proceso de investigación. Por este motivo, resulta del todo atinente y justificado decir que el hombre de ciencia se ve compelido a inventar en buena dosis la ciencia que hace. Además, la ciencia no está ya dada, ni se descubre, en el sentido de lo que de buenas a primeras alguien alcanza a divisar, sino que se hace, o sea que aparece como el resultado de lo que alguien, en este caso el científico, ha construido con vistas a un fin predeterminado. [10] Lo que sí no inventa el científico son los resultados de su investigación, pues estos proceden del modus operandi sobre el objeto que se investiga. Y por todo esto es que cabe afirmar que el científico es el más subjetivo de todos los investigadores, aun cuando el producto de sus indagaciones resulte lo más objetivo posible.
Mientras que en la filosofía, decíamos, sucede justamente lo contrario, o sea que el filósofo es el más objetivo de los investigadores, mientras que sus conquistas filosóficas llevan la marca de la máxima subjetividad. Sucede así porque el filósofo no puede inventar nada como modus operandi, ya que sus preguntas tienen que ser a la vez directas e ingenuas. Son directas. porque nótese qué es lo que pregunta el filósofo y cómo lo pregunta: ¿qué es el tiempo? y ¿por qué hay tiempo? Para un científico tales preguntas son imposibles, porque el tiempo del físico, o del biólogo, &c., resulta hasta cierto punto una ficción, ya que ellos arrancan del supuesto de que lo saben, pero no lo saben, pues si deciden saberlo, como cuestión previa, no hay ciencia posible. Y adoptan, entonces, la actitud de San Agustín, respecto del tiempo: «Cuando no me lo preguntan, ya lo sé; mas cuando me lo preguntan, pues ya no lo sé». Y la pregunta es, además, ingenua, porque no cabe suponer mayor gratuidad y ausencia de segundas intenciones, ya que es una pregunta que sólo un niño o un orate, o sea la gente con menos sentido común, es capaz de hacer. Pero lo cual no le quita ni un adarme de importancia y de realidad a la pregunta, sino que, por el contrario, pone de relieve que, si bien es posible, adoptando una actitud de hábil evasión, zafarle el cuerpo a la cuestión, haciendo como que se sabe, aunque no se sabe, ello no significa que, en el plano del más riguroso respeto a la verdad absoluta que la ciencia dice acatar siempre, debiera empezar por hacerse cuestión de lo que sea el tiempo, o el espacio, o el ser de aquello de lo cual dice luego con toda solemnidad: es esto o lo otro.
Vemos, pues, que mientras la ciencia es subjetiva en su modus operandi y objetiva en sus resultados, la filosofía resulta objetiva en su proceso indagatorio y subjetiva en los resultados a que puede llegar en cada caso. La filosofía no puede ser subjetiva en su inquisición acerca de lo que pretende llegar a saber, porque de ninguna manera puede construir un método con el cual le sea dable el conocimiento del comportamiento o conducta de tal o cual aspecto de la realidad; porque no es a esto a lo que aspira el filósofo. Si el hombre de ciencia se empeña en descifrar el secreto último de la realidad, es decir, el Ser de la misma, automáticamente cesa como hombre de ciencia y se desplaza al sector de la filosofía, con todas sus consecuencias. Si un hombre de ciencia se detiene ante consideraciones tales como las de si el objeto de sus investigaciones es real con independencia de su actividad mental cognoscitiva, o si, por el contrario, carece de realidad independiente; si aquello que aspira a conocer es de veras conocible, o si la estructura del conocimiento implica una construcción mental que se superpone a lo verdaderamente real, &c., entonces la ciencia que él pretende hacer se desvanece, [11] pues para que pueda realizarse es indispensable partir siempre de un mínimo de supuestos sobre los cuales descansa toda elaboración científica.
Se me dirá, al llegar a este punto, que también la filosofía sobreabunda en supuestos, en ficciones y en especulaciones de toda clase. Pero respondo diciendo que cuando la filosofía hace tal cosa, no sólo imita pobremente a la ciencia, con lo cual, por lo pronto, ni es ciencia ni es filosofía, sino que, además, el hecho mismo de que la filosofía se ve obligada a regresar siempre a las mismas cuestiones fundamentales, la llamada philosophia perennis, demuestra que los supuestos, o sea la subjetividad del modus operandi, no le sirve de nada, como no sea para comprobar que sólo al actuar en forma rigurosamente objetiva, es decir, con la ingenuidad que ya Platón le asignaba, es que puede ser realmente filosofía.
Pero, decíamos, el resultado obtenido en la indagación filosófica tiene que ser forzosamente subjetivo. Sí, porque en la ciencia la investigación debe quedar rigurosamente subordinada al objeto por el cual se pregunta, pues, de no ser así, desaparece toda posibilidad de verdad. O sea que el hombre de ciencia, aun cuando parte de ciertos supuestos, es decir, de algo que él pone, no puede adaptarlos caprichosamente, sino que, o corresponden con lo que se piensa que puede ser, o se sustituyen por otros. En esto radica la rigurosa objetividad científica y el valor de sus afirmaciones. Pero con la filosofía sucede todo lo contrarío, pues aquello a que puede llegar el filósofo al formular sus preguntas, es siempre algo muy personal, de la profunda intimidad de cada sujeto filosofante con la realidad cuestionada. Por eso cuando Hegel dice que si en la ecuación: «todo lo real es racional – todo lo racional es real» algo falla, eso falible debe ser la realidad, tiene todo el derecho a afirmarlo, puesto que, en el fondo de su afirmación, descontada la petulancia de su sistema racionalista (que no es poca), late una profunda intuición de lo que representa la dramatis persona del sujeto filosofante; ya que, sin lugar a dudas, todo el problema de la realidad, en la filosofía repercute decisivamente en el que filosofa. Y por esto es que, en sus consecuencias definitivas, como filosofía ya hecha, es decir, escrita, la de cada quien que la ha hecho (Platón, Kant, Husserl, &c.) es algo puramente subjetivo.
Pero, cabe advertir que al plantear el contraste entre la subjetividad de medios y la objetividad de resultados en la ciencia y la objetividad de medios y la subjetividad de resultados en la filosofía, hemos llegado con apreciable proximidad a lo que pudiera ser denominado el problema de las situaciones límites en la relación de ciencia y filosofía. Con él pondremos punto final a estas notas.
4) El problema de las «situaciones límites» en la ciencia y en la filosofía.
Le tomo prestado a Jaspers la expresión de situaciones límites, aun cuando, por supuesto, la empleo con un sentido bastante diferente al que le da su autor. Veamos por qué. [12]
Jaspers designa como situaciones límites a ciertos estados propios e inalienables del hombre, a los cuales es preciso referir en todo momento la condición humana, puesto que sin ellos no tiene la menor posibilidad de ser lo que es. Así nos encontramos con que la muerte, el azar, la desconfianza y la culpa definen perfectamente la existencia humana, pues ¿qué hombre es capaz de soslayar esas situaciones que resultan límites porque ellas circundan y encuadran definitivamente la condición humana? Pero, por otra parte, son esas situaciones límites las que permiten al ser humano «rozarse», tangenciarse, diríamos, con lo que no es él, de manera que esas situaciones límites constituyan a la vez la posibilidad y la imposibilidad humanas. Y es deslizándome por el leve resquicio de esta similitud que pretendo establecer, también para las relaciones posibles de ciencia y filosofía, una suerte de situaciones limites, digamos allí donde la filosofía, para serlo, depende de la ciencia; exactamente como ésta, por su parte, no puede prescindir de aquélla; y, entonces, en la conjunción de esas dos delgadas aristas vendría a quedar situada la Filosofía de la Ciencia. Porque ésta surgiría de la vinculación que la situación límite determinada por la subjetividad y objetividad específicas de la ciencia tuviera con la correspondiente objetividad y subjetividad específicas de la filosofía. O sea que allí donde pudiera encontrarse una congruencia necesaria de ambos pares de objetividades y subjetividades estaría, de hecho y de derecho, operando ya la Filosofía de la Ciencia.
Expliquémonos. La objetividad de la filosofía procede de la forma sui generis del preguntar por la realidad en la actividad interrogante del sujeto que filosofa. Pues éste se propone saber la realidad última y decisiva, sin posible intermediación, de modo que –como ya se ha dicho– aspira a un saber ontológico de la realidad. Mientras que la objetividad de la ciencia procede del objeto mismo, o sea de la realidad a cuya indagación se le ha aplicado previamente la ortopedia del método (a veces muy complicado) que permite llegar a cierta realidad del objeto, que, por eso mismo es, –también se ha dicho– un saber epistemológico de la realidad. Vemos, pues, cómo en este caso, pueden confluir en una misma pretensión de un saber último y por ende rigurosamente verdadero las respectivas objetividades de la ciencia y la filosofía; y es así posible explicar por qué la filosofía puede intervenir en la ciencia, porque la objetividad de la ciencia se completa y adquiere su justificación en la objetividad de la filosofía, lo cual no quiere decir que para hacer ciencia sea indispensable la intervención en ella de la filosofía, sino que es requerible cuando se trata de ir más allá de la manipulación científica para encontrarle un último fundamento a la ciencia, es decir, para proporcionarle, si tal cosa es posible, respuestas, no al cómo –que eso es lo habitual de ella–, sino al qué y al por qué. Pues cuando esto ocurre es que aparecen las elaboraciones que llevan por título La ciencia y el método, El valor de la ciencia (Poincaré), ¿A dónde va la ciencia? (Max Planck), Análisis del conocimiento científico (Neuchslosz), &c.
Veamos, por otra parte, lo que sucede con el problema de la subjetividad en la ciencia como en la filosofía. [13] Hemos dicho que la subjetividad científica reside en la manipulación, en el método utilizado de acuerdo con las exigencias del objeto sometido a investigación. Mientras que en la filosofía encontramos la subjetividad en la realidad a que se dirige, o mejor, en los resultados de esa indagación una vez que el sujeto filosofante ha hecho suya la posible respuesta que esa realidad le ofrece, en forma asaz peculiar, porque en la filosofía toda pregunta implica ya, en cada caso, una forma personal de respuesta, o sea que cada filósofo espera, como si dijéramos, la clase de respuesta que su pregunta debe proporcionarle.
Y la subjetividad de la ciencia viene, en este caso, en auxilio de la subjetividad filosófica, porque su rigurosa subordinación a la naturaleza y a los requerimientos del objeto resulta un eficaz contraste con la subjetividad muy de cada quién de los filósofos. O, dicho de modo más claro: sería hoy temeridad intelectual intentar una filosofía de espaldas por completo a la ciencia, lo que no supone una subordinación a ésta, ni mucho menos, sino simplemente el reconocimiento de que la investigación científica tiene mucho que decir en relación con las complejidades de la realidad. Pues cuando se descuida este extremo, se cae en las exageraciones e inexactitudes de la metafísica o la filosofía de la historia de un Hegel, por no citar a otros autores.
La ciencia y la filosofía tienen, pues, un lugar de tangencia, que es aquél donde concurren sus respectivas situaciones límites. La Filosofía de la Ciencia resulta, no sólo posible, sino imprescindible. Pues si ha de haber ciencia en general tiene que ser a base de que esté fundamentada en un saber que remonte y supere los límites del método y las especificaciones que caracterizan y circunscriben el objeto de cada ciencia. O sea que la ciencia no se puede reducir al estudio del comportamiento y las características específicas de este o aquel objeto, sino que debe hallar sus propios fundamentos, su verdadera razón de ser, en lo que sea capaz de rebasar el contorno de su modus operandi. Lo cual no significa que la ciencia deje de ser ciencia ni la filosofía llegue a saturarse de lo que le es ajeno. Pero sí que es posible conciliar en una disciplina de riguroso saber el qué y el por qué (las preguntas de la filosofía) con el cómo (la interrogación que origina la ciencia tal cual hoy se le conoce) y en esta integración, donde tanto la ciencia como la filosofía seguirían conservando su total autonomía, vendría a fundarse, creo yo, la Filosofía de la Ciencia.
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{1} Conferencia pronunciada en la Sociedad Cubana de Filosofía, el 9 de diciembre de 1954.
{2} J. Marías: Historia de la Filosofía, ed. Rev. de Occidente, Madrid, 1941, p. 208.
{3} Y, por consiguiente, toda la Ciencia.
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