Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-junio de 1952
Vol. II, número 10
páginas 38-42

Gastón Anido

Leopoldo von Ranke

Lo histórico es el imperativo de los tiempos y quienes nos sustraemos a él por voluptuosidad, después de agotado el rictus que nos produce, no podemos menos que sentirlo como drama en quienes lo rechazamos. Es nuestra tragedia de hombres actuales tenerlo tan cerca como en ninguna otra época y alejarlo instintivamente para ensanchar el espíritu en otras disciplinas a las que nuestra vocación propende; por eso, intermedio entrambos estados preferimos a la vieja exposición sistemática de los Hechos una Historia de ancho sentido cual es la cultura del Hombre toda, sus relaciones y diferencias, sus excelsitudes o fallas que la subestiman de otra. Una Historia como la que hace lustros nuestra época escribe por la inteligencia humana del hombre actual, por los adelantos de las Ciencias Auxiliares, porque Europa ha adquirido su plenitud intelectual, en fin porque soplan vientos de fronda y queremos saber lo que hay de enigmático en el Pasado para escrutar el Porvenir. A diferencia del clásico oráculo no se inquieren las genuflexiones histeroides de las sacerdotisas de Apolo, sino saber desea el hombre qué es lo esencial en las generaciones que nos precedieron, cuáles sus plenitudes o vacíos, para acallar nuestra angustia de hoy.

Entre los historiadores de interés supino Ranke mueve su estudio porque no obstante iniciar la Escuela Histórica que rebasó una crisis de la Historiografía anterior escrita entre elucubraciones de gabinete y fuentes inescrutadas, es actualmente para unos iniciador y Maestro, ejemplo religioso casi; al cabo que se le ataca desde otro ángulo como contradictorio y hueco, diestro en no comprometerse intelectualmente, esteta y dómine con guantes de hielo. Entre la admiración totémica de los que le citan por sus intuiciones geniales, como en Cuba ocurre, y quienes le escrutan microscópicos cual si vieran de cerca una tela Cézanne, procuraremos verlo en su totalidad que es su estilo, en sus ideas y sus «contradicciones».

Literariamente el germano seduce, pues, en la prosa de cláusulas discretamente medidas y por tal cómodas al lector; tiene imágenes de un cromatismo acusado pero sencillo en su fluidez siempre cantarina. Esta virtud vítrea jamás la perdió; ni la adjetivación monótona ni la concordancia forzada le poseyeron, y Ranke, octogenario aún, no torció la lógica de sus ideas sino las revistió de cierta generalidad a que lo llevaron los años sin opacar su clásica mesura. Añádase que «el campeón del afilosofismo» ni de joven olvidó ciertos abstractos devaneos y todavía en el epistolario de sus últimos días conserva en su parquedad el halo poético de sus mejores tiempos, sólo que ahora más cercano a Dios. Su arte no es producto de una sintaxis deliberada, esa difícil facilidad a que aspiran los clásicos, ni está al regreso de los retorcimientos estilísticos, sino es la expresión de la Verdad que didácticamente se dificulta si se la adereza, ni estaba en su ánimo angustioso de realidades la expresión sutil, sino el acaecer normal de las cosas. [39] ¿Qué más angustia que hallar la verdad y decirla con sencillez? Cuando Lorenz habla de sus medios flexibles del lenguaje no se refiere a construcciones defectuosas sino que a veces generalizaba sobre conceptos diferentes para no contradecirse, las contradicciones empero en él son más dérmicas que hondas y se resuelven bajo una cúpula de pocas ideas. Su patrón mismo de burócrata adherido a deberes profesorales y familiares es su vida y su prosa, hombre y estilo como siempre determinándose. Pero en Ranke no ha sido su prosa lo discutido sino sus ideas, sus influencias y lo que los nuevos hermeneutas han querido interpretar en sus obras. Ranke como la Sibila de Cumas ha desvelado cuatro generaciones de augures de un género de historiadores tabuizantes que lo ignoran y lo citan sólo por sus intuiciones geniales, como en Cuba ocurre, mientras otros le pizcan microscópicos. Ambos son más dignos de una Entomología Tanatológica y no deben ser citados aquí. Nosotros procuraremos ver cómo su ideología obedece a una firme constitución de ideas y toda su «vacuidad» es plétora discretamente expresada entre los hechos que narra, que sus contradicciones viven sin ser tales en su unidad de criterio repetido al través de decenas de volúmenes de Historia y sólo alguna atención basta para desentrañarla. Con poco más de una docena de observaciones claves, el resto se resuelve, pues depende de ellas.

Su concepto de la Divinidad como poder que fija los Destinos de los hombres y los pueblos es, en el historiador, un carácter desde su juventud un tanto arcano a veces, otras dicho entre líneas, pero en las obras de mayor aliento lo señala con una normalidad in crescendo hasta su póstuma «Historia Universal» donde oficia abarcadora como panteón transparente de Sevres. La Divinidad se conoce, según él, por la intuición poético-religiosa que ejercita el historiador entre los textos y los hechos, por la Casualidad cuando discurre con sentido hacia un fin mismo, cuando el Azar colabora a éste, cuando las grandes personalidades realizan un Destino Histórico Común. La sabemos pues por sus efectos al cerrar las grandes épocas o iniciarlas teleológicamente un representativo. Dios, Providencia Divina y Espíritu son para él la misma cosa y si explicándose los hechos históricos los refiere a la vida misma, apartándose de éstos, es que confiere a ella una riqueza infinita de medios de creación, pero en rigor los principios son siempre objeto de un poder Supremo cuyo sentido realizan, este Poder es la Divinidad. Pero debe hacerse una distinción respecto de otros que rigen al hombre de manera cercana como en el tinglado de Maese Pedro; no es la de Ranke una Divinidad tutelar como la de Hegel que produciría, de ser cierta, la angustia entre nosotros de vivir bajo una inmensa prisión sub sole; aquella conocida frase de «si los hechos se ponen contra mí tanto peor para los hechos» es la más cruel dicha por hombre después de Dios. En Ranke, Dios, aunque efectivo está muy lejos, permite realizar el acaecer histórico con alegre y espontánea frescura, se place el propio autor estéticamente en su devenir y ama sus coincidencias, es un pean a la vida ... sólo que en rigor ha de referirse a él. Uno de sus grandes aportes jamás dichos y menos observado por los estudiosos es que en él la idea de la Vida (contemporáneo descubridor con Dilthey) es tan rica como la de Dios; [40] paralela a ésta y de posibilidades inmensas que al reducirla finalmente a El, lo olvida el lector por hallarse voluptuosamente instalado en la claridad rankeana. He aquí una apreciación falsa que estriba en nuestro regocijo y no en su defecto, sólo un gran espécimen físico capaz de crear, ya octogenario, podía alojar ambas ideas sin contradecirse.

Y estamos a la puerta de su religiosidad sin la que no se entiende su monarquismo, ni su sentido del Estado ni la austera sensibilidad de sus páginas. Posee también el historiador un sentido religioso educado en la escuela protestante de una sencillez bíblica y cuando habla de Lutero lo hace apasionadamente pensando en sí para confundirse con el reformador en su humanismo luterano que no es más que un pathos de la sencillez austera con que se refiere a las monarquías del Norte de Europa, a Gustavo Adolfo, al énfasis con que explica la formación de los Estados como proceso orgánico de la Historia, todo nos indica esta sencillez formativa que quiere ser laica por velado sentimiento anticatólico. Como su religiosidad los años la sublimaron rebasando la confesión escolar para convertirla en cósmica, de ella también deriva la simpatía de Ranke por el concepto moderno del Estado como institución al margen de la Iglesia. En su «Historia de Francia» hay páginas deliciosas sobre Felipe el Hermoso y Francisco I seguidas de un vacío casi inexplicable sobre los Valois; es que también simpatiza el tudesco con la forma monárquica de gobierno que estudia como una consecuencia de voluntades y estamentos unidos al trono. Secular evolución, orgánica, cuyo ejemplo para él era Francia. ¿Cómo iba a apreciar la época de las Guerras Religiosas cuando era precisamente en ésta la quiebra del Estado y la debilidad de la Monarquía lo que la caracterizaba? Con su concepto de la Divinidad y la Religión se relaciona el Progreso sobre el que Ranke parece al principio negar cuando dice que «esta idea no es aplicable al entronque de las épocas en general por cuya razón no podemos decir que un siglo sólo sirvió históricamente para preparar otro». «Tampoco es aplicable a las creaciones del genio en el Arte y la Poesía, la Ciencia y el Estado». «Los verdaderos frutos de la Creación son independientes de la relación entre el antes y el después.» Pero explicando año más tarde su frase conocida sobre la que se afincan los que le conocen sólo apostillas: «Las generaciones están separadas entre sí y vinculadas por igual a Dios, una no se obliga a continuar la obra de la otra sino se justifica sola ante el Altísimo», Ranke hubo de reconocer que efectivamente había una transmisión de valores espirituales porque al encarnar distintas generaciones de una misma época los ideales comunes a ésta y realizarlos, contribuían al Progreso. Y helo aquí salvando un tema sobre quien Spengler, Spranger, Berl, Ortega, Keyserling, Eliot, Morente, &c., habían de escribir medio siglo después páginas superiores a las de él. Pero no debe buscársele temas a que la Historia contemporánea nos lleva, conceptos vastísimos e ideas apocalípticas le son ajenas y en su gelidez elegante quiso aclarar siempre la verdad y expresarla con mayor pureza aún alejándose del fatalismo que nace de la provincialidad europea y del pathos augural que ha vuelto esta Ciencia un nuevo culto de Profetas. Al relatar los hechos, como hombre de Europa que era y cuando no había ésta sufrido el desplazamiento de poder que hoy adolece, [41] los refiere siempre a Ella, a sus efectos sobre todos y cada uno de los pueblos, a la unidad de vida común que éstos produjeron como las Cruzadas, &c. Pero no debe verse aquí ni una defensa deliberada de la Cultura de Occidente como hoy se hace, ni de su destino político, ni de las tradiciones autóctonas de esta Cultura sino referencia a estos asuntos con carácter enunciativo realizados por un intelectual de la mejor estirpe sin llevarlos al dramático planteamiento de hoy. No creyó en la decadencia de Europa sino vio en sus pueblos elementos de vida suficientes para que de ocurrirle a alguno de ellos el resto fuera capaz de mantener en el Continente el tono de vida alto que le ha caracterizado. ¿Era pues una limitación no rebasar la problemática decimonona como concepto amplísimo del Continente y que su preocupación por cada uno de los pueblos no se lo permitió? ¿Cuáles son los límites de su europeísmo? ¿Los de su capacidad? Pensemos que esta cuestión planteada hoy pero harto discutida todavía no lo era en 1860 cuando Ranke estaba en su plenitud realizando lo mejor de su obra; a más de esto careció de una intuición histórica genial y su hábito de filtrar la experiencia entre los hechos, que le acompaña desde joven, no es en él una virtud filosófica de calidad, sino condición adjetiva que la vejez aumentó sin consecuencias.

El equilibrio de sus facultades remató en su amor a la Verdad neta con una sensualidad velada en sus páginas pero que posee quien la ama con ese pathos entre sádico y epicúreo de los intelectuales. En otro lugar he dicho que hay una crueldad esencial en el hombre inteligente, un género de hombredad que es valor del Espíritu de reconocer las evidencias que hieren lo que amamos en la vida, en la Cultura. Siempre he pensado que es más dérmica que honda la gelidez rankeana, pues quien amaba la vida como él, pudo congelarla al describirla transparentemente entre sus páginas, pero nunca dejar de sentirla como drama cotidiano en los archivos, documentos y cartas que estudiaba. Porque el mero buscarla entre esas fuentes que nadie utilizaba antes es síntoma de plétora en los grandes creadores y al tiempo un género de originalidad. El esteticismo rankeano, otro lugar común de sus estudiosos, tiene para mí una relativa importancia, adjetiva, no de orden temperamental y he creído siempre a Ranke más hondo de lo que sus detractores dicen: enamorado y voluptuoso, poseído del placer de vivir cada momento de la Historia y aquí nos viene a mano el problema de la percepción histórica que no es más que «exagerar» el historiador uno de sus momentos de vida.

Percibir, nos dicen los psicólogos, es captar con sentido algún fenómeno, lo cual implica en el perceptor datos que lo ubican en determinada preferencia, por ejemplo un lápiz nos mueve a tomarlo, escribir y hasta asocia en nosotros algunas ideas. Pero ante la Historia la percepción del estudioso es infinitamente más difícil porque el fenómeno histórico es de una complejidad dedálica y porque el mecanismo rector del que inquiere es su haz preferencial: gama subjetiva que aprecia abultadamente cual crea mejor. No vamos a hacer aquí una relación de las preferencias humanas en cada época; cada cual lleva su máscara en el más triste de los carnavales que es la Historia de la humanidad, en él siempre se pierde y pocas se ve el rostro de la realidad fugitiva. [42] El Materialismo Histórico en su ceguera hizo el aporte de exagerar los valores materiales que habían sido hasta entonces olvidados por la Historia, calificó con certeza un tipo de idealismo que entendió como producto de las superestructuras y exhibió popularizándola la mecánica interna del Capitalismo a cuyas fallas se deben no pocos de nuestros trastornos, pero no obstante sus aciertos el Materialismo se asfixia en una órbita acerada que le aleja de toda consideración filosófica seria; ha querido ser el Newton de la Filosofía de la Historia. Hoy sólo se le agradece, diremos en el lenguaje perceptivo, haber vuelto desconfiado al investigador depositando en su subjetividad dudas por explicaciones que se alejan de la vieja realidad humana, racional, mesológica inclusive. El grave problema es superar sus limitaciones, trasladarnos al mundo del hombre histórico de cualquier cultura e intuir su sensibilidad, su cosmovisión para ver el sentido de sus hechos explicándonoslo en amplia y contradictoria unidad. Ser historiador en nuestros días es ser historicista como es también su auxiliar la nueva Filología, la más ancha de las Ciencias, no aquella que hace dos siglos pretendía enseñarnos a leer.

En Ranke la percepción histórica era movida por ideas que más arriba expresamos: religiosidad protestante y cósmica, Divinidad, monarquismo, estatismo, &c., expresando los hechos de conjunto y por épocas, sin exagerarlas apenas. Ranke se sitúa intemporal frente al acaecer histórico de sus contemporáneos de gremio. Los franceses Michelet, Lamartine, Chateaubriand, Thiers, Guizot, Taine, escriben «historia actual» sobre la Revolución Francesa que habían vivido más o menos cercanos; el más allegado la sintió de joven en su ocaso. Ranke y sus coterráneos de allende el Rin hacen opuesta labor, Historia Antigua principalmente, de Roma y de la Edad Media alemana, por eso su percepción es diversa.

No es en él típica la intuición que abulta un hecho para exhibirlo en cada época hasta su tiempo y explicarlo por evolución, sino la consideración serena de todos en épocas diversas. ¿Fue el exceso de viajes, de estudios en los archivos y fuentes diplomáticas que atrofiaron su olfato para este género de vivisección tan común en nuestros días? ¿Fue su propia estructura de crédito quien aplastó la especie de originalidad a que nos referimos con el saber cuantitativo? Nada de ambos en nuestro concepto, sino el ejercicio de su percepción con amplitud sobre el panorama histórico sin preferir ningún aspecto. A más de esto, Ranke no poseía cualidades de ensayista que son contemporáneas, defecto si lo vemos, por ende temporal.

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