Revista Cubana de Filosofía La Habana, julio-diciembre de 1949 |
Vol. 1, número 5 páginas 19-29 |
Boris GoldenbergReflexiones sobre el «progreso» en la historiaI El propósito del siguiente artículo no es el de retrazar o de analizar la historia de la idea del progreso, sino el de volver a plantear la misma problemática del «progreso», a partir de nuestra situación histórica. Repetir por enésima vez lo que otros han pensado y dicho nos parece menos importante que el intento de desentrañar la realidad, de aclararnos lo que la voz «progreso» implica, de ver, por qué el «progresismo» tuvo que entrar en crisis, de roturar el camino para discusiones fecundas acerca de las perspectivas de nuestro horizonte social. Empezaremos por un brevísimo esbozo histórico, para sentar en forma de «tesis», las principales antinomias del progresismo. Acabada esta tarea preparatoria, volveremos nuestra mirada hacia los diversos planos de actividades humanas, para escudriñar dónde algo que puede llamarse «desarrollo progresista» se verifica y en qué otros planos de la vida semejante criterio pierde toda validez. Por fin plantearemos, sin pretender resolverla, la cuestión de si hay algo que puede llamarse «progreso» cuando se enfoca la vida social en su conjunto. Con esto llegaremos al umbral y sólo al umbral de los problemas de nuestra existencia actual. II Como es sabido, la idea de que la historia humana es «progresista» no ha nacido sino hace pocos siglos para hacerse ideología predominante en nuestra civilización occidental-europea en su etapa post-renacentista. En las demás civilizaciones y épocas reinaban concepciones «cíclicas» o imperaban ideas diametralmente opuestas a la del progreso, basadas en la suposición de cualquier «edad de oro» previa y desaparecida. A veces despuntaban, mezclándose con las concepciones mencionadas, teorías afincadas en las diferentes religiones de salvación y que postulaban la llegada de un reino ultramundano de felicidad y perfección. Esta fue la concepción predominante durante los siglos de la así llamada «Edad Media» de nuestra propia sociedad occidental. Para una cosmovisión religiosa, la idea de que el hombre pueda llegar, por sus propias fuerzas, aunque con ayuda de Dios, a la perfección y felicidad, en este mundo es, en el fondo, inaceptable. Para que surja debe ser precedida por cierta «secularización» del pensamiento. Tal fue una de las principales contribuciones de los pensadores renacentistas y jus-naturalistas. Los Maquiavelo, Guiccardini, Hobbes, Pufendorf, Grocio, &c., separaron el pensamiento acerca de las cosas sociales de sus vínculos con la religión y cualquier moralidad trascendente, para buscar leyes intrínsecas del mundo humano, considerándolas, empero, como eternas, incambiables, «naturales». Un investigador histórico posterior puede, naturalmente, descubrir gérmenes de la idea progresista aun en algunos de estos ideólogos, pero esto no sería sino una proyección de concepciones futuras sobre las del pasado.{1} Para que despunte la idea del progreso como ideología predominante, no bastaba la desvinculación del pensamiento social de la teología. Eran precisos ciertos cambios reales, el advenimiento de una realidad histórica caracterizada, ella misma, por un dinamismo antes desconocido. La idea del progreso despunta, en efecto, en los albores del capitalismo moderno y se hace imperante después en la así llamada «revolución industrial». Aparece con claridad en los filósofos racionalistas de la iluminación, en Fontenelle, Turgot, Condorcet, ideólogos de una clase burguesa empeñada en la lucha por su supremacía.{2} Todos estos teóricos, que frecuentemente tenían muy pocas simpatías subjetivas con la burguesía mercantil y, en gran parte, propugnaban la racionalización y humanización de la sociedad por medio de acciones dirigidas y planificadas de un absolutismo iluminado, eran en su misma raíz «antihistóricos». Habían transferido el newtonismo a la sociedad, creyendo, como hijos de los jus-naturalistas, que las leyes naturales del mundo social, una vez desentrañadas y liberadas de los obstáculos tradicionales e irrazonables, permitirían la realización de la «ciudad de Dios» en este mundo.{3} Si las ideas francesas llevaban el cuño del racionalismo, la idea del progreso se refracta en Inglaterra a través del prisma empirista, mientras que en Alemania aparece la misma idea vestida con trajes idealistas. Aunque en los albores del siglo XIX no faltan voces antagónicas, el progresismo optimista subyace, pues, en cosmovisiones tan diferentes como las del racionalismo francés, del empirismo británico, del idealismo alemán, del materialismo, aun del positivismo comtiano. Esta omnipresencia indica, precisamente, que en las entrañas de la realidad histórica va surgiendo un nuevo sistema social con un dinamismo nuevo: el capitalismo.{4} El progresismo llega a ser, muy pronto, la médula del liberalismo optimista{5}, perdiendo, empero, en el curso del siglo XIX sus aspectos beatos e idealistas: el empobrecimiento de grandes masas proletarias que acompañaba al desenvolvimiento capitalista, la aparición de las primeras crisis económicas, y de ideas socialistas, sustituyeron las ideas idílicas por la concepción «darwinista» del progreso que ve en éste un resultado de la implacable lucha por la existencia. Aunque muchos elementos del progresismo optimista primigenio pasaban ahora a clases oposicionistas (al proletariado) y a países jóvenes como América, el progresismo seguía predominando a través de todo el siglo XIX, alentado por los logros de la ciencia, de la técnica y los progresos generales en el bienestar material. A partir de fines del siglo XIX empieza a cobrar fuerza una cosmovisión anti-progresista, brotando del conservadurismo y romanticismo. Voces desesperadas, a veces cínicas y cada vez más frecuentes salen al paso del progresismo: los Nietzsche, H. St. Chamberlain, Bergson, Sorel, Pareto y los Tolstoianos tienen todos una actitud crítico-negativa frente a los que Pareto llamaba «la religión del progreso». La nueva época histórica en la que entra nuestra civilización con la guerra de 1914, caracterizada por batallas, revoluciones, contrarevoluciones y convulsiones de toda índole, da pábulo a las ideologías anti-progresistas, que empiezan a sobrepujar la ideología del progreso. III Las principales antinomias que, haciéndose patentes, subyacen en la crisis ideológica del progresismo, pueden, quizás ser resumidas del siguiente modo: 1) Se hace hincapié en el carácter claramente «ambivalente» de los desarrollos progresistas, que pueden servir el «bien» como el «mal», pueden manifestarse tanto en calidad de potencia destructoras como constructivas (Ejemplo: la energía atómica, utilizada para destruir). 2) Se ha puesto en claro que la concepción de la historia del género humano como un proceso unitario e unilineal es falaz. En lugar de esta concepción ha aparecido y va imponiéndose otra que distingue diferentes civilizaciones que coexisten o se siguen en el curso de los tiempos, que pasan por períodos de juventud, de madurez y de crisis mortal (Spengler y Toynbee). 3) Se llegó a considerar la «historia» como realidad multidimensional, urdimbre compuesta por diferentes «esferas» o «planes de actividades» (economía, ciencia, arte, religión, moralidad, &c.), con leyes propias y diferentes. Pensadores como Alfredo Weber han distinguido entre un «progreso de la civilización» con su acontecer cumulativo, y un «movimiento cultural», compuesto por creaciones «igualmente cercanas a Dios» y cuyo valor es independiente de su lugar cronológico. 4) Se puso en entredicho hasta qué punto concuerdan el «bienestar material» por un lado y el «florecimiento cultural» por el otro. Muchas «edades de oro», correspondían, en efecto, a épocas de profunda crisis económico-sociales, mientras que otras se produjeron en tiempos de gran florecimiento material. Un autor moderno, A. L. Kroeber, no pudo encontrar, después de muchos años de estudios, ninguna correlación exacta ni entre «bienestar» y «cultura», ni entre los diferentes planes de actividades humanas. (Véase su «Configurations of Culture Growth», 1944). 5) Se ha abandonado cada vez más el racionalismo, desvalorizándose «la razón» o subrayándose su dependencia de factores meta-racionales (económico-sociales en Marx), histórico-tradicionales en los conservadores (Stahl, Savigny, &c.), biológico-vitales en los vitalistas (Nietzsche, Bergson, Scheler, &c.), psíquico-inconscientes (Freud). Dada la estrecha vinculación entre el progresismo y el racionalismo, estas tendencias tenían que redundar en perjuicio del primero. 6) Se ha redescubierto la importancia de la «coetaneidad de lo no coetáneo», es decir, el simple hecho de que los desarrollos nuevos y sus resultados, coexisten con fenómenos de añeja procedencia, sin que lo nuevo sustituya, reemplace lo viejo. Esta problemática, que inquieta a muchos autores modernos (Karl Mannheim en sus últimos libros y autores literarios como Arthur Koestler en su «The Yogi and the Commissar», por ejemplo) se refleja angustiosamente en preguntas cómo éstas: Si el hombre como tal queda siendo lo que era, a saber, una fiera salvaje, a qué sirve el progreso técnico si no al fin de la destrucción completa? 7) Se ha puesto en claro que el sujeto del progreso es más bien la sociedad y sus poderes, que el hombre individual y sus posibilidades vitales, pudiendo aun los progresos colectivos redundar en perjuicio del individuo. [21] Esta antinomia se manifiesta en múltiples aspectos: el crecimiento del burocratismo y de la planificación con sus amenazas a la libertad individual, la creciente manejabilidad del mundo social a partir de los puestos de mando que puede conducirnos a un maquinismo social sarcásticamente previsto por autores modernos como Aldous Huxley en su «¡Qué Mundo Feliz!»; la creciente «desantropomorfización» del mundo resultante de la ciencia moderna y que hace al mundo, cada vez más dominable, cada vez menos «comprensible»; la rápida especialización en la vida práctica y en la ciencia que deshumaniza al hombre, transforma al científico en especialista, «quien sabe cada vez más y más acerca de cada vez menos y menos», &c., &c. IV Frente a estas antinomias, brotadas de nuestra propia existencia histórica, el optimismo idílico de un progresismo ambiguo no puede ser mantenido. Tampoco podemos, empero, caer en un error opuesto, afirmando que todo lo que solía llamase «progreso» es puramente ilusorio, o que sus logros son «malos» o que carecen de verdadera importancia. Hay indudablemente planos de actividad humana donde el concepto del progreso tiene un sentido exacto, que importa precisar. Existe además, el hecho de que la palabra «progreso» tiene un valor intensamente emocional y valorativo, sirviendo de criterio para decisiones políticas, aunque son raros los teóricos y políticos que fuesen capaces de definir con cierta claridad lo que bajo este término entienden. Dejamos para el fin el problema de si hay, respecto al todo social y humano, un acontecer que puede determinarse como «progresivo», para enfocar los diferentes «planes de actividad» humana, empezando con el caso más sencillo e indubitable: el de la «técnica material». De ella tendremos que «bajar», o «subir» a la tecnología, la ciencia, la filosofía, haciendo después el recorrido inverso: de la técnica a la economía y «sociedad». Aclarado lo que «progreso» en estas esferas significa volveremos la mirada hacia la diferencia entre la «civilización» y la cultura, para preguntarnos, sólo después de todo este esbozo –que no puede ser más que esbozo, obviamente– hasta qué punto cabe hablar de un «progreso social». V Hablamos de un progreso realizado, cuando se ha puesto en servicio un nuevo avión que atraviesa el espacio entre dos puntos en un tiempo más corto de lo que se necesitaba anteriormente, como designamos con el mismo término al vapor, comparado con el velero. He aquí el ejemplo sencillo y más banal de los progresos técnicos, que no pone en relación más que las dos «dimensiones» del tiempo y del espacio, y de cuya inspección podemos inferir, en seguida, el sentido de la voz «progreso». El «Progreso» connota: A) una secuela temporal: las mejoras en la eficacia del artefacto en cuestión se siguen una a otra en el tiempo. La secuela no es enteramente fortuita: más bien, parece que la etapa posterior presupone la existencia previa de la etapa anterior. B) una valoración: el logro calificado con nuestro término es valorado como algo «superior» en relación con los logros anteriores. C) una relación con un fin: el fin es en este caso la superación de una distancia máxima dentro de un tiempo mínimo. Este progreso es mensurable con exactitud. Y de esto podemos inferir tres consecuencias generalizadas: 1) El concepto del «progreso» es relativo: es relacionado con un fin propuesto, deseado. Donde no hay un «fin» o una «meta» no cabe hablar de progreso. 2) Considerada en relación con un fin, la valoración contenida en el término «progreso» no es subjetiva, sino objetiva, de validez general. Afirmar que un logro es «superior» a un otro anterior es enunciar una verdad objetiva, comprobable, que no cesa de tener por esto un carácter valorativo. 3) El concepto del progreso es limitado, precisamente por ser relativo. Lo que constituye un progreso respecto a tal o cual fin, puede no serlo al considerar el mismo fenómeno en relación con otros fines. Puede carecer de importancia o aun pugnar directamente con estos últimos. VI El concepto «técnica» es ambiguo. En su sentido más general significa un determinado «saber hacer» que puede referirse a toda clase de actividades. Así, hablamos de la técnica de un pintor o aun de una técnica de salvación religiosa. Nuestro ejemplo de arriba pertenece a la «técnica material» que sirve propósitos «económicos» y que consiste en la aplicación de ciertos saberes, o para hablar como Schumpeter, en la introducción de ciertas innovaciones, basadas en invenciones. Algunos autores distinguen, por lo tanto, entre la «técnica» propiamente dicha, y la «tecnología», designando con el último término el conjunto de los saberes, de las invenciones, de las cuales unas se transforman en innovaciones y otras no. Los progresos técnicos implican y presuponen progresos tecnológicos. Para realizarse en la técnica, para transformarse en innovación, un invento tiene que pasar por el «tamiz» de otras consideraciones. Una nueva máquina para producir aire atmosférico, puede representar un progreso tecnológico, pero no se convertirá en progreso técnico, porque pugna con las normas y consideraciones de la economía: no es preciso introducir una máquina que produce a un cierto costo lo que abunda en balde. Un avión que vuela a unos 10 mil kilómetros por hora podrá constituir un notable progreso tecnológico, [22] pero no pasará por el tamiz de ciertas necesidades y limitaciones biológicas: el cuerpo humano es incapaz de soportar semejante velocidad. Mientras no se haya inventado un procedimiento para subsanar esta dificultad, el progreso tecnológico, actualizado en la tecnología, representará una mera posibilidad, será un progreso meramente «potencial» para la navegación aérea humana. De aquí podemos inferir un nuevo principio. Hay planes de actividades humanas que son interdependientes, pero que tienen sus reglas y normas intrínsecas. Lo que es un progreso actual en uno de estos planos, representa sólo un progreso potencial para otros. VII Las invenciones implican y presuponen, por su parte, ciertos procesos mentales que llamamos «descubrimientos» que ponen de manifiesto ciertos hechos, determinadas posibilidades y diversas interrelaciones antes «encubiertos».{6} Aunque aquí se trata, a primera vista, de acontecimientos en las mentes de ciertos individuos, los descubrimientos vienen determinados por fuerzas sociales sobrepersonales. La invención es la corporización del descubrimiento, como la innovación es la aplicación de la invención. Descubrimientos se logran y se han logrado, aun de modo casual, como ocurrencias desordenadas que despuntan en la mente de tal o cual hombre. El conjunto de los métodos y principios que permiten nuevos descubrimientos y su corroboración, se llama «ciencia». Nuestra técnica moderna es una técnica «científica» a diferencia de otras técnicas materiales que han predominado en épocas anteriores y siguen subsistiendo aun hoy al lado de la científica.{7} La existencia del progreso en la técnica, presupone la existencia de un progreso de la ciencia, de tal manera que los progresos actuales de la ciencia serán progresos potenciales para la tecnología y la técnica. Hemos afirmado que el concepto de progreso sólo tiene sentido con relación a un fin. En el primer ejemplo citado, el fin era patente. Lo era entre otras razones porque no hablamos de «la técnica» en general, sino de un determinado problema técnico. Lo mismo podría hacerse respecto a tal o cual determinado problema científico. Pero más arriba hemos hablado de un progreso de la ciencia, lo que presupone que la ciencia como tal tiene un fin. He aquí que de inmediato, aparece la ambigüedad del término «fin». Además del sentido de limitación temporal o espacial, puede significar: meta que se quiere alcanzar. En este sentido el término fin presupone a alguien quien se propone realizarlo y un acto o conjunto de actos que se emplean con este propósito. El avión es el fin de una actividad consciente proyectada hacia la construcción de este artefacto y que se realiza en un conjunto de actividades apropiadas. Pero el mismo avión no es sino un medio para lograr otros fines. Cada «fin» particular es lo que es sólo en relación con determinados propósitos y es «medio» para lograr otros fines, desde el punto de vista de otros propósitos. Si uno se fija, no en un propósito particular, ni en un actor personal que lo realiza, sino si se habla, por ejemplo, del «fin» de la ciencia, o aun «de la vida» o «del mundo», el término «fin» cambia ligeramente de matiz, y descarría fácilmente. Ahora se trata mas bien, de la «función» y del «sentido» que tiene un conjunto de fenómenos dentro de un todo más amplio. Si no hay actor determinado alguno al cual puede imputarse un sentido subjetivo que lo propulsaba hacia tal o cual meta y si no hay un todo «más amplio» claramente circunscrito, dentro del cual cierto fenómeno o conjunto de fenómenos cumpla una determinada función, la indagación por el «fin» se hace insensata, por perder toda significación comprobable. Por fin podemos hablar de «fines» hacia los cuales propende, se dirige, que «exige», independientemente de toda voluntad subjetiva y arbitraria, la misma situación objetiva, hacia los cuales tiende, por las fuerzas que lo determinan, el conjunto de fenómenos en cuestión: como una piedra que se hace caer de una torre se dirige hacia su «fin» determinado por las fuerzas gravitacionales, así hay determinadas situaciones y determinados problemas que «exigen» tal o cual cambio, tal o cual solución satisfactoria. La teoría psicológica de la Gestalt ha descubierto muchas de tales «fuerzas» que rigen nuestra percepción y toda nuestra vida anímica, y Wolfgang Koehler intenta, en uno de sus últimos libros («The Place of Value in a World of Facts», 1938) reducir los «valores» a tendencias objetivas que «demandan» tal o cual solución. Podemos distinguir pues, provisionalmente, un fin «subjetivo», lo que se propone un determinado actor o grupo de actores como meta de sus actividades; un fin «objetivo extrínseco»: la función que cumple un fenómeno o grupo de fenómenos dentro de un todo más amplio; y un fin «objetivo intrínseco», el fin hacia el cual propende por las fuerzas objetivas que rigen su desarrollo, un fenómeno o grupo de fenómenos, lo que Koehler llama «requiredness». Cuando nos preguntamos acerca del «fin de la ciencia» caben dos respuestas. [23] La primera se relaciona con el «fin objetivo extrínseco» de la ciencia, de su función dentro de la vida social. La respuesta no es difícil: la ciencia es un complejo mecanismo adaptativo del género humano que permite a éste una dominación de los factores ambientales que determinan su vida. Progreso en este sentido es: aumento de las posibilidades de dominar el mundo. La segunda tiene que ver con el eventual «fin objetivo intrínseco» de las actividades científicas. Rechazando las fantasmagorías metafísicas acerca de una «verdad absoluta» por lograr, la ciencia moderna nos contesta que su tendencia objetiva, y aun la voluntad subjetiva de los científicos, la propulsa hacia una mayor unidad, generalidad y simplicidad del saber sistematizado. Lo que esto significa para muchos científicos de hoy, resalta, quizás de lo mejor en el popular ejemplo dado por James Jeans en su último libro («Physics and Philosophy», New York, 1944 p. 180 y 182): Imaginémonos a un campesino que vive tierra adentro y nunca ha visto el mar ni barcos y quien ni siquiera sabe algo de la existencia de ambos, ni ha aprendido nunca geografía. Este nuestro campesino posee, empero, un potentísimo receptor de radio que recibe las señales que mandan los barcos para indicar su posición. Nuestro amigo quien es curioso (y la curiosidad es la madre de la filosofía) suele oír, por lo tanto, enunciaciones como esta: «Queen Mary. 41 grados, 10 minutos latitud norte, 65 grados, 23 minutos longitud oeste». Oyéndolo con frecuencia nuestro campesino podrá tomar un papel y un lápiz para elaborar un «mapa» dividido en algo como «grados», es decir, líneas perpendiculares que se cortan, y hacer una cruz cada vez que oye la señal. Verá entonces que se producirá una «curva» sobre su pliego, que representa, aunque él no lo sabe, la ruta del barco. Todos los guarismos que oye se encuentran, como llegará a comprobarlo después de bastante tiempo, entre 0 y 90 en lo que respecta la llamada «latitud», y entre 0 y 180 en los que atañe a la así llamada «longitud», quedándole incomprensibles las palabras «este» y «oeste» que siguen el número. Nuestro campesino verá, quizás, que, sin cambiar la forma de su papel y con prolongarlo sólo, se puede solucionar el problema al principio enigmático de que hay en la «latitud» una parte «norte» y otra igual «sur», ambas de 0 a 90 grados. Pero he aquí que surge un nuevo problema: un «barco» (y nuestro investigador se habrá ya imaginado un objeto que se mueve) que normalmente cubre una distancia de cuatro grados de longitud al día, habrá llegado al grado 178 «oeste». Al próximo día, al abrir su radio, el campesino quien había esperado la enunciación «182 oeste» oye, en cambio, «178 este». ¿Qué hacer? El campesino se tortura el magín, hasta que le viene una idea genial: él toma un segundo papel dividido de nuevo en 180 grados, llama el primer papel «este», el segundo «oeste» y les reúne, dándoles una forma cilíndrica en la cual «180 oeste» y «180 este», coinciden. De este modo habrá realizado un enorme progreso en su cosmovisión, pudiendo predecir con mayor exactitud y generalidad el «movimiento de los barcos» (o más bien: lo que oirá en el radio a tal y tal hora, ya que es la única experiencia verdadera que él tiene, mientras que «barcos en movimiento» será una interpretación incorroborable que le da a lo que él oye). Habrá, sin embargo, subsistido otra dificultad: los barcos que navegan más al norte atraviesan más «grados» de longitud, ya que la distancia entre cada uno de ellos es más corta que cerca del «ecuador». Pero en el cilindro de nuestro hombre las distancias entre los grados son exactamente iguales en todas partes, y no le queda más remedio que suponer que los barcos navegan tanto más rápidamente cuanto más están en el norte, inventando aun, quizás, cualquier fuerza hipotética que actúe sobre ellos, fuerza invisible, incomprobable, que ha sido introducida únicamente para explicar a nuestro hombre la paradoja, como se había inventado el «flogiston» en un tiempo, el «éter» después, y acaso, el mismo concepto antropomórfico de «fuerza». Viene un día y a nuestro aldeano, quien es decididamente un genio, se le ocurre transformar su cilindro en globo. Ahora todo se hace claro y sencillo y se podrá predecir con exactitud toda señal en la radio sin recurrir a hipótesis complejas acerca de «fuerzas» incomparables. Jeans, quien tiene simpatías por el positivismo, hace observar que nuestro hombre, aunque tenga mucha razón en alabar los progresos hechos por él, objetivos y comprobables, todavía se aferra a otras «hipótesis» igualmente metafísicas e incomprobables, ya que en vez de hablar de ciertas sensaciones que tiene su oído a determinados intervalos, el campesino nos habla de «barcos» que «se mueven» sobre una «superficie». Según Jeans la ciencia, en el fondo, nunca puede descubrir lo que son las «cosas en sí» (para emplear la terminología kantiana) ni nunca decirnos lo que «es» «en realidad». Cualquiera que sea nuestra posición personal respecto a este problema metafísico, podemos concordar en lo que respecta al «progreso» en la ciencia y de la ciencia: la concatenación cada vez más unitaria, sistemática, unívoca y generalizada de nuestras experiencias, objetivamente verificable en sus resultados y que nos permite prever con exactitud. Estos progresos actuales de la ciencia serán progresos potenciales para la tecnología y la técnica, y viceversa: progresos actuales en la técnica serán progresos potenciales para la ciencia: sin el telescopio, el microscopio, &c., no hubiera sido posible la ciencia moderna. VIII Hablando del progreso de la ciencia, podemos hacer unas observaciones acerca de su «manera de progresar». Esto tiene su importancia para nuestro problema: donde alguien avanza paso a paso nadie dudará de que adelanta, [24] mientras que si alguien hace tres pasos adelante y dos hacia atrás, el progreso será puesto en duda por quien no haya observado más que los pasos hechos en dirección inversa. El progreso de la técnica era más o menos «unilineal», comparable al hombre quien adelanta paso a paso. El progreso en las ciencias parece lograrse mediante un proceso que llamamos «dialéctico»: cada etapa científica alcanzada «supera» los logros de la precedente en el triple sentido que tiene claramente el verbo alemán «aufheben», pero que trasluce aun en el «superar» castellano: cada progreso científico aniquila, anula una parte del saber previo, negando ciertas afirmaciones anteriores y quitando (esto es muy importante) a otras afirmaciones su carácter de validez absoluta que se les había imputado. Así: la geometría de Euclides y las leyes newtonianas no han sido declaradas como «falsas», sino como válidas sólo sentadas determinadas presuposiciones, y no de modo absoluto. Cada progreso científico conserva, por lo tanto, los logros anteriores, quitándoles sólo y con frecuencia sus pretensiones a la validez absoluta. Cada progreso científico levanta el saber a un peldaño superior por su generalidad, universalidad y objetividad. Pero es precisamente aquí que aparece un resultado paradójico del progreso de la ciencia, resultado altamente intranquilizador y de muchas consecuencias sociales. Por regla general el progreso en las ciencias naturales destruye los elementos del animismo y del antropomorfismo incluidos en el saber previo. Francisco Bacon afirmó, en los albores de la ciencia moderna, que era necesario concebir el mundo «ex analogia universi» y no «ex analogia hominis». El progreso científico es una progresiva des-antropomorfización de la realidad. Poco a poco han desaparecido las fuerzas anímicas, el amor y el odio, el horror vacui, las explicaciones teleológico-teológicas hasta desaparecer aun categorías sacadas de la experiencia humana como «materia», «causa», y «fuerza». Pero nosotros solemos «comprender» sólo lo que somos. La progresiva des-antropomorfización del mundo nos quita toda posibilidad de imaginar y «comprenderlo», de sentirnos seguros en él. La paradoja es enorme: mientras más dominamos el mundo, menos lo comprendemos. Y esto no ha dejado de traer consigo trastornos psicológico-sociales, y una desesperación acerca de la ciencia. IX Si hay un progreso en la ciencia, no puede negarse que el mismo concepto tenga importancia aun para el conjunto de conocimientos que se llaman «filosóficos». La «lógica» y la «metodología» tienen, obviamente, relaciones demasiado estrechas con la ciencia como para poder esquivar sus progresos. La «filosofía de la historia» depende en alto grado de los progresos en la historiografía y sociología. Dudosa queda la situación de la «epistemología» y de la «metafísica». No me parece posible negar por completo la importancia de la ciencia para esta última –idea que hubiera indignado a Aristóteles–. Lo menos que se puede decir es que el progreso científico socava las bases de ciertas concepciones metafísicas, haciendo necesario eliminar ciertas afirmaciones o cambiarlas, al menos de aspecto. Pero nos encontramos aquí en un terreno muy vago, incluso ante la necesidad de determinar lo que bajo el término «metafísica» comprendemos (y no hay muchos metafísicos que concuerdan respecto a esto). Limitémonos a indicar que aun ciertos grandes filósofos han afirmado la existencia de un progreso en su materia, citando sólo al viejo Hegel: «Cada filosofía ha sido necesaria y sigue siéndolo; ninguna ha desaparecido, sino que todas están contenidas en calidad de momentos dentro del todo de la filosofía y la más moderna filosofía es el resultado de todas aquellas que la precedieron. Ninguna filosofía ha sido rebatida; lo que sí lo fue no es el principio de ésta o aquélla filosofía, sino sólo la afirmación de que este principio particular sea un principio absoluto... Cada filosofía pertenece a su época, compartiendo las limitaciones de ésta. El individuo es hijo de su pueblo y de sus circunstancias; por más que intente inflarse a sí mismo, nunca podrá rebasar éstas limitaciones. Cada filosofía es la filosofía de su tiempo, eslabón en la cadena entera del desarrollo espiritual. Por esto satisface los afanes de su época y no puede bastar a las exigencias de épocas siguientes del desarrollo del espíritu».{8} X El conjunto de las actividades denominadas «técnicas material», constituye el nódulo del proceso de producción y de reproducción de la vida material humana, el eslabón entre el ambiente natural de esta existencia y lo que llamamos «vida social», basada en la división del trabajo. Estrechamente vinculada con la tecnología, la ciencia y con el conocimiento filosófico, la técnica es, pues, y al mismo tiempo elemento medular de la «economía», es decir, del conjunto de actividades encauzadas hacia la satisfacción de las necesidades materiales de la humanidad. Esta elemental definición de la economía, nos permite fijar, desde el principio su «fin», encontrando de esta manera un criterio para aseverar la existencia o no existencia de un «progreso» en esta esfera. El progreso económico tendrá que medirse con aquella pauta con la cual Bentham quería caracterizar al progreso social en general, pauta que retiene su validez cuando la restringimos al progreso económico: la máxima satisfacción de las necesidades materiales para el mayor número y por medio de un esfuerzo humano decreciente. ¿Existe de modo contrastable este progreso? Sí y no. [25] Sí, porque la técnica material ha llegado a aumentar de modo extraordinario al caudal actual y potencial de bienes y servicios; no, o sólo en parte porque este progreso actual de la técnica, no es más que un progreso, en parte potencial para la economía, que no se actualiza sino incompletamente. Se actualiza sólo incompletamente porque es «filtrado» por diferentes estructuras institucionales que llamamos «sistemas sociales». Las divisiones clasistas y profesionales, sus instituciones legales y políticas, sus costumbres y tradiciones refractan de modo complejo los cambios progresivos del plano técnico-económico, obstaculizándolo y dándole, donde se verifica, un ritmo progresista particular. Mientras que en la tecnología el progreso tiene un carácter cumulativo y unidireccional, el progreso económico de los últimos siglos es irregular, pasa por altas y bajas. La ilustración más clara de esta marcha del progreso económico, la dan los diversos «ciclos» económicos (las «ondas largas» de Kondratieff, las «medianas» (Marx-Juglar) y aun las «ondas cortas» descubiertas por Kitschin). En uno de sus últimos libros, Josef Schumpeter, quizás el más interesante y agudo de los pensadores sociales contemporáneos ha caracterizado el progreso capitalista como «creación destructora». El progreso económico representa, a su vez, un progreso potencial para las demás actividades de la vida social, aun para las actividades que suelen llamarse «culturales» y de las cuales hablaremos en seguida. Un aumento del nivel alimenticio, del tiempo libre, del número de gente educada, de las posibilidades para la transmisión y difusión de formas simbólicas de toda índole, tienen, evidentemente, su importancia aun para las esferas más álgidas del espíritu. Verdad que el hombre mejor nutrido puede utilizar sus fuerzas sólo en el boxeo, y el ocioso puede emplear todo su tiempo en juegos de naipes, mientras que los progresos de la imprenta pueden servir, en primer lugar, para publicar «muñequitos». Cuál puede ser y será el empleo de las nuevas posibilidades progresistas dependerá de factores sociales que están más allá de la técnica y economía. Estas no producen sino nuevas posibilidades para las actividades «superiores». XI Al progreso de la «civilización» suele oponerse, desde algunas décadas, un acontecer distinto en lo que respecta a la «cultura». La dicotomía «civilización-cultura», arraigada en la oposición romántica del «alma» a la «razón», contiene un núcleo de verdad, aunque de modo bastante desfigurado. Para quien no comparte los valores antirracionalistas del romanticismo será difícil excluir del concepto de la «cultura» la ciencia y la filosofía y cerrar los ojos ante las posibilidades «culturales» que trae consigo el progreso económico. Lo que aquí se llama «cultura» tiene su médula en actividades irracionales, cuyo prototipo es el arte. Que el concepto del «progreso», que incluye aquel de la «superación» no cabe sin más respecto a las creaciones artísticas es, a nuestro juicio, cierto. Obras «perfectas» de épocas anteriores nunca pueden ser «superadas» en cuanto a su valor artístico, por obras de épocas posteriores, aunque sí pueden cesar de «gustar» a un público de otras épocas. El descubrimiento de valores artísticos «absolutos», independientes de los cambios del «gusto» constituye una de las más difíciles y básicas tareas de la estética. No entraremos en la materia (por carecer, incluso, de respuesta a esta cuestión). Sólo queremos ahincar en que el mismo concepto de «arte» se derrumbaría si se postulara la no-existencia de tales valores y subrayar que en este importante plano de actividades el concepto del «progreso» no puede utilizarse, o por lo menos, no en un sentido unívoco y sencillo. «El progreso» se refleja en las creaciones artísticas, porque factores técnicos y sociales tienen, o parecen tener, importancia aun respecto al valor estético,{9} pero acaso más respecto a la «existencia» que a la «esencia» de la obra artística. ¿Por qué no cabe la concepción progresista respecto al arte? Porque, comparado con la técnica o la ciencia, no puede imputarse el arte como tal «fin». La obra técnica, el logro tecnológico, el descubrimiento científico, la mejora económica tienen «fines» extrínsecos e intrínsecos, objetivos, que pueden ser logrados o fallados. Cada una de estas obras, aunque pueda tener, desde otro punto de vista cualquiera, por ejemplo, el estético o psicológico-individual, un valor propio, independiente del fin hacia el cual se proyecta, tienen una función que desempeñar y cumplir, y es esta función, ésta su esencia de ser «medios» para fines, lo que les da su significado. La obra artística individual, que es en su médula «creación» de algo nuevo y no como la obra científica [26] «descubrimientos» de concatenaciones objetivas preexistentes (empleamos aquí las palabras de Alfredo Weber), puede cumplir un «fin» para el artista, un fin enteramente subjetivo, y quizás otro «intrínseco», pero acaso distinto para cada personalidad artística y que no puede medirse con cualquier pauta general. Pero no se le puede imputar al arte ningún «fin» extrínseco objetivo a no ser el muy banal de «satisfacer» a los consumidores. Conocido el fin subjetivo del artista y dado, quizás, un criterio objetivo del valor artístico, se podrá decir que un determinado artista «progresa» de una obra a la otra, cuando logre acercarse mejor a lo que él ansiaba y que es objetivamente valioso. Podrá asimismo decirse que esta obra es de primer rango y aquella otra no lo es. Pero nunca podrá hablarse de que «el arte» progrese en la cadena temporal, que una obra perfecta de una época posterior sea superior a otra perfecta y previa, por ser posterior. No podrá hacerse porque, precisamente, no puede, en serio, hablarse de un «fin» objetivo del arte. La concatenación calculable entre «medios» y «fines» es la característica racional, y el arte es, evidentemente y en su esencia expresión de lo irracional, de lo individual, aunque lo irracional, individual y personal presuponga, entrañe y sea siempre moldeado por lo racional y social. ¿Pero qué es, a qué dominio pertenece, dónde radica lo que llamamos irracional e individual? ¿Cuál es, pues, la raíz de lo que los autores románticos llaman «cultura»? Basta con recordarse la banal constatación de cualquier libro de texto acerca de la doble naturaleza del hombre, como animal social. Lo que diferencia a los hombres de la misma sociedad son sus «dotes naturales», su herencia genética. El «gran talento» es hereditario, aunque necesite de condiciones sociales que le permitan manifestarse. Lo que significa que lo irracional e individual, fuentes del arte y de la «cultura», son manifestaciones de la naturaleza. La distinción entre «civilización» y «cultura», entre «espíritu» y «alma» refleja, en última instancia, la distinción entre «sociedad» y «naturaleza», y la valoración superior dada a la naturaleza lleva la impronta anti-civilizatoria del romanticismo.{10} Además de planes de actividad humana como el arte, hay, aparentemente, aun otros fenómenos de la vida histórica que indican la presencia de elementos de la vida social que discrepan de los planos de actividad progresistas y de fuerzas que encauzan el progreso en una dirección contraria a la que suponían los optimistas del siglo XVIII y sus hijos espirituales del XIX. Buscando tales elementos y causas que transforman las bendiciones potenciales del progreso científico-técnico-económico en plagas, la razón en sinrazón, muchos críticos y filósofos sociales han postulado la incompatibilidad entre la «naturaleza humana» por un lado y el progresismo social por el otro. Esta tesis se acuna, desde luego, en teorías muy diferentes y aun contrarias: para los tolstoianos, románticos, &c., el progreso racional perjudica al hombre echando a perder lo más valioso en su naturaleza; pero otros muchos, que valoran positivamente los adelantos en el saber, en el saber hacer y en las posibilidades materiales, subrayan la mera antinomia entre el progreso y la naturaleza humana que queda idéntica consigo misma, antinomia que produce, según ellos, peligrosas perturbaciones; para otros, como Oswaldo Spengler, muchos así llamados «maquiavélicos», &c., el hombre es básicamente una fiera indomesticable que, inevitablemente, emplea los progresos alcanzados en aras de la destrucción. Que existe, en efecto, una discrepancia entre muchos aspectos de la conducta observable de la mayoría de los humanos de una parte y las exigencias del progreso del otro lado, es una afirmación que tiene mucho en su favor. Pero aquí no puede inferirse aun nada acerca de la supuesta «eternidad» de la «naturaleza humana», tesis en parte banal y en parte directamente falsa. Que el hombre, en cuanto pertenece a una determinada especie biológica, queda siempre dentro de los límites de esta especie, es una afirmación cierta, aunque harto obvia. Lo que en esta afirmación se olvida es, que uno de los esenciales característicos de la especie biológica humana es su extrema maleabilidad y su adaptabilidad a las condiciones concretas de la vida histórica. Afirmar que por tener la misma «naturaleza» los hombres de las diferentes épocas y clases y naciones quedan «en el fondo» idénticos, equivale a la declaración de que todas las estatuas de mármol son iguales, «siempre las mismas» por venir hechas de la misma materia. Por su esencia biológica, el hombre tiene una naturaleza histórica. Considerando al hombre como mero ser natural, [27] el concepto del progreso histórico-social no es, obviamente, aplicable (Nosotros no queremos entrar en consideraciones teleológico-teológicas que imputan al ser vivo cualquier «fin» intrínseco. Respecto a los seres naturales se puede hablar únicamente de «fines extrínsecos», de su mejor adaptación a su mundo ambiental. Este punto de vista que tiene cierta importancia aun para nosotros será mencionado después). Mientras que las discrepancias entre su conducta actual y su circunstancia presente deben imputarse en primer lugar a las fuerzas sociales que moldean esta naturaleza del hombre.{11} {12} Las discrepancias mencionadas no surgen, pues, de una pretendida antinomia entre «sociedad» y «naturaleza», sino del mismo proceso de la vida social, en el cual se manifiestan fuerzas que contrarrestan las tendencias y los resultados de los planos de actividad progresista. Tales fuerzas son, por ejemplo, muchas tradiciones añejas que siguen influenciando la conducta, o el nacionalismo que pugna con la tendencia hacia la unificación mundial, o la propensión por máximas ganancias económicas individuales que antagoniza la tendencia objetiva hacia un desarrollo planificado de la economía. Estas fuerzas brotan, a su vez, de una determinada estructura institucional de la sociedad. XII Las últimas frases nos llevan al problema de «la sociedad» y de su progreso eventual, es decir, a nuestro punto de partida. Preguntémonos si y hasta qué punto nuestro concepto o cualquier otro del «progreso» puede servir para afirmar de modo objetivo y constatable una tendencia que se manifieste en lo que al conjunto de la vida social atañe, conjunto que contiene, como lo hemos visto, planos de actividad respecto a los cuales el criterio progresista resulta inaplicable. Buscar un criterio «objetivo» del progreso significa echar de lado la mayor parte de los criterios empleados por los pensadores de la Ilustración y todos los valores «subjetivos» respecto a cuya realización o no-realización muchos de los críticos afirman o niegan la existencia de un progreso. No podemos saber si en la sociedad ha aumentado «la justicia», «la bondad», «la virtud», «la caridad» y semejantes calidades «subjetivas», incalculables, imponderables y dependientes de la escala de valores del observador: un yogi hindú, un asceta cristiano, un racionalista de la Ilustración y un glorificador del heroísmo nunca se pondrán de acuerdo sobre su respectiva valoración, y lo que para el uno será, quizás. «progreso», será «decadencia» para el otro. Querer indagar si se realiza un «progreso» supone que nos pongamos de acuerdo acerca del «sujeto» del «portador» de este progreso. La «humanidad» nos parece un sujeto inaceptable por varias razones: Primera, porque la voz «humanidad» no nos indica una «entidad» cualquiera, sino la totalidad de los seres vivos que han pertenecido y pertenecen a la especie biológica «homo sapiens», y tenemos que ampliar y transformar nuestro concepto del progreso donde no hay substrato para él, donde no hay «entidad» que progresa. Segundo, porque no existe aquella continuidad histórico-cultural humana inventada por los hombres de siglos anteriores, sino la historia de una variedad de «sociedades» a veces independientes que se han seguido en el tiempo o aun coexistido dentro de la mima época cronológica en varias partes del globo, sin que se pueda afirmar que las diferentes sociedades conocidas y que se han seguido en el tiempo hayan «progresado» la una respecto a la otra cuando se las compara con un criterio objetivo de validez general. Sólo podemos llegar a establecer que respecto a tal o cual criterio una sociedad haya superado a otra, lo que puede tener una significación más banal o más profunda, de acuerdo con el criterio escogido y su importancia objetiva. [28] El más amplio sujeto histórico que podemos imaginar es una «sociedad» determinada, es decir, un campo de fuerzas con elementos interdependientes, que es la configuración suprema, conteniendo sub-configuraciones («anatómicas») y diversos planos de actividad («fisiológicos») manifestando cada una de estas «partes» leyes intrínsecas y cierta autonomía respecto al todo y a las demás partes. Nuestra «sociedad occidental» está haciéndose mundial, sobreponiéndose a otras que coexistían con ella, y transformándolas según el molde occidental-capitalista. Sus principales sub-configuraciones son los Estados nacionales, cada uno con sus propias sub-configuraciones, sus principales planos de actividad son la economía, la técnica, la ciencia, la religión, el arte, &c., que no son sino «momentos» de la red social pero que tienen, al mismo tiempo, como ya llevamos dicho, particularidades propias. ¿Puede emplearse nuestro término progreso respecto a este multifacético conjunto? El criterio de un «fin subjetivo» por alcanzar no puede, naturalmente, caber. Tampoco podemos hablar de un «fin objetivo extrínseco»: porque no existe un «todo» más amplio que pueda imponer a la «sociedad» una determinada función por cumplir. La «humanidad» no es, como ya hemos visto, un «todo real» y la «naturaleza» no es, al menos para nosotros, un todo teleológico ni plantea tareas ante la sociedad –excepto en lo que concierne su papel para el tercer fin que hemos distinguido, el «fin objetivo intrínseco» que sí existe, que puede formularse y servir de criterio eventual para el desentrañamiento de un «progreso» social. Si concebimos las sociedad como «campo de fuerzas» –y esto nos parece aun más que una metáfora– entonces su fin intrínseco será la tendencia hacia el equilibrio. Las fuerzas que actúan en y sobre la sociedad pueden dividirse (sólo de modo abstracto) en dos clases, de acuerdo con su origen: las fuerzas que surgen de la naturaleza y las fuerzas que brotan de las mismas actividades humanas. Podemos decir, quizás, que la sociedad tiene un «ambiente externo» (natural) y otro «interno» (social) que, en su conjunto, producen «presiones» o «tensiones» (si se quiere «vectores»). El estado de equilibrio se llama normalmente «adaptación». Que este fin objetivo intrínseco, la «requiredness» (para hablar con Koehler) de una sociedad dada, puede ser o parecer muy poco «valioso» desde puntos de vista valorativos, aclara el simple hecho histórico de que la antropología y la historia nos han hecho conocer sociedades muy «primitivas» excelentemente adaptadas a sus condiciones de existencia. Nada hay de extraño en esto: el fin objetivo intrínseco de tal sociedad, es en última instancia, la supervivencia, y esta no puede ser el principal valor desde la mayoría de los puntos de vista «éticos». El ejemplo de sociedades primitivas «demasiado» adaptadas a un modo de existencia concreto, que se han «petrificado» y que han a veces perecido cuando estas condiciones desaparecieron, nos indica que es menos el hecho de ser adaptado a una clase de ambiente, menos la adaptación concreta que, más bien, la posibilidad de adaptar y readaptarse, la adaptabilidad abstracta, lo que debe servir de criterio general. Y es aquí que nos acercamos a la médula de lo que los biólogos llaman «progreso» en la evolución de las especies. He aquí lo que escribe a este respecto un autor moderno: «La evolución puede ser considerada como un proceso en el cual los recursos de la naturaleza se utilizan de manera progresivamente eficiente por parte de la materia viva. Esta mayor eficacia se ha logrado mediante dos métodos complementarios: por medio del perfeccionamiento de los mecanismos fundamentales, y por medio de la adaptación de mecanismos existentes a circunstancias más diversas... La médula de los procesos evolutivos consiste esencialmente en una mayor extensión de las actividades de la vida hacia nuevas áreas y hacia nuevas substancias; en una creciente intensidad de explotación; en el creciente control del ambiente por parte de la vida y en el aumento de su independencia respecto a este ambiente.»{13} Este mismo criterio objetivo del progreso puede emplearse aun con respecto a los fenómenos sociales, tanto en sentido comparativo, midiendo con esta pauta a diferentes sociedades históricas, como aun para determinar hasta qué punto se verifica un desarrollo progresivo dentro de una sociedad dada. La sociedad capitalista occidental, la nuestra, ha alcanzado en este respecto un grado de adaptabilidad y eficacia extraordinario; pero el progreso no se ha realizado ni del mismo modo «unilineal» como aquel de la técnica, ni aun en el ritmo dialéctico de la ciencia, las etapas anteriores se «superan» en tal forma que subsisten sólo aquellos elementos de las concepciones más antiguas que encajan en la configuración nueva; la vida social es caracterizada por la «coetaneidad de lo no-coetáneo», por la subsistencia de momentos añejos, transformados en anacrónicos, y fuentes de perturbaciones, en una configuración social que es caracterizada por un cambio dinámico cuya aceleración va creciendo. Mientras que el arte queda fuera del progresismo, estos elementos modifican, contrarrestan y moldean de varios modos las tendencias progresistas, cuyo dinamismo crea constantes desequilibrios mientras que las instituciones, tradiciones e ideas del pasado, impiden el alcance de una equilibración rápida. De aquí brotan estas contradicciones, [29] potentes tensiones que apuntan objetivamente hacia soluciones indicadas por palabras como «planificación» y «unificación». Después de haber alcanzado una dominación inaudita de los factores naturales que determinan la vida. Después de liberarse del yugo de estos factores y de haber aprendido a dominarlos, parece urgente, volverse hacia «el ambiente interno», hacia la misma sociedad de la cual brotan ahora las fuerzas más desequilibradoras. Tal fue la idea de muchos reformadores y teóricos sociales, entre otros de Marx y de Engels, y este es el sentido de la célebre frase de este último «el socialismo constituirá el salto desde el reino de la necesidad hacia el reino de la libertad». Aun el biólogo antes citado tuvo que emplear, como lo vimos, la palabra «libertad» al describir el progreso evolutivo y es en la creciente libertad humana que un bisnieto de la Ilustración como Cassirer, ve la esencia de la «cultura».{14} Lo que no se ha visto claramente ni por los pensadores del siglo pasado ni por Cassirer es que el sujeto de esta liberación progresiva, no es «el hombre» concreto, sino es la «sociedad» o sus sub-configuraciones «abstractas», corporizadas en «autoridades» planificadoras y, eventualmente, dominadoras, y que la creciente «libertad» de los dominadores puede ser acompañada por la creciente servidumbre de la mayoría humana, transformada en instrumentos deshumanizados, robots manejables y manejados por autoridades «totalitarias». No queremos discutir el problema de si las tendencias objetivas hacia la planificación y unificación de la vida social al realizarse sólo pueden hacerlo en forma de «totalitarismo» o bien, y es esto lo que cree el autor de este artículo, que pueden lograrse de modo «democrático-libertario». Desde el punto de vista de las tendencias intrínsecas y objetivas de la sociedad el «equilibrio» podría lograrse aun en la forma totalitaria. Y esto nos indica las limitaciones de todo criterio objetivo y no-valorativo para decidirse frente al progreso social. —— {1} «El aspecto romanticista del clasicismo, escribe Bergson respecto a otra proyección ideológica de la misma índole, no se ha destacado más que por el efecto retroactivo del romanticismo una vez aparecido. Si no hubiera existido un Rousseau, un Chateaubriand, un Vigny, un Victor Hugo no sólo nunca se hubiera percibido, sino que nunca hubiera habido un romanticismo en los clásicos. Este último se hace visible sólo mediante el corte de cierto aspecto hecho en la obra de estos. Este corte no existía, en su forma particular en la literatura clásica misma, como no existe en la nube que pasa, el divertido dibujo que percibirá el artista al organizar la masa amorfa de acuerdo con su propia fantasía» (Bergson: La Pensée et Le Alouvant, 1934, p. 23). {2} «Las grandes teorías del siglo XVIII aceptaron todas la concepción filosófica de que la historia es progresista. El concepto del progreso que pronto degeneró en huera beatería, entrañaba en sus orígenes una crítica acerba de un orden social anticuado. La burguesía, en su auge, utilizaba el concepto del progreso para interpretar la historia pasada de la humanidad como pre-historia de su propio reino futuro. Según sus protagonistas, el mundo una vez que se le moldeara de acuerdo con los intereses burgueses, viviría un auge inaudito en cuanto a sus fuerzas materiales e intelectuales, iniciándose así la verdadera historia de la humanidad» (H. Marcuse: «Reason and Revolution», 1941 p. 226). {3} Véase el hermoso libro de Baker «La Ciudad de Dios del siglo XVIII». {4} «La burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de producción, que tanto vale decir: las relaciones de producción, es decir: todo el sistema social» (Marx-Engels: Manifiesto Comunista). {5} «Nacido de una preferencia por métodos no-burocráticos, el liberalismo llegó a transformarse en una verdadera fe en la salvación intramundana del hombre por medio de la auto-regulación del mercado» (K. Polanvi: «The Great Transformation», 1944 p. 135). {6} El lado psicológico del problema, la esencia del «descubrimiento» es tratada en las primeras páginas del libro de Usher: «Historia de las Invenciones Mecánicas», trad. esp., México, 1941. Para el conjunto de los problemas relacionados con el «pensamiento productivo», véase el libro de Max Wertheimer: «Productive Thinking», 1945. {7} «Construyendo el concepto de lo «empírico» de tal modo que significa lo contrario de «científico» (y no el contrario de «racional»), podemos afirmar que la técnica de la Edad Media era empírico-tradicionalista; la de la época del capitalismo temprano era empírico-racionalista, mientras que la técnica moderna es científico-racionalista» (W. Sombart: «Der Moderne Kapitalismus», Aufl. 1928 t. I, 2, p. 479). {8} Hegel: «Geschichte der Philosophie», Einleitung. {9} La importancia de factores sociales para el valor intrínseco de la obra artística es mencionada en las siguientes líneas de Kroeber: «Dentro de la escultura occidental, Italia tiene la preeminencia. Y, Miguel Angel, nacido en 1475 se considera como su culminación. ¿Pero, hasta qué punto podemos sentirnos seguros de que Miguel Angel fue por sus dotes innatas, inherentemente, un escultor más grande que Ghiberti, nacido en 1378; Donatello, nacido en 1385; Bernini, nacido en 1598; o Canova, nacido en 1755? Ghiberti no tenía nada en qué basarse y fue quien inició el Renacimiento. Donatello pudo superarlo, pero colocándose en los hombros de Ghiberti, como Miguel Angel pudo colocarse en los de Donatello. Después, la configuración empieza a dislocarse y consideramos a Bernini como menos valioso. ¿Pero, es que podemos seriamente afirmar que en lo que atañe a su imaginación, su sentido de la forma, su capacidad técnica, Bernini era inferior a Miguel Angel? Sus temas, su manera de invocar emociones, su gusto eran acaso inferiores pero eran las emociones y los gustos de su época. Lo mismo vale respecto a Canova. Lo que este ejemplo muestra es que al clasificar a los genios según su rango y valor, no lo hacemos, naturalmente, de acuerdo con sus respectivas capacidades innatas que no podemos enjuiciar. Mas bien, sucede que nos enfrentamos con ellos como productos compuestos por su superioridad personal y la influencia cultural de sus tiempos» (A. L. Kroeber: «Configurations of Culture Growth», 1944 p. 14-15). {10} Aunque hay una actitud «romántica» en todos los países y quizás en muchas épocas históricas, aunque Rousseau, Víctor Hugo y otros franceses se cuentan entre los principales representantes del romanticismo, la cuna y el principal lugar del florecimiento del «genuino» romanticismo fue y es Alemania, y no por mera casualidad, naturalmente. La mejor «definición» del afán romanticista, del ansia por transformar la realidad en novela (Roman, en alemán) la ha dado el poeta y escritor romántico Novalis al afirmar, –aunque no puedo recordarme exactamente dónde lo dijo– que es el propósito suyo «dar al día la belleza de la noche y conferir a lo conocido la dignidad de lo desconocido». No puede formularse con más precisión la protesta alemana contra el «racionalismo» francés y el «empirismo» británico, protesta arraigada en el atraso relativo de Alemania, el intento de superar el propio «complejo de inferioridad», anteponiendo a los valores racionales y mercantiles de las naciones occidentales, el «alma popular» germánica, arraigada en los bosques teutónicos. El monumento para honrar la memoria de los soldados franceses caídos en el curso de la primera guerra mundial lleva, frecuentemente, la dedicatoria: «Muertos por la civilización». La inscripción es característica para Francia, donde «culture» significaba mas bien, lo que era su sentido original «cultura de la tierra» o «agricultura», antes de importarse el significado alemán y de hacerse popular la distinción alemana en medio de la crisis cultural francesa. {11} «Es inexacto que el alma humana no haya realizado progreso alguno desde los tiempos más primitivos y que, en contraposición a los progresos de la ciencia y de la técnica, sea hoy la misma que al principio de la historia. Podemos indicar aquí uno de tales progresos anímicos: Una de las características de nuestra evolución consiste en la transformación paulatina de la coerción externa en coerción interna por la acción de una especial instancia psíquica del hombre, el Super-Yo, que va acogiendo la coerción externa entre sus mandamientos. En todo niño podemos observar el proceso de esta transformación que es la que hace de él un ser moral y social. Este robustecimiento del Super-Yo es uno de los factores culturales psicológicos más valiosos. Aquellos individuos en los cuales ha tenido efecto, cesan de ser adversarios de la civilización y se convierten en sus más firmes substratos –he aquí la opinión del viejo Freud en una de sus últimas obras «El Porvenir de una Ilusión», p. 17 del tomo XIV de la edición castellana de las obras de Freud–. La tesis expresada aquí peca a juicio nuestro de muchos errores. 1) Si algo como un «Super-Yo» existe, tiene que haber existido aun en los principios de la vida social pacífica. El propio Freud entraría en contradicción con muchas de sus tesis al tomar en serio la afirmación de que en las sociedades «primitivas» no existe esta instancia «civilizadora». 2) El Super-Yo es el reflejo intrapsíquico de la sociedad. En cuanto se hubiese realizado un «progreso» en cuanto a la eficacia del Super-Yo respecto al «Ello» y al «Yo», y en lo que atañe el contenido material de sus mandamientos, tenemos ante nosotros efectos sociales. Es decir, que el progreso en cuestión sería «social» y no «anímico-natural». 3) El Super-Yo eficaz domestica y socializa al hombre, adaptándolo a cualquier tipo de disciplina y sociedad, hace al hombre un «firme substrato» de cada civilización, la de los caníbales y la de los totalitarios incluidas. Es dudoso hasta qué punto semejante logro puede considerarse «progresivo», si no nos contentamos con el mero y único ideal biológico-natural de la mejor adaptación posible a «cualquier» medio. {12} La siguiente observación de A. Toynbee, bastante típica para nuestro «Zeitgeist», aun por la vaguedad del sentido de sus frases parece imputar la discrepancia mencionada más bien a factores sociales: «El hombre industrial ha concentrado todos sus esfuerzos sobre las relaciones del hombre con la naturaleza, descuidando aquellas otras que existen entre hombre y hombre. De este modo se ha aumentado –por el bien o por el mal– la eficacia de las actividades humanas poniéndose a su disposición una terrible potencia, sin que se haya pensado en mejorar previamente, la sabiduría y la virtud de los seres humanos. En lo que concierne a las relaciones humanas. la caridad tiene más importancia que el mecanismo» («A Study of History», 1939, t. III, p. 159). {13} Julian Huxley: «Evolution», 1942, p. 387-389. {14} «La cultura humana, tomada en su conjunto, puede ser descrita como el proceso de la progresiva autoliberación del hombre. El lenguaje, el arte, la religión, la ciencia constituyen varias fases de este proceso. En todas ellas el hombres descubre y prueba un nuevo poder, el de edificar un mundo suyo propio, un mundo ideal. La filosofía no debe ignorar las tensiones y fricciones, entre los diversos poderes del hombre. No pueden ser reducidos a un común denominador. Tienden en direcciones diferentes y obedecen a diferentes principios, pero se completan y complementan» («Antropología filosófica», México, 1945, p. 412). |
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