Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-junio de 1949
Vol. 1, número 4
páginas 27-30

Rosaura García Tudurí

Presencia de Varona

«El verdadero biógrafo ha de ser un verdadero
Champollion. Porque estudiar una vida de
hombre implica descifrar un carácter.
El gran jeroglífico.» E. J. Varona

Después de la sabia advertencia que entrañan estos pensamientos, ardua es la tarea de exponer lo que ha sido la vida y la obra del gran filósofo, cuyo centenario conmemoramos.

Todos somos un poco hijos de nuestro tiempo v de nuestro ambiente; de ahí el afanoso interés que hemos tenido por captar el espíritu de una época ya pasada, de conocer y explicarnos la conducta de un hombre que tuvo su formación y culminación cultural en el clima de otro siglo, aunque su vida y sus hechos se hayan prolongado hasta nuestros tiempos, y que nos hayamos tenido que valer para ello, no ya de los medios materiales a nuestro alcance, sino de toda nuestra intuición personal, a fin de interpretar sus pruebas, y así como los objetos muertos permiten a los arqueólogos reconstruir un pretérito perdido, nos inclinamos sobre la labor del gran camagüeyano, con el propósito por demás difícil de interpretar su prístino sentido.

Todo conocimiento nos llega a través de nuestro propio yo, que a, su vez está, en cierto sentido, conformado por condiciones y limitaciones del acontecer histórico, y sólo situándonos, por un acto de voluntad, en un momento cronológicamente determinado, e imbuido el espíritu, que gira en torno a imperativos esenciales, de un gran propósito de imparcialidad de pensamiento y sentimiento, podremos emprender la hazaña de valorar con justicia los rasgos y las actitudes de los hombres que se movieron en ese escenario sellado por el tiempo, y cuya presencia es evidente en nuestra cultura.

Nació Varona en el histórico Camagüey el 13 de abril de 1849, y tuvo por fortuna Enrique José, desde los primeros pasos en la cultura, una formación de base humanista y un conocimiento profundo de la literatura clásica española. Pudo contar en su haber, además, el dominio de varias lenguas modernas y lo que principalmente da matiz a su espíritu y predomina como distintiva, una emocionalidad exquisita ante la esencia del arte.

Apenas un adolescente, cultiva Varona la literatura, y la limpidez de expresión, el verbo elegante y fluido ha permitido que se le compare ventajosamente con Enrique Piñeyro, considerado como el «maestro del estilo».

Esencialmente autodidacto, se hizo Bachiller en Matanzas en 1891, Licenciado y Dr. en Filosofía y Letras en 1892; fue Catedrático, desde el cese de la dominación española, de Lógica, Psicología, Ética y Sociología de la Universidad de La Habana.

Maestro por excelencia, elegante en el decir y profundo en el pensamiento, al que la idea espontánea afluye rápida y precisa, fue un orador brillante y un adoctrinador ejemplar.

Su fecundidad literaria es pasmosa. Ya desde 1867 aparecen sus primeras publicaciones que en continuada progresión se prolongan hasta los últimos días de su existencia, alcanzando sus trabajos, según uno de sus estudiosos investigadores, la cifra de 1880 títulos.

Labor erudita y selectiva, tan pronto se nos presenta como fino poeta, como orador suasorio, como prosista inigualable, como crítico innovador.

Su oratoria política es desenvuelta siempre en pro de la libertad y mejoramiento de la Patria. Lo que quizás no pudo realizar en otra forma, lo obtuvo con su predicación, con su pluma alerta y pulcra, con su decir elocuente, combatiendo vicios administrativos y gubernativos, condenando el crimen, el despotismo y el ultraje.

Muy joven oye la llamada del deber y marcha a la manigua camagüeyana vislumbrando ilusionado la independencia de Cuba, hazaña tras la cual, como el Quijote de vuelta de su primera salida «mal ferido por la culpa de mi caballo», como dice el caballero, Enrique José, casi un niño y con el alma de poeta, confundido por la cruda realidad que es una guerra desesperada, escribe «La hija pródiga», obra que no puede empañar el brillo legítimo de su patriotismo, bien probado después, ni la gloria genuina y merecida del que tuvo el honor de sustituir a Martí en la dirección del periódico Patria (1895) de New York, el órgano del Partido Revolucionario, que luchó durante toda la guerra por la redención y libertad de Cuba.

Fue Varona en el período colonial, primero autonomista, separándose del Partido en 1887; después separatista, etapa en la que redacta el viril y documentado manifiesto del Partido Revolucionario Cubano a los pueblos de Hispanoamérica en 1895, titulado «Cuba contra España». En la República fue moderado, y más tarde uno de los fundadores del Partido Conservador, pero siempre se mantuvo dentro del crédito democrático, en el que su claridad de razonamiento lo llevaba a luchar por las más avanzadas aspiraciones, pero con sentido realista y moderado, como en el caso de la defensa de los derechos políticos de la mujer, que realiza aconsejando a la vez una restricción del voto, que debía ser otorgado a los capacitados, a los aptos, a los que supieran leer y escribir para que fueran conscientes de esa función cívica que se les confería. [28]

Como Secretario de Instrucción Pública, durante la primera Intervención Americana, lleva a cabo la reforma de la enseñanza secundaria y universitaria, aunque no fue un pedagogo. Varona al realizar esa reforma olvida su propia formación, olvida el humanismo, en virtud del cual pudo adquirir su rico acervo cultural, y barre de nuestros planes de estudios todo cuanto sabe a clásico y filosofía. Claro que, buscando una explicación a esta actitud, creemos que, guiado de la mejor intención, quiso facilitar los cauces para hacer asequible la cultura a un pueblo que comenzaba su iniciación estatal.

Algunos, como el Dr. Aureliano Sánchez Arango. actual Ministro de Educación, comentando lo dicho por Varona en 1887: « ...nuestra enseñanza está tocada de esterilidad. Menos materias mejor enseñadas, eso sí sería una reforma», considera que Varona, aprovechando la oportunidad que se le avino, elaboró, de acuerdo con sus ideas, el Plan para la enseñanza secundaria y superior conocido por Plan Varona, en el que hay «menos materias», y añade Sánchez Arango, aunque no pudo lograr totalmente que fueran «mejor enseñadas».

Llegó a ser Vicepresidente de la República en el período de 1913-17, al cumplirse el cual, retirado de su cátedra universitaria, se inhibe voluntariamente de las luchas políticas y se mantiene hasta el final de sus días, en noviembre de 1933, como un guardián de la civilidad, un amonestador ético, patriota esclarecido, maestro de juventudes, que hizo bueno aquél su pensamiento: «En las épocas de transición tienen los espíritus ilustrados un alto deber que cumplir: el de señalar el término del movimiento evolutivo, el de suavizar las asperezas de los intereses o preocupaciones en conflictos, el de preparar, anticipándola en lo posible, la adaptación, en alumbrar, en fin, las sombras que hay siempre para la generalidad a la entrada del mañana». (Sobre el espíritu que debe animar a las letras en Cuba.)

Sus ideas sociales en relación al hombre y a la cultura son amplias, progresistas, avisadas: «El hombre está a dos pasos del animal. Sus apetitos predominantes son los mismos; y lo que verdaderamente los diferencia es la manera de satisfacerlos. El objeto de lo que se ha llamado cultura pudiera decirse que no es otro sino aumentar la distancia. Reducir a un mínimum nuestra parte de bestialidad, esto es lo que hace la civilización». (Una afición epidémica. Los toros. 1887.)

Señala el peligro que significa el aislamiento para ese avance del hombre en pos del engrandecimiento espiritual: «Toda sociedad que se aísle se estanca y se corrompe. Hay dos grandes fuerzas que dan movimiento al curso vital en esos grandes organismos: la imitación y la invención. Cuando no hay contacto con pueblos extraños, la imitación se reduce a la repetición monótona de los mismos procedimientos y constituye la ciega rutina; y a la invención falta el gran estímulo de la verdad de situaciones que pone a contribución el ingenio para facilitar la adaptación, y por lo tanto se depaupera y atrofia».

Ningún fenómeno es comprensible mientras no alcancemos a distinguir dentro de su formación la necesidad y la regularidad. Varona es una consecuencia del momento en que le tocó vivir; en la encrucijada de dos siglos, en el apogeo deslumbrante de la filosofía positiva y del cientificismo del siglo XIX que convierten la vida y el hombre en mero mecanismo materialista.

Afirmado en esos pivotes escribe en la dedicatoria de sus Conferencias Filosóficas –Lógica, Psicología y Moral–, iniciadas en 1880 y editadas en 1888: «A la juventud cubana, en cuyo corazón deseo fervorosamente que jamás se extinga el amor a la ciencia, que conduce a la posesión de sí mismo y a la libertad».

Sus lecciones no son lo mejor ni lo que nos trae el aroma cargado de su pensamiento, son formas didácticas, de matiz esencialmente científico. Es en ésa otra obra, en sus trabajos sueltos, publicados primeramente en la Revista de Cuba, que fundara el propio filósofo, y que fue órgano de gran valía intelectual, la Revista Cubana, que recogió el aliento y el esfuerzo de su información, que fue el instrumento de su contribución para superar la juventud, para obtener la libertad humana y la dignidad política, para elevarse al compás de los tiempos en que lo individual cedía su puesto a la colectividad.

Más tarde se han hecho distintas ediciones de esos trabajos de Varona, en los que se vierte su espíritu y su pensamiento y donde puede seguirse su verdadera orientación.

La nota sobresaliente en el pensamiento de Varona, dice Lizaso, «es la de haber puesto la vida, el arte, la moral, la ciencia, la filosofía, al servicio de la plena realización en un mundo alumbrado por las mejores conquistas de la propia dignidad del hombre».

Y sin embargo, pese a todo, ese elevado anhelo no halló concordancia en su acendrada falta de fe espiritual y en su razonamiento sistemáticamente antimetafísico, y en consecuencia fue una víctima del amargo escepticismo que ensombreció su alma.

No es un positivista dogmático, aunque es ésta la tónica de su conducta; en realidad su positivismo sólo se aviene al de Comte en su actitud antimetafísica y en la apreciación del acto empírico.

Llega a considerar las sociedades «como fenómenos, más complejos que los simples organismos; pero al cabo como meros fenómenos naturales, sometidos en su aparición, desarrollo y transformaciones al determinismo inflexible de leyes lenta y difícilmente elaboradas y conocidas». [29]

Ve Varona la Psicología como una ciencia natural, ciencia desconectada del espíritu que trata de separarse de la rama filosófica. De este modo es una ciencia particular que se propone establecer cuantitativamente el resultado de las relaciones psicofisiológicas, y en último extremo considera los fenómenos psíquicos como procesos fisiológicos de naturaleza nerviosa. Pone en duda el valor de la introspección y del intuicionismo, y dice Vitier: «Nada que desvíe la mente de la positividad de los hechos ponderables, lo atrae. Es reacio a toda posición espiritualista».

Es un evolucionista que se aproxima a Spencer al compartir su criterio de la evolución de los seres, pero lo circunscribe a la ontogenia y filogenia, y se aparta de la filosofía spenceriana cuando ésta se adentra en lo metafísico en su posición agnosticista.

Los esfuerzos filosóficos de Varona, muy intensos y laboriosos, indudablemente, nítidos y metodológicos, constituyen un movimiento pero no un sistema; no originan un interés y una estructuración filosóficos, y así se explica, en cierto sentido, el porqué Varona no dejó discípulos, no formó escuela. Aquella «Flor de mármol», como lo llamara románticamente Martí, no llegó hasta lo íntimo de los espíritus para inquietarlos frente a los grandes problemas de lo eterno.

«Lo filosófico, se ha dicho, es lo central en la obra de Varona por ser lo sistemático y orgánico en su producción, no porque fuera para él lo predilecto ni en todo sentido lo de más valor.»

Es indudable que después de sus Conferencias de Filosofía (1880-1882), salvo alguna breve excepción, toda su dedicación, todos sus escritos versan preferentemente sobre política y literatura, aunque siempre descubriendo en esos aconteceres políticos y literarios lo que hay de esencia, de relación, de fundamento filosófico, con una claridad meridiana, con un ordenamiento lógico que subyuga y que nos los hace fácilmente comprensibles y asimilables.

Alcanza su sensibilidad una evidencia de las cosas que no logra captar su condición de filósofo, y es que en Varona se da el artista por excelencia. Pese a su negación del intuicionismo, su imperativo determinante, pudiéramos decir, se desenvuelve en virtud de su finísima intuición afectiva.

El conocía esa fuerza que mueve el espíritu, por eso nos dice: «para mí el arte es la intencional proyección a lo exterior de toda emoción de mi alma, con tal energía y poder que logre comunicar esa misma emoción a mis semejantes», y por eso repite en su trabajo «Sobre el espíritu que debe animar a las letras en Cuba»: «En el arte más culto y refinado, como en el más popular y espontáneo, si el artista no trata de transmitir un movimiento apasionado de su ánimo al ánimo de sus semejantes, se esforzará en vano».

Y he aquí algo que parece una contradicción en la persona del maestro, no nos atrae Varona por la línea emotiva, sino intelectivamente, ¿es qué faltó en él esa pasión?

Supo distinguir la enorme importancia de la obra bella como el estímulo de la imitación, principio fundamental en el desarrollo de la actividad señalado por Gabriel Tarde, y escribe en su notable ensayo sobre Cervantes en 1883: «Cuando lo bello o lo grandioso ocupan nuestra vista y nos subyugan, hay luego como una interna reacción de nuestras fuerzas que dilata nuestro espíritu, lo saca de su nivel y parece elevarlo a la altura del objeto contemplado. Y como en el hombre no hay sensación ni imagen ni afecto, que de una u otra suerte no se convierta en acción, o en tendencia al menos para la acción, la necesidad de imitar, de realizar, por decirlo así, la semejanza, adquiere en estos casos una incontrastable energía, que la convierte en un instrumento feliz de educación personal y de progreso».

Encuentra también en el arte la catarsis exquisita del espíritu: «Entre los placeres más puros del yo consciente, debemos contar la contemplación de la belleza reconstruida y perfeccionada por la inteligencia humana. Ya hable a los ojos, ya encante el oído, va siempre a herir las fibras más delicadas del alma y a despertar las más dulces emociones. Las fuerzas acumuladas en el organismo encuentran fácil y abundante empleo, y reacción tan copiosa, que un delicioso aumento de vida se hace perceptible a la conciencia».

Es el arte, indudablemente, el vehículo que borra todas las diferencias, a través del teatro, la canción, el lienzo, el mármol, la poesía; son las manifestaciones artísticas las que unifican la conciencia popular. Los artistas objetivizan su ideal a través de la creación, y a más de esa satisfacción íntima aspiran a llegar y reflejarse en el sentimiento de sus semejantes, y por eso la fina sensibilidad de Varona lo lleva a expresar en su artículo «Sobre la importancia social del arte»: «Así cuanto hay de noble, puro y bello en el mundo y en la humanidad, encuentra forma duradera y expresión patética en el grupo del escultor, en la tela del colorista, en la gama del músico, o en la lira del poeta. Así el arte que completa y universaliza el lenguaje, recoge, conserva, piensa, siente; la flor de la cultura de una época, lo más exquisito de los afectos de un pueblo o de una raza».

Lo acucioso de su sentido estético se da en el análisis y diferenciación que nos ofrece de la gracia. No está de acuerdo con la definición que de este vocablo nos dan entre otros Winckelmann, Krause, Schiller, Lessing, &c., en que todos parecen coincidir en que la gracia, en último extremo, es la belleza del movimiento. Analiza las más dinámicas obras de arte, desde el Discóbolo de Mirón hasta la Batalla de Constantino pintada por Julio Romano; desde el primer acto de [30] Los Hugonotes de Meyerbeer hasta el teatro en movidas piezas como el Guillermo Tell de Schiller y el Fausto de Goethe, y en todo ese extraordinario movimiento, en ese dinamismo exuberante de belleza, no encuentra, sin embargo, la gracia que se destaca en la «mariposilla que tornasola un rayo de luz», en lo leve del zunzún, en la «sonrosada adolescente que danza con tanta cadencia y ligereza», en las mujeres y niños del Correggio, en Las bodas de Fígaro de Mozart, en fin, hay un indudable movimiento expreso en esta serie de manifestaciones, pero, dice Varona en un análisis más sutil: «Objetivamente descubro como una degradación del tamaño en la materia, y una volubilidad menos ajustada a un fin en el movimiento».

Nos ha llevado a la emoción de lo gracioso que se distingue de lo bello en que es menos solemne, menos contemplativa, y que captamos en eso que es efímero y que tal parece que se aleja y huye.

Varona tuvo condiciones para ser el crítico de arte más completo de Cuba y tal vez de América. ¿Qué se frustró en Varona que le hizo realizar su vocación como actividad secundaria de su espíritu? No es el primero, ni será el último de los grandes hombres que presentan esa actitud paradójica que hasta en el propio Goethe encuentra Ortega.

Tal vez por ese motivo hay en la vida ejemplar de este hombre ilustre, cuyo primer centenario estamos celebrando, una soledad y una tristeza recóndita, que se acrecienta en los últimos años; el filósofo ha visto derrumbarse los que fueron puntales de su pensamiento, y se halla a la vuelta del camino con las alforjas vacías, con la mirada perdida oteando en lo infinito una línea de luz que levante su espíritu; es el símbolo viviente de una época.

Con la valiente pluma por espada
en la primera fila combatió;
Maestro que a la lucha de ideales
su corazón de mármol consagró.

Gravitó su robusto pensamiento
sobre la fe, trazando su destino:
Senda de soledad fue su regreso,
amarga su oración, largo el camino!

«Con el eslabón», la última de sus obras, que ha sido juzgada por Varela Zequeira «no como fruto tardío de la decrepitud, sino por el contrario, lozano, y formidablemente vigoroso», está integrada por aforismos, sentencias, reflexiones, diálogos, comentarios, y es como el recipiente contentivo de su amargura y desolación, a tal extremo que ha sido considerada como la obra de más intenso pesimismo en la América Latina, «una especie de testamento moral de un gran pensador que tuvo confianza en la eficacia de la educación, en el humano perfeccionamiento y que asistió dolorido al derrumbe de sus ideales por la salvación de la Patria».

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