Revista Cubana de Filosofía La Habana, enero-junio de 1949 |
Vol. 1, número 4 páginas 19-26 |
Luis A. BaraltLas ideas estéticas de Varona(Conferencia leída en el Aula Magna de la Universidad de Cuando el Decano de la Facultad de Filosofía y Letras me invitó a consumir un turno en la serie de conferencias con que la Universidad de la Habana conmemora el centenario del nacimiento del Maestro, pensé que nada me sería más grato –y acaso no careciese el empeño de interés general– que intentar una presentación ordenada y, de ser posible, completa de las ideas estéticas de Varona. Fue el móvil primario de tal elección el recuerdo vivísimo que conservo de quien fuera mi profesor en aquella aula destartalada junto al viejo patio de los laureles, amigo fraterno y compañero de mis padres en quién sabe cuántas empresas de cultura y siempre mentor respetado y guía ejemplar de la generación de cubanos a que pertenezco. Según ese vivo recuerdo, Varona era el filósofo, el mirlo blanco, casi el único cultor, en su día, de las altas disciplinas en que habían brillado otrora los Luz, los Varela, los Caballero; era el político, moldeador de un sistema educacional, orientador de una conciencia ciudadana en estado embrionario, cuyos esfuerzos en ese sentido eran tanto más admirables cuanto que nunca dejó que su innato pesimismo enervase su ahincada perseverancia; era el cronista, el periodista, el rapporteur, siempre alerta, de cuanto de interés acaecía en un mundo cambiante que a él se le antojaba de maravilla (sí, Varona era un enamorado de su siglo, pese al rictus de repugnancia que le veíamos cuando contemplaba el ámbito inmediato); pero, ante todo, ese recuerdo vivo me lo presenta como el hombre sensible a toda belleza, como el prototipo del homo esteticus. Su estilo como escritor, su estilo de vida, todo en sus actos y palabras, desde el fervoroso entusiasmo con que elogiaba a Cervantes, Víctor Hugo o la Avellaneda, hasta el primor con que se hacía el lazo de la inmaculada corbata, todo en él revelaba al enamorado de la belleza. Si a veces, cual Júpiter, tronaba contra la protervia o la imbecilidad de los hombres, en su trueno había siempre algo de musical; si con rigor lógico se adentraba en problemas científicos o filosóficos, el ritmo de su pensamiento parecía siempre ajustarse a módulos de armonía y proporción. Cuanto tocaba, se embellecía; cuanto era bello encontraba inmediata simpatía en su espíritu y resonancia en su pluma. Su actitud frente al arte era más que la de un espectador inteligente y apasionado. Era ciertamente de esos testigos de ojos de Argos a los que nada se escapa de cuanto, por sutil que sea, pone el pincel en un cuadro o la pluma del compositor en su pentagrama o la del poeta en un verso. Testigos como él son los que dan aliento y alas a la producción artística y literaria. Pero era más, era artista él mismo de cuerpo entero. ¿Cuál de sus artículos breves no está cincelado con delectación cellinesca? Sus piezas literarias mayores, sus conferencias magistrales ¿no discurren con el ritmo ora majestuoso, ora galopante, ya acariciador, ya vehemente de una sinfonía ? Su obra toda ¿no está esmaltada de pasajes en que no se sabe qué admirar más, si el pensamiento profundo, perspicaz, original, o la forma deleitosa que reviste? Y ese maravilloso don de casar las palabras unas con otras –palabras que salían obedientes de ese su inagotable archivo lexicográfico, obedientes como esclavas, pues aunque no era dado al neologismo ni la jitanjáfora, en su pluma parecían suyas, únicamente suyas– y ese tino para prenderlas en las ramas del pensamiento como flores, si el tono era festivo, o como racimos capitosos, si grave ¿no son don y tino de artista? Pero no era el propósito de quien os habla estudiar el Varona creador de bellezas, literato, estilista, ni tampoco al crítico literario y de arte. A otros está encomendada la tarea en esta misma serie. Me proponía solamente responder, si me era posible, a estas preguntas: ¿Cuál es la posición de Varona frente al arte y a la belleza? ¿Estaba o no afiliado a alguna de las corrientes estéticas imperantes en su época? ¿Qué influencias operaron en él, qué afinidades se constatan con otros pensadores en la materia? Si no cabe hablar de un sistema estético o de una postura estética central en el ideario de Varona ¿cuáles son al menos las ideas más salientes, las que recurren con mayor o menor frecuencia a lo largo de su obra? Empecemos por afirmar que no hay en Varona un cuerpo de doctrina estética, es decir, una obra, o parte de una obra encaminada a abordar directa y sistemáticamente los problemas del arte y la belleza. Y es sorprendente esta ausencia, primeramente dada la contextura espiritual rebosante de intereses estéticos, ya señalada, y, en segundo lugar, porque los años de máxima producción de nuestro autor, los últimos del siglo pasado y primeros de éste, son los que vieron mayor copia de escritos, tratados y hasta sistemas de estética de cuantos lleva de vida esta vieja preocupación y nueva ciencia. En 1876, con la publicación de la obra epocal de Fechner, Vorschule der Aesthetik, se inaugura la estética experimental que pronto adquiere auge extraordinario, para luego declinar definitivamente, [20] no sin antes dejar tras sí numerosas teorías y doctrinas que la completan y corrigen, como las de Wund, Külpe, Helmholtz, Vischer, Lipps, Groos, Víctor Basch, Vernon Lee. Es la época en que, a partir de Darwin y Spencer (a quien tanto debe nuestro filósofo), se va estructurando la estética genética, uno de cuyos aspectos más fructíferos ha sido la aproximación del arte y el juego; la estética sociológica, cuyo exponente máximo, Guyau, Varona conocía a fondo; el expresionismo de Croce; son los años en que más acaloradamente se afirma y niega la posibilidad de llegar a formular principios y leyes de la experiencia estética, es decir, conceder rango de ciencia al estudio del arte y la belleza, en que tanto los creadores como los teorizantes toman bando al valorizar más, unos, la forma, otros, la sustancia o mensaje de la obra artística. Pero Varona no dice su palabra; no realiza un intento sistemático, como hace en lógica, en psicología y en moral, por extraer por su cuenta las esencias del fenómeno estético, ni hace pasar por el tamiz de su maravilloso sentido crítico –con una sola excepción de que hablaré después– ninguna de las doctrinas fundamentales que se disputaban la adhesión de los entendidos. Se comprenderá, pues, que no es tarea fácil trazar el cuadro de la posición estética de Varona, contando sólo con opiniones, si bien abundantísimas, dispersas y ocasionales. Pero intentémoslo. Treinta años tenía Varona cuando nos da en una conferencia, leída en el Liceo de Guanabacoa, quizás el más importante de sus trabajos sobre tema estético. Se titula «El idealismo y el naturalismo en el arte».{1} Cual joven David arremete el novel pensador –ya maestro, por lo demás en la oratoria– contra el Goliat del idealismo, que nos presenta como monstruo espantable, retador de todo progreso y esclavizador del artista. Con sorpresa del lector, lanza el apasionado paladín del naturalismo sus primeros encendidos dardos no contra Fichte, Schelling y Hegel, sino contra Platón, «celebérrimo soñador», son sus palabras, «cuyo nombre pudiera sin agravio borrarse de la lista de los filósofos». No entraremos a considerar hasta qué punto es exacta o no la exposición que hace el conferencista del idealismo platónico en lo que concierne al arte, pues el mérito del trabajo está en lo que afirma y no en lo que niega. Si su entusiasmo juvenil, vehemente por aquel mundo de máquinas y barricadas, nos hace sonreír un poco hoy, poca perspicacia e imaginación habría que tener para no comprender cuáles eran los factores inmediatos, los justos motivos de indignación que movían su pluma. En definitiva Varona se yergue contra el autoritarismo, la reacción, el tradicionalismo estéril, quizás específicamente contra el Krausismo, al que habría de clavar los dientes algunos meses después. Sólo es de lamentar que tomase al gran filósofo de la Academia por cabeza de turco! Su agresividad es, no obstante, justificable y sus conclusiones salutíferas y sabias. Su tesis se reduce a postular la relatividad del arte «que no es, no puede ser uno en todos los países ni en todas las épocas». Para el conferencista arte es «la intencional proyección a lo exterior de toda emoción del alma con tal energía y poder que logre comunicar esa misma emoción a sus semejantes». Tres son sus supuestos: un estado pasional, un medio de expresarlo y alguien a quien comunicarlo. El tiempo cambia al mundo, inmenso caleidoscopio que a cada momento presenta combinaciones diversas. Situadas ante él, como delicadísimo resonador, la mente del artista experimenta emociones que despiertan en él «viejas sensaciones transformadas en imágenes», compara, elige, concierta los elementos presentes y devuelve al mundo, en forma de obra de arte, lo que el mundo le ofreció. Los materiales son del mundo; el ajuste, la forma, la exteriorización son del artista, constituyen su obra. Y como el artista no es un ser corriente, como los demás, sino que está dotado de una especial sensibilidad, ve lo que no vemos todos y logra proyectar al exterior aspectos inadvertidos de la realidad, provocando así en quien contempla su obra –es decir, su expresión artística– un vivísimo placer. Ahora bien, si el mundo cambia –y recuérdese que Varona es en todo discípulo de Heráclito– las emociones también evolucionan con la raza, la edad, y el estado social. El arte, como el mundo y el espíritu humano, se va haciendo –tiene que hacerse– más multiforme. De aquí que «a mayor facultad analítica, mayor producción artística».{2} Insatisfecho e inconforme deja esta afirmación al lector después de la luz que sobre el tema ha arrojado el pensamiento de Bergson. Pero lo que nos importa son las conclusiones a que llega nuestro autor. Son éstas: «Que cada pueblo y cada período histórico tienen su arte propio. Que el procedimiento de educación en el arte no es llevar a la imitación sino a la observación: Que no hay que abrumar el arte bajo el manto de plomo de la tradición: Que el arte es libre». ¡Perfectamente! como nos decía el respetado maestro cuando desde las aulas escolares respondíamos, a lo mejor necedades, a sus preguntas ex cathedra. Y ¿no se podría replicar a estas conclusiones, en sí tan incontrovertibles, planteando estos problemas? 1.– ¿Hay, por sobre toda la evidente multiplicidad del arte de pueblos y épocas, [21] algún denominador común? 2.– La observación no es el campo propio de la actitud científica? Si es así, qué es lo privativo del don de observación del artista y qué lo diferencia del que encontramos en el científico? 3.– La tradición, si a veces es en efecto ese manto de plomo, no es también una de las varias fuerzas que, unidas, producen la resultante de cada momento histórico? ¿No dice el mismo Varona, párrafo seguido, que somos herederos de otras civilizaciones? Según él, para ver que nuestro artes es distinto tenemos que ir a compararlo no con el del griego o el romano, ni siquiera con el de los arios del Asia Central, con los que guardamos aún estrechas afinidades, sino con el de los pueblos totalmente salvajes. Sin negar que es interesante destacar esas diferencias, ¿no lo es más, para el filósofo, encontrar las afinidades? Esas son las que, en su relativismo a ultranza, se exime de presentarnos Varona. Luminosos son sin duda los razonamientos con que cierra el conferencista su disertación sobre «El idealismo y el naturalismo en el arte». Trátase de un magnífico estudio sobre la pugna entre la generalización y la individualización en la obra de arte. Cotejando con su característica penetración el arte moderno con el de pasadas épocas, nos traza una trayectoria que conduce a lo largo de la historia, de lo elemental a lo complejo, de lo simplemente generalizador a lo analíticamente individualizado. Afirmando que la facultad generalizadora no se ha mermado en nosotros, sino completado (procedemos en arte, dice, como en ciencia, inductivamente), destaca en el arte del día la prescripción del tipo y el entronizamiento del individuo.{3} El naturalismo en el arte «ha tenido que descender a las profundidades del alma humana, ha tenido que estudiar el gesto, que sorprender la lágrima, que interpretar la frase entrecortada, que aprender una nueva fisiología y patología, no ya del cuerpo, sino del espíritu, y ha descubierto para el arte mundos inexplorados, regiones espléndidas de tesoros al parecer inagotables». Y siguiendo la ley de evolución el arte naturalista se va convirtiendo en arte psicológico, «cuyo natural término, en una asequible lontananza, es un arte superior y que merecerá el nombre de social». Qué será este arte superior del mañana, o qué adivina que pueda ser, el autor no nos lo dice. De las Seis Conferencias de los años 82, 83 y 84, publicadas en el tomo que lleva ese título, tres se ocupan de cuestiones estéticas, aunque dos de estas tres corresponden más bien al género de la crítica la una el magistral estudio sobre «Cervantes», la otra la que lleva por título «Víctor Hugo como poeta satírico». Es la tercera un fervoroso llamamiento a la sociedad cubana para que preste su calor y su apoyo a las actividades artísticas, llamamiento que apoya el disertante con valiosas observaciones sobre «La importancia social del arte».{4} La tesis fundamental es que la verdadera excelencia, el legítimo valor del arte estriba en ser «elemento emocional y expresivo en la vida del hombre, elemento de comunicación y simpatía en la vida de las sociedades». A las ideas que ya hemos expuesto sobre la naturaleza peculiarmente sensible del artista, agrega ahora nuestro autor otras nuevas que vienen a robustecer y completar aquéllas. No solamente se siente el hombre poseído de fuertes emociones ante el suceso impresionante o el objeto bello, sino que «necesita con necesidad imperiosa», recalca Varona, «trasmitir el sentimiento que lo domina y agita a sus iguales en sensibilidad, en inteligencia, en dignidad moral». Fundamental concepto es éste de la necesidad de expresión que tiene sus raíces en la teoría de la mimesis que expone Aristóteles en su Poética y que repercute en las más recientes ideas sobre la esencia de la experiencia estética, como en la doctrina de Bernardo Bosanquet sobre la tendencia a la comunicación (que hay que extender, agreguemos, no sólo a la creación, sino a toda fruición estética).{5} Así el hombre, si es artista, no se limita a reaccionar con el gesto, insuficiente, con la palabra, ordinariamente pobre y oscura, sino que plasma en obra, capaz de trasmitir purificada y elevada, la purísima emoción. Este proceso abre a los hombres un panorama más amplio que el de su propia limitada experiencia. En párrafos agudísimos por su pensamiento y bellos por la prosa maestra nos demuestra Varona cómo el espectador, ante las grandes obras del arte, vive las tristezas y alegrías, los momentos de zozobra o de paz, los pensamientos y las emociones de otros tiempos, otros hombres, otros pueblos: el ascetismo en el Monje orando de Zurbarán, el entusiasmo popular en la Ronda Nocturna de Rembrandt. Pero, además, el artista nos revela lo oculto, lo que las circunstancias del momento prohíben revelar. Varona ilustra su pensamiento con ejemplos brillantemente explicados: El castigo sin venganza de Lope de Vega, los Caprichos de Goya, el Roman du Renard, todos ellos reveladores de la comunicación clara y comprensible, pese al disfraz externo, que se establece entre el artista y su público. Y si el arte goza de este noble privilegio de agudizar las emociones humanas, y esclarecerlas y acrisolarlas, apretando los lazos de la solidaridad social, otra virtud hay que reconocerle: su capacidad para perpetuar. Varona lo expresa así: (y permítaseme que lo cite in extenso para animar con su prosa refulgente la sequedad de la pobre prosa mía): [22] «¿Qué mucho entonces que ese gran destructor de las obras humanas, el tiempo infatigable, también quede vencido por la duración del arte? Sólo por ellas consigue el mortal ver realizada de alguna suerte la más falaz tal vez, pero también la más ardorosa y tenaz de sus ilusiones: la inmortalidad... ¿Qué sabíamos nosotros de aquellos imperios colosales de Oriente, de los que sólo había llegado a nuestros oídos, repercutiéndose de siglo en siglo, el inmenso rumor de su espantosa caída? Las fábulas extrañas, las leyendas risibles que habían recogido por mera e infantil curiosidad los historiadores griegos. Mas, apenas remueve la ciencia audaz de nuestro siglo los escombros y las ruinas sepultadas por el polvo de tantas edades, de entre los rotos obeliscos, por medio de las macizas columnas, del fondo sombrío de los hipogeos, se levanta el espíritu de la antigüedad, anima las pinturas murales, ilumina el rostro atento de las esfinges, sacude de su letargo secular el panteón entero de los dioses monstruosos, y nos revela por la voz del arte el secreto perdido de aquellas remotas civilizaciones». Termina Varona su interesante conferencia examinando las peculiaridades, las ventajas y los peligros de dos tipos o formas de protección al arte: la oficial y la popular. Si la primera, cuando la han ejercido los grandes Mecenas, ha estimulado la producción artística, también resulta culpada de favoritismo hacia los mediocres aduladores del poderoso y de propiciar la producción de obras más de ocasión que sinceras, artificiales, más bien que artísticas. Si examinamos, observa el disertante, las grandiosas construcciones que el soplo creador ha sacado de la nada a impulso de la vanagloria de los monarcas, cual incienso quemado en su loor, a veces «nos parecen tan vacías de sentido o tan en desproporción con su objeto como aquellas moles inmensas que aún dominan el curso del anchuroso Nilo, destinadas sólo a encerrar el puñado de polvo a que se reduce un mortal». No. Varona prefiere la protección colectiva al arte, pues solamente ésta asegura el libre ejercicio de la facultad creadora del artista, el clima de independencia indispensable para que se produzcan obras espontáneas y sinceras. Los pueblos han de acendrar su conciencia propia si aspiran a ser sociedades organizadas y no meros conglomerados humanos, y los que alcanzan esa conciencia colectiva sienten al unísono, se apasionan por los mismos ideales, se duelen con las mismas desgracias y catástrofes y son capaces de presentar al mundo una legítima y propia producción artística. La conferencia sobre «Cervantes», es una de las más bellas y elocuentes piezas oratorias del Maestro, pero no hay en ella pronunciamientos estéticos, es decir, juicios sobre el arte o la belleza de carácter general de interés para nosotros a los efectos de este estudio. Acaso solamente éste. Después de señalar el mérito señero de El Quijote como expresión de las emociones propias del novelista y como fidelísima pintura de la España contemporánea de Cervantes, pasa a destacar el que entiende es su virtud máxima; la universalidad. Generalizando su idea, Varona hace este pronunciamiento: «el summum del arte estriba en plantear de alguna suerte el problema humano, e interesar en su resolución a los hombres de todos los tiempos y de todos los países; salir de las estrechas filas de un arte o de una literatura nacionales e ir a ocupar un puesto prominente en el panteón de los genios que pertenecen al arte o a la literatura universal».{6} En la tercera de las conferencias citadas, la que lleva por título «Víctor Hugo como poeta satírico», encendida loa al rápsoda francés, ídolo de Varona y de su tiempo, encontramos –y debo recordar que sólo espigo en el vasto campo de la producción varoniana en busca de lo estrictamente atinente a la estética– una interesante discusión sobre el valor del mal llamado género satírico en relación con el de otros géneros. Varona desconfía de la clasificación en géneros y de la asignación de la preeminencia de unos sobre otros –distingos que atribuye a la poética escolástica. «El alma humana –dice con sobrada razón– es demasiado compleja y las peripecias del drama a que asiste, a la vez como actora y espectadora, son harto intrincadas, para que la manifestación de sus sentimientos por medio del arte de la palabra se deje encerrar fácilmente en clasificaciones que se conviertan en títulos de preferencia». Pero hay más; Varona afirma, haciéndose eco de un pensamiento expuesto primeramente por David Hume y que Kant recoge en su teoría de lo sublime: «lo bello no es la única materia del arte», y pasa a constatar que lo trágico, lo risible, lo deforme física y moralmente atraen con interés absorbente la atención del artista y de su público. Y, sin querer «ahondar», según afirma, «en este interesante problema de estética a la vez y de moral», consigna muy lúcidas y atinadas razones que patentizan la virtud del buen humor para poner de relieve defectos humanos, el deseo de corregir las imperfecciones del ser moral mediante su exageración que mueve al satírico, y sobre todo los fueros de la indignación, que purifica y redime, ante la maldad, la hipocresía vil, la injusticia. «Pues todos esos elementos», dice resumiendo, «componen la poesía satírica, [23] y épocas hay tan decadentes y corrompidas que no otra cuerda puede vibrar en la lira del poeta abominador del presente y vaticinador del porvenir». Como se ve, el problema está meramente expuesto. Sea porque la índole del trabajo no aconsejaba intercalar una disquisición filosófica agotadora en lo posible del tema, sea por la razón que fuere, el hecho es que Varona, aquí como en tantos otros casos de pronunciamientos estéticos, se limita a apuntar el problema y a tomar pronto partido de acuerdo con su temperamento o su intuición, dejándonos con la miel en los labios y sin la satisfacción de escuchar de su agudísimo ingenio la disquisición filosófica y ahondada que era él sobradamente capaz de dar. Pero en un formidable artículo de 1877 sobre «La Gracia», que aparece en el tomo de «Estudios literarios y filosóficos», sí nos da semejante disquisición detenida y penetrante.{7} Es la excepción a que me refería al principio, el único trabajo amplio y ceñido a un tema de estética que debemos a tan esclarecida pluma. Los demás que hemos visto hasta ahora son más bien de crítica artística o literaria, por más que en ellos, de pasada, se enuncien posiciones o aborden con más o menos brevedad problemas de estética. En el que ahora nos va a ocupar encontramos un planteamiento preciso del problema, una exposición de opiniones ajenas con análisis crítico de las mismas; finalmente, la formulación y defensa de una posición propia. Comienza la disertación –que tendremos que reseñar muy brevemente– postulando la existencia de dos series de fenómenos de nuestra sensibilidad: los sentimientos morales y los sentimientos estéticos, que adquieren en las razas civilizadas y especialmente en algunos individuos privilegiados extraordinaria complejidad. Cree que una investigación que él llamaría «psicogénica» demostraría las diferencias netas y circunscritas que separan ambas series de sentimientos, pero reconoce, al par que su independencia, la savia común que los nutre, y la enorme dificultad que encierra todo esfuerzo por determinar sus precisos límites. Ciñéndose a los sentimientos estéticos, observa idéntica dificultad en fijar la «precisa significación de dos de sus ideas capitales, las de belleza y gracia y los matices, cambiantes sin duda, pero claros y distintos, que las separan». En realidad, para Varona, la gracia es uno de los grados de la belleza (modalidades de la experiencia estética, como concepto distinto del de belleza en sentido estricto, diríamos hoy). «¡La gracia!» exclama. «¿Qué maestro no ha soñado con su ideal desposorio? Todos la sentimos, todos la amamos y apetecemos ¿quién ha logrado definirla?» Con las definiciones generalmente aceptadas, según las que la gracia consiste en la belleza en movimiento, Varona muestra su inconformidad. Para demostrar que tal es el consensus de opinión entre los autores, menciona a una veintena de ellos con cita literal de las definiciones o descripciones de varios. Entre algunos nombres hoy olvidados se destacan los de Winckelmann, Schiller y Lessing fundamentales para el estudio del problema en cuestión, aunque se observa la ausencia de dos nombres igualmente importantes, los de los ingleses Hogarth y Spencer, sobre todo el último, autor de un ensayo titulado «Gracefulness» precisamente. Inicia Varona su brillante impugnación de la tesis de que gracia es la belleza del movimiento ofreciendo ejemplos que la niegan. «El vuelo rápido, sereno y continuado del águila caudal, los botes impetuosos del león, rey de las selvas, el curso veloz del anchuroso río, los concertados y rítmicos pasos de una danza de espadas son movimientos bellos, y no creo», dice, «que puedan calificarse de graciosos». Examina luego dos obras maestras de la escultura antigua, el Gladiador Glauco y el Discóbolo de Mirón, obras pictóricas de Julio Romano y de Wouwerman, una musical de Meyerbeer (Los Hugonotes), poéticas de Píndaro (la Olímpica séptima), de Shakespeare (Macbeth), Schiller (Guillermo Tell), Goethe (el Fausto) para descubrir en todas movimiento físico o anímico, estremecimiento de elementos plásticos en el espacio o rapidez de sucesos en el tiempo, formas que se agitan, ritmos acelerados, pero en ninguno gracia. Y para marcar bien el contraste enumera enseguida otros objetos de la naturaleza y obras de la fantasía creadora sí dotados de la preciosa cualidad. Tan llena de gracia es también su pintura de aquéllos que no resisto a la tentación de transcribirla literalmente. «Graciosa es la mariposa que tornasola a un rayo de luz sus alas de gasa, y en vuelo serpentino, pasa rozando apenas las rizadas corolas de lirios y tulipanes. Indecible gracia despliega el aéreo zunzún en su infatigable revoloteo, flor que liba otras flores, pendiente un solo instante de los delgados sarmientos del jimirú, posado un punto en el cáliz de una rosa, describiendo interminable espiral entre las ramas de los díctamos, con su tenue silbido y su asustadiza vivacidad. Una risueña y sonrosada adolescente que danza con tanta cadencia y ligereza, como si se deslizara sobre la superficie cristalina de un lago, presenta en conjunto todas las gracias». Siguen los ejemplos tomados de las artes: las estatuas antiguas Amor tendiendo su arco y la Venus arrodillada, los pasteles de Vanloo y los genios y amorcillos de Proudhon, algunos pasajes de Las bodas del Fígaro de Mozart, un «proverbio» de Alfredo de Musset. Del cotejo de estos ejemplos con aquéllos surge la observación personal, la tesis propia. Aprecia el pensador diferencias de dos órdenes. En lo objetivo, «cierta degradación del tamaño en la materia y una volubilidad menos ajustada a un fin en el movimiento». En lo subjetivo, «la emoción simpática peculiar a la impresión de lo bello, toma un carácter menos solemne, [24] menos reposado, menos contemplativo. Hay mucho de ternura, hay algo de lástima». Pero he ahí que su análisis le ha llevado a una casi asimilación de lo gracioso y lo lindo. No niega que su «apreciación objetiva» de la gracia coincide con los atributos que se han señalado a lo lindo (cita a Voituron y a Jouffroy). Podríamos agregar que también su apreciación subjetiva adolece del mismo defecto. La actitud de superioridad en que se sitúa el sujeto frente al objeto es nota esencial que asigna la estética moderna al sentimiento placentero de lo bonito o lindo, siendo característica de la gracia la paridad de nivel entre el sujeto que contempla y el objeto contemplado, nivel por lo demás peraltado, pues la gracia produce un como levantamiento del alma a una región de ingravidez donde se siente liberada de las cadenas de la materia. Si el ilustre pensador hubiese traído a su análisis acepciones tan frecuentes en nuestro idioma como «¡Ave María! Llena eres de gracia!», «la gracia divina», «conceder una gracia», «las tres Gracias (de la mitología)», «hacer gracia de algo», &c., habría descubierto de seguro, otras y más sutiles, más altas resonancias en el concepto y en las cosas a que lo aplicamos y no habría tenido que confesar al final de su por lo demás bellísimo trabajo que le es imposible comprender la diferencia que separa dos ideas, la de lo lindo y la de la gracia, que no por presentar ciertas semejanzas dejan de ser absolutamente inconfundibles. Réstanos ahora recoger los destellos dispersos del genio de Varona sobre el arte, los artistas, la belleza que esmaltan otras obras menores. Para evitar una seca enumeración de citas inconexas, permítaseme la libertad de reexponer en los párrafos siguientes esas ideas sueltas, entretejiendo mis palabras con las del maestro. Nada os ofrezco que no forme parte del ideario estético de Varona. Sólo agrego la redistribución de temas para lograr una visión de conjunto y en gracia al propósito de síntesis que debe presidir a un trabajo de esta índole. El artista es un ser dotado de especial sensibilidad para captar el mundo en que se mueve; tiene el don de ver y sentir, a su manera, ese mundo y de presentárnoslo, o de sugerírnoslo como si así lo viéramos y lo sintiéramos nosotros.{8} En los ojos debe llevar una lente fotográfica y en el cerebro una placa sensible, por más que el arte no sea fotografía. De la ganga que muestra la visión inmediata ha de extraer el artista el oro.{9} Si la visión es de infinita complejidad, la intensidad con que la siente también ha de ser infinita,{10} pues sólo es artista quien vive con todo el cuerpo y toda el alma. De aquí que nos arrastre tan irresistiblemente. Hay en él una facultad verdaderamente divina de hacer pensar, hacer sentir. Pero no convence tanto por la razón como por el hechizo. Si es legítimo y elevado que el artista ponga sus facultades al servicio de nobles aspiraciones de reforma moral, en definitiva no es el reformador, sino el artista el que nos cautiva.{11} Es artista quien ama lo bello. Quien lo realiza posee un talismán que transforma la vida y la engrandece.{12} Lo primero para ser artista es vivir la vida. Luego, muy en segundo término viene la técnica.{13} Y nunca ha sido la vida más libre, más noble, más humana que ahora. Ser artista a la moderna es saber exactamente con energía y alteza el ideal que corresponde a esta etapa de la continuada ascensión de la Humanidad.{14} No hay belleza objetiva. La belleza de la naturaleza está en los ojos y el alma de quien la contempla. Y también la artística. Nada es bello. Tal perspectiva, tal hazaña, tal invención, tal melodía me parecen bellas.{15} Pero Varona habla a veces de lo bello y lo feo como si fuesen objetivos. Así dice: el secreto de la vida feliz consiste en mirar con ojos de amor lo bello y con ojos de lástima lo feo.{16} Ante el mundo físico y social, eternamente cambiante, el artista, vividor apasionado, cambia a cada paso también, pues cambio es vida{17} y en cada momento, allí donde otros balbucean, él expresa.{18} Sin saber lo que es belleza, siente y realiza, es decir expresa, transmuta en obra nítida su propio y verdadero fondo, lo que en él ha dejado el mundo, su mundo, y la vida, su vida. Los grandes artistas tienen el derecho a ser autobiográficos, pero ha de desprenderse de sus obras un interés verdaderamente humano que logre transformar hechos prosaicos vividos, en suave o patética poesía, hondamente sentida.{19} Qué importa que lo que el artista nos ofrece sea un mundo de quimeras, de ficción. Es precisamente en esa esfera de alucinación peculiar que se llama el arte, donde se respira con más libertad o con menos fatiga, cuando algún artista supremo sabe montar los corazones al diapasón del suyo excelso.{20} El camino que va de la vida al arte no hay que recorrerlo a la inversa, pues éste tiene su vida propia. Por medio de signos convencionales el artista produce una impresión de la vida aún más intensa que la provocada por los objetos verdaderos. Por este medio indirecto y maravilloso de los signos que son las líneas, los colores, los sonidos, las palabras, [25] produce el arte sus sorprendentes efectos. Con algunas frases melódicas nos sepulta insensiblemente en el perezoso divagar de la melancolía, y con algunos acordes vibrantes nos sacude como para precipitarnos a la acción inmediata. Traza con unas cuantas palabras una figura que respira y anda, y que nos hace palpitar con el mismo ritmo de su corazón, como si lo sintiéramos bajo nuestra mano o sobre nuestro mismo pecho.{21} Y al través de estas mentiras del arte se llega a una verdad acaso más fidedigna que la de la Historia misma. Por eso, tengo para mí, dice Varona parafraseando a Aristóteles, «que los mejores libros de Historia son los cuentos de hadas que damos a leer a los niños»{22}. Pero este lenguaje de signos que habla el artista ha de ser comprensible, ha de llegar, cargado de su mensaje, a los demás hombres. Para ser puro, ha de tener la primera cualidad del cristal; la transparencia.{23} Por eso nuestro autor, tan transparente él mismo, repudia la metáfora logogrífica que se ceba en la poesía modernista como se encarnizaba sobre la vieja poesía gongorina el baturrillo latiniparlante.{24} No quiere esto decir, sin embargo, que toda metáfora tenga que resultar comprensible a todos. Al ceñudo neorretórico que pretende imponernos un lenguaje «demasiado declarado», como diría el Marqués de Santillana, siempre podemos replicar: lo siento; no escribo para ti.{25} De todas las artes, era natural que tan destacado artífice de la palabra dedicase a las literarias su mayor atención. ¿Cuántas facetas no le ha visto a la poesía? ¿Qué virtud de la palabra hablada o escrita no ha destacado? ¿Qué peligros de los que acechan al escritor no ha señalado? Veamos algunas de las mil ideas que al respecto se nos brindan en sus escritos. La palabra no es un mero rumor sujeto a las vacuas leyes de la retórica. Un escritor ha de tejer con fuertes hilos la tela recia del pensamiento y no conformarse con recamar de lentejuelas la película sutil que le echa por encima.{26} Lo cual no quiere decir que no tenga su rango, y muy alto por cierto, la forma. En otro pasaje nos dice Varona, en efecto, que el gran arte del escritor consiste todo en el apresto.{27} Lo que condena es la preceptiva insustancial. Hay voces que se elevan como un haz luminoso y en el éter se rompen en estrellas, pero las hay que, cual bombas de artificio, revientan de puro hinchadas.{28} Aquellas son poesía, éstas, retórica y la retórica no es arte, sino artificio.{29} No basta saber decir, se necesita tener algo que decir.{30} La pompa excesiva del lenguaje, como los pliegues abundantes de un amplio manto, puede ocultar un cuerpo raquítico y deforme.{31} Pero si el lenguaje aclara y afina, sutiliza, enriquece y completa el pensamiento, también es la causa más eficaz de sus errores.{32} La palabra, se dice, es el espejo del pensamiento, pero ¿será cóncavo o convexo?{33} Cree Varona, no obstante su radical pesimismo, en el continuado progreso de las artes. No hay tiempo, para él, mejor que el presente, salvo los venideros. No es cierto que el arte se haya estancado en Grecia o en Roma o en Florencia, lo más de cuya producción, dice un poco sorprendentemente, se va en balbucear y repetir. En nuestros días, entiende Varona, se ha enriquecido la capacidad humana de sentir y ver y se han afinado los medios de expresión.{34} En todo caso, cada día conlleva su mensaje y no hay que volver con demasiada insistencia los ojos hacia el pasado, ni conviene abrumar el arte bajo el manto de plomo de la tradición.{35} Aquel mundo y éste son tan diversos, que empeñarse en la creencia de que los viejos oráculos pueden entendernos y nosotros entenderlos es una extraña superstición.{36} No hay que dolerse, por tanto, del olvido en que han caído los estudios clásicos. (Ya sabemos, dicho sea entre paréntesis, cómo esta posición orientó la obra del primer reformador de la enseñanza en la República). ¿Y de la crítica qué opina? Naturalmente, su posición es escéptica. La crítica es inútil, porque para las opiniones más contrarias siempre hay argumentos formidables que las apoyen. Sin embargo, seguiremos haciendo crítica.{37} Sólo que no debemos hacerla a la manera dogmática. Hay dos críticas, la impresionista y la dogmática. Varona prefiere aquélla que es franqueza, a ésta que es pedantería. Lo malo es que suele ser la dogmática y pedante la que se lleva todos los sufragios.{38} ¿Qué encontramos, en síntesis, en estas ideas, recogidas mayormente de Con el eslabón y Violetas y ortigas, y que he hilvanado lo mejor que me ha sido dable? A riesgo de caer en el artificio que siempre envuelve el poner etiquetas al pensamiento humano y sólo a guisa de punteros o claves que ayuden a caracterizar a Varona en sus posturas estéticas, diré que es, en este orden como en todos, un relativista a ultranza. No menos radical es su subjetivismo. En cuanto a la índole esencial del arte, parece identificarlo con la expresión, aunque ni una vez, que yo recuerde, mencione a Croce, ni en parte alguna desenvuelva su pensamiento al respecto. [26] Si bien afirma que la creación artística se nutre de la realidad y de la vida (naturalismo), también sostiene que se mueve en una esfera propia con categorías propias (simbolismo). Repudia toda norma que esclavice y limite al arte, postulando su fluidez proteica y su progreso indefinido –relativista una vez más, y antitradicionalista. Con lo que antecede queda contestada la primera de las preguntas que formulaba al principio de este trabajo en estos términos: ¿Cuál es la posición de Varona frente al arte y la belleza? Réstanos ahora dar respuesta a las otras dos. Una preguntaba: ¿Estaba o no afiliado a alguna de las corrientes estéticas imperantes en su época? En parte, la pregunta está contestada en la negativa, pues hemos visto que nunca realizó un análisis minucioso de ninguna de esas escuelas ni organizó, con el propósito de sustentar una posición determinada y comprensiva, sus propias ideas en la materia. Su pensamiento en el campo de la estética, si luminoso a veces, se nos presenta en forma fragmentada y casuística. Es imposible con estos destellos, estas opiniones dispersas reconstruir un sistema de pensamiento estético. Consecuencia de esta falta de sistematización son las frecuentes contradicciones, muy justificables si consideramos que todo tiene un anverso y un reverso y Varona era temperamentalmente inclinado a ver ya el uno, ya el otro, pero que no cabrían en una estructura filosófica sistemática. Preguntábamos también: ¿qué influencias operaron en él, qué afinidades se constatan con otros pensadores en la materia? Como en toda su obra, en este sector gravita también la influencia positivista. Varona rehuye siempre los conceptos demasiado generales que le son, prima facie, sospechosos de dogmatismo. Como Fechner, desconfía de la «estética desde arriba», aunque no logra, ni intenta siquiera, como el psicólogo alemán, construir una «estética desde abajo». Procede siempre inductivamente con vista de sus contactos vivos e inmediatos con el arte de su día. Entiende que el arte también procede así, por inducciones, como la ciencia. Nada, desde luego, podemos reprochar a esta posición y a este método, sino cuando se extreman tanto que se renuncia a descubrir cuanto está debajo de la superficie de las cosas de este mundo de nuestra experiencia. Somos de los que creen que la filosofía –y la estética lo es en gran parte– tiene que tener mucho de adivinación, tiene que escarbar debajo de la costra de la realidad contante y sonante, tiene que inventar categorías enlazadoras de lo vario, crear esquemas del ser, del mundo y su destino, de la vida y sus valores, sopena de renunciar a su única justificación. Todo positivismo, por exigir a la filosofía una demostración factual imposible en su esfera, acaba por asesinarla. Pero el pensamiento estético de Varona, a más de receloso de la generalización, es tan ecléctico que no se puede –para bien o para mal– asignarlo a ninguna línea o escuela determinada. Por su contenido social, recuerda a Guyau, por la propensión a enfocar el hecho estético como hecho natural, hace a veces pensar en Sainte-Beuve; por su insistencia en el poder determinante del medio, en Taine. Pero ninguna de estas influencias evidentes, como tampoco la del mismo Spencer, parece predominar decisivamente y arrastrar tras sí el pensamiento siempre rebelde e independiente del robusto pensador cubano. No hay, pues, que tomar el término ecléctico, que más arriba empleo, en un sentido peyorativo. Varona nunca fue un remendón de ideas ajenas. Cuando expone una idea como suya, aunque ya hubiese sido expresada por otros, podemos estar seguros de que es suya por completo, de que la había asimilado plenamente y, al reeditarla, siempre adquiría, por el mero hecho de haber pasado por su cerebro esclarecido, nuevas resonancias e inesperados fulgores. Lo único que he querido destacar es la falta de una estructura que una sus diversas ideas estéticas como partes de un todo conexo. Fáltanos, para terminar, una breve visión de conjunto. Las ideas sobre el arte y la belleza que Varona nos fue legando a lo largo de su incansable vida de escritor, son numerosas. Ninguna se leerá sin deleite para el oído o la imaginación y sin provecho para el intelecto. Hombre avisadísimo en cuestiones literarias y artísticas, daba a las artes una primordial importancia en el conjunto de la vida del hombre en sociedad. Y si no llegó a elaborar una teoría estética propia, no es menos cierto, ya lo hemos dicho al principio, que Varona, antes que filósofo, antes que político, antes que educador, era un ente de belleza. En la belleza se movía y tenía todo su ser. Aun conviniendo en que no era un estético, en el estricto sentido de la palabra, es fuerza reconocer que fue algo que a lo mejor vale más: un esteta, es decir, un hombre enamorado, preocupado y poseído de la belleza. —— {1} Estudios literarios y filosóficos, La Habana 1883, págs. 231 y ss. {2} En un breve trabajo sobre Arte y verdad («El Fígaro», 20 de sept. de 1903) apunta Varona una tesis que parece contradecir ésta. Afirma que «una cosa es producir formas bellas, interesantes o subjetivas, y otra encadenar razonamientos abstractos. La abstracción y el arte plástico, quizás sean hermanos, en la región ultrahiperbórea de la metafísica, pero, de serlo, son hermanos enemigos». {3} V. en «El Fígaro», 29 de julio de 1894, el artículo Problema de estética contemporánea. De este trabajo, que es una crítica de «Les rois» de Jules Lemaitre, se desprende que la individuación, para Varona, no debe llegar al extremo de presentarnos personajes excepcionales y anómalos. {4} Seis conferencias, Barcelona, sin fecha, págs. 29 y ss. {5} B. Bosanquet, Three Lectures on Aesthetics, pág. 7. {6} La tesis de la universalidad del arte nos la presenta también, en forma harto exagerada, en el artículo El arte libre («El Fígaro», 14 de dic. de 1902). Contestando a la reputada actriz cubana, Sra. Martínez Casado de Puga, que interesaba su auxilio para el fomento del teatro cubano, alega su ninguna fe en que llegue a haber un teatro cubano. Entiende que no hay literaturas hispanoamericanas, sino sólo española. Postula en las artes literarias la primacía del idioma sobre todo otro factor. Lo importante, afirma, es lo humano; todo lo demás es secundario: Ibsen podría haber nacido en cualquier parte. {7} Estudios literarios y filosóficos, págs. 219 y ss. {8} Violetas y ortigas, La Habana, 1938, pág. 54. {9} Con el eslabón, Manzanillo, 192, pág. 38. {10} Violetas y ortigas, pág. 88. {11} Ibid, pág. 97. {12} Con el eslabón, pág. 236. {13} Ibid, pág. 96. {14} Violetas y ortigas, pág. 140. {15} Con el eslabón, pág. 236. {16} Ibid, pág. 143. {17} Ibid, pág. 53. {18} Ibid, pág. 241. {19} Violetas y ortigas, pág. 159. {20} Ibid, págs. 61-62. {21} Ibid, págs. 67-68. {22} Ibid, pág. 183. {23} Con el eslabón, pág. 47. {24} Ibid, pág. 114. {25} Ibid, pág. 184. {26} Ibid, pág. 141. {27} Ibid, pág. 162. {28} Ibid, pág. 159. {29} Ibid, pág. 181. {30} Ibid, pág. 191. {31} Ibid, pág. 56. {32} Ibid, pág. 57. {33} Ibid, pág. 122. {34} Ibid, pág. 37. {35} Ibid, pág. 38. {36} Ibid, págs. 162-3. {37} Ibid, pág. 45. {38} Ibid, pág. 163. |
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