Pedro Vicente Aja
La tiranía del determinismo científico
De cierto modo se ventiló ya la afirmación de Dampier Whetmam acerca de que si no hubiera sido por Sócrates y Platón la ciencia hubiera alcanzado su actual estado de desarrollo hace dos mil años. Durante la Edad Media, con el imperio de la conciencia religiosa, la ciencia fue completamente desalojada por el misticismo y la credulidad. Sin embargo, la ciencia de Aristóteles se introdujo gradualmente en el sistema mismo de la cultura religiosa: esto por vía de los árabes, y sobre todo por la obra de un Tomás de Aquino, quien intentó conciliar las primeras corrientes aristotélicas con los dogmas religiosos. Seguramente, entonces, un nuevo interés cognoscitivo de la naturaleza estuvo asistido y hasta alentado por la propia religiosidad: se trataba de saber más sobre las obras de su creador –de la naturaleza– y claro que ese conocimiento se facilitaba porque el espíritu del hombre cristiano se había liberado de la demonolatría de las fuerzas naturales.
Mas al cabo el nuevo interés por la naturaleza cuajó en una actitud distinta. Ciertamente, cuando Galileo y Descartes descubren un nuevo tipo de ciencia, de razón humana, que permite con toda exactitud predecir los acontecimientos cósmicos, el hombre, embriagado de confianza en sí mismo, ensoberbecido en el poder de su razón, se desentiende progresivamente de la valoración y el peculiar destino que le fijó el cristianismo y vuelve de nuevo como en la antigüedad a vivir de sí propio, exclusivamente de sí mismo más que nunca en la historia. Fue entonces cuando el hombre buscó dentro de la naturaleza las fuentes de la vida y de la creación. Se sometió espiritualmente a su materialidad, pero quedando separado de su alma. Ese proceso constituye el contenido de la Edad Moderna, considerando todo este lapso histórico como un ensayo de eso que he llamado el humanismo autárquico (lo estudio en mi libro sobre el cristianismo en la crisis de occidente).
El humanismo que descubrió las fuerzas creadoras del hombre, no como ser espiritual sino natural. Su proceso describe la historia de una paradoja, pues para engrandecer al hombre, este humanismo le priva de su carácter concretísimo, del ens creatum y sobre todo, de la imago Dei. Los frutos de esa paradoja están ahí patentes: han conducido a la autonegación del propio humanismo y a la problemática más aguda que haya confrontado jamás el propio hombre. Pero esta línea de reflexión me llevaría demasiado lejos.
Recojo velas. Estoy tratando de rastrear el modo como han venido influyendo los planteamientos de las ciencias en el problema metafísico de la libertad moral. [83] De manera que interesa escrutar ahora esa nueva actitud y su despliegue –la renacentista– ante todo como asunción de la conciencia cognoscitiva, es decir como esfuerzo cognoscitivo del hombre del cual va a nacer la ciencia cuantitativa de la naturaleza y, desde el predominio de esta última forma del saber a partir del Renacimiento, la cultura científica occidental. Todo ello para comprobar un resultado del prevalecimiento de dichas ciencias y de su cristalización en cosmovisión: la tiranía del determinismo científico en la razón occidental durante la edad moderna. Lo de científico, preciso, porque no se trata esta vez, tal como sucedió con los atomistas griegos, de una extensión de afortunadas opiniones especulativas del mundo físico al mundo de la vida y el pensamiento, sino del presupuesto mismo de un sistema de conocimiento que ve en el determinismo absoluto un supuesto de trabajo y que lo respalda con toda la autoridad de verdad con que el saber científico se ha venido asistiendo.
De ahí surgen preguntas que se irán esclareciendo a medida que avancemos: ¿En qué consiste esa tal tiranía del determinismo científico?, ¿de dónde su necesidad interna en la estructura del método científico?, ¿sobre qué soportes se apoya su apogeo?, ¿ha entrado en crisis?
Desde Galileo hasta Carlos Marx hay un proceso ininterrumpido de racionalización de inmanentización, de mecanización de todas y cada una de las esferas del Universo. Desde el movimiento de los astros hasta la misma vida histórica del hombre. La desespiritualización del mundo ha sido total.
Un estudio completo requeriría reseñar este itinerario único en las culturas humanas. Fijar el papel de cada figura creadora, compulsar los primeros tanteos en la observación de la naturaleza, las primeras confirmaciones de una Ley natural estricta. Ante nuestra expectativa aparecería un Bacon, un Leonardo, un Copérnico, un Galileo, &c. Hasta que Isaac Newton establece las leyes del movimiento de los cuerpos sometidos a la acción de fuerzas y demuestra cómo introduciendo el sencillo concepto de la gravitación, los movimientos de los planetas se encontraban en armonía. La ciencia había logrado explicar aquello que tuvo intrigado al mundo durante muchas edades, y de acuerdo con esta explicación, todo obedecía a leyes exactas. A partir de entonces, y como consecuencia de los triunfos de la mecánica de Newton y de lo bien probadas que quedaron sus leyes, verificadas éstas por los experimentos, se produjo una completa aceptación y extensión del determinismo absoluto del mundo físico.
El mundo descrito por la física clásica era, necesariamente, un mundo determinado. No había escape posible. Se podía predecir el movimiento de toda molécula basándose en la historia previa. Dice Arthur Compton: «la postulación de las Leyes de la mecánica, hecha por Newton, y de la electrodinámica, hecha por Maxwell y Lorentz, no deja lugar para que factores extrafísicos como los motivos o móviles desempeñen un papel determinante. Si no operan en la vida humana ningunos otros factores más que los que comprenden la electrodinámica (base de la mécanica moderna), nosotros no somos en verdad más que máquinas complicadas». Pues bien, criterios científicos de semejante jaez han estado dominantes no sólo en las ciencias, sino en algunas direcciones filosóficas, y en general en la concepción del mundo vigente en los tiempos modernos.
Así, pues, un resultado evidente del prevalecimiento de la ciencia cuantitativa de la naturaleza y de su derivación en soporte de una concepción del mundo, ha sido un padecer la razón occidental de una especie de tiranía del determinismo científico durante toda la edad moderna. Ahora bien: ¿de dónde la necesidad interna del determinismo en la estructura esencial del saber científico? Porque, en rigor, el determinismo ha venido presentándosenos como una tendencia, o si se quiere como un presupuesto inevitable de las ciencias. Una indagación y recapitulación de los rasgos caracterizadores del sistema científico del conocimiento nos explicaría esa participación intrínseca y necesaria de la hipótesis determinista en el método científico. Pero ello no se aviene a la índole de esta exposición. [84] Me limitaré ahora a señalar tales rasgos. Helos seguidos: la actitud cognoscitiva de explicación y dominio de la naturaleza, la intelección racional como única vía de conocimiento, la objetividad de la razón, la inmanentización sostenida, el método empírico, la hipótesis mecanicista y determinista sobre la realidad. Y entro a considerar brevemente dos de esos rasgos: porque así se contribuye a esclarecer esa inevitabilidad del determinismo en las ciencias modernas. Ellos son: a) ese afán de explicación y dominio de la naturaleza que funciona como sostén espiritual de la actitud cognoscitiva del hombre a partir del Renacimiento: ya no es tanto salvarse lo que quiere el hombre, como ganarse el mundo dominándolo, y para ello requiere conocer sus leyes exactas, predecir sus movimientos, facilitar el control y gobierno de sus hechos; b) la necesidad de una hipótesis metafísica sobre la estructura misma de la realidad que se requiere para facilitar la intelección racional a través del método empírico. Pues bien: esa hipótesis va a partir de una identificación rigurosa entre «el orden de la naturaleza» y el principio de causalidad, por donde se reduce todo movimiento a un puro mecanismo, base de la computación matemática, y se llega, racionalmente, a la predictibilidad de los hechos; pues en ese orden existe una dependencia de cada fenómeno con respecto a todos los demás –de aquí el determinismo–, de tal suerte que mediante el conocimiento de todas las circunstancias dadas en una situación, pueden conocerse los hechos que han de derivarse necesariamente de ella.
Así pues, el determinismo aparece como una hipótesis, creencia o principio de trabajo –en ninguno de estos casos deja de enunciar una tesis metafísica sobre la constitución de la realidad– que sostiene la interdependencia universal de los fenómenos en un sistema cerrado. En tal sistema determinista, lógicamente no hay lugar para ningún elemento que implique contingencia o libertad. Toda imprevisibilidad ha de ser por fuerza excluida de la evolución de un universo determinista. De ahí que la razón científica represente el más poderoso intento de eliminación del tiempo concreto, de la irreversibilidad, de la cualidad, de la historia en la estructura misma de la realidad; y ello, precisamente, con vistas a una explicación de la realidad satisfactoria para esa forma de la razón humana. Así el mundo surgido de la física clásica era necesariamente un mundo espacial, un mundo de cantidad, un mundo de movimientos matemáticamente computables, efectuados con regularidad mecánica.
Téngase en cuenta además el triunfo portentoso de las ciencias, el deslumbramiento por sus resultados prácticos, el culto al cientificismo, el hecho contemporáneo de la «fe en la ciencia» que tanto subraya Durkheim. ¿Será preciso averiguar otras razones por las que la ciencia moderna sea elevada, de modo tácito o expreso, al plano del conocimiento absoluto y esencia, y por las que, desde luego, todos los presupuestos de su sistema, –la hipótesis determinista, por ejemplo,– adquieran una validez absoluta? Podemos contentarnos, por lo pronto, con sólo registrar el hecho cultural más sobresaliente de la época que vivimos: me refiero a que se haya vinculado al sistema de las ciencias el criterio de la verdad. De modo que éste –el saber científico– ha venido a quedar como el tipo de conocimiento único capaz de garantizar auténtico saber. No cabe duda que vivimos en una época en que toda porción de verdad, y toda sabiduría, tiene que contar previamente con el visto bueno de la ciencia, caso de que se le vaya a creer.
Pero la tiranía del determinismo científico se ha hecho, por decirlo así, totalitaria, y por ello insostenible cuando llegó la hora de aplicar los principios de la ciencia moderna al hombre mismo y a la sociedad. La investigación sistemática dentro del método científico tenía que ampliarse de continuo a nuevos campos de objetos, hasta ceñir al hombre mismo, en demanda de un conocimiento predictivo y que facilitara un control de los procesos subjetivos y exteriores de la vida humana. De ahí la psicología y las ciencias sociales. Y claro que las modernas ciencias sociales y psicológicas se inclinan a ser naturalistas y deterministas, porque la libertad verdadera del hombre será siempre un estorbo en cualquier sistema científico. Freud y Carlos Marx constituyen exponentes cimeros de [85] esa usurpación de la libertad concreta y del dato del espíritu en el hombre.
Esta tiranía del determinismo científico sobre la conciencia occidental la ha dividido y como enajenado. Creo que por aquí se pudiera hacer uno de los diagnósticos más certeros de la crisis de nuestro tiempo. Se trata de una conciencia –la del hombre occidental– que padece de una antinomia viva entre un credo religioso y político que afirma la libertad, responsabilidad y dignidad de la persona humana (credo que está en la raíz misma de esta cultura), y por otro lado la vigencia de una concepción del mundo apoyada en las ciencias naturales, que despersonaliza al hombre al encerrarlo dentro del encadenamiento de un universo mecanicista y determinista.
Manuel Kant y la afirmación de la persona moral
Manuel Kant, personifica uno de los grandes intentos del filosofar técnico por superar en el terreno de la ética la corriente determinista dominante en la conciencia moderna, sostenida desde el imponente aparato de la ciencia matemático-natural y de la filosofía vinculada a ella. Su fundar la posibilidad de la persona moral se encuentra en el tratamiento –que ya veremos– de la antinomia causal. Y esto pese a que el ensayo de solución kantiana, consistente en la armonización de los puntos de vista del racionalismo y del empirismo, representa, como bien se sabe, una reposibilitación efectiva de una ciencia experimental que la crítica hecha por Hume del principio de causalidad –piedra angular del determinismo de la ciencia– había logrado llevar a un entredicho peligroso.
Así, pues, el filósofo de Koenigsberg formula su síntesis conciliadora al recoger y armonizar los criterios antagonistas de la época. Tales son dos, a saber: el racionalista y el empirista. El primero, de emplazamiento continental, remata en Leibniz y Wolff. Consiste en sostener que el mundo del espíritu alcanza una autonomía plena, que tiene sus propias leyes y en postular, enseguida, que existe una perfecta coherencia entre las leyes que rigen el mundo de la naturaleza y las que rigen el orbe de la razón. El otro criterio, de tradición insular, niega de entrada la posibilidad de una autonomía del espíritu. Para el empirismo todo conocimiento se funda sólo en la experiencia y, como el espíritu carece de leyes propias, no sólo resulta imposible un conocimiento puramente racional, sino que luce improbable una determinación –de la voluntad– que proceda exclusivamente del espíritu. Ni autonomía de la conciencia teórica, ni afirmación de la conciencia moral.
Kant erige su gigantesca empresa filosófica sobre la base de un reconocer la existencia de principios a priori y, por lo tanto, cierta independencia de la conciencia teórica. Cuáles son estos principios? Pues el espacio, el tiempo, las categorías (precisamente una de ellas es la de la causalidad). Esta es la parte que el sujeto cognoscente pone, mas ¿cuál es la porción que hay que aceptar del empirismo? Pues que esos principios a priori no con válidos si no se aplican a la experiencia. Más aún: tales principios existen porque hay un mundo sensible para el cual están destinados, o lo que es lo mismo: el hombre no puede conocer si no hay un mundo espacio-temporal al cual se aplican esas categorías.
Bien, hasta ahí, la forma en que concibe Kant la autonomía de la conciencia teórica. Pero, ¿y el mundo de la libertad moral, cómo queda? Para el filósofo de Koenigsberg, este mundo no se afecta, y ello porque los ingredientes constitutivos de la persona moral, tales como la fe, la libertad, la inmortalidad, no son cosas, ni ideas de las cosas, sino entidades metafísicas, a las que, desde luego, no es posible derivar del mundo de la experiencia. En un orden lógico, los principios que posibilitan lo que Kant llama la persona moral, no tienen que confrontarse con el mundo real para adquirir validez. No están causalmente determinados.
Abundo. De la Fundamentación de la Metafísica de las costumbres, traducción de Manuel García Morente, entresaco, textualmente, las siguientes frases del filósofo prusiano: [86] «Voluntad es una especie de causalidad de los seres vivos en cuanto que son racionales, por la cual puede ser eficiente, independientemente de causas extrañas que la determinen; así como necesidad natural es la propiedad de la causalidad de todos los seres irracionales de ser determinados a la actividad por el influjo de causas extrañas». Está claro. Kant admite dos tipos de causalidad, aquella que surge por libertad, y la otra, la causalidad necesaria, o causalidad en sentido físico. Como se ve, la mejor orientación de la tesis kantiana radica en la afirmación de que la existencia del libre albedrío no es incompatible con el causalismo rígido o legalidad de la naturaleza, esto es: no es necesario establecer excepciones al principio de la causalidad. Nótese que la libertad moral queda entendida como una forma específica de determinación oriunda de la voluntad misma, y cuyo primer momento es sólo causa, no efecto de otra causa. La causalidad de la naturaleza, por el contrario, es una cadena compuesta por un número indefinido de eslabones, cada uno de los cuales desempeña, al propio tiempo, el doble papel de efecto de una causa y causa de otro efecto. Consecuentemente, la actitud de quienes declaran imposible la libertad explícase fácilmente cuando se reflexiona en que, al hacerlo, consideran al hombre exclusivamente como fenómeno, y no como existente en sí y por sí.
Una vez fundamentada la existencia de dos tipos de causalidad –por libertad y por necesidad– se plantea la antinomia de las mismas.
Pero si se conjugan estas dos formas de determinación se salva la antinomia. Pues bien, para el filósofo de La Paz Perpetua, esa inflexible legalidad que no deja un hueco a la libertad de la voluntad es mera apariencia: la libertad del querer quedará establecida si logramos descubrir, en el orden fenoménico, un punto en el cual la legalidad de la persona moral pueda introducirse, provocando una nueva serie de manifestaciones concatenadas causalmente.
Independientemente de la construcción metafísica que le sirve de fondo, aunque se considere que el yo kantiano, ese ser existente en sí por sí, no pasa de ser un ente lógico, hijo, desde luego, del logicismo celosamente deshumanizado del racionalismo postrrenacentista, el planteamiento del problema de la libertad en la filosofía kantiana coloca la cuestión en su mejor forma de enfoque. Esto lo vio con claridad y se lo aplaudió Hartman, su agudo crítico de muchos años después. Con Kant, efectivamente, la filosofía hacía un esfuerzo supremo por reposibilitar racionalmente a la persona moral. En el terreno de la ética la posición kantiana se mantuvo incólume, hasta los recientes análisis de la axiología, que de cierto modo constituyen más bien un perfeccionamiento. Ni el cientificismo avanzante, ni el positivismo, ni el materialismo, ni el mecanicismo podían en rigor hacer mella en planteamiento semejante. Pero la conciencia del hombre era ya una conciencia escindida, y la libertad en Occidente, desde todos los planos, entraba cada vez más en crisis.
* Véase el artículo anterior del mismo autor, publicado en nuestro nº 16 con el título «Problemas entre ciencia y libertad moral».