Filosofía en español 
Filosofía en español


Pedro Vicente Aja

Problemas entre ciencia y libertad moral

Este es el primero de una serie de tres artículos. En el segundo examino la aparición, desde el Renacimiento, de lo que llamo la tiranía del determinismo científico en Occidente: que da de sí una creciente desespiritualización del hombre y un florecimiento de doctrinas –psicologismo, marxismo, &c…– que minan la libertad en un orden humano e histórico. Incluyo una tentativa de la filosofía a través de Kant por afirmar la persona moral. En el último analizo la revolución que viene operándose en las ciencias físicas y que lleva a quebrar el rígido causalismo y determinismo aun en los predios de la naturaleza. Advierto que las nuevas conexiones posibilitan una nueva visión del mundo que tal vez salve la antinomia viva en nuestro Occidente de un credo político libertario y una cultura científica mecanicista y determinista.

Conviene antes que nada hacer cierto análisis de la conciencia humana, referirnos a algunas funciones suyas. Sobre todo dejar establecido, con carácter de presupuesto firme –cosa a la que desde luego llegaríamos después de una penetración profunda en su realidad espiritual última–, que el sujeto mismo del conocimiento (esto es: la conciencia) constituye un dato irreductible y una realidad inescindible. Esa esencial característica se nos iluminará a medida que avancemos.

Véase ahora en la conciencia, como indispensable punto de partida, el centro hacia el cual convergen y desde el cual parten los más diversos caminos de la realidad, del ser y del valor reunidos todos en una confluencia de intencionalidad, en una estructura de sentido que se conoce a sí misma. En este autoconocerse a sí propia se da en la conciencia, desde luego, el autoconocimiento del yo, pero se da también el conocimiento del no yo, esto es: el conocimiento del mundo. Dicho de modo más breve aún: en mi conciencia, y sólo en ella, el Universo se autoconoce. Subrayar esto es de la mayor importancia para comprender el papel excepcional que este foco de la intimidad juega en una metafísica de la vida. De cierto modo véase cómo se convierte en la condición misma del mundo, pues, ¿quién tomará cuenta del Universo si no hay conciencia? El reconocimiento de esa función exclusiva de la conciencia es lo que constituye la conquista y el residuo perennes del idealismo filosófico.

Pero además, y esto como un resultado de su propia y esencial función cognoscitiva, a la conciencia le es dable conocer algo de su secreta constitución interna, ciertas conexiones que la determinan, y que se traducen para ella en limitaciones a que viene sujeta. De modo que un resultado del conocimiento es también el que yo conozca la limitación de mi conciencia y de toda Conciencia. Bien, pero, ¿en qué consisten esas limitaciones? Por lo pronto [56] en que yo tengo que conocer el universo desde mi estrecha perspectiva existencial. Simplificando, las tales limitaciones pudieran resumirse reconociendo sencillamente la dimensión temporal del hombre. Mi condición humana no tiene otra perspectiva de conocimiento que la que me ofrece mi tiempo histórico: un tiempo dentro del cual, por decirlo así, estoy encerrado. Pero abundemos. Parece que un soporte de esa limitación radica en la conexión ineludible del conocimiento con las determinaciones de voluntad del sujeto, el cual se halla –como hombre de carne y hueso– preso en las condiciones del mundo. De ahí que la conciencia cognoscente se nos presente siempre como debatiéndose entre las ligaduras de la voluntad que, por una parte, es condición de su existencia misma como conciencia, pues la pone en marcha, y por otra la conecta indefectiblemente con las condiciones del mundo en función de la conducta. Y es que el hombre, como ente concreto, es algo más, y más importante, y más dramático, que una conciencia cognoscente: es también un agente de decisiones.

Constitución de la libertad moral como objeto de conocimiento

Creo que, bajo este examen, la conciencia del hombre se nos presenta ante todo como conciencia moral. Pues, en efecto, configurado en esa peculiar limitación por su inserción en la perspectiva del tiempo histórico, ligado al forcejeo de una voluntad que actúa como si fuera determinante, el conocimiento humano se constituye primariamente como debate moral. La otra tentativa, aquella que representa estrictamente a la conciencia intelectual, aparece en cuanto el conocimiento trata de superar toda limitación levantándose sobre su propia perspectiva para alcanzar una visión total de Universo. No vamos a ventilar ahora la posibilidad de esa tentativa.

Precisa resumir a estas alturas la categoría moral. Diremos que la conciencia moral constituye el modo primario de producirse el conocimiento humano desde su emplazamiento existencial dentro del tiempo histórico, pues se trata de un conocer –esa conciencia– puesto en función de la conducta realizándose como si la voluntad fuera libre y por ello responsable.

Del anterior análisis podemos extraer, por lo menos, las siguientes consecuencias: Primera: se nos impone la inescindible unidad, ahí en el punto originario, de la conciencia moral y de la conciencia intelectual. Segunda: la conciencia moral se convierte en objeto, en problema de conocimiento, tan pronto el puro conocimiento intelectual indaga acerca de aquella tratando de fijarle su esencia. Tercero: enseguida surge el planteo de la libertad moral como problema de conocimiento, pues en su afán de saber total la conciencia intelectual se pregunta si el conocimiento en función de la conducta, ese tomar cuenta de una situación y de su decisión –causa de los grandes debates internos y origen mismo de la conciencia de la autodeterminación, del sentido de la responsabilidad y del sentimiento de culpa o de aprobación–, si esa categoría de conocimiento, insisto, inviste una real efectividad, o si por el contrario sólo comporta una ilusión de determinación; dicho en otros términos: lo que quiere saber la conciencia es si ella misma y el hombre como tal se constituyen realmente en función de una voluntad libre. Y claro que la interrogante inicia un problema metafísico que entraña la cuestión capital de la ética y sin duda del hombre mismo.

Este modo de plantear el problema de la libertad moral como objeto de conocimiento, supera de entrada, creo yo, muchos errores: ni se la puede confundir con una forma de indeterminismo, ni mucho menos con una especie de azar. El libre albedrío se nos presenta más bien con carácter positivo, es decir, como una determinación de la voluntad que tiene efectividad y el asunto se coloca en su mejor punto de enfoque.

Haremos una breve inspección a la conciencia cognoscente. El esfuerzo que ésta realiza por hallar la Verdad (a saber: si el hombre tiene libre albedrío o no) entraña por muchas razones una tentativa desesperada. Al hombre le va en ello, [57] ya lo hemos apuntado, constituirse como tal hombre. Encuadrado dentro del tiempo histórico, ese empinarse la conciencia hacia la búsqueda de lo absoluto nos ha dado las grandes construcciones del pensamiento teorético, y se nos presenta como un intento del espíritu por escapar en vano a la angustia del tiempo. La conciencia, dentro de sus limitaciones existenciales y con su aspiración a lo ilimitado, yace en un esencial abandono, busca desesperadamente la esencia del mundo para en ella encontrarse, saber a qué atenerse a sí misma como conciencia: salvarse.

Distinción de Filosofía y Ciencia en el punto originario

Bien vista la cuestión, diríase que el esfuerzo de conocimiento no se agota con satisfacer sólo a la necesidad vital, sino que va más allá para inquirir cuestiones ociosas. No, no sólo lo vital está en la raíz y desiderátum de lo intelectual. Francisco Ayala, con su habitual discernimiento, se plantea todo esto. Y reconoce –sigo en estas reflexiones al fino pensador español– que cuestión ociosa es, por ejemplo, toda aquella que se pregunta por o acerca de la esencia de las cosas, puesto que el manejo de las cosas no requiere este esencial conocimiento. Pues bien: en esa «aplicación a la ociosidad» la conciencia humana da de sí un afán fecundo e inconcluyente: la búsqueda del conocimiento plenario o metafísico. Claro que por aquí hallaríamos la mejor justificación del quehacer filosófico, pero también del hecho de que toda conciencia humana, por muy rudimentaria que sea, necesite y se haga de una cosmovisión, es decir, de un conjunto de ideas y creencias radicales acerca de todas las cuestiones del Universo. Creencias e ideas radicales representan el contenido de la Religión y de la Filosofía. En rigor, se trata de averiguaciones y convicciones fundamentales del hombre que se apoyan en la persecución del valor Verdad. Y, por supuesto, el problema de la libertad moral pertenece a ese rango de averiguaciones radicales o metafísicas.

Más aún: no ha dejado de reconocer una dualidad de dirección y aplicaciones en la conciencia cognoscente, refiérese al conocimiento teorético enderezado únicamente a la satisfacción de la propia conciencia; y a un conocimiento práctico dirigido a la satisfacción de la necesidad. Ese despliegue de la dirección práctica de la conciencia intelectual hace posible la Ciencia (o si se quiere para ahorrarnos precisiones: las ciencias). Actividad ésta que por su raíz misma se orienta también en la persecución del valor Verdad.

Parece poder atribuírsele ciertas limitaciones a la actividad científica. Entre otras las que le vienen impuestas por el hecho de que todo saber científico se refiere a objetos particulares –esto es: el mundo físico, el de los objetos matemáticos, el de los seres vivos, el de la realidad psíquica, &c.–, y se logra con un método positivo: el método empírico. Según Julián Marías, parecidos requisitos excluyen el que las ciencias, aún supuesta su verdad y la validez de su justificación interna, puedan desempeñar la función de una certeza radical.

Aparece, pues, la Ciencia como un método sistemático que me indica por qué caminos y con qué medios encuentro en cada caso qué objetos. Finalmente subráyese que como organización del saber atenida a las comprobaciones del método empírico y tan estrechamente ligada a la técnica se remite al deseo de poder y dominio del hombre. Empero, cuando se repara demasiado en esta última característica se la puede considerar equívocamente como sólo expresión del deseo de poder. Se ve entonces a la Ciencia guiada exclusivamente por la técnica. Sin embargo, como despliegue de la conciencia intelectual, regida por el valor Verdad, la Ciencia no responde al mero deseo de dominar las cosas – aunque también este deseo haya orientado su desarrollo– sino al afán de Verdad mismo.

Pero la conciencia cognoscente en su necesidad de los hallazgos radicales se comporta insatisfecha con los resultados de las ciencias. Tal inconformidad resulta expresión del ansia de Verdad que excede a lo que la Ciencia misma puede satisfacer. Y explica, tal vez, por qué tantos científicos acaban haciendo incursiones en los predios de la metafísica: no sin gruesos yerros, que [58] nacen de un desconocimiento, a veces total, de la técnica filosófica. En definitiva, la conciencia humana es inescindible. Y el ser humano en trance de científico adolece de ser una conciencia cognoscente a la que se le ha puesto «una camisa de fuerza». Jaspers dice: «¿Cuál es el límite de las ciencias que se nos invita a franquear? Este: La Ciencia cuando es pura no alcanza el ser mismo, ni toda la Verdad, sino sólo objetos que se suceden sin fin en el mundo. Queremos originalmente algo más que Ciencia». Pues bien: tengamos en cuenta que la cuestión de la libertad moral forma parte de ese más a que se refiere Jaspers.

Hecha la anterior distinción de filosofía y ciencia ahí en el punto originario: la conciencia cognoscente, e instalado el problema de la libertad moral en el predio metafísico, así como examinadas algunas razones que explican lo que llamaríamos la interferencia de los campos, resultará esclarecedor revisar el modo como han venido influyendo los planteamientos de las ciencias en el problema metafísico de la libertad moral.

Adelanto lo siguiente: la ciencia ha venido insistiendo, tal vez demasiado, en la completa determinación de las acciones del hombre. El resultado de esa insistencia es que la libertad moral no existe. Sin embargo, hoy por hoy, voces acreditadas que nos vienen del propio mundo científico afirman que ni los mismos fenómenos de la naturaleza obedecen a leyes exactas. ¿En qué consiste y qué nuevo sesgo le da al problema de las relaciones, y de los conflictos, entre la Ciencia y el asunto de la libertad moral, esa tremenda revolución que se viene operando en el campo de las ciencias físicas? Para enriquecer esta interrogante e intentar respondérnosla, vale la pena rastrear, ahora, algo en el trayecto de esas relaciones. Al menos sus momentos culminantes.

El programa de Sócrates

El conflicto se da en Grecia dentro de aquella connotación amplia –el Saber–en que filosofía y ciencia permanecen aún confundidas. Sin embargo, se van perfilando ya direcciones que después, en sus progresivos despliegues, darían lugar a la diferenciación neta. La investigación de los antiguos cosmólogos apuntaba necesariamente hacia la constitución de las ciencias. Mientras que con Sócrates, por ejemplo, la filosofía encontraba un cauce auténtico. Precisamente a partir del gran moralista hay un detenerse el avance de aquella ciencia. No en balde dice Dampier-Whetham que si no hubiera sido por Sócrates, Platón y Aristóteles la ciencia podría haber alcanzado su actual estado de desarrollo hace dos mil años.

Entre los pensadores que echaron bases firmes al desarrollo de las ciencias se cuenta a Pitágoras. El matemático de Samos vio con mucha anticipación que vivimos en un mundo que obedece leyes uniformes, e hizo de su conocimiento de la Naturaleza, no igualado antes, la base de un culto religioso. La ética del misterioso Pitágoras se fundaba sencillamente en el reconocimiento de leyes en la Naturaleza y en nosotros mismos como partes de ella. En rigor esa fe en la ley natural, ese tenerla como un supuesto, resultaría fundamental luego en la evolución de toda ciencia. De inmediato, tal reconocimiento se trasmitió a sus sucesores espirituales, los atomistas. «Nada acontece sin una causa, sino con una causa y por necesidad», escribía Leucipo, mentor de la nueva escuela y en cuyo pensamiento está la génesis de una gran parte de la ciencia moderna. Al pronto aquí nos encontramos con una doctrina que somete el conjunto de los fenómenos del Universo a la ley rigurosa de causa y efecto. Pero nos vamos a encontrar también con una concepción mecanicista de la realidad. En efecto, a la pregunta inicial del intrépido Tales, ¿de qué y cómo está hecho el mundo? los atomistas ofrecieron una respuesta materialista, o como diríamos hoy «cientificista». El secreto residía en los pequeñísimos átomos. Demócrito decía: «Según lo convencional, hay lo dulce y lo amargo, lo caliente y lo frío, y también color; pero en verdad no hay más que átomos y el vacío. Sólo los átomos y el vacío daban razón del universo entero, tanto de las piedras como de los pensamientos. En tal mundo no había lugar para la libertad moral, pues la realidad toda era una enorme y complicada máquina.

Pues bien: entre otras razones, la figura [59] de Sócrates sobresale en pugna contra esa concepción de la realidad. Ante todo, como se verá, con él la vieja investigación de los cosmólogos sufre un cambio de dirección frontal, que va a posibilitar, realmente, a la auténtica filosofía: aquella que no es mera curiosidad de intelección sino antes más saber de salvación. En efecto, hasta ese momento, la investigación naturalista, las especulaciones en torno a la esencia y el devenir del Cosmos habían constituido la preocupación central de los antiguos pensadores jónicos, de los pitagóricos, de Anaxágoras, de los eleatas, de los atomistas. Pero con el maestro de Atenas, repito, se produce un nuevo enfoque. Probablemente percibió que la dirección naturalista dominante en la investigación, o bien que un mecanicismo como el que profesaban los atomistas, no sólo minaba la vida espiritual de Atenas (inclusive las bases mismas de la moralidad, ya que no dejaba lugar a una libertad de elección), sino que, ante todo, representaba un desvío para llegar al único conocimiento verdaderamente interesante y decisivo: el saber acerca del hombre. Además, lo urgente era restablecerle sus asideros a ese hombre que, entre el materialismo de las nuevas concepciones y un relativismo como el de los sofistas, había entrado en una profunda crisis. ¿Y cómo lo intenta?

En términos muy breves diré que en el programa de la filosofía socrática hay un totalitario antropocentrismo. Sí; ahí el alma humana es el verdadero objeto de conocimiento. Este es el profundo sentido del «conócete a tí mismo». Todas las demás disquisiciones eran estériles y hasta impías. Tal interés por el Ser del hombre es primordial, porque en este microcosmos toma presencia toda la realidad, y si el hombre se preocupa por las cosas es precisamente porque ellas están en su vida. Por otra parte, Sócrates le dio primacía a la mente del hombre, tanto en lo que se refiere al origen del conocimiento como en lo que atañe al gobierno de las acciones humanas. En efecto, aceptando que todo conocimiento nos viene a través de la mente, Sócrates consideró a ésta como suprema, y para él el conocimiento del cual estaba más seguro era el que procedía directamente de su propia y más íntima conciencia. No en vano postuló que en el fondo de ella vivía la verdad, y por eso la misión del filósofo se le convirtió en la de «un partero del alma». Consecuentemente la mente era un factor determinante de la propia conducta de los seres humanos, y si el hombre busca, y debe buscar nada menos que la Verdad –no se olvide que Sócrates reposibilita la Verdad frente al escepticismo de los sofistas– ha de ser para ceñir a la Verdad su vida. Páreceme obvio, pues, que frente a un mecanicismo absoluto o ante una relativización del conocimiento y de lo ético, la filosofía de Sócrates nos llevaría siempre a una afirmación tanto de la conciencia teórica como de la conciencia moral.

La posición de Sócrates fue mantenida y ampliada, en lo que a la destrucción del sistema mecanístico concierne, por su discípulo Platón. Sería interesante poder analizar cómo éste último intentó combinar la visión del hombre como amo con aquella fe en las leyes uniformes de la Naturaleza. En todo caso, después de Sócrates declinó rápidamente entre los directores del pensamiento griego el interés por la ciencia. Así, a medida que la filosofía platónica ganaba terreno, la ciencia se contraía a las partes adyacentes del mundo helénico. Para comienzos de la era cristiana el ímpetu de esta actividad se había debilitado. Entonces fue el imperio de la conciencia religiosa: fuente permanente de la creencia radical en la libertad moral.

Pedro Vicente Aja