Gonzalo Fernández de la Mora
Presente y futuro del pueblo vasco, de José Domingo de Arana
Ed. Ercilla, Bilbao 1968, 250 páginas
Este libro, aunque frecuentemente redactado en primera persona, no se presenta como la obra de un solo autor, sino como la de un «equipo» al frente del cual figura José Domingo de Arana. Casi una tercera parte del tomo está compuesta por artículos, en su mayoría ya publicados en revistas, algunas extranjeras. Los autores declaran que el propósito de su trabajo «es de orden político y social». Así lo creo yo también, razón por la cual me detendré más sobre las posiciones programáticas que sobre su fundamentación especulativa. El punto de partida es una crítica de los supuestos clásicos del nacionalismo vasco. El punto de llegada es una fórmula para resolver el problema. Comencemos por lo primero.
Crítica del nacionalismo. 1) La raza. Según los autores, este es «un concepto que se ha hecho oscuro y, políticamente, peligroso». Niegan la existencia de «razas puras»: «la humanidad ha sido siempre, y es aún, un grupo de mestizos.» La exogamia la consideran como «expresión de una ley casi universal del género humano». Esto les lleva a la conclusión de que «la pureza y el aislamiento racial no son agentes, del desarrollo cultural». Si «la civilización lleva a la desaparición de las divisiones raciales», resulta que el racismo es «una inclinación morbosa, de carácter regresivo… un movimiento antihumanista…, a contracorriente de la historia». Los autores señalan «el desacuerdo más desconcertante en las conclusiones de los sabios sobre las características, de la raza, vasca». Y la cuestión se complica más todavía si se tiene en cuenta que la cuarta parte del incremento de población experimentado por el país vasco español desde 1930 a 1965 se debe a los inmigrantes. En suma, rechazan el concepto de raza, condenan el racismo, no creen en una etnia propiamente vasca y, por ello, propugnan una fundamentación del nacionalismo vasco sobre bases distintas de la racial. 2) El territorio. Hay una influencia del medio ambiente. ¿Estará en la geografía el cimiento de las peculiaridades vascas? Los autores repudian también esta hipótesis, porque la consideran expresión del «fatalismo y del determinismo histórico». 3) El idioma. ¿Será la lengua la esencia de la nacionalidad vasca? Tampoco lo creen así, y no sólo por el hecho del escaso desarrollo del idioma euskaro como vehículo de la ciencia y de la cultura, sino porque, en su opinión, «misioneros vascos, hablando en chino, siguen siendo vascos; y los chinos de San Francisco, hablando inglés, siguen siendo chinos». 4) La religión. Famosa es la opinión de Menéndez Pelayo acerca de la capacidad unitiva y nacionalizadora del catolicismo en la Península Ibérica. ¿Será la fe de los vascos la clave de su personalidad? También esto lo rechazan los autores, porque «el cristianismo fue apolítico en su origen» y no ven con simpatía su secularización; pero, además, porque después del Concilio Vaticano II la libertad de conciencia es un imperativo que prohíbe fundar la sociedad civil en la unidad de credo. Los autores van lejos en su ecumenismo: «Todas las religiones elevadas son realmente semejantes en los aspectos más fundamentales e importantes.»
Bases para una solución. Si la personalidad de lo que aquí se llama «el pueblo vasco» no viene definida ni por la raza, ni por el territorio, ni por el idioma, ni por la religión, ¿en qué consiste? Es, fundamentalmente, un «estilo». Este vocablo se reitera constantemente: «lo mismo si un escritor se expresa en castellano, su estilo puede en toda su pureza ser estilo vasco»; «hay un estilo estéticamente y por tradición definido como vasco». ¿Cuál es su naturaleza? He aquí algo que no se acaba de precisar en esta obra. El texto más significativo es el siguiente: «el espíritu del pueblo vasco es expansivo, y sólo da la medida cuando se ocupa de empresas de rango universal.» La primera consecuencia de este entendimiento espiritualista de la personalidad vasca es la condena de la antigua discriminación contra el forastero o «maketo». Por el contrario, los autores proponen su «integración». Citan, entre otros, el caso del asturiano Darío de Regoyos, luego plenamente vasquizado. Niegan la condición de vasco a Ramiro de Maeztu, que lo era por el nacimiento y por la sangre. La norma es la literalmente opuesta a la del racismo clásico: «la salvación de Euskadi vendrá por los mestizos.» Además de apelar al «estilo», se insiste en un concepto que se estima fundamental para distinguir al vasco de otros pueblos peninsulares: la «edad histórica». ¿Cuál es su contenido? Escasean los textos reveladores. El más claro es el que, a propósito de la distinta edad histórica de las colectividades peninsulares, señala que «extensas comarcas eran todavía reinos moros cuando otras habían alcanzado personalidad histórica diferenciada».
Supuesto que la personalidad vasca consiste en un estilo y en una edad histórica, ¿cómo se traduce esta singularidad en la organización del Estado español? Desde luego no en un separatismo, y tampoco en un federalismo, ya que esta última fórmula «necesita y propone hacer pedazos la unidad nacional, cuyos fragmentos separados… podrán reagruparse después federativamente». ¿Dónde está, pues, la solución? En una «ordenación autonómica», en la concesión al pueblo vasco de «facultades autónomas: culturales, políticas y administrativas». La única propuesta concreta que en este sentido se contiene en esta obra, es la del restablecimiento del llamado «concierto económico», que fue defendido, en su día, por Calvo Sotelo.
Como notas marginales a este esquema he de señalar una cierta defensa de la ideología demoliberal: «libre juego político», «discusión abierta entre todos», «reformas que, en su día, decidirá democráticamente el país», «no vacilamos en reconocer a los partidos, incluido el comunista, derecho de existencia y funcionamiento dentro de la legalidad», &c. Hay un pronunciamiento claro a favor de la monarquía: «la alternativa institucional no es república o monarquía; la única incisiva opción es entre monarquía muy actual, pero con toda la carga de la tradición, o anarquía.»
La concepción del mundo subyacente a este libro es un evolucionismo místico que tiene muchos puntos de contacto con Teilhard de Chardin. La oposición a Marx es frontal. No se apela a la autoridad de ninguno de los grandes escritores e intelectuales vascos, salvo a Unamuno, y con reservas. Se ataca acremente a Maeztu, y también a Claudio Sánchez Albornoz y a Salvador de Madariaga.
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Desde que, a finales del siglo XVIII, hizo su aparición el llamado «principio de las nacionalidades» –cada nación, un Estado soberano– se han consumido torrentes de tinta y cantidades considerables de sustancia gris para definir la nación. Los argumentos que Arana y sus colaboradores utilizan no han cesado de manejarse en esta difícil empresa definitoria de la nacionalidad. Efectivamente, ni la raza, ni el territorio, ni el idioma, son, separadamente, notas esenciales de una nación. ¿Lo es el estilo? Esta fue la tesis de Manuel García Morente, a quien no se cita en este libro. Pero esta posición supone trasladar el problema a la caracterización del estilo nacional. Pensando en España Morente describió el arquetipo del «caballero cristiano». Pero nuestros autores no nos dicen cuál es el modelo del hombre vasco. Su operación no llega, pues, a su término lógico. La nota de «universalismo» no me parece que baste para distinguir al vasco del lusitano o del extremeño, por ejemplo. Lo de la «edad histórica» ¿es sinónimo de antigüedad? En tal caso Esparta sería, respecto de Grecia, una nacionalidad; y lo serían los vectores, respecto de Castilla. No me convence. Ortega y Gasset, actualizando la tesis de Renán, dijo que una nación era una empresa. En mi opinión una nación no es un «flatus vocis»; es una realidad, aunque de caracterización difícil, porque su contextura es estadística y dinámica. El modo de conceptuar ciertos entes sociales exige un método, que tiene analogías con el que requiere la microfísica. En ambos casos hay zonas de indeterminación. El idioma, la tradición y la conciencia de solidaridad ante el futuro me parecen tres notas codeterminantes de la nacionalidad. Y en este sentido creo que hay un «pueblo vasco», aunque de fronteras demográficas y territoriales poco definidas.
Ahora bien, supuesta la existencia del pueblo vasco, ¿cuáles son los problemas políticos que plantea?- A mi juicio, el principio de las nacionalidades es un postulado enteramente arbitrario y sin posible justificación moral. No veo ningún motivo para que toda nación haya de constituir un Estado soberano. Es más, la fragmentación del género humano en esos compartimientos jurídicos estancos que son los Estados me parece un mal menor frente al tribualismo, el feudalismo o la monarquía; pero un mal. El único principio de las nacionalidades que constituye un verdadero imperativo ético es el de que el género humano es la sola sociedad política con derecho a la plena soberanía. Desde esta perspectiva lamento que España no se encuentre integrada en un superestado lo más próximo que sea posible al Estado universal. Con mayor motivo me parecería pura regresión y reaccionarismo histórico la subdivisión del Estado español en microestados regionales. Comparto, pues, con los autores de este libro el repudio del separatismo. Otra cosa es la descentralización y la autonomía. El tema requiere, por lo menos, párrafo aparte.
Todas las cuestiones de autonomía regional no son de principio sino de detalle. Suscitarlas en el plano de las ideas generales me parece ineficaz y, en ocasiones, puede llegar a ser confusionario. En uno de los apéndices de este libro se alude, aunque sin precisiones, al restablecimiento del llamado «concierto económico». Que el sistema de recaudación de impuestos y distribución de los gastos públicos se haga sobre base nacional o regional es algo perfectamente arbitrario. Ambos sistemas pueden ser, según los casos, recomendables y eficaces. Todo dependerá de las circunstancias y de los modos concretos de reglamentación y aplicación. No es un pleito moral, sino de procedimiento, y, por lo tanto, no cabe formularlo de modo dogmático, sino de manera técnica. Pero cuando se trata de acuerdos económicos entre grupos sociales, hay que tener en cuenta que la finalidad última a la que han de ordenarse sus cláusulas no es a la mejor defensa de los intereses de una parte, sino al interés común. En un pasado no muy lejano, todavía dominado por la ideología del liberalismo económico, político y moral, las relaciones sociales se fundaban en el egoísmo; y todos los separatismos, lo mismo que algunos regionalismos, arraigaban en la convicción del grupo escisionista de que por encontrarse en una posición económica o cultural privilegiada, no le favorecía la asociación con grupos sociales peor dotados. A la luz de la ética filosófica y de los ideales hoy vigentes, el aludido planteamiento egoísta resultaría literalmente impresentable. ¿No propugnamos a escala individual la redistribución de las rentas, la proporcionalidad del impuesto, la cogestión y la participación en los beneficios? ¿No exigimos a escala internacional la ayuda de los países ricos a los países subdesarrollados? Es evidente que no cabe fundar ningún nacionalismo en el propósito tácito o expreso de acotar una parcela de gentes, de capitales o de tierra, porque se las supone mejor dotadas que a las parcelas limítrofes. Ni por un momento imagino que ésta pueda ser la motivación de la autonomía que José Domingo de Arana y sus colaboradores piden para el pueblo vasco: pero creo que la ocasión no es mala para aludir a las normas éticas de carácter general. Es más, todo me inclina a suponer que el autonomismo que se propugna no tiende a otro fin que a garantizar una mayor eficacia administrativa al servicio de esa entidad superior que es España, y, en definitiva, de la única entidad suprema, que es la Humanidad.
El demoliberalismo que trasluce en ciertos lugares no me parece ni bueno ni malo. Es, pura y simplemente, una ideología. Repetiré una vez más que, en último término, la bondad o la maldad de una forma de Estado no depende de su parecido con un esquema apriorístico que nos suministra una ideología dogmática y arbitraria –sea la de Platón, la de Campanella, la de Rousseau, la de Fourier o la de Marx–, sino su capacidad para, de hecho, garantizar el orden, la justicia y el desarrollo. Sólo cuando el Estado en vigor no cumple razonablemente estos tres fines empíricos procederá pensar en su reforma; pero nunca para atemperarlo a una utopía, sino para aumentar su efectividad práctica.
Y, finalmente, el ataque a Ramiro de Maeztu es, además de malsonante, injusto. Precisamente fue él quien luchó más encarnizadamente contra el entendimiento zoológico y geográfico de las nacionalidades, por lo que en este punto es un claro precursor de los autores de este libro. Añadiré que es una de las figuras intelectualmente más interesantes del noventayochismo, quizá la única que pueda ser tomada «lógicamente» en serio. Algo similar diría de la diatriba contra Claudio Sánchez Albornoz, el máximo de nuestros medievalistas vivos, junto a Ramón Menéndez Pidal. Su magna obra España, enigma histórico es uno de los monumentos más importantes de la historiografía hispana de todos los tiempos. En la medida en que los frágiles humanos podemos hablar de algo que no sea la pura fugacidad, creo que al libro de Sánchez Albornoz se le puede atribuir el calificativo de imperecedero.
José Domingo de Arana y sus colaboradores han escrito unas páginas serenas sobre un tema de suyo propicio a la pasión. Sus conclusiones son mesuradas, pese a versar sobre un pleito en el que han florecido abundantemente los radicalismos. Hay un general propósito de objetividad y de rigor que invita al optimismo respecto al futuro de una cuestión que, en el fondo, creo que tiende a flexibilizarse y a distensarse dentro del contexto, cada vez más comunitario y homogéneo, de la vida humana.
Gonzalo Fernández de la Mora