Alfonso Sastre
Tragedia y sociedad
1. Se plantea el problema
Parece que, en este país, la tragedia es una especie de pecado social. El espectador común considera el escritor de tragedias, en el mejor de los casos, como un siniestro aguafiestas merecedor de la persecución policíaca, del gaseamiento social y de la más rigurosa represión por parte de los organismos de censura. Los directores de los teatros ilustran esta evidente antipatía por el género trágico, con la programación de comedias imbéciles y divertidas, y de revistas musicales cuya pretensión artística se agota en la exhibición del desnudo y en el procaz desenfado de la situación, el equívoco y el chiste. Y la actitud habitual de la censura de teatro favorece –¿para qué vamos a decir otra cosa? – la consolidación de este general criterio antitrágico. El censor de teatro frunce el ceño ante la muerte y la catástrofe. La tragedia, por este camino, llegará a estar rigurosamente fuera de la ley. Sófocles, Shakespeare y O’Neill serán publicados, con gran riesgo, en ediciones clandestinas. Una minoría de pecadores leerá secretamente «Antígona», «Hamlet» o «Extraño intermedio».
2. La tragedia no es un género optimista
Algún escritor de tragedias ha llegado a decir –en su intento de justificación social–, que la tragedia es un género optimista. Esta es una formulación claramente defensiva, en un mundo en el que sólo se acepta una forma optimista de vida. Naturalmente, la tragedia no es un género optimista; como tampoco es un género pesimista, por supuesto. El escritor de tragedias no cree que todo sea óptimo, ni que todo sea pésimo. (Por lo cual, un hombre puede ser cristiano y escribir tragedias.) Si creyera, de verdad, que todo es pésimo no escribiría. ¿Para qué? Pero sabe también que no es todo óptimo. Y sabe que el optimismo –es decir, la forma de vida que considera todo óptimo o en fácil disposición de llegar a ser óptimo– sólo se puede dar en mentalidades afectadas por un cierto retraso y por una evidente lentitud funcional. Y, a veces, en mentalidades miserablemente conformadas.
3. Tragedia y tortura
La tragedia es –no ganamos nada con negarlo– un extraño mecanismo artístico que tortura al espectador y lo deja y abandona gravemente herido. Al espectador se le presentan hechos «horribles» y situaciones «miserables» –y conste que lo del horror y la misericordia quedó dicho, para siempre, por Aristóteles: no es una invención derrotista de los tristes y resentidos autores contemporáneos– con la misteriosa y oscura intención de que no lo pase bien del todo. Con la intención –diríamos– de torturarlo y herirlo. El espectador de «Hinkeman», «Lucha», «Las manos sucias» o «La muerte de un viajante» sale, literalmente, destrozado, descoyuntado. Poco le falta para que la sangre le corra por el rostro, y la mirada se le enturbie con las lágrimas. La tragedia hiere o, por lo menos, denuncia, sangrienta y angustiosamente, las olvidadas heridas.
4. La tortura aceptada
Lo curioso, y, desde luego, esencial, de este suplicio que es la tragedia, es que el espectador se somete voluntariamente a la tortura. (La tragedia, en efecto, nunca ha sido un espectáculo forzoso.) Puntualicemos sobre este carácter de tortura que tiene la tragedia. El problema –con ello– quedará planteado en sus justos términos.
El espectador de «Muertos sin sepultura», ¿puede decir lícitamente, que lo ha pasado bien? Es evidente que no. Ni el espectador de las tragedias cinematográficas «Ladrón de bicicletas» o «El limpiabotas». Por el contrario, es probable que tal espectador os diga: «Salí del teatro destrozado.» Y, sin embargo, está contento de haber ido. Y cuando sintió que la acción trágica le atravesaba dolorosamente, le hacía estremecerse, angustiarse, llorar..., no se fue. Clavado en su butaca, anhelante, resistió íntegramente la tortura. Se declaró, no se sabe por qué misterio, solidario de la acción trágica, y ni siquiera pensó en la fácil ruptura que hubiera conseguido levantándose de la butaca, saliendo al vestíbulo a fumar un cigarrillo o –más radicalmente– marchándose a casa a leer una novela de aventuras. No. Él estaba allí para recibir la corriente trágica. Él no podía moverse de allí. La tortura estaba aceptada de antemano. Había ido a ver una tragedia. Pero, ¿por qué? ¿Qué hace que un cartel de tragedia atraiga un público? ¿Qué clase de público tiene la tragedia?
5. Preguntas, preguntas, preguntas
¿Habrá que admitir que de esa tortura, aceptada voluntariamente, extrae el espectador un especialísimo placer? ¿Qué mueve al espectador de la tragedia? ¿El «deseo de dolor» de que nos habla San Agustín en sus «Confesiones» cuando nos cuenta su afición juvenil al teatro? ¿Es un masoquista el espectador de la tragedia? ¿O su dolor no es real? ¿Hay dolor de verdad en el escenario? ¿Y en la sala? ¿No será un dolor templado artísticamente, un dolor que ha perdido peso?
6. Realidad del dolor trágico
Me parece que hay que reivindicar la realidad del dolor trágico, y, en general, de todas las pasiones y emociones que juegan en la tragedia. La corriente crítica que considera, que las pasiones trágicas son pasiones «purgadas», templadas, artísticas y, en definitiva, inofensivas –capaces, a lo más, de producir en el espectador una emoción estética–, no tiene fundamento en la realidad de la tragedia. La acción trágica es realmente dolorosa. El drama es el hilo conductor, la línea de menor resistencia, por la que el dolor y la angustia van de la realidad social al corazón del espectador. El espectador comunica, a través de la tragedia, con la angustia de los otros. El espectador, acorazado a veces para la lucha por la vida, adormilado, tranquilo, con la conciencia moral a media luz, es, muchas veces, invulnerable al dolor de los demás, que le roza cada día en el trabajo, en la calle, en la taberna, en el autobús. El drama produce en su espíritu la súbita revelación de las verdaderas estructuras del dolor humano. El drama se convierte entonces en el hilo conductor entre el dolor de la calle y el espíritu del hombre. El dolor no pierde peso en el acto de la comunicación (si la tragedia es buena). No es un dolor purgado. En las buenas tragedias lo horrible es real y verdaderamente horrible (y produce horror real; no un «horror» que sea una forma de emoción estética), y lo miserable es real y verdaderamente miserable (y despierta verdadera piedad, no un movimiento estético; piedad que encuentra su objeto después de caer el telón, en la realidad social; piedad disponible y como suspensa durante la representación trágica). El arte no ha hecho más que una operación –complicada, eso sí– de traslado. Traslado (o, si queremos, «mímesis»), pero no purga (el sentido de la «catarsis» es otro).
7. Sentido de la «catarsis» trágica
Para mí, el sentido de la «catarsis» trágica hay que hallarlo, no en la operación de traslado de la realidad a la tragedia, sino en el efecto que la tragedia produce en la realidad: de un modo inmediato en el espectador y mediatamente en la sociedad.
8. San Agustín y la tragedia
El espectador, al aceptar la tortura trágica, es sospechoso de alguna especie del masoquismo (¿y no será el tragediógrafo un especialísimo sádico?), y, entonces, la tragedia sería una forma de locura colectiva. San Agustín no está lejos de esta concepción. «¿Qué será –pregunta San Agustín– que el hombre en el teatro quiere sentir pena cuando ve representar sucesos luctuosos y trágicos, que, sin embargo, él mismo no querría padecer? Y, no obstante, el espectador quiere sentir pena de ellos, y aun, precisamente, esa misma pena es su deleite. ¿Qué es esto sino una extraña locura?» Anota después San Agustín los conceptos de «miseria» –cuando es uno mismo quien lo padece– y «misericordia» –cuando se compadece de otro–. «Pero, ¿qué misericordia puede caber hacia desgracias fingidas y escénicas? Porque al espectador –explica San Agustín– no se le impulsa a socorrer, sino solamente es excitado a dolerse; y tanto más aplaude al autor de semejantes ficciones, cuanto más se duele.» «Según esto –pregunta el Santo–, ¿nos gustan las lágrimas y el dolor?» Para San Agustín, en suma, la tragedia es una extraña locura. El espectador de la tragedia es una especie de masoquista desesperado. Sería incapaz de soportar, personalmente, el dolor que es representado, pero le complace la representación del dolor, que le hace llorar y conmoverse superficialmente. Esta concepción configura, en definitiva, al espectador de la tragedia como un «falso sádico-masoquista», pues se complace en el dolor (fingido) de los personajes y en su propio dolor (superficial) de espectador de tragedias. La tragedia, en estos términos, es una abominación que cualquier sociedad adulta debía eliminar de su seno. La tragedia sería, de verdad, un grave pecado social. Pero es que...
9. La tragedia, a pesar de todo, es otra cosa
Reivindicada la realidad del dolor trágico –por la concepción del drama como «hilo conductor» que conecta y sintoniza (valga este vocabulario tomado de la terminología física) el dolor humano con el corazón del espectador–, la sospecha de masoquismo llevaría a una formulación más grave de la «locura trágica». La tragedia sería un peligroso y punible juego de sádicos y masoquistas. Frente a esta sospecha se alza la concepción de la tragedia como forma de mortificación y, en definitiva, como instrumento de purificación moral y social. El espectador de la tragedia no busca el sufrimiento; acepta la mortificación. El espectador se siente merecidamente mortificado. Acepta la tortura en un movimiento de autocastigo. Entonces, ¿es que se siente culpable? Sí, la tragedia despierta en él un profundo sentimiento de culpabilidad. ¿Y...? Acepta ser mortificado. ¿Y después? Cuando la tragedia termina su espíritu ha sido purificado. ¿Y después? Después –a veces–, una revolución social. O, por lo menos, un socorro social. Entonces, ¿resulta que la tragedia era otra cosa?
10. Una página puramente literaria sobre el verdadero sentido de la tragedia
Sí, la tragedia era otra, y muy distinta cosa. La tragedia es, precisamente, lo opuesto a un pecado social: una virtud social. Aunque los alegres y verdaderos pecadores traten, en su lucha autodefensiva, de extirpar de la sociedad ese sucio pecado que, según ellos, es la tragedia. (Esos alegres pecadores que tienen miedo a la verdad y defienden su vida.)
Este ligerísimo estudio de la tragedia desde el espectador, termina con una página puramente literaria, en la que vemos a un hombre detenido en la calle frente a un cartel de teatro. El hombre lleva gabardina –llueve un poco– y sombrero flexible. Podría ser un oscuro miembro de un «gang» de Chicago o un humilde oficinista de Madrid. Es lo mismo. El cartel anuncia, para esta noche, la representación de una tragedia. El hombre, no sabemos por qué, se ha detenido y está leyendo: «7 y 11, La muerte de un viajante, de Arthur Miller». El hombre se va. Sigue lloviendo. Entra en una taberna y toma un vaso de vino. Paga y sale. Se sube el cuello de la gabardina. Anochece. Entra en un viejo restaurante. Cena una sopa, una tortilla y una naranja. Parece que se le ha olvidado que ha visto un cartel de teatro. Pero mira su reloj; y es que no se le ha olvidado. Paga, deja una peseta de propina y vuelve a la calle. El teatro está cerca. Se aproxima a la taquilla –todo es muy fácil hasta ahora– y compra una localidad de entresuelo. Entra al teatro. Se acomoda. Se apagan las luces de la sala. Se alza el telón. Sobre un fondo de extraña música, un viajante, viejo y cansado, vuelve a su casa. Empieza la historia. El hombre ve, desde el primer momento, que aquello tiene que terminar muy mal, pero no sabe cómo. No sabe el cómo de la muerte, el cómo de la catástrofe, el cómo de la desesperación y de la angustia definitiva. La tragedia se va haciendo inteligible. El viajante no tiene la culpa de lo que pasa. La mujer no tiene la culpa. Los hijos no tienen la culpa. Ninguno tiene, con exclusión de los demás, la culpa de lo que ocurre. Todos son inocentes. Todos, al mismo tiempo, son culpables. Ellos y los que les rodean: los invisibles hombres que les rodean. ¿El sistema social? Todos, hasta nosotros, los espectadores –piensa el hombre–, somos un poco culpables de lo que le ocurre a este pobre y anciano viajante. El viajante llora. Quiere morir. Porque piensa que muerto vale más que vivo. El viajante llora. El hombre llora. Llora por el viajante, y por todos los viajantes del mundo, y por todos los demás hombres, y porque él no se portó demasiado bien con alguien que ya murió. El hombre llora por él mismo. Al final, cuando la familia del viajante reza ante su tumba y se pregunta, dulcemente, por qué el viajante lo habrá hecho –matarse–, ¿por qué lo habrá hecho?, ¿por qué se habrá matado?, el hombre reza también un poco y se siente como purificado ante las verdaderas estructuras –pero a él no se le ocurre pensar en «estructuras»– del dolor. Sale a la calle. Ahora es un hombre disponible para un acto bueno. Ahora sí. Porque el hombre ha sido «impulsado a socorrer» –y él no sabe si San Agustín pensaba lo contrario–, no interviniendo en la acción trágica que no es más que un traslado o «mímesis», pero sí, en la realidad, trasladada o imitada. El hombre, mientras va hacia su casa, está tranquilo. Lleva las manos en los bolsillos de la gabardina. Su rostro se ha serenado, casi se ha embellecido. El hombre piensa que «hay que hacer algo» –pero no sabe qué; ya lo sabrá–, que «esto no puede seguir así». Bien. Vete a dormir, amigo. Mañana... El hombre se aleja.
Y este ensayo –o lo que sea– termina aquí.