Filosofía en español 
Filosofía en español


Nuestro Tiempo

Sobre una deserción
Carta a Alfonso Reyes

Mi querido y admirado Alfonso Reyes: Llega a mis manos el primer número de la excelentísima revista Cuadernos Americanos que mexicanos y españoles han empezado ustedes a publicar. Al cortar sus páginas y verter las primeras miradas aquí y allá, tratando de captar lo esencial o lo que más se acerque a mis temas preferidos o a mis preocupaciones del momento –así leemos, en suma, por vez primera, quienes, al margen del aguzamiento profesional, vivimos espoleados por muchas otras páginas intensas que nos aguardan cotidianamente–, y al recorrer su artículo sobre España y Waldo Frank, encuentro esta frase que logra detenerme: “Después de su primer viaje a la Argentina, José Ortega y Gasset –que ya antes había declarado que América era el mayor honor y la mayor responsabilidad histórica de España– me confesó que la agradaría ser apodado Ortega el Americano, como se dijo en la antigüedad: Escipión el Africano. Y lo ha logrado en algún modo y por las más nobles razones”.

¡Ah, querido Alfonso, y que mentís tan absoluto acaba de darle a usted quien tal dijo! Le sospecho, a estas alturas, enterado del caso en sí: el embarque de Ortega y Gasset, hará un par de meses, hacia Lisboa, como primera escala, pero con meta prevista, y pseudoconfesada, en Berlín o Madrid. Ahora bien, como probablemente usted ignorará las circunstancias y verdadera significación de tal viaje, no me parece superfluo aclararlas, aun a riesgo de su decepción –llamémosla así, por el momento– consiguiente. De esta forma, además, daré rienda suelta a la mía– que ya tiene otro nombre. Conste, en cualquier caso, que éste no es un artículo increpatorio. Poco explican algunos que aquí se han publicado, tomando la cosa por su simple lado político, y menos aún las zafiedades de aquellos que creen haber dicho la última palabra llamando al autor de El tema de nuestro tiempo –de tantos otros libros admirables que quisiéramos siempre indemnes– un “filósofo de gran hotel”.

No; con hipérboles y denuestos de ese calibre nunca se adelantará nada para explicar este grave caso –que a todos los intelectuales, americanos y españoles, nos afecta y nos duele. Respetemos –todavía– la persona de Ortega, inclusive más de lo que se respeta el mismo. Como tal, como ente particular puede – ¡no faltaba más!– desplazarse, cambiar de países, mientras le otorguen franquicias esos mismos que han puesto alambres de púa a las fronteras de Europa. En cuanto a la obra... ahí está y seguirá estando, en tanto no surja alguien capaz de superarla. La anterior a 1936 seguirá calificando a Ortega como el primer prosista español de nuestro tiempo; en cuanto a la posterior, como se limita casi exclusivamente a un tejido de compromisos, reticencias o insinuaciones vergonzantes, poco habrá de contar en ningún caso.

Pero lo que aquí quiero comentar –públicamente– con usted no son las consecuencias o inconsecuencias latentes de la obra, sino la conducta de quien es algo más que un viajero particular, del gran escritor representativo, del hombre español que deja–¡en estos momentos!– voluntariamente la libre América y torna al redil europeo –redil en su recto sentido, sin metáfora. Con ese acto, con ese viaje Don José Ortega Gasset ha cometido –estamparé, después de medirla, la grave palabra– una deserción, una grave deserción.

¿Por qué? No necesitaré recordar a usted, amigo Alfonso Reyes, contertulio madrileño de muchos años, el tono cordial y aun el acento apologético que Ortega ponía en sus palabras siempre que la conversación rozaba a América; y cómo, otras veces, por encima de sus reservas y críticas –las nuestras, al cabo: amor hacia una persona o un país no es aceptación ciega, sino deseo de perfectibilidad– Ortega quería, parecía querer a este continente. Mucho menos habré de recordarle lo que inclusive saben aquellos que no le trataron: sus opiniones escritas sobre América, desde el asombro de su primer “Espectador”, a raíz del viaje inicial a la Argentina, en 1916, hasta el entrecruzamiento de "halagos y vejámenes” que le dictó un segundo contacto argentino doce años después. “Cuando se escriba la historia de mi vida, de mi pensamiento (le oí yo decir en un brindis a Alejandro Korn, en Buenos Aires, en 1928) habrá que hacer un capítulo sobre la influencia que en mí ha ejercido la Argentina”.

Mas en fin, todo eso son palabras –verba volant– que pudo llevarse el viento, como todos los días se lleva tantas, sin gran asombro de nadie. Lo importante, lo que permanece es el hecho siguiente: Ortega volvió a la Argentina en 1938, creo recordar, y entonces lo hizo por las mismas razones porque han venido o hemos vuelto, todos los escritores europeos: huyendo de una Europa imposible, buscando aquí un clima de libertad y de acción que allí se nos negaba. Y ahora, Ortega –sin que aquello haya cambiado– rectifica, reniega de su gesto y torna hacía esa Europa incriminada– entre somormujos desdeñosos para América. (Los pretextos materiales que alegó pudieran ser importantes– en suma, falta de trabajo retribuido a la escala de sus exigencias–, y, al cabo, serían secundarios). No creo excederme en la interpretación. Al menos, entre las escasas personas que le escucharon durante los últimos días, ha corrido esta frase orteguiana: “Se avecina una guerra entre continentes. Yo voy a tomar posición en Europa”.

¿Una guerra entre continentes? Aun en tiempos menos crudos y tajantes, y en el supuesto de que lo anterior fuera cierto, ¿se imagina usted como posible, dilecto Alfonso Reyes, que ningún otro español de América pudiera resolver así su abanderamiento patético? A usted como mexicano nativo y español de afinidad; a mí como español de raíz y argentino familiar, a tantos otros con esta duplicidad de lazos afectivos e intelectuales se nos partiría el alma, se nos desgajaría el ser, sin poder tomar partido. Pero en nuestros tiempos anormales –y aun teratológicos– esa supuesta guerra de continentes no es, no sería, en último caso más que una pugna radicalmente distinta y en la cual ya tenemos elegida trinchera: la guerra entre la América libre y la Europa tiranizada. ¿Comprende usted ahora, querido amigo, por qué me atrevo a calificar el viaje de Ortega como una deserción? Porque marcharse ahora de América es una deserción y de las más gravemente penadas en el código moral.

Cierto, podrá usted decirme, que Ortega apenas si fue –en el fondo, en la entraña de su pensamiento– un liberal. No lo ignorábamos aunque tampoco lo hayamos recordado debidamente. Pero si usted relee, como yo ahora, con otra criba, sin dejarse embaucar por el sortilegio verbal, páginas antiguas y recientes de Ortega, comprobará que éste nunca hizo mayor misterio de sus sentimientos antidemocráticos, de su “debilidad” por la fuerza, de su larvado cesarismo. Esto, sin recordar su ominoso silencio durante la guerra de España; sin recordar asimismo aquel significativo acceso de indignación que le acometió ante el hecho de que Einstein hubiera hecho declaraciones a favor de los republicanos españoles (según se lee en el “Epílogo para ingleses” en la segunda edición argentina de La rebelión de las masas). Sin embargo –seamos generosos hasta el límite– aquello eran todavía palabras, de valor circunstancial y modificable para quien tan diestramente supo manejarlas. Lo de ahora es otra cosa. Lo de hoy es un hecho infinitamente más grave; un acto definitivo e irrevocable.

Y he ahí, Alfonso Reyes, por qué me ha impresionado tanto el contraste entre sus –una vez más– generosas palabras sobre Ortega y la traición que éste nos ha hecho. Sí, permítame usted que pluralice y me sienta implicado en la ofensa como nuevo americano. Nadie mejor que usted –ya que pocos otros escritores, entre los de estos países, tienen tan desarrollado y vigilante el sentido de lo continental– para hacerse eco de esta decepción. Y, por su conducto, sépanlo todos, en primer término, los mexicanos, las personalidades de esa Universidad que habían invitado a Ortega, no ha mucho, para profesar en sus aulas.

Que midan todos el significado de ese cambio de rumbo...

Mientras tantos escritores españoles –se dirá en el futuro, inapelablemente– huyeron de sus patrias cerradas y se sumaron con su esfuerzo a las abiertas patrias de América, hubo una excepción dolorosa, un hombre que desertó: D. José Ortega y Gasset.

Saludos y abrazos de su amigo y devoto.

Guillermo de Torre