Una noticia breve
Hace poco más de un mes, los diarios madrileños copiaron de los periódicos franceses una noticia que fué de magnitud extraordinaria en toda Hispanoamérica. El suelto de nuestras hojas diarias era, en cambio, breve y de segunda mano. ¡Testimonio abrumador del vergonzoso abandono en que se tienen las informaciones ultramarinas!
La noticia decía que acababa de dictarse sentencia contra Santos Chocano por muerte de Edwin Elmore: «Los Tribunales que entienden en el proceso han visto la causa y dictado fallo, condenando a Santos Chocano a tres años de prisión y al pago de una indemnización que los periódicos franceses traducen a 10.000 dólares.» («El Sol», 9 Julio 1926.)
Supe del asesinato de Elmore en Buenos Aires el mismo día que llegó a mi conocimiento la muerte de Ingenieros. La pérdida de aquellos amigos leales e insignes me emocionó superlativamente. Luego me informé al detalle en Lima del dramático episodio, y desde entonces he seguido paso a paso las incidencias, nada limpias, del proceso contra el poeta homicida, y poseo los documentos del atestado policíaco, la «instructoria», el escrito fiscal, los trabajos periciales, entre ellos el del doctor Avendaño, y las amplias reseñas de la vista publicadas por los diarios limeños.
La parva noticia impresa por los periódicos españoles removió el universo íntimo de recuerdos, y me propuse comentar, con la brevedad que exigen los artículos periodísticos, la benigna condena recaída contra Santos Chocano. Hoy, la lectura de un libro que llega hasta mis manos en este rincón de Asturias, renueva el propósito y resuelve la ejecución.
Antecedentes
Me hallaba en Lima en Diciembre de 1923, cuando el Centenario de Ayacucho, y presencié algunos de los festejos con que el Perú conmemoró la batalla que cancelaba nuestro poderío colonial americano. Una de las ceremonias más sonadas –acaso porque lo hueco hace descomunal ruido– fué un torneo poético en que Chocano leyó su «Canto del Hombre-Sol», acompañado de Guillermo Valencia y Leopoldo Lugones. La imparcialidad que orienta mis actos y mis frases me fuerza a confesar que el único que supo someter la atención del público fué el poeta argentino. La primera parte de su discurso, en que describió la brega militar en el llano de Ayacucho, tuvo la sobriedad de un relato grecolatino y supo adentrarse en lo más recóndito de la emoción. Pero cuando más fuertes batían los aplausos y era más tenso el afán de los oyentes, surgió el Lugones nacido el año 1923, comadreado por Carlés en las famosas conferencias de Buenos Aires, que tuve la poca suerte de escuchar, con mas dolor por la deserción del poeta que furia por las concepciones de violencia postuladas por Lugones. El discurso de Lima tomaba nuevo sesgo. Moría el clasicismo y nos retrotraíamos a la barbarie medieval. Lugones alababa la fuerza. «Ha sonado, para el bien del Mundo –dijo textualmente–, la hora de la espada.»
Yo, que era espectador adolorido, doy fe de cómo el pueblo peruano, que había aclamado al poeta y al orador impecable, que supo revivir ante sus pupilas la batalla conmemorada, aplaudió al final con tibieza y desgana. Estoy convencido de que por ser extranjero en Lima se salvó Lugones aquella noche de las muestras de desagrado, que tanto empeño puso en conquistar, de aquella pléyade de profesores e intelectuales, malquistos del Gobierno vigente.
Acaso el alegato violento y militarista hubiera podido ser olvidado, porque «verba volant»; pero el poeta argentino lo hizo publicar en «La Nación», de Buenos Aires, en un texto cuidadosamente revisado y aprobado por él; y tan áspera resultaba la arenga para la sensibilidad argentina, que el propio gran diario porteño se vió precisado a advertir que en escritos de tal índole los autores hablaban por propia cuenta.
Ese discurso de Lugones prologa el episodio que desenlazó con la luctuosa peripecia de Lima. José Vasconcelos, el selecto mejicano, compuso su notorio artículo «Poetas y bufones», en que al condenar el gesto del escritor argentino, diferenciaba los motivos que le impulsaron de los que movieron la conducta de Santos Chocano, que después de sus revolucionarias arengas de Méjico adulaba a los tiranos de toda Hispanoamérica. Vasconcelos decía que en Lugones y Chocano los bufones habían reemplazado a los poetas. El artículo de respuesta, pleno de furia incontenida, revela ya el «estado peligroso» del cantor de Ayacucho.
Edwin Elmore, el joven peruano que tantos nobles pensamientos apadrinó, fué en su patria, unido a varios intelectuales y universitarios, el portavoz de las ideas [2] de Vasconcelos. Un artículo de Elmore, que el diario «La Crónica» no quiso publicar, fué conocido por Santos Chocano, y del tal modo irritóse su egolatría, que insultó vilmente por teléfono al autor del escrito inédito, y pocas horas después le mató de un tiro de revólver, el día 31 de Octubre de 1925.
A pesar de la poca atención que se presta en España a los acontecimientos hispanoamericanos, el público español ha tenido esta vez noticia circunstanciada de la historia del lance. Fué, primero, una información tendenciosa y mendaz contenida en un folleto que la propia Casa Calpe se vió precisada a desautorizar, cuidadosa de su neutralidad editora; y ha sido lograda después más verazmente en el pequeño libro publicado por D. José María Rodríguez, «Poetas y bufones», impreso hace tres o cuatro meses por la Agencia Mundial de Librería.
Yo quisiera poner, en un próximo artículo, breves apostillas técnicas al crimen y a la sentencia, ha poco conocida; pero antes deseo perfilar las dos figuras de este drama, que trasciende del simple episodio de la crónica de sucesos.
Edwin Elmore
Conocí a Edwin Elmore en Lima en los días postreros del año 1924 y rápidamente soldé con él amistad entusiasta. Era franco y cordial, decidido y tenaz. Su cuerpo, bajo y macizo, amadrigaba una nobleza y una constancia poco frecuentes. Era, además, modesto, y le oí siempre escuchar las objeciones que se le presentaban a sus planes con una cortesía refinada y benévola.
La juventud peruana ha tiempo que se ha penetrado de lo que ocultaban las Ligas y Congresos panamericanos. Allí, como en Cuba y como en Centroamérica, se sabe bien que detrás de los secuaces de M. Leo S. Rowe –el presidente de la Sociedad panamericana– está, vigilante y astuta, la política panyanqui. Por eso, los hombres de edad moza han pensado en la América de nuestra lengua, que es preciso buscar en el hispanoamericanismo su estandarte de enrolamiento y engarzar con grandes ideales a los países de raíz ibérica, dando un contenido de futuro a lo que hasta ahora no había sido más que informe pelotón de frases hueras y manidas.
Dejemos que sigan celebrándose esos Congresos de mestizaje político-científico y vayamos a certámenes libres de pensadores, oriundos de los pueblos iberoamericanos, con el designio de formar una personalidad colectiva hispanoamericana. El progenitor del proyecto admirable fué Edwin Elmore, que ha tiempo venía madurando la idea, y que, al marchar yo del Perú, partió para la Argentina y el Uruguay con objetivos proselitistas. Acaso muchos de los lectores espanoles recordarán que Leopoldo Lugones se opuso a tan certeros planes en una carta publicada en «El Sol» del 16 de Abril del pasado año, bajo el título de «Un Congreso libre de trabajadores intelectuales». Era lógico, dadas las concepciones imperialistas y simpatizantes con los Estados Unidos, que ni Lugones ni Chocano mirasen con pupila propicia este proyecto que Elmore postulaba con afanes de sin par tenacidad.
Una bala, enviada con saña, ha cortado su vida en la más plena juventud. Pero, a pesar de sus breves años, Elmore había publicado ya trabajos de mérito, como «El esfuerzo civilizador», «En torno al militarismo», «El españolismo de Rodó», «El nuevo Ayacucho», además de numerosos artículos en «Mercurio Peruano» y otras revistas y diarios. De todas sus páginas fluía una emoción liberal, convencida y convincente, que le destacó en primer rango entre los hombres de las jóvenes generaciones peruanas. Sus compatriotas han hecho honor a su memoria, y el «Mercurio Peruano», para el que tuvo tanto fervor y tanto esfuerzo, le ha consagrado el número de Noviembre-Diciembre de 1925.
El españolismo de Elmore fué incluso desbordante, y en su casita de los alrededores de Lima departía yo con él una noche sobre mi patria lejana, que ansiaba conocer hasta lo más recóndito. Cuando he retornado al Perú, el grande y puro amigo no existía ya; pero sus programas siguen enhiestos y más acariciados por aquella juventud, que ve en Edwin Elmore un mártir del ideal.
Santos Chocano
Le vi en Lima, en un café a la salida de los teatros, sentado con su última mujer. Le escuché luego la lectura del poema que le encargó el Gobierno de su país, la misma noche en que Lugones se prosternaba ante la espada.
No voy a enjuiciar al poeta, ni está en mi designio comentar sus últimos versos de franca decadencia. Me interesa ahora el hombre vivo y efectivo, que mata por soberbia desencadenada.
Santos Chocano es, desde el ángulo visual del penalista, un individuo «en estado peligroso». Toda su vida anterior y ansiosa de placeres; su conducta poco pulcra; su megalomanía incurable y hasta la afección hepática que se ha querido utilizar en búsqueda de una irresponsabilidad moral para su delito, dibujan científicamente la figura del «peligroso», de la persona socialmente temible, a quien no puede servir de excusa su estro de poeta. En Madrid no se desconocen episodios de su vida, nada recomendables, y cómo pagó la hospitalidad, generosamente brindada, con aquel alevoso «Fin de raza».
Su actitud subsiguiente al crimen nos revela la personalidad característica de Chocano. Un insulto soez al padre de Elmore, ya muerto, originó la reyerta final. Y el poeta, desde su celda privilegiada, continúa manejando la injuria, y funda, para propalarla, un libelo indecoroso que titula «Hoguera» y que subraya con el epígrafe hipertrófico de «semanario nacionalista».
Santos Chocano no confiesa después el delito. Su proceder no es el del hombre sincero, arrepentido o empecinado, que relata lo hecho con leal veracidad. Chocano miente, y habla de una legítima defensa falsa y de un accidente desgraciado que ocasionó el disparo del arma en forcejeo con la víctima.
Santos Chocano, megalómano máximo, quiere entender de todo, y amparándose en unos informes balísticos que él demandó, refuta los serenos párrafos del informe médico-legal del doctor Avendaño, demostrativo de que el disparo se hizo a distancia y que jamás pudo producirse en un cuerpo a cuerpo. Chocano penetra irreverente por los campos de la Medicina legal y quiere desautorizar al gran experto limeño, que ha envejecido en el estudio de tan arduos problemas.
En un artículo publicado en «Excelsior», de Méjico, Chocano escribió: «Mi moral es la de los Incas: «No matar, no robar, no mentir.» Santos ha «matado», primero, y, luego, ha «mentido».
Luis Jimenez de Asua
Perlora (Gijón), Septiembre de 1926.
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