Mercurio Peruano
Revista mensual de ciencias sociales y letras

 
Lima, mayo de 1919 · número 11
año II, vol. II, páginas 364-374

Edwin Elmore

Sobre el españolismo de Rodó

Conmemorando en este número de Mercurio Peruano la muerte del altísimo pensador y director del pensamiento hispanoamericano José Enrique Rodó, acaecida en Roma en Mayo del año pasado, y que tan hondo vacío dejó en Hispanoamérica, publicamos el siguiente artículo de nuestro redactor D. Edwin Elmore, artículo en que, con generoso entusiasmo y noble culto a la materna tradición, se patentiza la tendencia del eminente ideólogo uruguayo a orientar el naciente ideal hispanoamericano hacia el culto de la tradición hispánica, que sólo denigran los espíritus que, ayunos de ideal y de espaldas a la Historia, ignoran o fingen ignorar que el presente es fruto del pasado y que toda nación grande, lo es por tener metidas sus raíces muy dentro del subsuelo de sus remotos orígenes.

Si la personalidad de Rodó es interesante desde un punto de vista universal y humano, lo es mucho más como representante del pensar y del sentir hispanoamericanos. La unánime y entusiasta simpatía que ha inspirado su figura en todos nuestros pueblos, desde el Río Grande hasta el Cabo de Hornos, es buena prueba de la sagacidad y la amplitud de criterio con que contempló y examinó todos nuestros problemas, auscultando las sutiles palpitaciones de la magna alma colectiva en formación, de que él se hiciera esclarecido profeta.

Doliéndonos la estrechez del espacio de que disponemos, vamos a intentar señalar aquí algunas de las orientaciones político-literarias de Rodó, que, en nuestro concepto, merecen ser consideradas con mayor atención por todos aquellos que en nuestra América –para emplear una frase que le era simpática– piensan en el advenimiento de lo que él llamara la «Magna Patria».

No necesitamos insistir sobre el hecho de ser el autor de Ariel el más digno e inteligente intérprete de la realidad integral hispanoamericana; basta, sin duda, enunciar esto para que a la mente de todos aquellos que le conocen, acudan multitud de recuerdos –de actitudes, afirmaciones y pensamientos del gran maestro uruguayo– como otros tantos argumentos a favor de nuestro aserto. Aún para el gran público, ya es hoy el nombre de José Enrique Rodó, debido a espontáneas propagandas, algo así como una bandera de Americanidad{1}. Nos concretaremos, [365] pues, a anotar aquí algunas de las razones que justifican el epíteto de españolista, aplicado a Rodó.

El gran maestro de nuestras juventudes era, en efecto, un españolista convencido, y este españolismo suyo era, en nuestro concepto, no sólo una de las más sabias tendencias que él, con tan singular talento, sabía cultivar en su propio espíritu y en el de su público, sino aquella por la cual se impuso más vigorosamente a la simpatía del mundo hispano-parlante.

Ya desde los tiempos en que Clarín prologara –y esto es un símbolo– la primera edición de Ariel, se dejaba sentir en los escritos de Rodó la marcada simpatía de su espíritu hacia todos los valores aprovechables de la cultura y de la tradición hispánica. En este sentido, el gran pensador platense adquiere una significación extraordinaria, pues es él quien con la autoridad de su grandísimo prestigio intelectual, y a mérito de la insospechable entereza de su espíritu y de la pureza y elevación de sus aspiraciones, ha puesto, puede decirse en cierto modo, el punto final a la discusión, largo tiempo sostenida, acerca de si deberíamos o no divorciarnos por completo de la Madre Patria.

Como representantes de la tendencia contraria a la adoptada por Rodó, es decir, la de borrar, en cuanto fuese posible, las huellas de lo español en nuestra cultura, nuestras costumbres y nuestras leyes, han ejercido persistente influencia hombres de la talla de Sarmiento (para no decir nada de nuestro muy criollo y español furor antigodista); y hoy mismo, en México, en Cuba, en la República Argentina, y acaso más marcadamente entre nosotros, el antiespañolismo, o hispanofobia, no deja de presentarse como inextirpable endemia. Rodó supo librarse del contagio de esta enfermedad que por sí misma está probando cuán cierto es que no somos otra cosa que un miembro de la gran familia hispánica mundial, puesto que en la misma Península el europeísmo y el esnobismo antitradicionalista de ciertos intelectuales y hombres dirigentes, se presenta con caracteres idénticos a los que muestra en nuestras flamantes democracias. Así como allá se ha iniciado francamente la reacción, mediante las atinadas advertencias que en tal sentido hicieran algunos de los más autorizados pensadores de las nuevas generaciones –Clarín, Menéndez Pelayo, Ganivet, Unamuno, &c.–, se ha determinado ya también entre nosotros la corriente saludable; y a que esto sea posible, a pesar de la multitud de influencias que [366] obraban en contra, en nuestro ambiente, ha concurrido, de manera acaso decisiva, el ejemplo de Rodó{2}.

Los conceptos y afirmaciones donde se refleja el amor que Rodó sentía por las tradiciones españolas, así como por las cualidades de la raza, están diseminados en todos sus escritos. Revisemos, aunque sea muy a la ligera, esos escritos.

Ariel –obra que con el bello y sutil prólogo del gran maestro ovetense, es ya casi un evangelio de los jóvenes– fue la primera voz cordial que se levantara en nuestros ámbitos, para vindicar las tradiciones, glorias, tendencias e ideales de la raza; y los ecos que esa voz produjo por doquiera, están diciendo bien alto la vitalidad íntima del arranque que la inspirara. En el magistral y agudísimo estudio de la civilización norteamericana{3} que, después de expresar su manera de concebir la vida humana, hace Rodó en el discurso de Próspero, palpita, en mil formas diversas, su acendrado amor a la raza. El gran escritor se manifiesta allí como latinista acérrimo, y, dentro del latinismo, como españolista convencido, y no tan sólo por razones sentimentales o de temperamento personal, sino como consecuencia de largas deliberaciones, de aquellas que en toda conciencia lúcida se realizan, cuando se trata de aquilatar el propio valer. Opone allí Rodó a la «nordomanía»{4} de los que no se conforman con admirar, sino que han de adorar lo que en realidad no conocen a fondo, la orientación clásico-cristiana de la cultura latina y española; protesta de la mansedumbre con que muchos se muestran dispuestos a permitir la deslatinización de nuestra América, y a este respecto, después de reconocer cuan necesario es asimilar lo que hay de beneficioso y útil en otros pueblos y razas, escribe{5}: «Pero no veo la gloria ni el propósito de desnaturalizar el carácter de los pueblos –su genio personal–, para imponerles la identificación con un modelo extraño, al que ellos sacrifiquen la originalidad irreemplazable de su espíritu, ni en la creencia ingenua de que eso pueda obtenerse alguna vez por procedimientos artificiales e improvisados de imitación.» Añadiendo luego, no sin amargura: «En ese esfuerzo hay además, [367] no se qué de innoble». Execra, enseguida, un mal propio de las nacionalidades jóvenes, y mayor aún en aquellas que, como las nuestras, a fuerza de una constante labor de desprestigio y de acerba crítica –sin referirnos a otras circunstancias coadyuvantes– han perdido casi la fe en la excelencia de sus orígenes. «Género de snobismo político –dice– podría llamarse al afanoso remedo de cuanto hacen los preponderantes y los fuertes, los vencedores y los afortunados; género de abdicación servil, como en la que algunos de los snobs encadenados para siempre a la tortura de la sátira por el libro de Thackeray, hace consumirse tristemente las energías de los ánimos no ayudados por la naturaleza o la fortuna, en la imitación impotente de los caprichos y las volubilidades de los encumbrados de la sociedad.» Exige el respeto propio, como base de todo verdadero engrandecimiento; preconiza la originalidad, y recomienda a las nuevas nacionalidades mantenerse «fieles a la ley de su origen».

Pero no nos es dado detenernos en ese examen. Pasemos a sus últimos escritos, a través de Motivos de Proteo, obra maravillosa de comprensividad y elegancia, donde tiene el cuidado de exaltar la bizarra figura de Larra, precursor del moderno patriotismo español, y en cuyas páginas campean ciertos modos de ver y de sentir muy españoles.

La fe de Rodó en los destinos de la raza española, trasfundida en América, se fue haciendo cada vez más acendrada y profunda, si bien fue muy viva, como hemos visto, desde su juventud. Para él esta fe constituía, no digamos un dogma, porque en tan liberal espíritu no caben tales cosas, pero sí un principio primordial de nuestra cultura, elemento indispensable para la elaboración de nuestros ideales de un patriotismo superior, sobre el cual se debe formar y desenvolver esa «personalidad colectiva», esa «alma hispanoamericana», ese «genio propio que imprima sello enérgico y distinto a su sociabilidad y a su cultura, de que él hablaba. Con esta «idea de nacionalidad, entendida de alta manera» que él aplaudió al notable escritor dominicano García-Godoy, Rodó se hizo uno de nuestros grandes maestros de nacionalismo, del único nacionalismo que lógica e históricamente nos es posible sustentar. Pero no era esto lo que queríamos indicar al empezar éste acápite; al referirnos a la fe siempre manifestada por Rodó en cuanto a lo que será indefectiblemente la base de nuestra alma colectiva, queríamos decir que ella debe ser cultivada como se cultiva una débil planta, de difícil germinación. No obra en nuestra mente la duda de que esa fe pueda desaparecer [368] por completo, nó: ella se sobrepondrá a todos los pesimismos, a todos los escepticismos y a todas las cobardías; pero ¿por qué no poner de nuestra parte el esfuerzo necesario para que culmine cuanto antes, evitando permanecer por más tiempo en la atonía en que nos sume la falta de fe en nosotros mismos que gentes extrañas nos han inculcado? ¿Por qué amilanarnos ante el espectáculo de nuestros desórdenes y nuestras miserias? No es absolutamente edificante el espectáculo de nuestra vida, ni con mucho ejemplares nuestras costumbres sociales y cívicas; no hemos progresado mucho desde los tiempos de nuestra independencia en los diversos órdenes institucionales y sociales; y para describir nuestro ambiente y nuestro carácter acaso bastaría copiar el cuadro lamentable trazado de mano maestra por Monteagudo; pero, ¿qué prueba esto de modo definitivo? Las energías esenciales de la raza están incólumes, y por todas partes pueden observarse síntomas de virtuales excelencias. Opongamos, pues, la de este análisis optimista a los que se confunden ante el caos, más aparente que real, de nuestra formación étnica y social, pues ya Unánue, el gran gestor del primer Mercurio Peruano, señalaba en las razas autóctonas, y las producidas por el mestizaje, cualidades muy apreciables y útiles, basándose en las cuales puede tenerse la esperanza de edificar algo digno de ser respetado por el tiempo y por las otras agrupaciones humanas.

Dejemos de lado los enmarañados apuntes anteriores, y tratemos de dar una visión del conjunto de la realidad española de los últimos tiempos, que inspirara a Rodó nuevas esperanzas, haciéndole pensar con optimismo en un hermoso y fecundo reflorecimiento de la España eterna.

«Lo único que nos hace falta ahora –nos ha dicho el Cónsul de España, señor Antonio Pinilla– es la organización política, la cristalización práctica de las tendencias y miras de las nuevas generaciones que se preocupan del porvenir de mi país.» Y en efecto, no puede ser más evidente el resurgimiento de España, en todo orden de cosas; tanto en el campo financiero, comercial e industrial, como en el campo intelectual, literario y artístico; los buenos éxitos, se suceden, siendo los progresos cada vez más apreciables, cualitativa y cuantitativamente; sólo que, como siempre en España, el genial individualismo de la raza –sin el cual no serían posibles ciertas excelencias– impide que la labor de unos se sume y coordine con la de otros para producir esa ordenación y sistematización de los trabajos técnicos y de las [369] actividades culturales, tan características en otras naciones –especialmente las sajonas– y que resultan tan eficaces para el progreso de las instituciones. Pero aún en este sentido se ha alcanzado no pocos triunfos, y algunos de los gestores del movimiento constructivo que tratamos de esbozar –Altamira entre ellos– han puesto especial cuidado en aconsejar medidas y preconizar ciertos modos de acción tendientes a subsanar las naturales deficiencias del carácter español. Así se marcha hacia una España moderna, y, más que moderna, futurista, que ha de ser esencial y genuinamente española. Tal es el resultado de las largas disputas y polémicas entre los conservadores y los liberales, los tradicionistas y los innovadores, los indigenistas y los europeístas. Hoy obra en la conciencia de la mayoría de los pensadores, escritores y políticos de España la convicción de que España debe conservar a todo trance su sello original, su personalidad histórica; y día a día esta convicción se va haciendo más honda y general, a medida que los estudios de los eruditos y el desarrollo de los mismos acontecimientos de nuestro tiempo van revelando hechos y circunstancias antes no tenidos en consideración cuando se trataba de juzgar la actitud de España como nación y como pueblo. Hoy existen verdaderas legiones de publicistas firmemente orientados según estos conceptos, y si bien unos se inclinan más que otros hacia un europeísmo radical, muchos sostienen bizarramente la bandera del tradicionalismo sin ser por esto retrógrados, y no ha faltado quien oponga al esnobismo europeísta ciertas ideas muy sutiles y tal vez no poco acertadas de africanismo.

La bibliografía que trata de estas cuestiones es riquísima y muy interesante, pero no corresponde a nuestro tema referirse a ella con mayor detenimiento. Romero Navarro, en El hispanismo en Norte-América, reseña las diversas manifestaciones de la repercusión de esta corriente en la patria de Washington, y su libro es bastante rico en acotaciones bibliográficas que pueden servir de guía a quienes se interesen en esto. En cuanto a nosotros, estamos obligados a volver a nuestro Rodó.

Consecuente con sus ideas, torpemente presentadas por nosotros, el gran uruguayo formó en primera línea entre los defensores de un tradicionalismo liberal. Sus artículos «La tradición en los pueblos hispano-americanos», «La filosofía del Quijote y el descubrimiento de América», «El nacionalismo catalán», «Ibero-América», «España niña», «Magna patria», «Una bandera literaria» y otros, están llenos de afirmaciones claras y precisas en pro del mantenimiento de lo tradicional y de muy perspicaces [370] análisis tendientes a corregir los errores y prejuicios que obran en contrario. Veamos algunos pasajes. En el artículo citado «La tradición en los pueblos hispano-americanos», después de señalar el optimismo con que vemos el porvenir de nuestras nacionalidades y de mostrar los factores que ocurren a determinar en nuestra América la formación de un organismo de cultura propia y cabal, hace un cuadro del estado de espíritu colectivo en los años de la guerra de independencia, y de las tendencias ideológicas de la época, en virtud de las cuales, así como de las tendencias naturales de toda organización surgida en plena lucha, nuestras democracias en formación auspiciaron todos los movimientos sociales o las ideas políticas o tendencias literarias que se orientaron en contra de la supervivencia del antiguo régimen, sin detenerse a mirar si tales movimiento, ideas y tendencias eran fundamentalmente acertados o nó. El impulso natural de nuestros pueblos se enderezaba a rechazar de plano todo lo que tuviese el más leve matiz tradicionalista. Los héroes de la época eran iconoclastas, herejes en el sentido de la nacionalidad y la soberanía repudiadas. ¿Quién hubiera pensado entonces en restaurar o conservar lo que había de bueno en el antiguo orden de cosas? Había que demolerlo todo, arrasar con instituciones y creencias, leyes y costumbres; había que inventar o imitar, teniendo buen cuidado de eliminar lo que viniese de la proterva Iberia... Estábamos en pleno delirio; el romanticismo social predominaba en las mentes de los pensadores y de los políticos; cada patriota tenía su Utopía... Pero, veamos lo que Rodó escribe; es muy probable que el lector prefiera el texto original a nuestros tan desmañados rodeos y circunloquios... «La formación de los pueblos de nuestro continente –dice– como naciones libres, ha coincidido con el auge de esa concepción del progreso indefinido, que extraña a toda filosofía histórica anterior al siglo XVIII, halló su fórmula primera en Condorcet y ha atravesado triunfalmente todas las transformaciones de ideas de la última centuria, siendo hoy mismo como una fe sustitutiva de las creencias religiosas en el espíritu de las muchedumbres y en gran parte de los que se levantan sobre éstas. Más o menos entremezclada de ilusión y de candor, no puede desconocerse lo que esa idea encierra en sí de estímulo eficaz para las humanas energías y de inspiración poética y ensoñadora con que alentar los vuelos de la imaginación, eterna amiga de las treguas del trabajo y del combate» – «Dejando de lado la evolución –continúa– de la parte de verdad que contenga [371] esa tesis optimista, y encarándola sólo en cuanto a su trascendencia activa y práctica, es fácil comprender que el vicio a que naturalmente tiende, en medio de sus muchas influencias benéficas, es el del injusto menosprecio de la tradición; el del desconocimiento vano y funesto de la continuidad solidaria de las generaciones humanas{6}; el de la concepción del pasado y el presente como dos enemigos en perpetua guerra, en vez de considerarlos en la relación de padre a hijo o de dos obreros de sucesivos turnos dentro de una misma labor.» Observa luego cómo «una idea manifiesta por entero lo que tienen de exclusivo y de falso desde el momento en que se organiza en partido y se convierte en acción»; y, basándose en esa exacta observación, hace ver cuánto de injusto, de artificial y de violento hubo en el jacobinismo francés enemigo de la tradición, y cómo si en Europa pudo oponerse a esos excesos la resistencia de un pasado que era una fuerza real y poderosa, como la que constituía esa tradición en pleno prestigio y plena autoridad; en los pueblos jóvenes de América la tradición, enormemente inferior como extensión y como fuerza, apenas llevaba, y lleva, consigo «un débil y precario elemento de conservación». «No es sólo por su escaso arraigo en el tiempo –añade– por lo que la tradición carece de valor dinámico en nuestra América. Es también por el tránsito súbito que importó la obra de su emancipación, determinando un divorcio y oposición casi absolutos entre el espíritu de su pasado y las normas de su porvenir. Toda revolución humana significa, por definición, un cambio violento, pero la violencia del cambio no arguye que el orden nuevo que con él se inicia no pueda estar virtualmente contenido en el antiguo, y reconocer dentro de éste los antecedentes que lo hagan fácil de arraigar, manteniendo la unidad histórica de un pueblo.» Y, como si tratara de contestar a todos los que muestran como ejemplo digno de seguirse el dado por los Estados Unidos en la formación y desarrollo de sus instituciones, hace notar cómo los patricios de la Nueva Inglaterra, lejos de repudiar la herencia social que les tocara, pusieron especial cuidado en conservarla incólume, preocupándose sólo de perfeccionar sus excelencias, sin que lo que en ella había de inadaptable a las nuevas organizaciones fuera suficiente para fomentar en su espíritu la animadversión y odiosidad antimetropolitana que caracterizara a la [372] mayoría de nuestros primeros repúblicos. «Revolucionario –dice– fue el origen de la independencia norteamericana, pero ella fundó un régimen de instituciones que era el natural y espontáneo complemento de la educación colonial, de las disposiciones y costumbres recibidas en herencia. En la América española, la aspiración de libertad, concretándose en ideas y principios de gobierno que importaban una brusca sustitución de todo lo habitual y asimilado, abrió un abismo entre la tradición y el ideal. La decadencia de la metrópoli, su apartamiento de la sociedad de los pueblos generadores de civilización, hizo que para satisfacer el anhelo de vivir en lo presente y orientarse en dirección al porvenir, hubieran de valerse sus emancipadas colonias de modelos casi exclusivamente extraños, así en lo intelectual como en lo político, en las costumbres como en las instituciones, en las ideas como en las formas de expresión . Esa obra de asimilación violenta y angustiosa fue, y continúa siendo aún, el problema, el magno problema de la organización hispanoamericana. De ella procede nuestro permanente desasosiego, lo efímero y precario de nuestras fundaciones políticas (que no corresponden a necesidades efectivas de nuestra psicología colectiva), el superficial arraigo de nuestra cultura (verdadero injerto, mal hecho, que se ha querido ensayar, desconociendo las excelencias de la savia originaria).

«¿fue –pregunta después– una fatalidad ineludible esa radical escisión entre las tradiciones de nuestro origen colonial y los principios de nuestro desenvolvimiento liberal y progresista?{7} ¿No pudo evitarse esa escisión sino al precio de renunciar a incorporarse, con firme y decidido paso, al movimiento del mundo?... A mi entender pudo y debió evitarse en gran parte, tendiendo a mantener todo lo que en la herencia del pasado no significara una fuerza indomable de reacción o de inercia, y procurando adaptar, hasta donde fuese posible, lo imitado a lo propio, la innovación a la costumbre. Acaso los resaltados aparentes habrían requerido mayor concurso del tiempo: pero, sin duda, habría ganado en solidez y en carácter de originalidad. [373] Los inspiradores y legisladores de la Revolución, repudiando en conjunto y sin examen la tradición de la metrópoli, olvidaron que no se sustituyen repentinamente con leyes las disposiciones y los hábitos de la conciencia colectiva, y que, si por nuevas leyes puede tenderse a reformarlas, es a condición de contar con ellos como con una viva realidad.»

Pero donde Rodó ha hecho su declaración más explícita y definitiva de españolismo, con cierto dejo de superior sentimentalismo, es en la breve crónica titulada «La España niña». Con razón ha dicho Cristóbal de Castro que ese artículo constituye un testamento espiritual, y que en él se ha formulado «el verdadero Ideario de Hispano-América». He aquí los párrafos extractados por el citado escritor español:

«Yo no he dudado nunca del porvenir de esta América nacida de España. Yo he creído siempre que, mediante América, el genio de España y la más sutil esencia de su genio, que es su idioma, tienen puente seguro con que pasar sobre la corriente de los siglos y alcanzar hasta donde alcanza en el tiempo la huella del hombre.»

«Pero yo no he llegado a conformarme jamás con que éste sea el único género de inmortalidad o, si se prefiere, de porvenir a que pueda aspirar España.»

«Yo la quiero embebida, transfigurada en nuestra América, sí; pero también la quiero aparte, y en su propio solar, y en su personalidad propia y continua.»

«Mi orgullo americano –que es el orgullo de la tierra, y es, además, el orgullo de la raza– no se satisface con menos que con la seguridad de que la casa lejana, de donde viene el blasón esculpido al frente de la mía, ha de permanecer siempre de pie, y muy firme y muy pulcra y muy reverenciada.»

«Por eso me deja melancólico lo que a otros conforta y alegra: el esforzarse en vencer la tristeza de que “España se va”, con el pensamiento de que no importa que se vaya, puesto que queda en América, y por eso no he concedido nunca, ni concedo, ni espero conceder, que “España se va”...»

«Y cuando me parece que vislumbro algún signo sensible de que “vuelve”, de que torna a ser original, activa y grande me alborozo, y empeño en el crédito de ese augurio todos mis ahorros de fe.»

«Me he habituado así a borrar de mi fantasía la vulgar imagen de una España vieja y caduca y a asociar la idea de España [374] a ideas de niñez, de porvenir, de esperanza. Creo en la “España niña”.»{8}

¡Con cuánta emoción ha copiado el elegante cronista peninsular esas frases de Rodó, en el aniversario de su muerte” «Me propongo volver a España en el próximo invierno...», le había escrito en una tarjeta al pasar para Italia... ¡Inefable melancolía de esta frase, cargada de promesas y esperanzas, tronchada, como una débil flor, por el destino! ¿Cuáles eran los proyectos acariciados por el patriota por excelencia de la América española, al prometerse volver a España? ¿Qué no era de esperarse que surgiera de su contacto y amistad con los maestros de las nuevas generaciones, que, henchidos como él de la idea y de la emoción de España, tienen como ideal supremo de su vida el desenvolvimiento indefinido de las cualidades características de la nacionalidad y de la raza, por juzgarlas elementos de no escaso valor para la integración del tipo humano por venir? Respetemos los misteriosos designios de la Providencia, pero al venerar la memoria del insigne maestro uruguayo tengamos presente su adhesión a España; y ya que él, como indudablemente lo deseara, no pudo predicarnos la sabiduría y el arte de esa adhesión, sepamos nosotros interpretarla espontáneamente: adivinemos en la flor tronchada, violentamente arrancada del fecundo y vigoroso vástago, las mieles fragantes del prometido fruto, que tal vez conviene más a nuestro empeño la vaga incertidumbre de la esperanza de una obra que pudo ser perfecta pero que, no llegando a realizarse, ha quedado en nuestro espíritu como una esperanza muerta, mas no defraudada.

Edwin Elmore

——

{1} Oponemos este vocablo, recomendado por Unamuno, (al que queremos dar, y tiene, un sentido más nuestro) al tan llevado y traído como ombligo, de americanismo. Véase Ariel, pág. 66.

{2} Como antecedente de su decidido hispanofilismo podemos citar –hermosa excepción en medio de la ofuscación propia de su tiempo– el caso del argentino José Ml. Estrada. Véase Obras Tomo XII.

{3} Superior en su brevedad al de Matthew Arnold.

{4} O sea fetichismo norteamericanista.

{5} Ariel, pags. 67 y 68.

{6} En diversas ocasiones García Calderón, Riva-Agüero y Belaúnde han hecho resaltar esto.

{7} Fijémonos en que si aquí dominaba la tendencia liberal y progresista, en la Península se promovían agitaciones de idéntico origen a las que motivaron nuestra revolución, y que los patriotas españoles de principios del siglo diecinueve simpatizaron con los americanos, y éstos con aquéllos, lo que prueba que la escisión no tenía por qué ser tan radical como la hicieron las circunstancias y contingencias posteriores.

{8} No copia Castro este fragmento que nos parece interesante: «Acaso la defensa de una gran originalidad, que aguarda su hora propicia, imprima hondo sentido a esa resistencia, aparentemente paradójica, contra el europeismo invasor predicada hoy por el alto y fuerte Unamuno.– Soñemos, alma soñemos un porvenir que a la plenitud de la grandeza de América corresponda un ventajoso avatar de la grandeza española y en que el genio de la raza se despliegue así en simultáneas magnificencias a este y aquel lado del mar, como dos enredaderas florecidas de una misma especie de flor, que entonasen su triunfal acorde de púrpuras del uno al otro de dos balcones fronteros.» El mirador de Próspero, p. 230.

Imprima esta pagina Informa de esta pagina por correo

www.filosofia.org
Proyecto Filosofía en español
© 2010 www.filosofia.org
Edwin Elmore
1910-1919
Hemeroteca