[ Mariano Cabruja Herrero (1855-1936) ]
Paella popular
Homenaje a Benito Artigas Arpón
Anteayer el pueblo de Soria, el que da la cara cuando de actos de justicia se trata, dio espléndido homenaje a nuestro director Benito Artigas Arpón. Fue el acto del domingo el ejercicio de un derecho de ciudadanía, llevado a efecto por los sorianos. El pueblo libre, el que siente hondo y piensa alto, se congregó en la pradera de San Polo, para testimoniar a los elementos intolerantes que perturban la vida local, que el blanco de sus odios no estaba solo, como podía colegirse por el silencio que ha sucedido a los ataques miserables de que ha sido objeto el leader de todas las causas nobles y grandes.
Ni había sacristanes disfrazados de obreros, ni estómagos agradecidos, en la pradera de San Polo. Tampoco estaban allí los cruzados de la prensa venal. No se destacaron entre las masas los siervos que someten su voluntad y sus pensares a una castración infamante, para defender el humillante condumio que es galardón a su cobardía moral. Obreros de las distintas denominaciones, dependientes de comercio, industriales honrados, representantes genuinos de la política de todos los partidos, brillante cortejo de los legionarios de la cultura y representaciones de autoridades populares, formaron el macizo de pechos nobles y almas honradas, que fue, en un momento de suprema justicia, exteriorización viva y gallarda de la adhesión del hidalgo pueblo de Soria al periodista modestísimo, pero irreductible en su laborar por el bien y la justicia, a quien se le rendía el homenaje de cariño.
El pueblo de Soria debía un acto de desagravio a nuestro director, y saldó anteayer su cuenta con creces. Algo sin precedentes era necesario para tomar parte activa en la singular contienda entre un imbécil cretino representante del peso muerto, de los atavismos sectarios –que son rémora de la civilización y del progreso– y el paladín de todas las reivindicaciones. Y el domingo pasado los sorianos, en un gesto de sinceridad, evidenciaron de manera fehaciente, cuáles son sus cariños, cuáles sus simpatías y cuáles sus odios santos.
En Soria no se había registrado nada parecido. La reclame de los políticos de oficio, ha conseguido, en otras ocasiones, manifestaciones desmayadas, faltas de sinceridad, verdaderos actos de acarreo en los que, los principales actores, eran coribantes mercenarios, que se movían en torno al señor que les llenaba el estómago. En los mil banquetes celebrados, cualquiera que fuese la persona a la que se ofrendaban, no se alcanzó la tercera parte de los comensales de la paella popular, y eso que las tarjetas se repartían gratis por las mancebías y por las porterías de los centros oficiales. Y el domingo, tomada la iniciativa por la clase más modesta –los obreros– sin otra preparación que el simple anuncio en un periódico y por propaganda la de la discordia sembrada por el cretino director de un libelo local, se congregaron en San Polo doble número de comensales que los reunidos en el más lisonjero de los actos anteriormente celebrados.
Por eso decimos que el pueblo de Soria, al satisfacer la deuda contraída con nuestro director, lo ha hecho con creces. Además, la paella popular fue modelo de civismo, y en vano se pretendió, –o lo pareció al menos,– por las autoridades, que se desluciese la manifestación de simpatía de los sorianos hacia el Sr. Artigas. Los desaciertos –que hoy no sabemos a quién le corresponden– de las autoridades, demasiado puntillosas en su afán de velar por un orden no quebrantado, no fueron parte a empañar la majestuosidad del homenaje, que el pueblo soberano estaba dispuesto a rendir. Eran todos los manifestantes conscientes de su derecho, –no populachería de acarreo,– y a lo que estimaron impetuosidad de las autoridades, respondieron con su cordura insuperable y también con entereza ejemplar para que la manifestación de simpatía hacia el Sr. Artigas llegase hasta donde tenía que llegar.
Mal está –pues no hacía falta, porque la mejor salvaguardia era la nobleza del pueblo manifestante– que en el cubil de la hidra, del hombre execrable que tiene en perpetua conmoción a la capital, se apostasen fuerzas de Seguridad o de la Guardia civil; pero fue todavía más inexplicable que se movilizase la Guardia civil de a caballo e infantería, cuya sola presencia llevó la alarma a innúmeros hogares, precisamente cuando los manifestantes, cumplido su deber tal como lo entendieron, se habían disuelto pacíficamente. No es extraño, en vista de esto, que los pacatos, los que no están con la hidra, pero tampoco en contra de ella, juzgasen que la fuerza estaba del lado del blanco de toda execración, y que el poder público, ante la presencia nada más del ejercicio de un derecho, se complacía en oponer testimonio contra testimonio contra la manifestación del pueblo, la de la fuerza armada.
Y esto, que podrá acreditar a las autoridades de previsoras, no da la más remota idea de que estamos regidos por un gobierno demócrata. Lo hacemos constar así, con harto dolor por nuestros sentimientos liberales.
Por fortuna, nada aconteció, y el principal factor fue la cordura del pueblo. Realizado está el homenaje, de un esplendor innegable, y la sanción que los sorianos otorgaron a nuestro director, nos impulsa a seguir imperturbables nuestro camino de reivindicación y de defensa de la verdad y la justicia.
Antes de la paella
Se ha hecho verdadera labor de zapa, antes de llegar al día de la paella popular. La intolerancia del cretino director de un libelo local, adquirió morbosidad tal que a todas partes ha llegado su acción corrosiva. Así son los que predican paz, amor y resignación.
Se les ocurre a ellos festejar las espigas, y nadie se ocupa en restar voluntades. Unos acogen estos festejos con indiferencia, otros se suman a ellos, según su especial manera de pensar. Pero el intrigante beduino del libelo local, anunciado el homenaje de nuestro director, personalmente ha ido insinuando prohibiciones, deslizando amenazas, convocando a algunos en la disyuntiva de elegir entre el pan cotidiano y la asistencia a la paella. ¿Casos? Los conocemos. Existen en la Federación, entre los obreros, algunos más o menos obreros, que al lado de la «sirena negra», cobran unas pesetas. Pues bien, estos han sido agentes de disolución, captadores de voluntades, Y su trabajo, reconozcámoslo, no ha sido estéril; ahora bien, los obreros verdaderamente obreros, ya saben lo que tienen que hacer, si quieren el apoyo de los hombres libres y honrados.
Sería de ver el gesto de la hidra si, anunciada una procesión, los que somos partidarios de la liberté de la rue –o traduciremos para que don Dalmacio no tenga que consultar el diccionario: la libertad de la calle– y entendemos que el culto debe circunscribirse a los templos, hiciéramos propaganda para que no asistiesen nuestros deudos, amigos y obligados. En cambio, el cretino director de un libelo local, a pesar de su condición, y acaso por su condición, puede, impunemente sembrar discordias y restar voluntades. Oh, la tolerancia, a cuyo servicio se pone la fuerza pública.
Se reúnen los comensales
A pesar de todo, a última hora hay expendidas ciento diez tarjetas –ninguna regalada.– El acto, pues, supera a todos los realizados en Soria, con diversidad de fines, y supone entusiasmo incomparablemente mayor, puesto que la cita es a media hora de la capital, en la pradera de San Polo, a las seis de la tarde, que el calor se deja sentir todavía.
Afortunadamente el tiempo nos favorece en atención sin duda al noble objeto. El cielo está nublado, y evita que los rayos solares molesten a los comensales. La temperatura, a la hora en que nos reunimos en la pradera, es agradabilísima.
Poco a poco alrededor de las seis van llegando todos los inscriptos. Además de los ciento diez que tienen adquirida tarjeta, tres o cuatro grupos más de obreros, han preferido llevar a sus familias, con su respectiva merienda, pero sumándose al homenaje. Por las alturas del castillo, van tomando posiciones también numerosos grupos, sin duda esperando oír los brindis; lo mismo acaece en una garganta próxima a la fábrica de la Sra. Viuda de Vicén, en la que asoman curiosas, y se acomodan después, unas quince o veinte personas –alguno de los reunidos en San Polo, llamó típicamente a esa posición estratégica «barranco del Lobo».– Por la carretera que conduce a la ermita, desfilan familias y grupos en número inusitado –los del homenaje a Artigas han hecho aumentar la devoción al Santo Patrono,– estas familias y estos grupos, unos visitan al Santo, y todos se acomodan en la muralla de la carretera, en espera de que se inicien los brindis. Hasta en la sierra de Santa Ana, encima de la ermita, se ven algunas personas que contemplan el pintoresco acto que en la pradera se celebra.
A poco más de las seis y media, la familia del simpático Pedro Ucero, se dispuso a servir la paella. Coloca todos los manteles, y es preciso ampliarlos con servilletas y hacer una prolongación más, pues el número de los que se reúnen excede al calculado por las tarjetas expendidas.
A seguida de hecha la colocación del personal, es servida la paella, tan suculenta como abundante.
Los gastrónomos y los sibaritas, todos quedan satisfechísimos del servicio. El momento se desliza perezoso, ante la apacibilidad de la tarde, con ingeniosas insinuaciones y en fraternal camaradería. Vienen los postres, y todos desean prorrogar la hora de expansión, que se hubiera prolongado indefinidamente, si no fuese por el deseo de los reunidos de oír a los que se había dicho que dirigirían la palabra.
En este momento llega a caballo el entusiasta republicano, profesor de Cirugía de La Póveda señor Gil Sabadía, que había ofrecido a nuestro director asistir al acto.
Juan García
El presidente de la Federación, ofrece el homenaje a nuestro director. En párrafos vibrantes, impregnados de noble emoción, ensalza la obra del periodista honrado e ilustre que, con la pluma en la mano, acorrala hasta vencerlos los obstáculos tradicionales.
Dice que él, acostumbrado a vivir entre cascotes y maderas viejas, no puede hacer buen son, y por eso termina brindando, y dando un viva a Artigas, que es clamorosamente contestado.
Mariano Cabruja
En este acto de justicia para el director de La Verdad, no podía faltar yo.
Con él comparto, aunque sea en esfera modesta las fatigas y amarguras del trabajo, y tenía que compartir la satisfacción de estar entre el pueblo que le rinde merecido homenaje.
Termina con un viva Artigas, que se contestó con fervoroso entusiasmo.
Aurelio de Marco
Obrero de la Federación, habla brevemente para encarecer la justicia del homenaje, en lo que afecta a la Federación de obreros.
Recuerda que sólo el Sr. Artigas, presidente honorario hoy de la Federación, les defendió de la imputación injuriosa que formuló Ideal Numantino, con motivo de la última huelga.
Los obreros entonces, dice, debimos hacer un acto público de protesta contra Ideal, tomar alguna represalia. No lo hicimos, y cuando menos estábamos obligados a estar al lado de nuestro dignísimo presidente honorario, y a ofrecernos incondicionalmente. (Aplausos.)
Servando Aguilera
A requeridas instancias de los reunidos hubo de dirigirles la palabra el fogoso y entusiasta propagandista republicano, Servando Aguilera.
Obrero intelectual, dijo, se solidarizaba con los obreros manuales sorianos. Idéntica es la causa de unos y otros; y en el momento en que el pueblo de Soria, por iniciativa de los obreros, se reunía para rendir homenaje a su querido maestro el señor Artigas, allí estaba él cumpliendo un deber sagrado.
Terminó haciendo votos porque una próxima era de redención, sea fecunda en la distribución de la justicia, que tanto necesita el pueblo.
Fue calurosamente aplaudido.
Anastasio Vitoria
Este batallador diputado comenzó excusándose de pronunciar un discurso, pues, al presentarse por primera vez ante un público respetable, temía que la emoción no le dejase expresar su pensamiento.
Luego, con entonación ajustada y cálida, matizando las cinceladas frases de un discurso hermoso, con dicción fogosa y elocuente que nos hacía recordar a los más celebrados tribunos, dijo los párrafos que a continuación copiamos, y que son apostrofes viriles que, por estar en el alma de todos, arrancaron, cada uno, una ovación estruendosa:
«En esta fiesta que los obreros sorianos han organizado en honor de su protector D. Benito Artigas, no podía faltar yo de ninguna manera; pues, así como presencié con dolor inmenso la lucha incruenta, el batallar incesante del gran periodista y del fraternal amigo, creo tener derecho a venir hoy aquí a participar de su satisfacción, a sentir con él esa dulce alegría que todo hombre honrado siente al ver cómo los demás reconocen que supo cumplir con deber.
Hoy es día de fiesta; fiesta de cariño y de amor; fiesta en que vosotros proclamáis a grito herido el reconocimiento que sentís por ese hombre que sabe sacrificarlo todo en holocausto vuestro; de ese insigne periodista que sabe sufrir en silencio amarguras sin fin por sus ideales de suprema justicia; de ese hombre animoso, valiente, que sabe penetrar entre las huestes enemigas y las persigue y las acorrala y las vence, sin que le importen nada las infames represalias de que pueda ser objeto.
Hoy es día de emoción, de entusiasmo, de cariño hacia Artigas, y, por eso no he de venir a volcar odios, que yo también los tengo, porque el odio es santo cuando se presencian las iniquidades contra un hombre honrado. Aún queda tiempo por delante para saldar cuentas, y yo os prometo que en esa hora, en ese momento, no os faltará mi concurso; porque yo, liberal monárquico, antes que político, soy hombre de conciencia, y ésta me remordería siempre si, con mi silencio, me hiciese cómplice de tantas villanías como aquí se han cometido.
Ahí tenemos a Artigas, la víctima de la reacción: sigamos su ejemplo. Él es pobre, pero no se vende; su pluma de oro es el ariete mortal que llega a las trincheras enemigas, y es la voz de aliento para los oprimidos. Pero no es justo dejarlo solo en esa titánica lucha; los hombres honrados, los hombres de corazón, los que tenemos emancipada la conciencia, los que no comulgamos con ruedas de molino, hemos de ayudarle también; y así, todos juntos, que indudablemente seremos los más y los mejores, digamos: “Sursum corda”. ¡Arriba los corazones de los hombres de buena voluntad, y abajo los comerciantes del cielo y los tiranos de la tierra!»
Félix Calavia
Cuando se percató el público de la asistencia al acto del fraternal amigo de nuestro director, el profesor de primera enseñanza Sr. Cajavia, exigió que usase de la palabra, y así hubo de hacerlo.
Con Calavia, habló el corazón, que es depositario de la verdad. Desde Aliud, donde reside, apenas supo que se organizaba un acto público en honor de su más que amigo, hermano Artigas, sintió el imperativo de asistir, y ninguna fuerza humana le hubiera desviado de su propósito.
En los momentos difíciles, ha estado al lado de Artigas, dispuesto a darlo todo, en defensa de las causas justas que aquel defendía. Los peligros de que se ha rodeado el camino que había de seguir el hombre justo y honrado, en los momentos supremos, los ha sorteado con él, y su voto, como conocedor de las intimidades de la labor de Artigas, es el de mayor calidad.
Relata algunos accidentes de la campaña pro justicia realizada por Artigas, y con tal pasión y emoción noble habla, que hace recorrer por todos los pechos el calofrío de la indignación ante la perspectiva de las infamias tramadas contra el paladín de la verdad y la justicia.
Luego recuerda los ofrecimientos de dinero, las ofertas de compra de la conciencia hechos a Artigas, y que éste ha desdeñado con soberano desdén, mientras en la intimidad se condolía de lo precario de su situación, revelación que él solo ha recibido.
Momentos de vacilación ha habido, y yo, pobre pedagogo rural, al ver las injusticias sociales, ofrecí mi hogar honrado a la familia perseguida, pero excité al amigo fraternal para que siguiese adelante la obra comenzada.
Yo abrazo, dijo emocionado, al amigo, al hermano que se mantiene firme contra los embates de las pasiones de sus miserables enemigos… –El momento es indescriptible. Calavia y nuestro director, en cuyos semblantes serenos se acusa sobre la tranquilidad habitual el enternecimiento por el recuerdo de íntimos dolores y amarguras inacabables, reciben una ovación formidable. Todos se agrupan en su entorno, ávidos de estrecharse en abrazo indestructible.– Por fin, Calavia, emocionado, se desprende de los brazos de nuestro director, y termina con un apóstrofo que es refrendado con estrepitosas salvas de aplausos, porque interpreta el sentir general.
(En este momento, la policía, por haber interpretado mal las palabras del orador, interviene y se llega hasta donde se encontraban los oradores. Nuestro director aclara el concepto, protesta de la injustificada intervención, y comienza a hablar.)
Benito Artigas
Antes de pasar adelante, yo he de repetir el apóstrofo, perfectamente legal, de mi querido amigo el Sr. Calavia. (Ovación).
Se celebra entre símbolos esta fiesta. A nuestros pies el río, que es la fuerza que mueve las máquinas, sustituidoras del trabajo; en frente, el castillo, ruinas de un pasado oprobioso; detrás bloques pétreos. Nuestros pechos son los bloques pétreos, animados por el pensamiento, fuerza incontrastable que abre brecha en las conciencias y siembra doctrinas de amor, para que germine sobre el pasado la sociedad futura de la fraternidad y el trabajo.
Habla de su confianza en el pueblo de Soria. Cuando la persecución sañuda de la execrable «sirena negra» me llevó a honrar el banquillo donde tantos criminales tuvieron asiento, se me decía, ¿dónde está el pueblo? Después, al condenárseme a siete años de destierro, se me argüía, ¿dónde está el pueblo? Y yo callaba, pero siempre confiando en un momento de suprema justicia, que el pueblo respondería. Ese momento ha llegado, y aquí están los obreros, los dependientes de comercio, los industriales honrados, los representantes de la política de distintos matices, elementos meramente culturales, el pueblo, en suma, que rinde tributo, no al hombre que ningún valor tiene, sino al símbolo.
Protesta de que los obreros sean políticos; pero afirma que deben ser anticlericales.
A este efecto recuerda el obstáculo que ofrecen los obreros «amarillos», en los centros importantes, al progreso del proletariado.
Comentando la condena de destierro, dice: ¡Qué me importaría ya el destierro, si hubiera de cumplirlo, si dejo cientos de voluntades dispuestas a seguir mi obra!
Alude al trabajo realizado para captar voluntades y restar esplendor al acto, y formula acusaciones, que provocan estruendosos aplausos, contra el agente de discordia, que todo lo emponzoña con su aliento. Les recuerda que un día dijo: cuando pase a vuestro lado la sirena negra, echaos mano al bolsillo, pues os robará el dinero o la sangre. Hoy es más necesaria todavía esa medida de precaución.
No han sido estériles los esfuerzos perturbadores, y a ello se debe que no concurran todos los obreros, si bien el pueblo de Soria ha cubierto con creces las bajas. Pero yo digo como en la tradición bíblica. ¿Hay diez justos? Pues serán salvados; a su lado me siguen teniendo los obreros. (Ovación indescriptible).
Da lectura, a continuación, de la siguiente carta:
Salud: Ta sabes la causa que me imposibilita asistir personalmente a la paella que en tu honor se come hoy en San Polo.
Siento no hacer acto de presencia en esa fiesta, no tan solo por lo que a tu agasajo se refiere, sino porque debe considerarse como protesta contra la reacción que va entronizándose por desgracia y hace falta que demos la cara los que amamos la libertad.
Cuéntame entre los buenos lo mismo que si hubiera asistido, y dispón incondicionalmente de tu amigo y correligionario,
Soria, 30 Julio 1911.
Y termina. Que aprendan todos a tener valor cívico, y el triunfo será nuestro en plazo no lejano. (El público aplaude sin descanso, y todos abrazan a nuestro director, disputándose el derecho de ser los primeros.)
Se anuncia que va a hablar el ilustre hijo de la provincia Manuel H. Ayuso y una ovación ensordecedora le saluda.
Manuel H. Ayuso
Es imposible dar una ligera idea del discurso magistral, como todos los suyos, pronunciado en la tarde del domingo, por el diputado señor Ayuso y que fue continuamente interrumpido por los aplausos del buen pueblo, fundido con el espíritu de los oradores. Su verbo fogoso, grandilocuente, no es fácilmente traducible a las cuartillas, máxime si la labor informadora se ha fiado a la memoria.
Respondiendo a la intervención de la policía, dice: No es preciso que donde está el pueblo, la autoridad venga a velar por la seguridad de nadie. Por los fueros de la hidalguía y de la nobleza con que combatimos, la integridad personal de nuestros enemigos está salvaguardada por nosotros mismos. No ocurre lo mismo en el campo contrario, que se atenta hasta contra las familias; pero en algo teníamos que distinguirnos los que luchamos a la luz del día, y los que lo hacen en la sombra.
Aplica celebrados pasajes de nuestro buen amigo D. Alonso Quijano, a la labor perseverante de nuestro director, acostumbrado a montar en el Rocinante, cuando de algo noble y justo se trata. Pero si Rocinante pisa fuerte y recio algunas veces; otras sufre descalabraduras el caballero, y entonces se hace necesario el concurso de todos.
En primorosos párrafos, con gran conocimiento de la vida de lucha de nuestro director, habla de los desgarramientos que sufre el alma en el batallar cuotidiano, que a veces obliga a sacrificar las más caras afecciones; y es preciso poner al descubierto sacrificios, amarguras y martirios, para que venga a confortarnos el apoyo de los bien nacidos.
Sigue poniendo de resalto, en párrafos de soberana elocuencia, la lucha enconada, sin cuartel, planteada por la reacción, y aceptada generosa y noblemente por los caballeros del Ideal –no se refiere al Numantino sino al otro noble, de amplia, altruista acepción.– Y termina, con un párrafo vibrante, en el que, de manera inimitable, refleja la verdadera significación del acto celebrado, que es la restauración por el pueblo de la justicia perturbada… (Una ovación indescriptible, impide oír las últimas palabras del maravilloso discurso. Se repiten los abrazos y los apretones de manos a Ayuso, nuestro director y demás oradores).
De regreso
De vuelta hacia la ciudad se aconsejó por los Sr. Ayuso, Artigas y García, que se marchase con el mayor orden posible para dar ejemplo de cordura y civismo. Uno de los jóvenes concurrentes, propuso que todos los reunidos fuesen hasta casa del Sr. Artigas, a testimoniar su adhesión a la familia, y así quedó acordado.
El trayecto recorrido fue, por San Pedro, calle de Pérez de la Mata y Zapatería, al Collado. A su paso se engrosaban los grupos que marchaban en silencio. Ni una voz perturbó el orden.
Al llegar al Collado, el Gobernador civil, obligó a hacer alto a los que regresaban de la fiesta, y les prohibió el paso por la calle principal, alegando que no había autorizado manifestaciones. Entonces el señor Ayuso, que iba a la cabeza con los Sres. Artigas y García, propuso que marcharan todos por la plaza de Bernardo Roble, Tejera y Numancia, a la plaza de Herradores, donde vive nuestro director.
Así se hizo, sin otra manifestación que algunos aplausos, hasta que el núcleo principal llegó a la plaza de Herradores y allí fue vitoreado y aplaudido el Sr. Artigas.
Lo inaudito
Entre tanto, en la casa del abad de la Colegiata, don Santiago Gómez Santacruz, sin que sepamos por qué, ni si tendría relación con el acto celebrado, había, según nos dicen, varias parejas de la Guardia civil. Pero, ¡qué miedo… más infundado! ¿Ha hecho algo malo Gómez Santacruz, para merecer represalia?
Además, por la calle del Collado patrullaron parejas de la Guardia civil de caballería, y hasta tuvimos ocasión de ver, vestido de uniforme, al bravo teniente coronel señor Córdoba.
Nosotros, a decir verdad, no sabemos si pasaría algo en la capital mientras estábamos en San Polo; lo que no comprendemos, es que tuviera relación este despliegue de fuerzas con la paella popular.
Lo cierto es que se sembró la alarma en la capital, y que los que asistieron a la paella que fue un acto ordenado, serio, modelo de civismo, fueron los primeros sorprendidos por las inútiles medidas tomadas.
¿De quién recibió la orden el primer jefe? Seguramente de alguna autoridad superior. ¿Fue personal la orden, o medió algún subalterno y éste la interpretó mal? Si hubo mala interpretación, como los Institutos armados, y como el que más la benemérita, no pueden estar a expensas de malas interpretaciones nosotros si fuéramos autoridad y causante por error o por otra circunstancia de la salida innecesaria de toda la Guardia civil, habríamos presentado la dimisión.
La fiesta, a pesar de estas trivialidades, fue de las que dejan imperecedero recuerdo.