Armando Palacio Valdés
< Los oradores del Ateneo >
Don Segismundo Moret y Prendergast
Penetramos en el florido vergel de la poesía, en el recinto deleitable y ameno donde se albergan genios seductores de la elocuencia. Llegamos al más suave y armonioso de nuestros oradores.
No es águila soberbia que lanza su vuelo impetuoso por las regiones del aire; no es el rayo de sol ardiente que abrasa los tiernos pétalos de la flor; no es la ola gigantesca que forja el mar en su embravecido seno y brinca espumosa sobre el inmoble escollo; es el malvís alirojo que entona su cántico dulce y monótono, oculto entre las frondas de un tilo; es el rayo tenue de la luna que esparce sosiego por el valle; es la onda cristalina que espira sin estrépito en la playa.
¿De dónde viene? De la libertad. ¿Quién no recuerda aquel grupo de jóvenes inteligentes que en los albores de una revolución rodeaba el estandarte mil veces bendito de la libertad? Uno de estos jóvenes, por la distinción de su figura, singularmente interesante, por el encanto que sabía comunicar a su palabra, siempre florida y persuasiva, arrastraba hacía sí todas las miradas y todos los entusiasmos. ¿Quién es entre nosotros el que no le ha visto subir a la tribuna acompañado de ese murmullo pasajero con que la simpatía impone silencio a la atención? Su cabeza, delicadamente bella, irradiaba inteligencia; su mirada, un poco vaga y soñadora, buscaba instintivamente la luz que entraba por el medio-punto del salón como para suplicarla que iluminase su pensamiento. Su palabra, confiada y vibrante, corría sobre los abismos temerosos de la política como un incauto niño que no percibe el peligro que le cerca.
Moret no es un orador parlamentario. Fáltale malicia, sóbrale fantasía y elevación para terciar en [282] esas peleas nobles muchas veces, a veces también indignas, en que se agitan los intereses políticos. Carece en absoluto de esa decantada habilidad, que mejor llamaríamos astucia, con que, a guisa de ganzúa, consiguen abrir hoy nuestros políticos las puertas del alcázar gubernamental. Si ha entrado en él algún día, fue deslumbrando con el brillo de su palabra a los astutos enanos que lo guardaban. Arrojáronlo de allí más tarde explotando malignamente su candidez. Tampoco posee esa energía y firmeza que en el fragor de la lucha pone en suspensión a los contendientes, ni con fogosos arrestos tritura y despolvorea las doctrinas de sus contrarios. Es un tribuno aristocrático que sólo produce efecto entre los espíritus cultos y un tanto iniciados en los refinamientos del lenguaje. Y en verdad que este responde con solicitud tan primorosa a los soplos más leves de su pensamiento, a sus matices más desvaídos, como las cuerdas del arpa contestan exhalando dulces notas a la blanca mano que las hiere.
La oratoria del Sr. Moret no tiene trascendencia en el sentido de que despierte el pensamiento para nuevas y más profundas concepciones. Limitase a recoger del suelo una idea generosa para arrojar sobre ella la luz de su inteligencia y ofrecérnosla adornada con todos los colores del iris y todas las magias del arte. De este modo, mejor que con profundas y sabias disquisiciones, sirve a las ideas haciéndolas amables y simpáticas para todos. Su claro pensamiento tiene la virtud de disipar las nieblas con que la malicia y el error las cubren. La libertad es la musa que inspira todas sus oraciones: esta musa, que por capricho inescrutable se ofrece las más de las veces a la vista de sus oradores como deidad sangrienta y vengativa, como ángel exterminador y ministro de la voluntad del pueblo destinado a dar muerte a los primogénitos del privilegio y de la fortuna, se presenta a los ojos del joven tribuno, y a los de aquellos que la gala de su elocuencia encadena, como ángel de ventura que trae en su mano, no la tea del exterminio, sino el olivo de la paz.
¡Grande y poderoso influjo el de la elocuencia! A su poder no se allanan los peñascos ni se aplacan los irritados mares, pero hay algo que se mitiga y se aplaca más duro que los peñascos y más irritado que los mares; el corazón del hombre!
El Sr. Moret es un gran orador; pero nada más que un orador. Ha tenido la desgracia de nacer a la vida de la inteligencia en una época en que las aspiraciones más nobles del espíritu moderno se hallaban representadas por la escuela que tomó el nombre de economista. Y digo desgracia, porque no es mucha fortuna ciertamente para nuestra juventud el que haya de percibir la luz de la ciencia siempre de reflejo y a través de los cristales que el curso de las circunstancias las interponen. En los comienzos del siglo, los jóvenes que en nuestra patria amaban la cultura y ocupaban su espíritu con los problemas que arrastra consigo, eran cándidos descreídos y reformadores ilusos. Miraban por el cristal de la Enciclopedia y no alcanzaban a ver más que negaciones en el vasto campo de la ciencia. Más tarde llegó hasta aquí la ola de la escuela economista, y arrastró consigo a la flor de nuestros pensadores que navegaron incautos sobre su turgente espalda, sin comprender a qué abismo de anarquía y egoísmo nos conducían sus falaces armonías. Últimamente la amplitud que de poco a esta parte han tomado los estudios de medicina, introdujeron aquí de soslayo la gallina del positivismo, que con tal extraña fecundidad va empollando en nuestras tierras, como se advierte por el número de pollos que en el día hacen profesión de escépticos.
Todas estas direcciones, imposible fuera negarlo, corresponden en la esfera del conocimiento a otros tantos puntos de la realidad, pero tienen la desdichada ocurrencia de aspirar al monopolio de toda ella, por lo mismo que en España van campeando sucesivamente sin mantener las luchas incesantes a que otras escuelas rivales las provocan en los demás países, y consiguen de esta suerte hacerse insoportables y odiosas para los espíritus que buscan imparcial y seriamente la verdad.
El Sr. Moret puso al servicio del individualismo las prodigiosas aptitudes con que la Providencia le dotara, cuando el individualismo era el único pan que se ofrecía a los hambrientos de la inteligencia. Sintióse vencido por aquella serie de hermosos sofismas con que el optimismo individualista nos llevaba a la felicidad sin movernos del sitio, sin hacer otra cosa que presenciar inmóviles el desenvolvimiento de las leyes que llamaban naturales. Parodiando a la inversa la frase de Mahoma, decían: «No vayáis a la felicidad; dejad que la felicidad venga a vosotros.» Y, no obstante, ninguna de las condiciones morales del Sr. Moret acusa un individualista. Un espíritu como el suyo, generoso y armónico, más apto parece para la iniciativa de algún noble y filantrópico proyecto que para la expectación fría y calculada que la antigua escuela económica imponía a sus afiliados.
Escuchad a ese orador ameno y elegante, saboread la ambrosía de su dicción, extasiaos ante ese conjunto de hermosas imágenes que surgen bullidoras al conjuro de su encantada fantasía, y sabed después que ese orador tan delicado, ese espíritu tan poético es... un hacendista.
Sí; el Sr. Moret se ha consagrado a la ciencia financiera, ha sido su intérprete en la Universidad de Madrid y su ministro en las esferas del poder. [283] ¡Podrá darse mayor desdicha para la poesía, quiero decir, para la Hacienda!
¿Por qué es el Sr. Moret un financiero? Preguntad a la más fragante de las flores, a la suave madreselva, por qué despide su perfumado aroma entre las aguzadas espinas de una zarza; preguntad a la perla por qué oculta sus bellezas en el fondo de un molusco repugnante; preguntad por qué de un matemático profundo se forma de súbito un poeta dramático.
Arcanos y paradojas son estas con que la naturaleza nos quiere sorprender algunas veces.
El Sr. Moret nació orador y se hizo financiero, o lo que es lo mismo, nació ruiseñor y quiso ser gorrión. Para gorrión es demasiado fino y atildado.
Queremos, pues, al Sr. Moret ruiseñor; queremos escuchar su voz elocuente siempre que no nos hable de deuda flotante o de emisión de bonos. Queremos también contemplarle desempeñando en la escena de la oratoria papeles de víctima, porque su frase, siempre melódica y regalada, no se hizo para expresar los acentos ásperos y arrebatados del tribuno batallador, ni mucho menos para engolfarse en el laberíntico juego de la ironía y la sátira.
Nada hay que nos disguste tanto como el gracejo del Sr. Moret cuando graceja. Con aquel rostro afeminado, con aquellos ojos que, aún queriendo reflejar malicia, siguen expresando la misma amable inocencia, con aquel aire soñador, con aquella voz conmovida y temblorosa que frecuentemente se anuda en la garganta, produciendo un movimiento de simpatía en el auditorio, ¿aspira el Sr. Moret a ser zumbón? ¿No comprende que el chiste que sale de su boca, suena como un suspiro?
Abandone el ilustre orador esa forma, que se hizo para almas más revueltas y tempestuosas que la suya; no vuelva a introducirse incautamente en los matorrales de la hacienda, donde su espíritu dejará el rico vellón de la poesía y de la elocuencia, y siga el glorioso camino que su naturaleza le tiene trazado. Es nuestro respetuoso consejo.