Hace algún tiempo que nos preparábamos a escribir sobre la necesidad de una reforma completa en el estudio de la Filosofía, según se practica en nuestros establecimientos de enseñanza, cuando un ilustrado amigo llamó nuestra atención hacia una obra recientemente publicada por el Sr. D. Patricio de Azcarate, con el título de Exposición histórico-crítica de los sistemas filosóficos modernos, y verdaderos principios de la ciencia. Dos circunstancias, en apariencia triviales, nos previnieron desde luego en su favor. Primera, los cuatro tomos de que se compone; segunda, la condición social de su autor. Cuatro tomos de filosofía, escritos por un alto empleado público, en unos tiempos como los nuestros, en que los estudios filosóficos se hallan en tan deplorable abandono, y en que los pormenores complicados de la administración absorben toda la atención de sus órganos y rebajan su inteligencia hasta el nivel de las fórmulas y de los reglamentos, son una indicación favorable de futuros adelantos, y alientan la esperanza de que la ciencia penetre en regiones donde hasta ahora no ha encontrado acogida.
La obra, como su título indica, se compone de dos partes, a la primera de las cuales ha dedicado el autor todo su esmero, limitándose en la segunda a establecer algunos principios generales que son el fundamento de toda especulación filosófica, y en cuya exposición, lucida y rigorosamente lógica, el Sr. Azcarate se muestra muy capaz de emprender una tarea más amplia y más comprensiva, cual sería un curso completo de la ciencia, necesidad imperiosa de la generación presente y que está muy lejos de satisfacer el actual plan de estudios.
Bien persuadido de esta triste verdad, el autor consigna en las sentidas frases de su prólogo las reflexiones que su afición a la Filosofía le inspira. «Por lo pronto, se nota una idea (en el plan de estudios vigente) y es, hacer que se resuelve y no resolver el problema; es presentar sólo las ramas y ocultar cuidadosamente el tronco del árbol de la ciencia, con la diferencia de que, teniendo que contemporizar mas en los gobiernos constitucionales con las exigencias de la opinión, se procura presentar las ramas con mas follaje, para que sea la ilusión mas completa... Baste decir que la facultad de filosofía se divide en cuatro secciones, que son; literatura, administración, ciencias naturales, y ciencias físico-matemáticas, y en ella, según se ve, no ha tenido cabida, ¡parece increíble! la ciencia del espíritu, la ciencia del bien, la ciencia de la humanidad, la ciencia de Dios. Allí no desempeñan ningún papel, ni hay sección para ellas, la psicología, la ética, la ontología, la teodicea, que constituyen lo ideal de la verdadera filosofía, y la grandeza y realidad de la ciencia... La filosofía del plan de estudios, sin elevación y sin dignidad, es la filosofía de la materia, y, materializada la ciencia, no sé cómo no ha de materializarse la sociedad... Las universidades sin vida propia, el profesorado condenado en parte a arrastrarse en las antesalas, los libros de texto convertidos en un objeto de especulación mercantil, y un espíritu reglamentario, que todo lo encadena con eslabones de hierro, forman el cortejo de un sincretismo, alma del plan, magnífico para formar eruditos a la violeta y pedantes que hablan de todo y de nada entienden.»
El remedio de tan grave y transcendental dolencia, es, en sentir del Sr. Azcárate, el mismo que uno de nuestros colaboradores ha indicado en estas columnas –la libertad de la enseñanza. El autor sostiene esta opinión con argumentos irrebatibles, y con una calorosa elocuencia que acredita la sinceridad de sus convicciones, y sus ardientes deseos de que desaparezca la absurda esclavitud que el plan de estudios impone a la razón, a la ciencia, a todo lo más independiente y noble de la naturaleza humana. Como todo lo defectuoso y lo monopolizador de nuestras instituciones modernas, el despotismo universitario que estamos deplorando, nos ha venido de allende de los Pirineos, donde, si no produce tantos inconvenientes ni tan funestos resultados como en España, a pesar de que también allí se sienten, la diferencia consiste en una variedad de circunstancias, cuya enumeración y examen excederían los límites de un artículo de periódico. Bástenos indicar una sola. La universidad de París, que mereció llamarse hija primogénita de los reyes de Francia, por los grandes beneficios de que la colmaron en todas las épocas de su historia, no ha cesado jamás de seguir en sus métodos y estudios los adelantos del siglo, y desde los tiempos de Abelardo y los de Rollin hasta nuestros días, el espíritu de mejora ha sido el que ha guiado su conducta. Los nombres de Villemain, Cousin, Nizard, Royer-Collard, Damiron, Garnier y otros muchos que podríamos citar, son otros tantos testimonios de la excelencia de aquella gran institución. ¿Cuál ha sido entre tanto la suerte de nuestras universidades, semilleros en otro tiempo de tantos hombres eminentes? Con la caída del Escolasticismo,
Las cosas del saber, tristes vestigios
De la gótica edad.
como las llama Meléndez, quedaron en situación parecida a la de un bajel, que, privado de timón y de brújula, se deja llevar por los vientos y las olas. Todas las reformas que se plantearon en los reinados de Carlos III y de su sucesor, si bien dictadas, por loables intenciones, estaban marcadas con el sello de la ignorancia, de la precipitación y de las tendencias inquisitoriales, propias del régimen político que entonces predominaba. La enseñanza de la filosofía giraba en un mezquino círculo de insulsas puerilidades, y todavía se explicaba en las cátedras el fárrago superficial y estrambótico del Lugdunense, de Altieri y de Purchot, cuando en toda Europa fermentaban las nuevas doctrinas de Locke y se preparaban las nuevas escuelas en que la ciencia está actualmente dividida, y que tanto impulso han dado al movimiento intelectual de que estamos siendo testigos. El amor propio nacional padece al recordar la suerte de nuestras universidades bajo el reinado de Fernando VII. Cerráronse por orden de la autoridad, y por motivos harto sabidos aquellos establecimientos; hubo solución de continuidad en la enseñanza pública, y, cuando la nación recobró su libertad, y al soplo vivificador de este gran principio, «desaparecieron, como dice el Sr. Azcarate, los obstáculos morales y materiales que mantenían este país absolutamente extraño al movimiento filosófico general de Europa,» abiertas de nuevo las aulas, no se hicieron sentir en sus tareas las mejoras que de aquella transformación debían aguardarse, y el convencimiento de esta verdad, indujo al gobierno a promulgar el plan de estudios que, con algunas alteraciones, es el que actualmente rige{1}.
Sobraban motivos fundados para que este plan, más propiamente llamado reglamento por el espíritu oficinesco de que está impregnado, se considerase desde luego como un ensayo, o tentativa, o experimento hecho en terreno desconocido, y así lo prueban las faltas y errores que lo afearon en su origen{2}. Y, sin embargo, ya en él se sancionó la centralización despótica de las universidades, lo cual equivalió a extinguir, en los que se dedican al noble ministerio de la enseñanza, todo espíritu de estímulo, todo deseo de mejora, toda aspiración a la reputación y a la excelencia. De hecho quedaban amurallada la ciencia, desanimados los esfuerzos del celo y del entusiasmo, nivelado el genio con la rutina, condenada la juventud a encerrarse en un círculo estrecho y mezquino, y erigido el poder en dictadura intelectual que trazaba al genio, al saber y a la inspiración los límites de que no podían salir.
Con frases mucho más sentidas y con razones mucho más sólidas que las que nosotros podríamos alegar, ilustra el Sr. Azcarate esta materia en el prólogo de su obra. En su opinión, la asignatura de la filosofía debería componerse «de la ciencia de los primeros principios; de la Metafísica, única que, hablando científicamente, puede obtener el carácter de facultad mayor entre las ciencias profanas.» El autor, sin embargo, no ha entrado en la moda, harto seguida en nuestros tiempos, de sacrificar a la Metafísica todos los otros estudios que tienen por objeto el conocimiento del principio espiritual que nos anima; sabe dar a la Psicología toda la importancia que merece, y, en su tratado sobre los verdaderos principios de la ciencia, luce conocimientos nada vulgares en un ramo que creemos indispensable como preparación al estudio de lo infinito y de lo absoluto. Su decidida inclinación a estas sublimes especulaciones, no lo ciega hasta desconocer los peligros a que nos expone su abuso, y así es que, en el detenido y luminoso examen que hace de las doctrinas de Cousin, señala el precipicio en que este eminente filósofo estuvo próximo a caer, «cuando, seducido por la grandeza ideal de las teorías de lo infinito presentadas por Hegel y Schelling, arrastrado por la novedad, nutrida su alma con emociones metafísicas que no podía contener, y absorto con los resplandores que arroja la razón eterna en su desenvolvimiento, olvidó el mundo que habitaba, y se fue en busca de otro donde campean perspectivas infinitas, en medio de la soledad y el éxtasis.» Cousin, en una palabra, iba a parar en el panteísmo, que es el gran inconveniente del estudio de lo absoluto, cuando «se detuvo al borde del precipicio, y, recordando las modestas y bien cimentadas doctrinas escocesas, quiso concluir su carrera, proclamando un espiritualismo sometido a las condiciones del sentido común, que tiene por fundamento las creencias del mayor número, y presta vasto campo a la elocuencia para captarse la voluntad de los oyentes.»
La escuela escocesa, a que se alude en los pasajes citados, ocupa menos espacio que el que merece en la obra que estamos examinando. Una feliz experiencia de que ha sido testigo el que traza estas líneas, le ha demostrado que, de todas las doctrinas filosóficas adoptadas hoy como enseñanzas en los establecimientos públicos de Europa, ninguna se presta y acomoda más naturalmente al temple de la raza española, que la iniciada y ampliada por los dos ilustres profesores de la universidad de Edimburgo. El Sr. Azcarate les hace plena justicia, muy particularmente a Dugald Stewart cuyos admirables Elementos de la Filosofía del alma humana, quisiéramos ver en las manos de nuestra juventud, como saludable preservativo contra los errores a que podría inducirla su iniciación en más elevadas especulaciones. El Sr. Azcarate, al terminar su examen de las doctrinas de este filósofo, confiesa que su escuela «tiene el singular mérito de haber sentado las bases de una filosofía experimental que, salvando los inconvenientes del materialismo y del panteísmo, en que hemos visto precipitarse el empirismo y el idealismo, asegure el triunfo de la verdadera filosofía bajo los principios del sentido común».
Y como la gran necesidad de nuestros días, en materia de doctrinas filosóficas, es la de evitar aquellos dos grandes escollos, y como este objeto ha sido cumplidamente alcanzado por el filósofo que acabamos de nombrar, quisiéramos que el Sr. Azcarate le hubiera consagrado algunas páginas mas de las cuatro en que ha condensado su examen. Mayor espacio ocupan en la obra las extravagancias de Servet, que apenas merece una ligera mención en el catálogo de los hombres que han profanado con torpes extravíos el ramo más importante de los conocimientos humanos. Dugald Stewart, aunque clasificado con mucho acierto por el autor en la escuela psicológica, sabe elevarse sobre el nivel de la Psicología, y penetrar en las más altas regiones de la abstracción, donde la razón sola impera y de donde queda excluido el conocimiento del alma adquirido por medio de la observación de sus operaciones, transformaciones y fenómenos. En prueba de esto podemos citar sus opiniones sobre la distinción imaginada por Locke entre la intuición y el raciocinio; sobre la verdadera naturaleza de esta facultad; sobre la evidencia matemática, y su último capitulo sobre las causas finales. De estas doctrinas a las que componen la verdadera Metafísica, como se entiende esta palabra en nuestros días, no es grande la distancia, y, si no la salvó el profundo escocés, atribúyase a la repugnancia con que miró los extravíos de los escolásticos, cuyos recuerdos estaban todavía asustando a los amigos de las reformas.
Notamos en el catálogo de filósofos escoceses una omisión que no sabemos cómo explicar, atendida la vasta erudición que el autor ostenta en todo el curso de la obra, y el minucioso esmero con que registra los nombres de todos los filósofos modernos, desde Bacon y Locke, hasta Fichte y Krause. Nada se nos dice de Tomás Brown, profesor de filosofía en la universidad de Edimburgo, y que, habiéndose dado a conocer por un Ensayo sobre la causa y el efecto, cuestión muy debatida a la sazón de resultas de los sofismas de Hume, publicó en cuatro gruesos volúmenes las Lecciones de filosofía del entendimiento humano, tales como las había pronunciado en el ejercicio de su ministerio. Brown ha tenido la desgracia de excitar el enojo de Mr. Cousin, quien lo llama sucesor infiel de Reid y Dugald Stewart, hombre de ingenio, pero filósofo bastante mediano. La infidelidad de Brown con respecto a sus predecesores, no fue mas que el uso legítimo de la libertad de pensar, tan afianzada en todas las instituciones inglesas y sin la cual la filosofía se hallaría ahora en el mismo estado en que la dejó Aristóteles; es la infidelidad de Condillac con respecto a Locke; la de Fichte con respecto a Kant; la del mismo Cousin con respecto a la escuela ecléctica. Brown, sin abandonar jamás el principio de la investigación psicológica, como lo había fijado el ilustre autor de las Investigaciones sobre el entendimiento humano conforme los principios del sentido común, antes bien ampliándolo mucho más que sus predecesores lo habían hecho, creyó descubrir en las doctrinas de estos, algunos errores que juzgó de su deber atacar con las armas de la lógica, y sin traspasar los límites de la moderación y del decoro. Por lo demás, a la censura de Cousin y a la medianía filosófica que atribuye a Brown, por grande y bien fundada que sea la reputación del traductor de Platón y autor de tantos y tan profundos escritos, opondremos la autoridad no menos respetable de Sir James Mackintosh, hombre tan renombrado por sus triunfos parlamentarios como por sus trabajos científicos, el cual, hablando de la primera de las obras de Brown ya citada, la llama «el más perfecto modelo de discusión filosófica, después de los escritos de Berkeley y Hume.» «La parte de su obra relativa a la Ética, es en la que más descuellan, no sólo la perspicacia de su ingenio y la solidez de su argumentación, sino también la nobleza de sus sentimientos y la pureza de sus dogmas morales, porque él fue quien decididamente fijó la propensión benévola como criterio de la moralidad, o, lo que es lo mismo, de la bondad o malicia de las acciones humanas, demostrando la ligazón íntima que existe entre la utilidad y la virtud, en términos, según él, que quizás no hay una sola acción, generalmente tenida por buena, cuya imitación o repetición por todos los hombres no sea también generalmente benéfica en iguales circunstancias»{3}.
No es este lugar oportuno de analizar las Lecciones de Brown, pero no podemos abstenernos de recomendar su lectura a los aficionados a esta clase de estudios, y es de desear que el Sr. Azcarate le dedique un capítulo, si llega a dar, como lo esperamos, otra edición de su obra. Brown es menos profundo que ingenioso y sutil; menos didáctico que dialéctico, y su excelencia bajo estos dos aspectos es tal, que arrastra el convencimiento de un modo irresistible. En la moderna filosofía, nada conocemos más seductor ni más diestro que sus cuatro primeras lecciones, en que marca los límites de la ciencia que profesa, y el verdadero carácter del género de investigación que le corresponde. Su estilo, tan lúcido como ameno, sus oportunas digresiones y el uso frecuente que hace de las ciencias físicas, de la erudición clásica, y de los poetas antiguos y modernos, como medios de ilustrar las verdades más recónditas y más abstractas, dan a sus Lecciones un aire de novedad, y, si se quiere, de extrañeza, que excita vivamente la curiosidad y halaga la imaginación, poniendo de consuno en juego toda la actividad del raciocinio. No creemos que se haya hablado jamás con tanta elevación, con tanta dignidad del estudio de las ciencias filosóficas, como en el siguiente pasaje, que extractamos de la primera de las Lecciones: «La ciencia del alma, dice Brown, dirigiéndose a sus discípulos, es la ciencia de vosotros mismos; es la ciencia de todo lo que os rodea; de todo el que goza o padece, teme o espera, acierta o se descarría; ciencia tan inherente a vuestro ser, que os será imposible recordar los sentimientos experimentados en una hora sola de vuestra vida, sin tener presentes los fenómenos psicológicos que los acompañaron. Las operaciones y facultades de vuestra propia inteligencia, y todo lo que admiráis en el genio de los otros; las obligaciones morales, que, ejecutadas o violadas producen siempre satisfacción o remordimiento; las virtudes, cuyo recuerdo se presentará a vuestra mente siempre que penséis en las personas que os son caras, los vicios que miráis con odio o compasión; las marcas de la bondad divina, que nunca podréis apartar de vuestra vista, porque no hay objeto en la creación que no las ostente; el sentimiento de la dependencia en que vivís del poder misericordioso que os ha formado y la anticipación de una existencia más durable que la que se mide por algunos latidos de un pulso débil: estas consideraciones de tan frecuente ocurrencia en todas las situaciones de la vida, os recordarán continuamente las investigaciones que han llamado en este sitio vuestra atención.
Aun no hemos entrado en el examen de la parte fundamental de la obra, asunto de este artículo, y ya vemos estrecharse el espacio a que debe limitarse. Apenas nos queda el necesario para dar a conocer el plan general de la Exposición, y el espíritu que domina en su segunda parte, en la que el autor condensa los principales dogmas de la escuela a que se afilia. Su cuadro general de la filosofía moderna, adoptado como base del juicio crítico de los sistemas filosóficos creados sobre las ruinas del escolasticismo, se divide en sistema empírico, sistema idealista y sistema psicológico. El autor subdivide el trabajo que a cada uno de estos trabajos dedica, en su respectiva historia y doctrina. Esta segunda parte comprende el análisis y la crítica de las obras más notables que a cada una de las mencionadas clasificaciones corresponde. En el sistema idealista figuran el panteísmo místico, el filosófico y el teológico racionalista. En esta vasta galería de monografías histórico-filosóficas, el autor se detiene con más esmero y analiza con más escrupuloso criterio las doctrinas que más han sobresalido por su novedad y que han atraído mayor número de sectarios, y en este ramo los artículos consagrados a Locke, Condillac, Broussais{4}, Bentham, Descartes, Spinosa, Kant y Fichte, nos han parecido obras maestras en su línea. La última de las mencionadas tiene a nuestros ojos el mérito especial de poner al alcance de los profanos a la ciencia, una de las doctrinas mas recónditas y tenebrosas que han salido del cerebro humano. Por nuestra parte, confesamos sin rubor, que, extraños al idioma en que se escribieron la Teoría de la Ciencia y el Destino del Hombre, y, teniendo motivos para desconfiar de las traducciones francesas, hasta que leímos la obra del Sr. Azcarate, no habíamos adquirido una idea completa de las aberraciones y aciertos que han dado tanta celebridad al primero de los discípulos de Kant.
Réstanos hablar de los verdaderos principios de la ciencia, asunto de la segunda parte de la obra que estamos examinando. La impresión que su lectura produce en el ánimo del lector imparcial, es que, aunque el autor no disimula su afición a la metafísica, y la prefiere a las otras ramificaciones de la ciencia del alma, no desconoce los peligros a que se expone, cuando no reprime sus atrevidos vuelos el estudio, harto descuidado en nuestros días, de las facultades con que nos ha dotado la Providencia para traspasar el mundo de la realidad y lanzarnos a la contemplación del infinito. En el capítulo 3.º del IV tomo «plantea la cuestión metafísica en el sistema psicológico,» y no desconoce las graves dificultades con que tiene que luchar para resolver este difícil problema. Nunca será bastantemente inculcada la regla que establece como base del estudio de la metafísica, a saber, la de «no llegar a las abstracciones filosóficas sino por rigorosa inducción, en la forma que se practica en las ciencias naturales,» regla cuya solidez demuestra victoriosamente el siguiente capítulo, en el cual, guiado por la autoridad del sensato Jouffroy, se propone y consigue demostrar que los fenómenos psicológicos son tan susceptibles de observación, como los físicos en las ciencias naturales.
Apenas nos queda lugar para señalar, como dignos de atención y de examen, los últimos capítulos de la obra, en que el Sr. Azcarate entra de lleno, aunque quizás demasiado concisamente, en la región de su estudio favorito, combinando con singular destreza las más elevadas especulaciones sobre el tipo del infinito en todos sus desenvolvimientos y transformaciones, con la sobriedad y mesura que se impone a sí mismo en los capítulos que acabamos de citar. Si el estudio de la Filosofía ha de cimentarse y adelantar algún día en España, será cuando se encierre en estos límites, que tocan por un lado en los del panteísmo de Spinosa, y por otro en los del materialismo de Cabanis, escollos que el autor no cesa de indicar en todo el curso de su obra, y de los cuales ha sabido preservarse en la doctrina que finalmente; adopta y profesa.
En resumen, el Sr. Azcarate ha hecho en nuestro sentir, un importantísimo servicio a la juventud española, dando el alimento que la enseñanza oficial le rehúsa, a su ardiente prurito de sólida instrucción; a su ansia de iniciarse en los misterios de la ciencia profunda del espiritualismo. Aun aquellos que no mantienen tan altas aspiraciones y no leen sino para satisfacer una curiosidad pasajera, sacarán de esta lectura, y no es despreciable ventaja, la de impregnarse en los sentimientos más puros y las ideas más grandiosas que pueden abrigarse en el corazón y en el entendimiento del hombre, en presencia de las cuales se disipan, como ilusiones prismáticas, las mezquinas pasiones y los intereses rastreros, gérmenes de tantos males en las familias humanas. Séneca dice que la Filosofía no sólo aprovecha a los que la estudian, sino a los que hablan de cualquier clase de asuntos, a manera del olor que se impregna y conserva en el que ha permanecido algún tiempo en la tienda de un perfumista: qui in unguentaria taberna resederunt et paulo diutius commorati sunt, odorem secum loci ferunt, et qui ad Philosophiam fuerunt, traxerint aliquid necesse est, quod prodesset etiam negligentibus. (Sen. Ep. 108.)
José Joaquín de Mora.
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{1} Tal era el estado de las universidades en la época a que nos referimos, que en una de ellas, cuyo nombre suprimimos por obvias razones, se señaló el Telémaco de Fenelón como libro de texto para la enseñanza del Derecho de Gentes.
{2} En el plan primitivo, los elementos de la Mitología precedían en tiempo al catecismo de nuestra religión, de modo que el discípulo se iniciaba en los misterios del paganismo antes de saber quién es el Dios verdadero. Más tarde se enmendó este desacierto, a cuya innovación debió contribuir un artículo que salió a luz en el Español, periódico fundado y dirigido por D. Andrés Borrego.
{3} No fue desconocida esta verdad a la filosofía antigua, como lo prueba el siguiente pasaje de Cicerón; quidquid honestum est, idem utile videtur, nec utile quidquam quod non sit honestum. El principio estaba descubierto: faltaba probarlo, y esto es lo que Brown has desempeñado con éxito cumplido.
{4} El autor omite en su catálogo de filósofos materialistas, el nombre de Guillermo Lawrence, autor de Lectures on Physiology, Zoology and the natural history of man, cuya publicación hizo gran ruido en Inglaterra, donde nunca han gozado de favor las doctrinas de esta clase. No damos gran importancia a esta omisión, atento a que todas las razones con que el Sr. Azcarate combate las opiniones de Cabanis y Broussais, se aplican con igual fuerza y propiedad a las del fisiólogo británico. El cual saca por consecuencia de su admirable fisiología del cuerpo humano, la siguiente exposición, conforme en todo con la de sus colegas franceses: «la misma clase de hechos, el mismo raciocinio, las mismas pruebas que presentan la digestión como una función del canal alimentario, del movimiento de los músculos y de las secreciones de ciertas glándulas, demuestran que la percepción, la memoria, el juicio, el raciocinio, el pensamiento, y, en fin, todas las manifestaciones llamadas mentales, o intelectuales, son funciones animales de un órgano peculiar, o de un aparato orgánico, o del órgano central del sistema nervioso. –Ninguna dificultad, ninguna oscuridad pertenecen al segundo caso que no pertenezcan también al primero. Ninguna prueba liga el fenómeno activo con el instrumento en el uno, que no pueda aplicarse del mismo modo al otro.» Léanse en las páginas 190 y siguientes del primer tomo de la obra del Sr. Azcarate, los irrebatibles argumentos con que pulveriza, hablando de Broussais, esta desconsoladora teoría.