Filosofía en español 
Filosofía en español

Causalidad

[ 792 ]

Influencia causal y estructura ontológica del Mal

Como determinación importante de la Idea de Influencia causal [143], cuando el esquema H de identidad es definido como un bien (en sentido axiológico), podemos considerar a la Idea del Mal.

La consideración de la Idea del Mal es obligada en todo sistema filosófico y, de hecho, algunos sistemas filosóficos (por no mencionar a otras concepciones del mundo de carácter teológico, como pudiera serlo el dualismo zoroástrico) como los que asociamos a A. Schopenhauer y a J.P. Sartre, ponen a la Idea del Mal en el centro, o al menos en un lugar principal de su metafísica y de su filosofía moral (doctrina de la “mala voluntad”, del “mal radical” o de la “mala fe”). Es cierto que otros sistemas filosóficos tienden a rebajar la importancia filosófica de la Idea del Mal reduciéndola al campo de la subjetividad psicológica o del lenguaje (el mal como apariencia, como mero “contenido semántico”, como fenómeno o como ilusión).

El materialismo filosófico [1], huyendo de los planteamientos iniciales de la cuestión del mal que tengan naturaleza metafísica o teológica (sin que esta “huida inicial” signifique abdicación del compromiso de volver a estos planteamientos), no cree posible aproximarse sistemáticamente a la Idea del Mal desde una perspectiva meramente doxográfica (que ofrece repertorios de doctrinas o especulaciones en torno al mal que tan solo podrían ser sistematizadas desde fuera hasta tanto no se posea una doctrina firme sobre el mal), ni tampoco desde una perspectiva lexicográfica que ofrece, al modo de la llamada filosofía analítica, análisis léxicos de los términos de la constelación semántica del mal. Sin duda, la erudición doxográfica o la lexicográfica son necesarias en el proceso de investigación, pero son insuficientes en el proceso de construcción doctrinal. La doxografía requiere una sistematización interna (desde la propia doctrina del mal presupuesta); y la lexicografía, como no puede restringirse a un solo idioma (sea el inglés, el griego, el latín o el español) requiere siempre la apelación a referenciales extralingüísticos.

El materialismo filosófico comienza, por tanto, su aproximación sistemática a la Idea del Mal delimitando los conceptos positivos (operatorios, prácticos) del mal que puedan considerarse establecidos en diferentes sociedades o culturas y, eminentemente, en las sociedades del presente; conceptos que pueden encontrarse tanto en campos cultivados por técnicas o tecnologías científicas (tipo “el gran mal”, como nombre del concepto médico del ataque convulsivo de epilepsia, o “mal de Pott”, como nombre del concepto también médico de tuberculosis vertebral) como en campos utilizados por curanderos o magos (tipo el “mal de ojo” o “aojo” descrito por Enrique de Villena, hacia 1411, en su Tratado del aojo o fascinación). Constatamos, por tanto (diríamos: fenomenológicamente, en el espacio práctico), conceptuaciones positivas, a título de males de muchos procesos y situaciones precisas pero dadas en las más diversas categorías sociales, biológicas, éticas, geológicas: el holocausto de millones de judíos en los campos nazis de concentración constituye en nuestros días un prototipo del mal, y aún del “mal radical”; pero también son males prototípicos del presente las hambrunas de tantos pueblos africanos, las trampas tendidas por unos hombres a otros, a fin de sojuzgarles o explotarles, la drogadicción, las catástrofes ecológicas, etc. En el terreno conceptual objetivo (no ya psicológico subjetivo del sufrimiento, por ejemplo) puede afirmarse que el mal existe, que no es una ilusión; o, si se prefiere, que el mal, como concepto, nos remite ante todo a hechos, y no a teorías. El criminal horrendo existe, no es una ilusión ni un relativo cultural; otra cosa es si la maldad que constituye al criminal horrendo como tal puede ser neutralizada o más bien se redobla con su ejecución capital.

Ahora bien: ¿qué tienen de común los males conceptualizados en tan diversas categorías? ¿Existe un común denominador unívoco a todos estos conceptos de mal –es decir, una idea unívoca del mal– o bien la raíz del mal, su primer analogado, habrá que situarlo en alguna categoría antes que en otra (lo que nos obligaría a entender la Idea de Mal como análoga y no como unívoca)? Y sobre todo: ¿qué alcance tienen los diferentes males en el contexto de la realidad? ¿Se mantienen en el terreno de la apariencia o hunden sus raíces en las profundidades de las cosas más reales? Estos tipos de preguntas ontológicas, por cuanto giran en torno a la entidad que haya que reconocerle al mal, implican análisis de las relaciones que la Idea del Mal pueda mantener con las Ideas ontológicas cardinales, como puedan serlo la Idea del Ser o la del Bien (y en su límite, la del Sumo Bien, Dios) o la Idea del Mundo, o la Idea del Hombre. Las diferentes doctrinas sobre el mal que la doxografía nos ofrece pueden en gran medida interpretarse en función de las relaciones que se postulan entre la Idea del Mal y estas Ideas ontológicas cardinales. Para quienes se sitúan en la perspectiva de la Idea del Bien (y del Sumo Bien, de Dios) el mal tenderá a reducirse al ámbito de la libertad que caracteriza a las personas diabólicas (Luzbel, Satán, Mefistófeles) o a las personas humanas; incluso la reducción tendería a ver el mal como una privación (Santo Tomás) o como una negación de la infinitud que está asociada a la criatura y que justificaría, en una Teodicea, al propio Dios creador de las cosas (Leibniz). Como dice Mefistófeles en su presentación a Fausto: “Soy el espíritu que siempre niega, y con razón, pues todo cuanto tiene principio merece ser aniquilado y, por lo mismo, mejor fuera que nada viniera a la existencia”.

Desde la perspectiva antimetafísica [4] del materialismo filosófico, las conexiones tradicionales entre la Idea del Mal y las Ideas del Ser, el Bien, Dios, el Mundo o el Hombre, habrán de considerarse inadmisibles. Es simple metafísica suponer que el ente finito, por serlo, es malo; o que el mal hay que referirlo a la parte del mundo, pero no al todo en el que los males parciales pueden mostrar su eficacia para producir el bien global o la armonía universal (otra cosa es que el mal, como el bien, no tenga nada que ver con la Idea del Todo; pero la fórmula tradicional bonum ex integra causa, malum quocumque defectu no tiene por qué ser interpretada en su sentido “cósmico”).

El materialismo filosófico establece como conexión principal, en el análisis de la Idea del Mal, la relación entre el mal y la causalidad, siempre que esta sea entendida no como una relación binaria Y=f(X), sino como una relación ternaria, al menos en su contenido nuclear Y=f(H,X). Como la Idea de Causa es incompatible con la Idea de Creación [136] ex nihilo (es decir, con la situación de H=0) no cabrá suscitar siquiera la cuestión de la Teodicea como “justificación de un Dios creador” (creador, entre otras cosas, de los males del mundo), según sostuvo Marción.

Desde la perspectiva de la Idea de Causa y, en particular, de la Idea de Influencia Causal, podemos construir la Idea del Mal cuando atribuyamos al esquema material de identidad H la condición de un bien definido en un contexto axiológico y, por tanto, antrópico (en un contexto en el cual los sujetos operatorios actúan en el espacio antropológico). En la medida en la cual la causalidad se define por la fractura o desviación de un esquema material de identidad (fractura o desviación que designamos como “efecto”) el mal podrá ser asociado, en principio, a la misma causalidad, y no porque todo proceso causal implique un mal, sino porque la maldad implica siempre un proceso causal. La desviación de una masa de su trayectoria inercial no es por sí misma un mal (aunque pueda siempre considerarse como un proceso violento), salvo que previamente hubiéramos podido definir a esa masa inercial H como buena. En cualquier caso, hay una circularidad dialéctica en la oposición correlativa entre el bien y el mal, porque solo si el efecto Y consiste en la desviación de H es malo, podremos asegurar que H es bueno.

En cualquier caso, la estructura causal que atribuimos a la maldad nos lleva a distinguir inmediatamente entre una maldad genética (referida a la causa X de la desviación) y una maldad estructural, referida al efecto Y. Relacionada con esta distinción nos encontramos con la distinción entre el mal extrínseco (cuando el determinante causal X recae ab extrínseco sobre H, fracturando su identidad “sin cooperación activa”) –es la maldad del rayo que fulmina al labrador, porque si el rayo hubiera descargado sobre una nube no podría ser llamado malo– y el mal intrínseco (cuando Y no recae sobre H de un modo extrínseco, sino de forma que pueda decirse que el propio H ha asimilado a Y como una virtualidad propia). El mal intrínseco suscita, de algún modo, la validez de una “ley de autodestrucción” que en los organismos tiene que ver con la muerte natural (acaso implicada en la llamada apoptosis o suicidio de las células).

La alternativa fundamental según la cual puede hacérsenos presente la maldad intrínseca tendrá que ver con la condición del determinante causal Y según que este sea un sujeto β-operatorio [68] (animal, pero sobre todo humano o personal) o no lo sea. Hay situaciones ambiguas, como las que implican un control remoto de la conducta de un sujeto a quien se le hayan implantado electrodos sin su consentimiento. Un modelo primero de maldad causal intrínseca nos lo ofrecen las situaciones en las cuales tanto X como H son sujetos operatorios, cuando X sea capaz de envolver con sus prólepsis operatorias a las prólepsis del sujeto H. El adulto que pone una trampa a un niño que, movido por la codicia, se precipita a una sima o resulta mutilado, forma parte de un proceso afectado de maldad intrínseca.

En la medida en la cual los esquemas procesuales de identidad H, considerados como buenos, han de determinarse en el ámbito del espacio antropológico [244], podremos también clasificar los tipos de maldad en función de los ejes de este espacio distinguiendo una maldad circular (que cubre las traiciones, injusticias, incluso las establecidas por encima de la voluntad, el fetichismo de las mercancías, la guerra…), una maldad angular (el cazador que atrapa a un chimpancé mediante un cepo etológico) y una maldad radial (en la que se incluirán las crisis demográficas o los desastres ecológicos).

{E}

<<< Diccionario filosófico >>>