Filosofía en español 
Filosofía en español

Teoría de la Sociedad política y del Estado

[ 585 ]

España como Imperio generador / España como problema filosófico

En la medida en la que el imperialismo español es un imperialismo generador [584], puede sostenerse que la forma del “ensayo filosófico” [707] es la forma de elección casi obligada para tratar de “España” a secas (es decir, en general, globalmente, no en algún aspecto suyo especial, económico, político, demográfico, etc.). No es que no puedan citarse ensayos sobre España, en general, que no quieran ser filosóficos, sino, por ejemplo, históricos, sociológicos, económicos o apologéticos; la cuestión es si estos ensayos son efectivamente ensayos sobre España o no más bien sobre algún aspecto especial, por importante que él sea; un aspecto especial que agradecería más el estilo del “informe técnico”, incluso el estilo de la “memoria científica”, que la forma del ensayo. “España”, a secas, sin embargo –tal es nuestra tesis– no es susceptible de ser tratada, de un modo responsable, desde coordenadas especiales, económicas, políticas, tecnológicas, científicas. Y no porque estas coordenadas puedan ser desatendidas, sino porque ellas tienen que ser rebasadas o desbordadas al ser referidas a España, hasta alcanzar una perspectiva filosófica. Que no excluye, en modo alguno, las categorizaciones especiales (económicas, técnicas, etc.): antes bien, las incluye, y se nutre de ellas (en cambio, las “categorizaciones especiales” desde las que podemos acercarnos a España pueden en gran medida prescindir, al menos de un modo explícito, de planteamientos filosóficos, y aún muchas veces agradeceríamos que prescindiesen de ellos). A la escala de “ensayo filosófico sobre España” se mantuvieron, por ejemplo, Américo Castro (España en su historia. Cristianos, moros y judíos), Ortega (España invertebrada), Fidelino Figueirido (Las dos Españas, El Eco de Santiago 1933) y, desde luego, tres ensayos leídos, a título de oraciones inaugurales de apertura de curso, en la Universidad de Oviedo: Federico de Onís (El problema de la universidad española, 1912-13; recogido posteriormente, por su autor, en los Ensayos sobre el sentido de la cultura española, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, Madrid 1932, págs. 19-109), Julio Rey Pastor (Los matemáticos españoles del siglo XVI, 1913-14; recogido, notablemente ampliado, por su autor, en el libro del mismo título publicado por la Junta de Investigación Histórico Bibliográfica, Madrid 1934, 163 págs.), Pedro Sainz Rodríguez (La obra de Clarín, 1921-22; incluido ulteriormente por su autor en el libro Evolución de las Ideas sobre la decadencia española, Biblioteca del Pensamiento Actual, Madrid 1962, págs. 334-429), etc.

Con el término “ensayo filosófico sobre España” pretendemos aislar un tipo de discursos susceptibles de ser diferenciados de otros escritos (tratados escolásticos, informes, memorias científicas, libros de viajes) que, aunque se ocupen de España, no podrían, y muchas veces no querrían, ser clasificados como ensayos filosóficos. Asimismo, con este concepto, “ensayo filosófico”, pretendemos “denunciar” a ciertos discursos que, siendo presentados muchas veces como filosóficos, no lo son efectivamente (y esto, dejando aparte su penetración, su validez, etc.) –tal sería el caso del célebre discurso de otro asturiano, Juan Vázquez de Mella, El ideal de España, los tres dogmas nacionales, esta vez pronunciado en el Teatro de la Zarzuela de Madrid el día 31 de mayo de 1915, en tanto es un discurso teológico-dogmático–, o, por el contrario, de ciertos escritos o libros que presentándose como estrictamente técnicos, científicos o históricos, contienen en realidad una auténtica filosofía de la Historia de España –tal sería el caso del libro, en dos volúmenes, España, un enigma histórico, de Claudio Sánchez Albornoz (Sudamericana, Buenos Aires 1956)–. En cualquier caso, el género “ensayo filosófico sobre España” no tiene paralelos claros en otras naciones. No cabe citar, ni de lejos, para bien o para mal, listas de “ensayos filosóficos sobre Francia” o de “ensayos filosóficos sobre Inglaterra” o de “ensayos filosóficos sobre Suecia” tan copiosas como las listas de “ensayos filosóficos sobre España”. Se trata de un “hecho diferencial” que no puede ser subestimado, ni explicado a partir de ramplonas categorías psicológicas (tales como la “narcisista tendencia de los españoles a satisfacerse mirándose el ombligo”): se trata de un “hecho” cuya razón habrá de tener cabida en los mismos ensayos filosóficos sobre España. Éstos comienzan propiamente en el siglo XVII, en la época en que puede considerarse ya configurada, tras la “reconquista” de Granada y la “conquista” de América, la idea sobre los límites del imperio español “realmente existente”. Sería preciso anteponer al ensayo filosófico sobre España una fase literaria previa, que habría tenido lugar durante el siglo XVI, en donde el “problema de España” no se plantea todavía en forma de ensayo, en español, y en el terreno histórico en el que se planteará tan pronto como comiencen a advertirse los límites efectivos del imperio católico universal (unos límites que anunciarán, de un modo u otro –tal es nuestra tesis–, la idea de la decadencia); pero sí se plantea el problema de España en el terreno de los principios filosófico teológicos, como problema de los límites políticos abstractos con los cuales España ha de contar (independientemente de su capacidad de traspasarlos) en el momento en que se dispone a llevar adelante su proyecto de imperio católico universal [737-739]. Me refiero a las Relecciones De Indiis iniciadas por Francisco de Vitoria en el curso 1538-39, o a la apología De adserenda hispaniorum eruditione de Alfonso García Matamoros (1550); incluso, prácticamente aún en el siglo XVI, al tratado Monarquía hispánica, de Tomás Campanella, de 1602 (sin perjuicio de que el mismo Campanella, años después, en 1635, encerrado en una cárcel española de Nápoles, se retractase en su Atheismus triumphatus). Aquí será donde se definan las diferencias entre lo que debiera ser un Imperio católico generador de otros reinos, y lo que hubiera de ser un Imperio depredador (puramente colonial) atenido únicamente a la ley de la eutaxia maquiavélica (o hobessiana) expresada en el cesaropapismo de Jacobo I, contra el que Francisco Suárez opuso el monumento de su Defensio Fidei. Es obvio que los planteamientos que tienen que ver con el problema de España no han de circunscribirse necesariamente al género del ensayo filosófico, puesto que la Defensio Fidei de Suárez, por ejemplo, sólo con una gran violencia puede considerarse como un ensayo, dada su condición de tratado, escrito, además, no en el lenguaje popular, en el román paladino propio del ensayo, sino en el lenguaje académico (otros dirán: elitista), el latín; lo que no quiere decir que lo que se escribiera sobre el problema de España en lenguaje popular hubiera a su vez de ajustarse necesariamente al género del ensayo: ahí está la primera parte del Quijote (los capítulos 39 a 41, en los que Cervantes analiza el papel de España ante el Islam); ahí están tantas comedias de Calderón, en las que se oponen las ideas de Suárez a las de Maquiavelo o a las de Hobbes: El Príncipe Constante o El lirio y la azucena (en donde Clodoveo y Rodulfo representan respectivamente a “la ley natural” y a “la ley de la Gracia”, entretejidos escénicamente en una interpretación sui generis de la Paz de los Pirineos); ahí está la carta que Quevedo envía en 21 de agosto de 1645 a don Francisco de Oviedo, en donde se da la clave, en forma de quiasmo, no en un ensayo, sino en el último terceto de un soneto, de los límites del Imperio universal [720-722] realmente existente y, por tanto, del problema objetivo de España: y es más fácil, ¡oh España! en muchos modos / que lo que a todos les quitaste sola / te puedan a tí sola quitar todos.

Será ajustándose a las formas muy próximas al ensayo filosófico, a través de las cuales, a partir del siglo XVII, comenzará a tratarse el problema de España en su perspectiva real, histórica. Podría considerarse como una de las primeras muestras de este género el escrito del propio Quevedo España defendida, de 1609. El género se consolidaría en el siglo XVIII y, por cierto, en los discursos (verdaderos ensayos) escritos desde Oviedo por Benito Feijoo, por ejemplo el discurso Amor de la patria y pasión nacional, que constituye una trituración del “nacionalismo circunscrito” en nombre de una visión católica-universal que España puede aún ampliamente mantener (Paralelos de las lenguas castellana y francesa). Un género que muy poco tiene que ver, a pesar de las apariencias, con el estilo de la oración apologética que Juan Pablo Forner escribiera en 1786 como “exhornación” al discurso del abate Denina en la Academia de Ciencias de Berlín sobre ¿Qué se debe a España? Y la razón por la cual el ensayo filosófico sobre España es un género literario que no tiene paralelos estrictos en otras naciones canónicas [731] de la época moderna, tendrá que ver (tal es nuestra tesis) con la peculiaridad (con la unicidad) de España en cuanto proyecto imperial católico universal, realizado de una manera superior al de la mera especulación megalómana, es decir, en cuanto Imperio “realmente existente” en cuyos dominios no se ponía el Sol. Es este proyecto de imperio católico, encarnado por la España del siglo XVI, en cuanto albacea o heredera del Sacro Imperio Romano Germánico, aquello que explica (o que exige) un planteamiento filosófico, es decir, una filosofía de la historia universal. Un problema filosófico que no se les plantea, por ejemplo, a los imperios depredadores (es decir, no católicos, sino calvinistas o anglicanos), al imperio inglés o al imperio holandés; porque estos imperios no necesitan justificación filosófica, más allá de la que les imponga su propia potencia depredadora. Porque no son imperios que necesiten justificarse más allá de los límites de su nación, dado que son imperios coloniales, que actúan en beneficio de su propia realidad nacional, de su “razón maquiavélica de Estado” [718]. Sus problemas no son filosóficos, sino militares, políticos o económicos. Ni siquiera Francia (la Francia de Richelieu), en cuanto defensora del orden o equilibrio entre los reinos cristianos de Europa, necesitó plantearse “el problema de Francia”, en cuanto problema filosófico histórico; a lo sumo Richelieu sólo necesitaba justificar, ante otros teólogos, su política de alianzas con los protestantes, en la Guerra de los Treinta Años, a fin de lograr el equilibrio europeo. Dicho de otro modo, la Francia de entonces no pretendió nunca ser un Imperio. Todo lo que venimos diciendo caería por los suelos en el momento en que interpretásemos al Imperio español como un imperio colonial más, es decir, como un imperio depredador, como lo interpretan de ordinario los historiadores ingleses y, por reflejo simiesco, tantos historiadores españoles, que de ese modo creen ser más objetivos. Una interpretación que en modo alguno puede considerarse enteramente gratuita, puesto que, supuesta una escala de análisis adecuada, las semejanzas entre los imperios colonialistas y el imperio católico se nos muestran mucho más estrechas que sus diferencias. También dos organismos de la misma especie (por ejemplo, un asesino y un héroe) o incluso dos organismos de especies o géneros diferentes (por ejemplo, un ave o un mamífero), analizados a escala de partes suyas (incluso si estas son partes formales, como órganos o células; mucho más si son partes materiales, como elementos atómicos o subatómicos) muestran profundas semejanzas, y ni siquiera es posible distinguir, a escala molecular, los procesos fisiológicos neuronales que tienen lugar en el cerebro del asesino y los que tienen lugar en el cerebro del héroe. Así también las empresas depredadoras, tanto si son inglesas u holandesas, como si son españolas, promovidas por individuos o compañías particulares, en busca, en las Indias occidentales o en las orientales, de metales, maderas preciosas o cambio de esclavos arrancados de Africa, son muy semejantes, en sus fines y en sus procedimientos. El Imperio español, el inglés o el holandés, analizados a esta escala, resultan ser homólogos. Pero considerados a escala de su propia definición de Imperio son por completo diferentes e irreductibles. Es cierto que para mantener la tesis de esta irreductibilidad será preciso dar por descontado que la ideología filosófica del Imperio español es algo más que una mera superestructura destinada a disimular o a encubrir las rapacidades más abyectas. Pero, de todas las maneras, no es más racional, ni más crítica, ni más profunda, la tesis de la condición superestructural de la idea de un imperio católico; en cualquier caso esta tesis de la superestructura (utilizada por el marxismo vulgar en funciones propiamente de un no menos vulgar psicoanálisis de los intereses subjetivos) nos lleva al terreno del debate filosófico, al terreno de la filosofía de la historia, que es lo que queríamos demostrar. Un terreno en el cual tendrán que enfrentarse con una concepción alternativa de las superestructuras, en cuanto mapae mundi o retículas capaces de canalizar las mismas energías subjetivas, de la misma manera a como la estructura de una locomotora de vapor, por artificiosa y “sofisticada” que ella sea, no puede considerarse como una simple superestructura destinada a “encubrir” o “disimular” la energía térmica auténtica procedente de la caldera, que se derramaría y no podría mover a la máquina al margen de ese artificio y sofisticación de las bielas, ruedas, raíles… y conexiones con el refrigerante. Por otro lado, las diferencias entre los resultados del imperialismo español y los del imperialismo inglés u holandés están a la vista. No son simples diferencias de proyecto, de intención, de finis operantis, mentalistas, que, sin embargo, quedasen igualados en sus resultados (en sus finis operis). Por razones específicas muy precisas, el Imperio español, como imperio generador [723] (de reinos o de naciones) ocupó, al modo romano, las tierras americanas que iba descubriendo, fundando ciudades, universidades, bibliotecas, editoriales, templos, administraciones civiles (todo esto coexistiendo, y no por azar, sino por una necesidad dialéctica con los intereses más egoístas y, desde luego, apoyándose en la rapacidad de las empresas particulares); mientras que Inglaterra u Holanda creaban factorías, colonias e incluso “respetaban” las costumbres de los indígenas (el “gobierno indirecto”) e incluso prohibían la esclavitud antes que España o Portugal, no tanto por una “disposición moral” más avanzada (en los mismos años en los cuales Inglaterra prohibía la esclavitud y liberaba a los siervos, abría el mercado de la mano de obra industrial que era tan cruel y depredador, y desde luego mucho más hipócrita, porque hablaba en nombre de la libertad, como pudiera serlo el comercio con los esclavos) sino porque los intereses de la economía, en la época de la revolución industrial, así lo aconsejaba. {BS24 1-24}

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