Filosofía en español 
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Tolerancia

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Concepto cristiano-escolástico de Tolerancia

Primera gran etapa sistemática de la historia del concepto de tolerancia. [543] Comprenderíamos a la gran masa de especulaciones morales, teológicas y jurídicas que van desde los padres de la Iglesia a los escolásticos, incluida la escolástica musulmana y judía, y que se cierra en el humanismo renacentista (sin perjuicio de que subsista una corriente viva hasta casi nuestros días). Caracterizaríamos a esta primera etapa del siguiente modo: la tolerancia (o conceptos afines) así como la intolerancia, tenderían a aparecer insertas en el contexto de la justicia y de la caridad (y, sólo a su través, de la prudencia, o acaso de la paciencia, en cuanto virtud subalterna de la fortaleza). Pero esta inserción tendría lugar de suerte que fuera la tolerancia (o algún concepto afín) un concepto que se define formalmente por su relación con el mal moral. Incluso algo que, en el límite, llegará a calificarse simpliciter como malo (un vicio) y sólo secundum quid, en la medida en que el mal pueda ir subordinado a un bien, la tolerancia podrá ser una virtud. La intolerancia, por su parte, ya no se definirá por respecto del mal moral: se mantendrá indiferente (“no marcada”) y, en el límite, tenderá a recibir la calificación de virtud o a ser clasificada como algo moralmente positivo o bueno. En su primera etapa, el concepto de tolerancia, incluso cuando se considera como un deber (o como una virtud) sólo dice relación al bien a través de algún mal, que es precisamente el objeto formal y propio de la tolerancia y, en el límite, desaparecido aquel bien, la tolerancia se revela simpliciter como mala, como un vicio, que acaso podría confundirse (decimos por nuestra parte, en un intento de reconstruir una teoría escolástica de la tolerancia) con la adulación, en cuanto extremo vicioso de la afabilidad, que es virtud subordinada a la justicia. La tolerancia hacia las opiniones consideradas erróneas del prójimo por respeto a la persona que las mantiene no sería otra cosa, simpliciter, que una suerte de adulación. Y, además, constituye una imprudencia respecto de terceras personas que pudieran ser dañadas por ese error tolerado. La tolerancia sólo era reconocida en cuanto a mal menor, cuando se presuponía que de la misma intolerancia civil –en sí misma considerada como buena– hubieran de seguirse males sociales mayores que aquellos males religiosos que debían ser, en todo caso, temidos. El texto clásico –en el cual aparece explícitamente el verbo tollere, aunque no el sustantivo correspondiente– que podemos citar aquí es el de la Secunda secundae de Santo Tomás (q. 10, a. 12). La tolerancia implicaría aquí (en Dios) potencia para retirar o detener (tollere) las causas que van a producir un mal (pero que no son detenidas en virtud de la subordinación de ese mal a otro bien, aunque este bien consista en la relatividad del mal menor). Pero, aplicada al hombre, resulta de hecho que la tolerancia implica la impotencia para detener o retirar las causas de un mal. Porque aunque en algunas ocasiones puede decirse que existe esa potencia en un instante determinado, dejaría en rigor de existir cuando se tienen en cuenta las consecuencias inmediatas. Podría un Gobierno prohibir un Concilio en el instante t1; esta prohibición desencadenaría una reacción capaz de derribar al Gobierno en el instante t2; por tanto habrá que decir que el Gobierno no puede prohibir, políticamente hablando, el Concilio: retira, suprime o deja en suspenso su poder inmediato en t1 y tolera el Concilio. Pero el poder en t1, vinculado a t2, equivale en rigor a una impotencia. De este modo, la tolerancia por impotencia relativa se aproxima a la tolerancia por impotencia absoluta –es decir, a algo que ya no es ni siquiera tolerancia, sino necesidad, imposición de la “cosa tolerada”. La Iglesia católica ha tolerado el islamismo, o ha tolerado el darvinismo, o ha tolerado el socialismo precisamente cuando estos movimientos se han impuesto en virtud de su propia fuerza. Su tolerancia ha sido, además, en todo caso, más bien civil que doctrinal. Sólo podría hablarse de tolerancia efectiva, dentro del mundo cristiano tradicional, cuando subsista la posibilidad de suspender o interrumpir el curso del mal o cuando la suspensión o interrupción se suprima a su vez (tollere) permitiéndose aquel en virtud de algún motivo moral. Pero este motivo no puede fundarse en la justicia –hemos visto que la tolerancia efectiva sería un vicio y la intolerancia ante el mal un deber exigido por el derecho de los demás a la verdad y por el bien común. Será un deber de justicia, para todo aquél que tenga noticia de la permanencia en el mal, en el error (particularmente, cuando éste pueda repercutir en perjuicio de terceros) el cortarlo, no directamente, sino a través de la autoridad competente (el párroco, el obispo, el papa). De otro modo, la intolerancia (y no la tolerancia), bajo la forma de la delación (por ejemplo, al Tribunal de la Inquisición) será un deber de justicia.

Sin embargo, si bien puede concluirse que la tolerancia no es un deber de justicia, dentro de las coordenadas escolásticas, no parece que fuera exacto concluir que el cristianismo tradicional ha cegado cualquier tipo de alvéolo para aposentar la tolerancia como un deber. Diríamos que, puesto que este alvéolo no cabe en el orden de la justicia, habrá que buscarlo en el orden de la caridad. Es aquí en donde podríamos suponer prefigurada una virtud “sobrenatural”, es decir, perteneciente a otro orden distinto del de la justicia, que tiene mucho que ver con el concepto de tolerancia, pero que, en todo caso, no habría de ser entendida como tolerancia hacia el mal. Hay una virtud (o deber de caridad) que supone desde luego un poder (el poder de interrumpir un mal mediante la denuncia a los superiores) pero detiene o suspende la aplicación de este poder en nombre de la caridad hacia el pecador, o el delincuente. No se trata, en cualquier caso, de tolerar el mal por amor a quien lo hace: lo que se tolera (o se suspende) no es propiamente el mal, sino la aplicación inmediata y pública del castigo de este mal, y ello precisamente en razón de que se espera que el pecador o el delincuente corrija su conducta. Cuando esta corrección no tuviera lugar, entonces, la misma caridad que había impulsado a tolerar el pecado, es la que impulsará (como intolerancia de caridad) a delatar al pecador, incluso a llevarle, en último extremo, por amor de caridad, a la hoguera. Si este amor (que hoy puede parecernos surrealista) era compatible con el asesinato, se debía a la fe en la inmortalidad del espíritu y a la fe en la resurrección de la carne: la muerte en la hoguera podría interpretarse algo así como la cauterización de una herida (las situaciones que planteaban los contumaces no eran fáciles de resolver).

Queremos decir, con todo lo que precede, que son las cuestiones disputadas de correptione fraterna el lugar a donde habría que regresar para encontrar, dentro del cristianismo tradicional, las situaciones más afines a los conceptos de tolerancia e intolerancia. {SV 290-294}

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