Filosofía en español 
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Biblioteca Carlos Marx · Dirigida por Wenceslao Roces · Sección II. Los fundadores

C. Marx y F. Engels, El Manifiesto Comunista

Versión española por W. Roces. Editorial Cenit, Madrid 1932. 502 páginas

 
Introducción, por Wenceslao Roces
Sobre los orígenes del Manifiesto y la Liga Comunista

  páginas 15-41  

 

«Con este fin (el de redactar «un Manifiesto de su partido») se han congregado en Londres los representantes comunistas de diferentes países y redactado el siguiente Manifiesto». Esa reunión, a que el propio Manifiesto se refiere en su preámbulo, fue el segundo congreso de la Liga Comunista, reunido en la capital de Inglaterra del 29 de noviembre al 8 de diciembre de 1847; en él, se encomendó a Marx y Engels la redacción del programa político de la Liga que pasa a la historia con el nombre de Manifiesto Comunista. Es, pues, en esa organización a que el Manifiesto sirve de programa, en la Liga Comunista y en su historia, donde han de buscarse los orígenes de este inmortal documento. Y la investigación tiene de suyo notorio interés, ya que la Liga Comunista es la primera organización política del proletariado que actúa bajo los principios del socialismo científico y el primer partido obrero en que se destaca, por mucho que en él prevaleciesen los elementos alemanes y la preocupación por la revolución alemana, el carácter internacional del movimiento proletario. La Liga Comunista es el precedente directo de la Internacional de los Trabajadores, y los años de su actuación representan una etapa decisiva en la consolidación del movimiento obrero internacional, etapa que ha dejado su huella en la historia y su jalón perenne en el Manifiesto Comunista.

En 1885, extinguida la Primera Internacional, decía Engels que el movimiento obrero internacional de los tiempos modernos no era más que la continuación directa de aquel período de actuación proletaria, que había sido, en rigor, el primer movimiento obrero internacional de la historia, y que los principios teóricos abrazados por aquella organización y estampados como programa suyo en el Manifiesto Comunista de 1847 eran el más fuerte lazo que unía en una acción común al proletariado de Europa y América.

Durante mucho tiempo, no hubo más fuente de información para investigar los orígenes de la Liga Comunista y su actuación que el que Engels llama su «Libro negro», una obra amañada al servicio del gobierno prusiano por dos espías policíacos, Wermuth y Stieber, con el título de Las conspiraciones comunistas del siglo XIX (Berlín, 2 partes, 1853 y 1854). Las Revelaciones del proceso de los comunistas de Colonia, publicadas por Marx en 1851 poniendo al desnudo toda la trama de falsificaciones sobre que descansaba aquel proceso, no encontraron apenas difusión, pues el folleto fue secuestrado por la policía. En su obra contra Vogt (Herr Vogt, Londres, 1860), Marx registra una serie de datos de interés sobre la Liga Comunista. En 1885, transcurridos ya cerca de cuarenta años desde su fundación, Engels, reeditando las Revelaciones{1} , les antepone una detallada Introducción que intitula «Datos para la historia de la Liga Comunista». En estos materiales, sacados por Engels de sus recuerdos, en los datos suministrados por Marx en el «Herr Vogt», y en la correspondencia mantenida entre Marx y Engels durante aquellos años{2}, se basan todos los investigadores marxistas: Mehring{3}, Gustavo Mayer{4}, Carlos Grünberg{5} y D. Riazanof{6}, para exponer los orígenes, desarrollo y vicisitudes de la Liga Comunista y de su programa{7}. El descubrimiento del único número publicado en septiembre de 1847 por la «Revista Comunista» de Londres, como órgano de la Liga{8}, y la publicación de las dos proclamas de la Liga de los Justicieros, que reproducimos en el Apéndice{9}, han contribuido a avivar e iluminar con nuevos datos documentales esta importantísima época del movimiento proletario.

Con el ingreso de Marx y Engels en la Liga Comunista, hecho que en realidad marca los orígenes de ésta, confluyen por vez primera en la historia dos movimientos que hasta entonces habían venido discurriendo por cauces separados: la idea comunista críticamente cimentada, la ciencia comunista, y el movimiento proletario; la teoría crítica del comunismo y las luchas y organizaciones del proletariado. De esta fusión de las dos corrientes nace el socialismo científico, que mata en el proletariado el morbo del socialismo como utopía, como puro sentimiento, y en la ciencia revolucionaria la quimera del comunismo como vana filosofía. La teoría encarnaba en la práctica y la idea organizada forjábase en instrumento de lucha y arma de acción. La predicción y el anhelo que Marx proclamara en los «Anales Franco-Alemanes» (1844) quedaban cumplidos: el «rayo de la idea» había prendido «en el candoroso suelo popular», la filosofía se había convertido en la «cabeza», el proletariado en el «corazón» de la gran cruzada emancipadora. Este hecho, que abre toda la historia moderna del socialismo y prepara la conquista del Poder por el proletariado, no se produjo, naturalmente, por obra del milagro. Era, a su vez, el fruto de un largo proceso histórico, que intentaremos esbozar aquí, en el reducido espacio de que disponemos.

En el Manifiesto Comunista se formulan ya, perfectamente definidos, los criterios fundamentales que forman la teoría marxista. «Durante el invierno de 1846 a 1847 –dice Engels en su prólogo a la edición alemana de la Miseria de la Filosofía–, Marx acababa de dilucidar los principios de su nueva concepción histórica y económica». Esta nueva concepción, médula del socialismo científico y palanca de todo el movimiento proletario moderno: el materialismo histórico, era el punto a que venían a desembocar, por derroteros independientes, las trayectorias filosóficas de Marx y Engels. Ambos habían arrancado de la filosofía hegeliana, superándola críticamente a través de Feuerbach y de los materialistas franceses, hasta convertirla en una nueva dialéctica revolucionaria. Marx tenía ya detrás de sí la campaña política de la «Gaceta del Rin», convertida por él, desde su puesto de redactor-jefe, en el órgano teórico y político de la burguesía radical renana, vehículo ascensional de progreso en los medios industriales de aquella región. Había vencido por la observación y el incansable estudio la fase ideológica de culto al principio del Estado y su fe en la fuerza suprema de la idea, para volverse hacia el mundo de la realidad social. De la conciencia de esta realidad a la necesidad de revolucionarla para realizar en ella su ideal de humanidad, no podía haber, para el espíritu de Marx, más que un paso. En este temprano proceso de formación, a Marx se le revela en seguida el carácter necesariamente limitado y fragmentario de las revoluciones políticas, que sólo tocan a las instituciones de la democracia formal. Rompiendo la envoltura del Estado, desciende a la sociedad y ahonda en la raíz de los problemas sociales. En París, adonde se expatrió voluntariamente, en noviembre de 1843, huyendo de la mortífera atmósfera de la reacción alemana, se entrega apasionadamente al estudio de la Gran Revolución, de los materialistas y socialistas franceses, campo magnífico de experimentación en que se consolida y esclarece la formación dialéctica que ya traía cimentada. El propio Marx resume, en las líneas clásicas de su prólogo al ensayo de «Crítica de la economía política» (1858) su proceso de formación científica. En él{10}, nos dice que fue una revisión crítica de la filosofía hegeliana del derecho, publicada en 1844 en los «Anales Franco-Alemanes», la que le llevó a la conclusión que había de cimentar su teoría del materialismo histórico.

La «nueva idea comunista», que había ido gestándose, según nos cuenta Engels, al margen del comunismo tradicional y de las doctrinas utopistas, estaba a punto de alumbramiento. Engels, por su parte, iniciado antes que el propio Marx en el comunismo filosófico y entregado de lleno al estudio de las obras socialistas, cuando Marx las ignoraba todavía completamente –como él mismo hubo de confesar desde la «Gaceta del Rin» apenas hacerse cargo de ella, en octubre de 1842, en un conocido episodio–, había entrado en contacto con el mundo industrial inglés, removido en aquellos años por el movimiento revolucionario del cartismo. En Manchester, donde pasó los años 1843 y 1844, la realidad inglesa vino a representar para él, sobre su formación anterior, lo que para Marx el año de estudios de París. «En Manchester –dice el propio Engels, en su Introducción a las Revelaciones, di de bruces contra la observación de que los hechos económicos, a que los historiadores venían atribuyendo una importancia despreciable, cuando le atribuían alguna, representaban, a lo menos en el mundo moderno, una potencia histórica decisiva; y llegué a la persuasión de que esos hechos económicos eran la base sobre que descansaban las modernas luchas de clases, y de que estas luchas, en aquellos países en que, gracias a la gran industria, habían llegado a su pleno desarrollo, como ocurría, sobre todo, en Inglaterra, constituían a su vez la base de formación de los partidos políticos, de las luchas entre estos partidos y, por consiguiente, de toda la historia política». Y del mismo modo que Marx, en sus dos artículos de los «Anales Franco-Alemanes» sobre la cuestión judía y la introducción a la crítica de la filosofía jurídica hegeliana, esbozaba ya su nueva filosofía materialista de la historia y social, Engels daba expresión, paralelamente, a la misma idea en su esbozo de la «Crítica de la Economía política» y en sus apuntes sobre «La situación de Inglaterra», publicados con los ensayos de Marx en el único número que llegó a ver la luz de aquella revista (febrero de 1844). «Marx –prosigue Engels– llegaba ya a la conclusión general de que no era el Estado el que condicionaba y presidía la sociedad burguesa, sino, por el contrario, ésta la que condicionaba y presidía al Estado, y que, por tanto, la política y su historia habían de explicarse por los factores económicos y su desarrollo, y no al revés».

Marx y Engels reuniéronse en París a fines de agosto de 1844. Engels regresaba a su casa paterna, después de los meses de estudio en Manchester. En los diez días que permanecieron juntos, pudieron contrastar la perfecta coincidencia de sus puntos de vista. Fue entonces cuando sellaron aquella alianza sin igual al servicio de la idea y de la causa proletaria, que había de fundir en unidad sus vidas, y de allí arranca su compenetrada colaboración. Durante los días de convivencia en París, quedó cimentada su primera obra crítica en común contra el pasado filosófico de los idealistas hegelianos: La Sagrada Familia. «Cuando volvimos a reunirnos en Bruselas en la primavera de 1845, Marx, partiendo de las bases a que acabo de referirme, había desarrollado ya a grandes rasgos su teoría materialista de la historia, y no nos quedaba más que sentarnos a trabajar y desenvolver en detalle la nueva concepción conquistada, proyectándola en diferentes direcciones». (Engels.)

Como es sabido, Marx hubo de trasladarse a Bruselas, expulsado de Francia por las intrigas del gobierno prusiano, que tuvieron en Guizot su brazo ejecutor. El gobierno reaccionario y feudal de Prusia sentíase amenazado por la campaña de los revolucionarios alemanes expatriados, que tenía por órgano de expresión el «Vorwaerts» de París. En agosto de 1844, cinco meses antes de su expulsión, Marx había publicado en sus columnas el célebre artículo sobre la insurrección de los tejedores silesianos, artículo que debió titularse en rigor, como dice Mehring, «Política y socialismo», y donde, criticando las ideas del demócrata burgués Arnold Ruge, antiguo camarada suyo neohegeliano, traza ya, con una claridad perfecta, la senda que la clase obrera había de abrazar para su emancipación: la senda revolucionaria. «Sin revolución, no podrá realizarse el socialismo». La vieja teoría que distingue entre revoluciones políticas y sociales es sometida aquí a una profunda revisión: «Toda revolución disuelve la vieja sociedad; en este sentido, toda revolución es social. Toda revolución derriba los viejos poderes; en este sentido, toda revolución es política». Estas ideas descansan ya en un estudio detenido del régimen capitalista, con todas sus contradicciones, y en la conciencia del único camino que puede llevar al proletariado a resolverlas. Entre los papeles de esta época legados por Marx y recogidos ahora en la edición magna del Instituto Marx-Engels, ocupan una parte considerable los extractos de obras económicas, que, con los de las obras de los historiadores de la Revolución francesa y las de los socialistas y materialistas, nos descubren el andamiaje de los estudios de Marx en este período, y los cimientos de investigación de la teoría marxista.

El descubrimiento del materialismo histórico, «que había de revolucionar la ciencia de la historia y que era sustancialmente obra de Marx, en la que a mí –dice Engels– sólo me cabe una parte muy pequeña, encerraba una importancia directa para el movimiento obrero de aquel entonces. Contemplado a la luz de la nueva idea, el comunismo de los franceses y los alemanes, el cartismo de los ingleses no se presentaba ya como algo fortuito y accidental, que lo mismo podía no haber existido. Estos movimientos cobraban ahora la significación de un movimiento de la clase oprimida moderna, el proletariado, el relieve de formas más o menos definidas de una lucha históricamente necesaria contra la clase gobernante, contra la burguesía, de la forma de lucha de clases, pero de una lucha de clases que se distinguía de todas las anteriores en esto: en que la clase oprimida moderna, el proletariado, no podía llevar adelante su obra de emancipación sin emancipar al mismo tiempo a toda la sociedad de su división en clases, y, por tanto, de las luchas de clases en general. A partir de ahora, el comunismo dejaba de ser la incubación por la fantasía de un ideal social lo más perfecto posible y convertíase en el estudio del carácter, las condiciones y los objetivos generales que de ella se derivaban necesariamente en la lucha mantenida por el proletariado». La superación del socialismo como utopía por el socialismo como ciencia quedaba cimentada, y quien desee tener una idea clara de la transcendencia y alcance de esta transición, no tiene más que leer el clásico estudio de Engels sobre el socialismo utópico y el socialismo científico. En su prólogo a la edición del Manifiesto Comunista, publicada en 1883, Engels insiste en que la idea fundamental inspiradora del Manifiesto, la idea central de todo el marxismo: la concepción materialista de la historia, pertenece «única y exclusivamente» a Marx. En el prólogo a la traducción inglesa, puntualiza un poco más los orígenes de la teoría, añadiendo: «Ya varios años antes de 1845, nos habíamos ido acercando ambos gradualmente a esa idea, y mi obra sobre «La situación de la clase obrera en Inglaterra»{11} demuestra los avances hechos por mí personalmente en esa dirección. Sin embargo, cuando en la primavera de 1845 volví a reunirme con Marx en Bruselas, ya él había dado los últimos toques a esa teoría, y me los expuso en términos claros y precisos».

Con su visión nueva de la historia, Marx y Engels se convierten en los dos grandes teóricos del proletariado. Analizada por el nuevo método crítico, la historia no dejaba abierta más puerta de progreso humano ascensional que la revolución proletaria. Ante el proletariado alzaba la nueva idea alumbrada por la historia la misión también histórica de crear desde el Poder, con la instauración revolucionaria de su régimen de clase, la sociedad en que habían de resolverse necesariamente las contradicciones del mundo burgués. ¿Qué harían los geniales descubridores con la nueva idea? ¿Se limitarían a propagarla teóricamente en el campo de la doctrina? La trayectoria de Marx y de Engels, proyectada ya desde muy atrás hacia el mundo de las realidades, les curaba de esa aberración erudita. En sus famosas tesis sobre Feuerbach, escritas en Bruselas en la primavera de 1845, Marx había escrito: «Hasta ahora, los filósofos se han limitado a interpretar el mundo cada cual a su manera; mas de lo que se trata, es de transformarlo». «A nosotros –dice Engels, en su introducción a las Revelaciones–, no se nos pasó jamás por las mientes la idea de ir a contar al oído del mundo erudito, en gordos volúmenes, los nuevos resultados científicos de nuestras investigaciones, para que los demás no se enterasen. Nada de eso… Teníamos el deber de fundamentar científicamente nuestras doctrinas; pero, para nosotros, era por lo menos igualmente importante ganar la opinión del proletariado europeo, y sobre todo del proletariado alemán, para nuestras ideas. Y apenas llegamos a conclusiones claras ante nosotros mismos, nos pusimos a trabajar.»

¿Cuál era el panorama del «otro frente», del frente proletario, cuáles eran las perspectivas del movimiento obrero y de sus organizaciones de clase, por aquellos tiempos en que Marx y Engels forjaban la nueva concepción del socialismo? Esta pregunta nos remonta por el curso de la segunda corriente que ha de confluir en el Manifiesto Comunista, y nos lleva a los orígenes de la organización obrera a que el Manifiesto sirvió de portavoz.

La Revolución francesa echó las bases para el socialismo con el derrocamiento de la sociedad feudal y la instauración del poder de la burguesía. Por eso es en París donde hay que buscar, desde la fracasada conspiración de Babeuf, el hogar del movimiento proletario. El movimiento cartista inglés, profunda conmoción revolucionaria del proletariado, desencadenada por la crisis de la sociedad burguesa instaurada en Inglaterra por la revolución industrial, y que llena un largo período de la primera mitad del siglo XIX, no trasciende apenas al continente. La atmósfera política de Alemania, cargada de opresión feudal, no era propicia siquiera a las débiles organizaciones políticas de la clase artesana. Y esta atmósfera de opresión política, unida al gran contingente de artesanos alemanes de diferentes oficios (sastres, ebanistas, curtidores, &c.), que emigraban a la capital francesa a perfeccionarse en sus artes mecánicas, hacía que París fuese en aquella época el centro político y social de Europa. Las tradiciones revolucionarias y las obras de los primeros socialistas franceses llenaban aquel ambiente de París de gérmenes de socialismo y de comunismo. No coincidían, por entonces, los dos conceptos, como el propio Engels pone de relieve al final de su prólogo de 1890 al Manifiesto. Lorenzo von Stein, en su conocido libro sobre la Historia del movimiento social en Francia, expresaba la diferencia en estos términos: el socialismo aspiraba a formar una nueva sociedad por la fuerza de las verdades proclamadas; el comunismo quería derrocar la sociedad existente por la fuerza de la masa, mediante una revolución. En la década del 40, la palabra «socialismo» cifraba los deseos más o menos radicales, y expuestos en una forma más o menos académica, que tendían a la renovación pacífica de la sociedad por medio de toda una serie de reformas. El «comunismo» designaba las ideas que pugnaban por su transformación revolucionaria. El socialismo era una doctrina culta y presentable en los salones. El comunismo, una peste plebeya contra la que todo era lícito y que a todo trance había que sofocar. En la historia del socialismo alemán la distinción, siendo la misma, adopta distinta expresión: de un lado, el «comunismo filosófico», propagado por los representantes de las clases cultas; de otro, el comunismo plebeyo de los artesanos. Engels, que en su contacto con las doctrinas socialistas se anticipa, como hemos visto, a la trayectoria de Marx, hubo de ser iniciado en el «comunismo filosófico», cuando aún estaba identificado con el «partido» de los neohegelianos radicales de Berlín, por su camarada y coterráneo Moses Hess{12}, el primero del grupo que vió en el comunismo el desarrollo lógico de la filosofía neohegeliana. Hasta el otoño de 1842, no se le revela a Engels la existencia del movimiento comunista práctico que surge del seno del artesanado alemán con las doctrinas de Guillermo Weitling.

Desde la Gran Revolución francesa, regía en Francia una ley prohibitiva de las coaliciones obreras, y la monarquía de Julio, perseguidora rabiosa de las organizaciones proletarias y, en general, de cuanto significase oposición contra el régimen de la gran burguesía financiera que tenía acaparado el país, reforzó celosamente la antigua prohibición. En aquellas condiciones, desahuciadas de la vida pública, las clases oprimidas no tenían más vehículo de organización que la sociedad secreta, ni podían tener más actividad política que la conspiración. La década del treinta es una época de conspiraciones, atentados terroristas, golpes de mano, intentonas; por todas partes brotan conjuras y sectas de conspiradores, sociedades secretas, no pocas de ellas fomentadas, naturalmente, por la propia policía como pretexto de nuevas represiones. En esta etapa, el proletariado, desorganizado y falto de fuerzas, integrado en la mayor parte de su contingente por elementos artesanos, no es más que un apéndice de la pequeña burguesía radical, mediatizado por las tradiciones jacobinas de la Gran Revolución. La agitación republicana tiene completamente absorbido el movimiento obrero en sus cauces sectarios y no deja margen a la formación de un partido proletario de clase. La «Sociedad de los Amigos del Pueblo» y la «Sociedad de los Derechos del Hombre», centros de cristalización de las campañas republicanas en los primeros años del decenio, son organizaciones mixtas de radicales pequeñoburgueses y proletarios. Sofocado por segunda vez, en 1834, el alzamiento de los tejedores hambrientos de Lyon, la «monarquía burguesa» redobla su persecución contra las ideas republicanas, y la Mutualidad obrera de los lyoneses, organización perfectamente apolítica, principalmente integrada por maestros artesanos y que mantenía relaciones muy estrechas con la «Sociedad de los Derechos del Hombre», se ve obligada a disolverse. Los jefes de ésta huyen al extranjero. Obreros y republicanos se refugian en la ilegalidad, capitaneados principalmente por Armando Barbès y Augusto Blanqui, secuaces de Babeuf, cuyas gestas glorificara pocos años antes su camarada Felipe Buonarroti. En 1835, acaudillada por estas dos figuras de «radicales igualitarios» se funda la «Sociedad de las Familias», que, deshecha por la policía, se rehace a poco en la «Sociedad de las Estaciones». En ella, prevalece ya casi exclusivamente la tendencia proletaria. Su programa predica la «revolución social y radical», la «destrucción de la aristocracia, de los capitalistas, de los banqueros, de los grandes contratistas, de los monopolizadores, de los grandes terratenientes, de los especuladores, en una palabra, de todos los explotadores que engordan a costa del pueblo». En la ideología de estos revolucionarios, la república no es ya un fin en sí, sino un simple medio político para desplazar los bienes de los poseedores que no trabajan a los obreros desposeídos. Eran, en una palabra, las toscas tendencias comunistas de Babeuf, vertidas en la fórmula ideológico-burguesa de la igualdad. Y como el programa, la táctica: también ésta estaba basada sobre el padrón de los «Igualitarios». Era la idea primitiva de que un puñado de conspiradores decididos, con un audaz golpe de mano, bastaban para derribar el gobierno y tomar el Poder. La intentona del 12 de mayo de 1839, reincidencia del alzamiento de los «Igualitarios» en mayo de 1796, dio pronto al traste, fácilmente sofocada, con esa quimera. Los dos jefes del movimiento, Barbès y Blanqui, fueron condenados a muerte, conmutándoseles la pena por la de cadena perpetua, y los demás elementos hubieron de dispersarse.

Íntimamente relacionada con la «Sociedad de las Estaciones», identificada con ella en principios y en táctica, y aliada en el movimiento, estaba la «Liga de los Justicieros». En 1834, los elementos de la emigración alemana de París crearon la primera secta secreta integrada por artesanos de esta nacionalidad: la «Liga de los Proscritos». Sus objetivos eran democrático-republicanos, al igual que los de otras sociedades políticas francesas de la misma época, y en los estatutos se consignaba como finalidad de la organización «la emancipación y el renacimiento de Alemania, la instauración y defensa de la igualdad política y social, y los postulados de la libertad, la virtud civil y la unidad nacional». Formaban su contingente de afiliados unos cien artesanos alemanes residentes en París, que por medio de otros oficiales que iban y venían, mantenían contacto con Alemania. En 1836, se escindió esta sociedad. Los elementos más decididos y radicales, que eran la gran mayoría, se reunieron bajo la dirección de Guillermo Schuster, un antiguo profesor universitario de Gotinga, en la nueva «Liga de los Justicieros», mientras los demás seguían dormitando en la inacción, hasta desaparecer, bajo la jefatura de otro ex profesor: Jacobo Venedey.

La Liga de los Justicieros no tardó en cobrar incremento. Y aunque en un principio siguió profesando la vieja idea igualitaria y rindiendo culto a las tradiciones conspirativas de Babeuf, poco a poco iba pasando a primer plano en ella la preocupación de la propaganda. Sin embargo, la tradición acabó por vencer, y la nueva Liga se vió arrastrada rápidamente por los métodos y la táctica del grupo de Blanqui. Su organización era complicadísima. Aunque sus estatutos no se han conservado, sabemos, por las memorias de un contemporáneo{13}, que se dividía en «comunas», formadas por diez individuos, que cada diez comunas integraban un «distrito», los representantes de éstos el «atrio» y que al frente de éste, formado por elementos de su seno, estaba un «Comité directivo», a quien incumbía la dirección ideológica de la Liga, con un «Comité adjunto», que desempeñaba funciones de control. Entre sus afiliados, se destacaban Carlos Schapper, Enrique Bauer y el sastre Guillermo Weitling, primer ideólogo del proletariado alemán, que en 1838 dio a la luz, respondiendo seguramente a una iniciativa de la organización, su primera obra titulada «La humanidad cómo es y cómo debiera ser», obra que era una profesión de fe comunista y que, aunque muy influida todavía en la forma por Lamennais, presentaba ya huellas muy marcadas del socialismo de los utopistas.

La fracasada intentona de mayo de 1839, en que la Liga de los Justicieros hizo causa común con la conspiración de Blanqui y Barbès y compartió su suerte, valió la expulsión de Francia por el gobierno de Luis Felipe, tras largo encarcelamiento, a sus principales afiliados. Los más de ellos se trasladaron a Londres. Otros, buscaron refugio en Suiza, y en ambos sitios procuraron aprovecharse de la libertad más o menos relativa de movimientos que las leyes les brindaban, para restaurar con los elementos dispersos su organización. Pero fue en Londres donde, más favorecidos por las leyes de reunión y asociación, se congregaron los elementos más activos, restableciendo aquí el centro de la Liga de los Justicieros. Alma de la empresa en esta nueva etapa de su actuación, fueron Carlos Schapper, Enrique Bauer y José Moll. Schapper, natural de Nassau, estudiante de la Escuela forestal de Giessen, había tomado parte, en 1833, en el asalto a la Guardia de los condestables de Francfort y, refugiado en Suiza, se unió en el mes de febrero de 1844 a la expedición de Mazzini sobre Savoya. En su introducción a las Revelaciones, Engels traza de él la siguiente semblanza: «De talla gigantesca como un huno, expeditivo y enérgico, dispuesto siempre a jugarse la existencia burguesa y la vida, Schapper era modelo de revolucionarios profesionales de aquellos que supieron destacarse en la década del treinta. Aunque un poco tardo de pensamiento, no era inaccesible, ni mucho menos, a toda penetración teórica profunda, como lo acredita ya su misma evolución de «demagogo» a comunista, y cuando llegaba a una conclusión, se aferraba firmemente a ella. Esto hacía que su pasión revolucionaria se desviase a veces con su inteligencia, pero, en estos casos, reconocía siempre y sabía confesar sinceramente sus errores, después de descubiertos. Era todo un hombre, y sus méritos en la fundación del movimiento obrero alemán son inolvidables.» Emigrado en París, se ganaba la vida de cajista de imprenta; más tarde, en Londres se dedicó a dar lecciones de idiomas. Enrique Bauer, oriundo de Franconia, era zapatero: «Un hombrecillo vivo, despierto y diminuto, pero en cuyo cuerpo, aunque pequeño, se albergaban una gran astucia y una gran decisión.» En Londres se les unió José Moll, relojero, de Colonia, «un hércules de talla media –¡cuántas veces –dice Engels– entre él y Schapper defendieron victoriosamente con sus cuerpos la puerta de una sala contra cientos de asaltantes!– y hombre que, no desmereciendo por lo menos de sus dos camaradas en punto a energía y decisión, los sobrepujaba en inteligencia. Moll no era sólo un diplomático innato, como lo prueban los triunfos de sus numerosas misiones, sino también un espíritu abierto a la comprensión teórica». Engels les conoció por vez primera en Londres, en 1843 –antes seguramente de expatriarse Marx en París–. «Eran, nos dice, los primeros revolucionarios que me echaba a la cara, y aunque nuestras ideas, por entonces, no coincidiesen en todo, ni mucho menos, pues frente a su mezquino comunismo igualitario, yo abrigaba todavía, a la sazón, una buena dosis de jactancia filosófica no menos mezquina, jamás olvidaré la impresión imponente que me causaron aquellos tres hombres de verdad, cuando apenas empezaba a dejar de ser un chiquillo.»

El 7 de febrero de 1840, los desterrados alemanes fundaban en Londres, con carácter público, una Asociación de Cultura obrera, que todavía seguía funcionando a principios de siglo. A fines de 1846, contaba, según datos aproximados, con unos 500 socios. Esta Asociación, aparte de sus fines propios, servía de vehículo de reclutamiento para la Liga de los Justicieros, por cuyos elementos estaba dirigida. En París, fue Weitling quien se encargó de reanudar, poniéndolos bajo la dirección de Ewerbeck, los hilos rotos de la organización, pasando de allí a Suiza, donde realizó la misma tarea, ayudado por Augusto Becker, su entusiasta partidario. De este modo, la red de la organización proletaria iba extendiéndose a todos los centros de la emigración alemana y mantenía relaciones constantes con Alemania. En 1844, las represiones del gobierno contra los comunistas ahogaron casi por completo el movimiento en Suiza, y Weitling hubo de trasladarse a Londres, después de cerca de un año de encarcelamiento. Allí donde las persecuciones de los gobiernos no permitían fundar asociaciones obreras, los elementos comunistas procuraban deslizarse en las sociedades corales, agrupaciones de gimnasia y asociaciones de todo género. Las constantes expulsiones por los gobiernos de los obreros, es decir, de los elementos más decididos y rebeldes, aseguraban a la Liga un magnífico enlace internacional. En el noventa por ciento de los casos, los expulsados, afiliados a la Liga, eran otros tantos emisarios del movimiento.

Tal era el panorama que presentaba el movimiento proletario alemán por los años en que Marx y Engels, reunidos en Bruselas, completaban el instrumental de su nueva teoría revolucionaria. Y este era el campo que su teoría científica del socialismo había de remover y fecundar. Pues, aunque esta teoría fuese por esencia internacionalista, tenía que empezar a apoyar la palanca, fiel a las doctrinas del Manifiesto, en las organizaciones obreras de la propia nación. Mas para ello, habían de dar antes la batalla a aquella forma de comunismo primitivista y estéril que tenía mediatizada con su ideología a la Liga de los Justicieros y, con ella, a los elementos más revolucionarios del proletariado alemán. Esta ideología, que las nuevas concepciones de Marx habían de arrollar tras trabajoso esfuerzo, pero que por el momento se interponían tenazmente entre el materialismo histórico, con su nueva concepción crítica de las luchas de clases, y la organización del proletariado, estaba formada por una mescolanza de ideas, prejuicios, quimeras y sentimientos, que tenían su principal exponente en el comunismo elemental, artesano, de Weitling y en el «socialismo filosófico», cuyo agitador más activo era Carlos Grün, compañero de estudios de Marx. Para imponerse al movimiento proletario, la nueva idea hubo de vencer a estos dos rivales. Ya en 1843, Engels trabó contrato en Londres, como veíamos, con los elementos más destacados de la Liga y él mismo nos cuenta que ya entonces había sido invitado a ingresar en la organización. Por su parte, Marx, durante el año que pasó en París, mantuvo, según él mismo nos dice{14}, «relaciones personales con los directivos parisinos de la «Liga» y con los jefes de la mayoría de las sociedades secretas obreras de Francia, pero sin afiliarse a ninguna de estas sociedades». Se explica perfectamente el retraimiento de ambos ante una organización que profesaba y practicaba todavía de lleno métodos incompatibles con la visión ya arraigada en ellos acerca del papel histórico del proletariado.

Weitling es, con Proudhon, el primer ideólogo del proletariado salido de sus filas. Nació en Magdeburgo en 1808. Pasó en París cinco o seis años, hasta 1841, perfeccionando su oficio de sastre, y actuó con gran entusiasmo en la Liga de los Justicieros. Se asimiló afanosamente las obras de los socialistas franceses, atento a moldearlas para las luchas revolucionarias de su clase, y esto hizo de él el eslabón de enlace entre el socialismo utópico y el socialismo proletario. La importancia histórica de Weitling, como «primera vibración teórica original del proletariado alemán», es innegable, y ni Marx ni Engels la desconocieron en ningún momento. En 1844, desde las columnas del «Vorwaerts», de París, Marx saludaba con cálido entusiasmo la aparición de su obra titulada Garantías de la Armonía y la Libertad, publicada en 1842{15}. Y todavía en 1885, Engels suscribía en un todo las palabras estampadas por Marx allí. Fue entonces, bajo la impresión vivísima de la obra de Weitling, cuando Marx, en aquel mismo artículo, sentó la tesis de que el proletariado alemán tenía por misión histórica ser el teórico del proletariado europeo, como el proletariado inglés la de ser su economista y el proletariado francés su político, idea que ya en 1841 desarrollara Moses Hess en su Triarquía europea.

Pero Weitling era el representante más caracterizado del comunismo de tipo gremial, un comunismo de artesanos en que no ha arraigado aún la clara conciencia proletaria de clases y que no sabe desprenderse todavía de las quimeras utópicas que nublan el socialismo burgués. En esto, sus doctrinas no eran más que el reflejo fiel de la situación social de la clase de que era portavoz: la clase de los artesanos. Oficiales artesanos eran los que formaban el principal contingente de la Liga de los Justicieros y el campo de acción de París y Suiza, en que la simiente de Weitling encontraba campo propicio. La distinción entre artesanos y proletarios es fundamental para comprender el tránsito del comunismo tradicional al comunismo marxista, pues la concepción verdaderamente genial que se abre paso en el Manifiesto está precisamente en haber visto en el proletariado la clase obrera de la sociedad moderna, sobreponiéndose, en maravilloso alarde de previsión, a una realidad social que tenía invadido todavía el continente, pero que no era ya más que un vestigio agonizante.

El artesano sentíase, por su condición social, proletario de paso nada más; la estructura económica del artesanado, lejos de cerrarle el camino hacia el puesto de maestro, estaba construida a base de una jerarquía móvil, en que los maestros salían de los oficiales, y éstos de los aprendices. Colocado en este escalafón, lo vital en el artesano no podía ser la conciencia de formar una clase aparte, frente a la de los maestros explotadores, sino la esperanza de llegar a convertirse por turno en explotador de otros artesanos. Añádase a esto el ambiente de compenetración casi familiar entre maestros y oficiales, la falta de concentración de grandes masas de obreros en aquellos pequeños talleres, y sobre todo, el raquitismo de la industria artesana que, no exigiendo costosos medios de producción, dejaba las modestas herramientas en manos de los oficiales. Ramo típico del artesanado era, como en buena parte lo es todavía en muchos países, el ramo de sastrería. Y sastres, como él, eran los que formaban el terreno más abonado para las propagandas de Weitling en París, donde se congregaban gran número de operarios alemanes de este oficio. La explotación en gran escala del ramo de sastrería, la industria de la confección, empezaba apenas a surgir en el emporio industrial de Londres. «Honra sobremanera a estos hombres –dice Engels– el que, no siendo todavía, como no eran, ni siquiera verdaderos proletarios, sino un apéndice de la pequeña burguesía que comenzaba a derivar hacia el proletariado moderno y que aún no se enfrentaba directamente con la burguesía, es decir, con el gran capital, fueran no obstante capaces de adelantarse a sus derroteros futuros y organizarse, aun cuando no fuese con plena conciencia de lo que hacían, en partido del proletariado. Pero era también inevitable que sus rancios prejuicios artesanos se les enredasen entre las piernas cuando trataban de criticar en detalle la sociedad vigente, es decir, de investigar los hechos económicos. Y me temo mucho que en toda la Liga no existiese, por aquel entonces, ni un solo hombre que se hubiese echado a la cara un libro sobre Economía. Pero no importaba; la «Igualdad», la «Fraternidad» y la «Justicia» bastaban, por el momento, para trasponer todas las montañas teóricas».

El otro enemigo doctrinal a quien era necesario dar la batalla dentro de la Liga, si quería despejarse el terreno para la nueva idea, era Carlos Grün, con su «socialismo filosófico». Él es el principal blanco de la acerada sátira del Manifiesto contra el «verdadero socialismo» o socialismo a la alemana, que tenía en Moses Hess a otro destacado representante. Grün, emigrado en París, conquistó gran predicamento entre los ebanistas y curtidores alemanes afiliados a la Liga y llevó a estas comunas una influencia confusionista y enervante, con sus frases literarias sobre la felicidad humana y la armonía universal de intereses. Identificado con Proudhon y traductor alemán de su Filosofía de la Miseria, era eficaz vehículo de propaganda de las ideas reformistas proudhonianas entre sus adeptos. En sus campañas de París, Engels hubo de luchar duramente contra sus influencias, no menos que contra las de Weitling.

En Inglaterra, la gran industria, la industrialización en grande del régimen de producción, ocupaba ya por aquel entonces un alto nivel, y el movimiento cartista había hecho estallar en explosiones revolucionarias el latente antagonismo de clases entre el trabajo y el capital. La lucha por la conquista de la plenitud de derechos políticos para la clase obrera cobraba allí proporciones desconocidas en el continente. Fue en aquel ambiente social, durante su primer año de aprendizaje en Inglaterra, donde la nueva realidad económica empezó a abrir a Engels los horizontes del socialismo moderno, llevándole por la vía de la intuición directa a un terreno semejante al que Marx se debatía por conquistar por caminos intelectivos, mediante el estudio de economistas, socialistas, materialistas e historiadores de la revolución.

El propio Engels pone de relieve la trascendencia que tenía para la Liga el desplazamiento del centro de gravedad de su organización de París a Londres. «La Liga deja de ser una organización alemana para convertirse, poco a poco, en una agrupación internacional. La Liga mantenía estrecho contacto con los revolucionarios franceses… Asimismo mantenía relaciones con los radicales polacos… Los cartistas ingleses quedaban al margen, pues el carácter específicamente ingles de su movimiento no permitía considerarlo como revolucionario. Los dirigentes londinenses de la Liga no entablaron relaciones con ellos, hasta más tarde, por mediación mía. Pero no era éste el único aspecto en que los acontecimientos habían obligado a modificar el carácter de la organización. Aunque seguía considerándose a París –y con plena razón, entonces– como la ciudad matriz de la revolución, la Liga no vivía ya mediatizada por los conspiradores parisinos. Conforme se desarrollaba en extensión, crecía la conciencia de su propia personalidad. Presentía que iba echando raíces cada vez más hondas en la clase obrera alemana y que estos obreros alemanes estaban llamados históricamente a levantar la bandera ante los trabajadores del Norte y del Oriente de Europa… La experiencia del 12 de mayo le había enseñado que las intentonas no conducían, por el momento, a nada». Iba imponiéndose, en el nuevo ambiente, una visión más diáfana y más real de las cosas que chocaba, aunque inconscientemente todavía, con las viejas tradiciones revolucionarias y con la envoltura conspirativa de la organización. Desde el momento en que sienta el pie en Londres y se pone en contacto con la nueva realidad, la Liga de los Justicieros, desarraigada del ambiente artesano de París, hace crisis.

Al presentarse en Londres Weitling, expulsado de Suiza, al antiguo paladín y héroe de la Liga le faltó el ambiente propicio para sus sueños utópicos. Los directivos londinenses no encontraban ya satisfacción para sus afanes, cada vez más claramente proletarios, en aquel comunismo «tallado en madera» que tenía no pocas reminiscencias del cristianismo primitivo. Conforme se acentuaba su decadencia, Weitling iba degenerando en predicador y en profeta. Y lo mismo que con sus ideas evangélicas, les ocurría con el simplista comunismo igualitario francés, el del «Viaje a Icaria», o con el reformismo utópico proudhoniano. Y no digamos con el comunismo literario y pseudofilosófico, hecho de frases y cuyas obras, «tenían por fuerza que repeler e infundir asco a aquellos viejos revolucionarios, aunque sólo fuese por su babeante impotencia». A avivar el proceso de silenciosa renovación que venía gestándose en la Liga contribuyó no poco el hecho de incorporarse a los directivos londinenses dos hombres de quienes dice Engels «que sobrepujaban con mucho a los demás en capacidad de comprensión teórica»: el miniaturista Carlos Pfänder, de Heilbronn, «cabeza extraordinariamente aguda e inteligente, ingeniosa, irónica, dialéctica», que había de desempeñar un puesto en el Consejo de la Primera Internacional, y Jorge Eccarius, sastre, oriundo de Turingia y secretario general, más tarde, de la Internacional de Trabajadores.

Otro hecho que condujo a afirmar el carácter internacional de la Liga en Londres y a abrir sus horizontes, fue la fundación, en 1845, de los Fraternal Democrats o «Democracia Fraternal», que es probablemente la primera organización internacional de la clase obrera, integrada principalmente por elementos cartistas y en cuya junta directiva estaba representada la Liga de los Justicieros en las personas de Moll y Schapper. Los Fraternal Democrats surgieron por una iniciativa del cartista Harney como medio de enlace y plataforma de observación de los demócratas de los varios países dispersos en Londres. Tenían por divisa la de «Todos los hombres son hermanos», tomada, al parecer, de la Asociación alemana de Cultura obrera, y propagaban activamente las ideas de solidaridad proletaria internacional, laborando por espolear a las masas en la lucha por su emancipación. En una proclama lanzada «a las clases trabajadoras de Inglaterra y los Estados Unidos» ante la amenaza de una guerra, resuena esta frase: «Haced por vosotros mismos lo que los gobiernos se niegan a hacer por vosotros», frase en la que se percibe ya, insegura todavía, la afirmación cardinal del movimiento proletario que ha de vibrar en el Manifiesto Comunista: «La emancipación de la clase trabajadora tiene que ser obra de los trabajadores mismos».

Entretanto, Marx y Engels, rodeados de un grupo de adeptos en Bruselas, habían convertido esta capital en el centro de estudio y propaganda de sus ideas. El 11 de enero de 1845, Marx salió de París para Bruselas. Aquí, no tardó en reunírsele Engels, después de poner fin en su casa paterna a la redacción de su obra sobre la situación de la clase obrera inglesa y realizar algunas campañas de propaganda comunista –todavía muy teñidas de tendencias literarias neohegelianas– en la cuenca de Elberfeld, teniendo a Moses Hess por camarada de armas. Esta etapa de Bruselas, que se cierra con los comienzos de la revolución de 1848, consolida definitivamente las ideas marxistas, las plasma y las aguza en un trabajo incesante de análisis, y liquida para siempre con el pasado ideológico de los dos autores del Manifiesto. El Manifiesto Comunista, último trabajo sistemático en que Marx y Engels ponen la pluma antes de lanzarse como militantes a la actuación revolucionaria del 48, es el fruto más maduro de este período histórico y señala ya la incorporación definitiva de las ideas que hasta allí sólo eran patrimonio intelectual de dos hombres, al movimiento de la lucha de clases como bandera de combate y de victoria del proletariado.

Seguros ya de sí mismos y de la nueva idea, Marx y Engels –dice éste– se pusieron «a trabajar». En el verano de 1845, hicieron juntos un viaje a Inglaterra, donde permanecieron seis semanas. Marx pudo ahondar, en rápida ojeada sobre el terreno, en la literatura económica inglesa y establecer contacto con el ala izquierda del cartismo; Engels renovó en este viaje sus antiguas relaciones con los cartistas de izquierda y principalmente con Julián Harney, redactor del «Northern Stern», órgano central del cartismo, con quien convino una asidua colaboración. Y aunque acerca de esto no poseemos dato alguno concreto, bien puede conjeturarse que aprovecharían también el viaje para entrevistarse con los dirigentes de la Liga de los Justicieros, con algunos de los cuales Engels mantenía ya desde antiguo relaciones de amistad.

A su regreso a Bruselas, se entregan asiduamente a colaborar en una obra que no llegó a ver la luz y de la que sólo conocemos hoy algunos fragmentos: la Ideología alemana, crítica de su conciencia filosófica del pasado, en la que se contienen no pocos trabajos que habían de dar su fruto más sazonado en el Manifiesto. Así, por ejemplo, en el capítulo destinado a la crítica de Feuerbach, nos encontramos con un profundo estudio del desarrollo de la burguesía, del capitalismo y del proletariado, documentado sobre la historia de la economía y que sienta las conclusiones que han de sintetizarse en el Manifiesto. A esta época corresponde también, en el campo de las doctrinas, otra de las batallas en las que Marx templa sus armas dialécticas: la polémica contra Proudhon, su réplica a la Filosofía de la Miseria, que ve la luz bajo el título de Miseria de la Filosofía en 1847 y cuya redacción data el otoño de 1846. Esta obra sanciona la ruptura de Marx con Proudhon, sobrevenida poco antes por la irreductibilidad de sus concepciones, irreductibilidad que, como es sabido, había de dejar un largo rastro en la trayectoria del movimiento obrero y enquistarse tenazmente en la Primera Internacional. En la polémica contra Proudhon, como en la mayoría de sus escritos de esta época, Marx lucha contra el confusionismo imbuido en el proletariado por todo género de ideas antiproletarias. Y esta finalidad combativa, en la que se ve ya al militante y al caudillo de la clase obrera, es la que pone tanta pasión exaltada en su pluma.

En torno a Marx y Engels había ido formándose en Bruselas una nutrida colonia comunista, formada por proletarios y por intelectuales del proletariado: Moses Hess; Ernesto Dronke, más tarde redactor de la «Nueva Gaceta del Rin»; Guillermo Wolff, silesiano, el gran camarada de luchas, muerto tempranamente y a quien Marx dedicó el primer volumen del Capital; su hermano Fernando; José Weydemeyer, ex oficial de artillería; Jorge Weerth; Edgar de Westfalia, cuñado de Marx; Sebastián Seiler, suizo, entusiasta weitlingiano; Carlos Wallau y Esteban Born, cajistas de la «Gaceta Alemana de Bruselas», el primero de los cuales acabó de alcalde mayor de Colonia y el segundo de profesor universitario en Basilea; Gigot, funcionario de la Biblioteca municipal; Steingens, obrero pintor; Riedel, tapicero; Heilberg, un alemán, editor de una pequeña hoja obrera, y algunos más. Weitling pasó por Bruselas, procedente de Londres, desilusionado y receloso como profeta errante, mas tampoco aquí pudo entenderse con nadie, y, al fin, decidió embarcarse rumbo a América.

«En Bruselas –dice Marx en su obra contra Vogt– fundé con Engels, Guillermo Wolff y otros, la Asociación de Cultura obrera, que todavía [1860] funciona». Tratábase de un centro de cultura y de propaganda comunista, que tenía por eje, naturalmente, las doctrinas de Marx. Privados de órgano en la prensa para la difusión de sus ideas, Marx y Engels deciden crear un «Comité comunista de correspondencia» para mantenerse en asiduo contacto con los principales centros de propaganda comunista y radical de Europa. En Londres tenían por corresponsales a los elementos de la Liga de los Justicieros, y con objeto de preparar también en París, entre los artesanos alemanes, el terreno para su agitación, Engels se trasladó allí en agosto de 1846. Su viaje perseguía, además, el objetivo de establecer enlace con los radicales de tipo «socialista», principalmente los del grupo de la «Réforme» (Luis Blanc, Flocon, Ledru-Rollin), con quienes Marx y Engels, fieles a la táctica que habían de proclamar en el Manifiesto, creían necesario establecer una inteligencia para la primera etapa de la revolución que se avecinaba.

En la obra de Marx contra Vogt (pg. 35) hay un pasaje en que se habla de la intensa labor desplegada por el «Comité de correspondencia» en relación con la central londinense de la Liga de los Justicieros: «Por medio de una serie de panfletos, unas veces impresos y otras litografiados, sometíamos a una crítica despiadada aquella mescolanza de socialismo o comunismo franco-inglés y de filosofía alemana, que formaba por entonces la doctrina secreta de la «Liga», sentando en vez de eso, como una base teórica sólida, el estudio científico hasta ahondar en la estructura económica de la sociedad burguesa y exponiendo finalmente, en forma accesible, cómo no se trataba de implantar ningún sistema utópico, cualquiera que él fuese, sino de intervenir conscientemente en el proceso de transformación revolucionaria de la sociedad, que se estaba desarrollando ante nuestros ojos». El deslinde de posiciones entre el comunismo utópico y el comunismo científico queda trazado de mano maestra en estas palabras. Desgraciadamente, hasta hoy ninguno de los investigadores aplicados a la historia del marxismo, ha logrado descubrir alguna de esas circulares, a que Marx y Engels achacan la conversión de la Liga a sus ideas. Es ésta una laguna extraordinariamente sensible en la historia de las doctrinas comunistas, pues esta campaña debió de constituir uno de los eslabones más importantes entre la teoría marxista y la política militante del movimiento obrero. Únicamente tenemos noticia de la circular relacionada con el episodio de Kriege, que precipitó la ruptura de Marx y Engels con Weitling{16}.

¿Perseguían Marx y Engels, o la persiguieron durante un momento, la finalidad de crear un centro que laborase por la unificación de los varios grupos comunistas alemanes, como un paso hacia la organización coherente y unitaria del proletariado? Es la tesis que mantiene Riazanof en su citada introducción al Manifiesto Comunista. Riazanof dice haber descubierto una copia de la circular en que se sugería la necesidad de convocar una conferencia de representantes de aquellos grupos comunistas para fines de 1845 o comienzos de 1846. En esa circular se indicaba, según la referencia de Riazanof, como lugar más conveniente para la reunión, por ser el más accesible para los delegados alemanes, un pueblo de Suiza: Verviers, donde residía Hess y adonde podían trasladarse sin contratiempo Marx y Weitling, entre quienes no había sobrevenido todavía la ruptura. Riazanof conjetura que las discrepancias, cada vez más pronunciadas, existentes entre ellos, debieron de ser precisamente las que frustraron la celebración de esa conferencia, ya que no existe indicio alguno de que llegara a celebrarse.

En la primera campaña de propaganda librada por Engels en las comunas de los Justicieros de París, en las tres que allí funcionaban –dos compuestas principalmente de sastres y la otra integrada casi en su totalidad por ebanistas– hubo de batallar incansablemente contra las supervivencias del «comunismo de cuchara» de Weitling, aferrado a las cabezas de aquellos «erizos», contra los «idilios y las frases humanitarias» de Grün y las influencias de Proudhon, a las que éste servía de vehículo. En sus cartas a Marx desde París, Engels refleja todas las incidencias de esta trabajosa campaña de penetración. La estrella de Weitling palidecía rápidamente, pero las frases de Grün y las quimeras reformistas de Proudhon tenían tercamente empañada la mentalidad preproletaria de aquellos artesanos rebeldes. «El Grün ha hecho aquí un daño espantoso. Ha convertido todo lo que había de concreto en estos bigardos en puro sentimentalismo, aspiraciones humanitarias, &c., &c. Bajo pretexto de atacar a Weitling y a todo el comunismo doctrinal, les ha llenado la cabeza de frases literarias y pequeñoburguesas… Hasta los ebanistas, que jamás han sido weitlingianos, le tienen un miedo supersticioso y fantasmal al «comunismo de cuchara», dejándose llevar… de mejor grado de todos esos absurdos sentimentalismos, planes pacíficos para hacer la felicidad del mundo, &c… Reina aquí una confusión sin límites» (Carta de octubre de 1846){17}. Y en la misma carta, dice: «Con estos erizos de aquí, espero salir adelante. Cierto es que son espantosamente incultos y que están en absoluto sin preparar por sus condiciones de vida; entre ellos no existe competencia, los jornales se mantienen siempre en el mismo nivel, sus luchas con el maestro no giran nunca en torno al salario, sino atizadas por la llamada soberbia de los oficiales, &c.». En una carta anterior, fechada el 23 de octubre de 1846 y dirigida al «Comité de correspondencia comunista» de Bruselas, Engels comunica: «Se discutió durante tres noches sobre el plan proudhoniano de asociación. Al principio, toda la pandilla estaba en contra mía, pero a la postre sólo Eisermann y los otros tres grünianos. Lo principal era demostrar la necesidad de la revolución violenta y desenmascarar el verdadero socialismo grüniano, que había encontrado nuevas savias en la panacea de Proudhon, como antiproletario, pequeñoburgués, propio de erizos…»{18}. Con gran esfuerzo, Engels consigue centrar la discusión en el verdadero tema del comunismo y define del modo siguiente las intenciones de los comunistas: «1.º, mantener y hacer triunfar los intereses de los proletarios frente a los de los burgueses; 2.º, hacerlo mediante la abolición de la propiedad privada y la implantación del régimen comunista; 3.º, no reconocer más medio para el logro de esas intenciones que la revolución democrática violenta». Y añade: «Sobre esto, dos noches de discusión. A la segunda, el más capaz de los tres grünianos, barruntando el espíritu de la mayoría, se pasa abiertamente a mi lado… Resumiendo, a la hora de votar, la asamblea se declaró comunista en consonancia con la anterior definición, por trece votos contra los dos de los fieles grünianos». Como se ve, el contingente de afiliados no era numeroso, y sin embargo, los avances de la nueva idea en la conciencia de aquellos militantes tenían gran importancia, pues en aquellas cabezas Marx y Engels sabían que estaba luchando por atraerse a la vanguardia del movimiento proletario incipiente para la revolución que se avecinaba.

Ya a fines de diciembre, Engels da por perdidos todos sus esfuerzos por traer a los «erizos» a la senda crítica, y en su carta a Marx{19} resuena una nueva nota: «Los eternos celos contra nosotros como «intelectuales»». La conciencia de aquellos artesanos era demasiado simplista para distinguir entre intelectuales burgueses e intelectuales proletarios y sobreponerse al bárbaro tópico que identifica la intelectualidad y la cultura con la potencia enemiga, como si lo opuesto a la «cultura» burguesa no fuese la cultura proletaria, la verdadera cultura, la del mañana, sino la barbarie. Este recelo contra los elementos intelectuales era uno de los muros más obstinados que se alzaban ante la fusión del movimiento obrero y las ideas que habían de llevarle a la victoria, ante el triunfo del comunismo científico que tiene su bandera en el Manifiesto Comunista. Y ese recelo es todavía hoy, en nuestro país, una de las características del comunismo utópico y pequeñoburgués de los sindicalistas, medio bakuninistas medio proudhonianos, con su concepción sectaria de la lucha de clases. «Frente a nosotros –concluye Engels–, estos mozos se erigen en «el pueblo», en «los proletarios», y nosotros sólo podemos apelar al proletariado comunista que acabará por formarse en Alemania». Engels da, pues, por perdida la batalla, abandona –por breve tiempo– a su destino a las sectas de París y se remite a los frutos del movimiento.

En su labor de propaganda en las comunas de París, secundaron los esfuerzos de Engels Ewerbeck y Junge. Ewerbeck venía influyendo desde atrás en aquellas organizaciones. En sus cartas, Engels le reconoce buena voluntad propagandista, aunque sin una gran capacidad intelectiva. Pero el verdadero jefe y guía de los «erizos», grünianos era Federico Adolfo Junge, un carpintero de Duseldorf, denunciado al gobierno prusiano como «uno de los comunistas más activos de París». Engels lo ganó en seguida para su causa, y tuvo en él un activo instrumento de agitación. Junge se quejaba de que «a la gente le gustase más escuchar frases necias que argumentos basados en hechos económicos».

En la primavera de 1847, según la referencia de Engels –más verosímil, evidentemente, que la fecha de fines de 1846 que da Marx en su obra contra Vogt–, tuvo lugar el histórico acontecimiento que, meses después, había de alumbrar para el proletariado de todos los países el Manifiesto Comunista: el ingreso de Marx y Engels en el único partido organizado de los proletarios alemanes de aquella época, la Liga de los Justicieros. Según el relato que hace Engels de estos hechos en su introducción a las Revelaciones, la invitación oficial de ingreso en la Liga podría parecer algo inopinado para ellos. En realidad, era la culminación de un proceso orgánico, en que los proletarios organizados, habiendo superado ya las viejas tradiciones de la conspiración y la revuelta y echado por la borda el equipo ideológico del comunismo artesano, los sistemas utópicos y el socialismo pseudofilosófico hecho de frases, se veían faltos de brújula y acudían a buscarla a los únicos que podían ofrecérsela. Éstos, a su vez, habían encaminado todos sus esfuerzos, desde que adquirieron la certeza de sus métodos críticos, a encontrar en la práctica del movimiento obrero el único terreno en que su teoría podía cobrar cuerpo de realidad. En el otoño de 1846, se renovó el Comité central de la Liga, y la crisis de transformación que ya venía gestándose desde muy atrás, empezó a cobrar formas más definidas. La reciente publicación por E. Drhan de dos proclamas desconocidas dirigidas a los afiliados de la Liga por el Comité, en noviembre de 1846 y febrero de 1847{20}, han venido a aclarar poderosamente el proceso de conversión de la Liga de los Justicieros en Liga Comunista. En estas alocuciones –aunque, analizadas con criterio marxista, dejen todavía mucho que desear– se observa ya una enérgica reacción contra todas las degeneraciones utópicas, religiosas, proféticas y transcendentales del comunismo, y muy principalmente contra la quimera fourierista de los falansterios, y se proclama la necesidad de redactar «una sencilla profesión de fe comunista» que pudiera servir a todos de norma. Para imprimir al movimiento esta nueva orientación, se convoca en esa proclama a un congreso en Londres para el 1 de mayo de 1848, tras el que, una vez reorganizada la Liga, se abriría la perspectiva de un congreso general comunista, al que serían invitados los partidarios de la nueva doctrina en todos los países.

Poco después, el 28 de enero de 1847, el Comité central de la Liga tomaba el acuerdo de dar poderes a Moll para que se trasladase a Bruselas para negociar con Marx y Engels su ingreso en la Liga; en este poder, dado a conocer por Mehring{21}, se autoriza al emisario para que exponga de palabra a Marx y Engels «la situación (en Londres), haciéndose asimismo cargo de lo que ellos le digan». «Moll –dice Engels– se entrevistó en Bruselas con Marx y en París conmigo, invitándonos reiteradamente, en nombre de sus camaradas, a ingresar en la Liga. Nos dijo que estaban convencidos de la exactitud de nuestras ideas en general, así como de la necesidad de emancipar a la Liga de las viejas tradiciones y formas conspiratorias. Y que si accedíamos a entrar, se nos daría ocasión, en un congreso, a desarrollar en un manifiesto, que se publicaría como manifiesto de la Liga, los principios de nuestro comunismo crítico, y que nosotros contribuiríamos por nuestra parte a conseguir que la anticuada organización de la Liga cediese el puesto a una organización más en consonancia con los tiempos y con sus fines. Nosotros no abrigábamos la menor duda acerca de la necesidad de mantener una organización de la clase obrera alemana, aunque sólo fuese para fines de propaganda, y estábamos también plenamente convencidos de que esa organización, aunque radicase fuera de Alemania…, tenía que ser necesariamente secreta. No otra cosa era lo que la Liga representaba. Sus dirigentes echaban ahora por la borda y repudiaban como falso todo lo que hasta entonces habíamos podido nosotros reprochar en ella; se nos requería para tomar parte en la reorganización de un organismo que estimábamos necesario. ¿Podíamos negarnos? Evidentemente, no. Ingresamos, pues, en la Liga. Marx formó en Bruselas una comuna, integrada por nuestros amigos más allegados; yo, por mi parte, frecuentaba las tres Comunas de París». La nueva comuna creada en Bruselas no era, en realidad, más que el grupo que venía funcionando como «Comité de correspondencia», transformado ahora en sección de la Liga. El congreso de ésta, anunciado para enero, se aplazó hasta el 1 de junio de 1847. La segunda circular de la Liga, la de febrero de 1847, reproducida en nuestro Apéndice{22}, sirve de renovada convocatoria para este congreso y contiene sus normas y el orden del día. En esta misma circular se acotan los puntos sobre los cuales ha de versar la «profesión de fe» y que el Comité central somete a la deliberación previa de sus afiliados.

Engels describe del modo siguiente este congreso: «En el verano de 1847, se celebró en Londres el primer congreso de la Liga, al que Guillermo Wolff acudió como delegado con la representación de la comuna de Bruselas, y yo llevando la de todas las comunas de París. Lo primero que se hizo en este congreso fue acometer la reorganización de la Liga. Se borró todo lo que quedaba de los viejos nombres místicos procedentes de los tiempos conspirativos; la Liga se organizó en Comunas, Círculos, Círculos directivos, Comité central y Congreso, adoptando desde ahora el nombre de «Liga Comunista». El artículo primero de los estatutos decía así: «La finalidad de la Liga es el derrocamiento de la burguesía, la instauración del régimen del proletariado, la abolición de la vieja sociedad burguesa, basada en los antagonismos de clase, y la creación de una sociedad nueva, sin clases ni propiedad privada». La nueva organización era absolutamente democrática, y todas las autoridades electivas y amovibles en cualquier momento, con lo cual se cerraba el paso de antemano a todos los devaneos conspirativos, que sólo pueden vivir en régimen de dictadura, y se convertía la Liga –a lo menos, para tiempos normales de paz– en una mera sociedad de propaganda. Estos nuevos estatutos –¡véase lo democráticamente que se procedía ahora!– fueron enviados a las comunas, para su discusión, y, después de deliberarse nuevamente sobre ellos en el segundo congreso, se aprobaron definitivamente el 8 de diciembre de 1847{23}. Es muy verosímil que, según la hipótesis de Grünberg{24}, no fuese sólo el deseo de someter los estatutos a la deliberación de las comunas lo que aplazase su aprobación, sino también, y sobre todo, las resistencias con que hubo de tropezar en la Asamblea el artículo primero y fundamental, en el que se definían programáticamente los fines de la Liga. Otra cosa hubiera equivalido a la aceptación sin lucha de las teorías de Marx y Engels, y a ellos se les hubiera encomendado desde el primer momento la redacción del programa. Mas no fue así.

De las proclamas de noviembre de 1846 y febrero de 1847 se desprende que el Comité central de la Liga tenía ya esbozado su propio proyecto de programa, y en el artículo titulado «¡Proletarios!» de la Revista Comunista{25}, la dirección de la Liga lo declara expresamente. No tenemos noticias de si Marx y Engels, el primero por escrito y el segundo de palabra, sometieron o no sus doctrinas a la aprobación de este congreso. Mas hay motivos para pensar que los resultados de las deliberaciones no les satisficieron por completo. En una carta de 24 de noviembre de 1847, Engels, citando a Marx para hacer juntos el viaje al segundo congreso, le dice: «Este congreso tiene que ser decisivo, as this time we shall have it all our own way{26}». No es forzado inferir de aquí que el primer congreso no había dado plena satisfacción a sus pretensiones, ya que esperaban triunfar en el segundo. La aprobación de los estatutos y del programa o «profesión de fe», es decir, los puntos decisivos, se deferían, pues, al segundo congreso.

En cambio, recayó acuerdo sobre la publicación de una «Revista Comunista» mensual, órgano de la Liga, a la que se asignaba como misión: «trabajar por la emancipación del proletariado y predicar la unión entre todos para acelerar de ese modo su consecución». A la cabeza de este periódico, del que sólo un «número de prueba» llegó a ver la luz{27}, campeaba ya, documentando la influencia que las ideas de Marx empezaban a ganar en la Liga, el lema de: «¡Proletarios de todos los países, uníos!». Es el primer documento, de que tenemos noticia, en que aparece estampada la famosa divisa del comunismo internacionalista moderno, que había de dar la vuelta al mundo uniendo en un vínculo de solidaridad a los trabajadores de todos los países. La redacción de la revista se encomendó a Schapper{28}. Sólo el artículo consagrado a la Dieta prusiana y al proletariado prusiano y alemán presenta huellas muy claras de análisis marxista, en las que algunos investigadores ven la mano de Engels.

El 7 de noviembre del mismo año fundábase en Bruselas, siguiendo el precedente de los Fraternal Democrats de Londres, la Sociedad democrática, para fomentar la unión y la fraternidad de todos los pueblos, y en representación de los demócratas alemanes era designado Marx para una de las vicepresidencias. En esta sociedad, que Marx utilizó también para la propaganda de sus ideas, fue donde pronunció en enero de 1848 su famoso discurso sobre el librecambio. Antes, desde el mes de agosto, Marx y Engels, empezaron a colaborar en la «Gaceta Alemana de Bruselas», periódico de dudoso origen, y acabaron por convertirlo también en vehículo de agitación para su doctrina.

En nombre de la Sociedad Democrática de Bruselas habló Carlos Marx el 29 de noviembre en un mitin organizado en Londres por los Fraternal Democrats, para celebrar el aniversario de la revolución polaca. Poco después, se reunía en la sala de sesiones de la Asociación comunista de Cultura obrera, el segundo congreso de la Liga Comunista, a que Marx acudía representando a los elementos de Bruselas, y Engels en representación de las comunas de París. Hicieron juntos el viaje desde Ostende.

Era el congreso en que habían de discutirse los estatutos y el programa de la Liga reorganizada. «Marx –dice Engels–, defendió en grandes debates su nueva teoría. Por fin, vencidas todas las resistencias y todas las dudas, fueron unánimemente aprobados los nuevos principios, y se nos encargó a Marx y a mí de que redactásemos un manifiesto.» Afortunadamente, la correspondencia cruzada entre ambos nos permite desarrollar esta lacónica referencia y esclarecer, en parte al menos, los orígenes inmediatos del Manifiesto Comunista. Engels, que, después del primer congreso, hubo de permanecer algún tiempo en Bruselas, sustituyendo a Marx durante una ausencia de éste, apremiaba a Marx a que regresase, para poder reintegrarse cuanto antes a su labor de agitación en las comunas de París. En octubre, le encontramos ya en la capital francesa, y en una carta que dirige a Marx, con fecha 25-26 de este mes, le comunica que reina «entre los erizos una confusión infernal». Que pocos días antes de llegar él, habían sido expulsados los últimos grünianos, una comuna entera, la mitad de los cuales habían reingresado, viniendo a contar en total, para su causa, con unos «treinta hombres». En esta misma carta habla Engels de la resistencia que encuentra entre los obreros en las deliberaciones programáticas, resistencia nutrida principalmente por la labor de Moses Hess. De éste dice que «había logrado imponer una profesión de fe divinamente mejorada»{29}. Por fin, mediante cierto ardid, consiguió que se le encargase a él la ponencia de otra, «que será discutida en el círculo del próximo viernes y enviada a Londres a espaldas de al comuna»{30}. Así fue como redactó Engels, para ser presentada al congreso, su «profesión de fe comunista», conocida hoy, desde la edición de Bernstein, con el nombre de «Principios de Comunismo». El 15 de noviembre, notifica su nombramiento de delegado. El 24 del mismo mes, en una carta famosa{31}, cita a Marx en Ostende, para cruzar juntos el Canal. En esta carta hay una postdata que dice: «Medita algo sobre la profesión de fe. Creo que lo mejor sería prescindir de la forma catequística y darle el título de Manifiesto Comunista. Como no hay más remedio que relatar algo de historia, la forma anterior no se presta. Yo llevo la de aquí, redactada por mí; está redactada en forma de simple relato, pero deplorablemente, con una prisa espantosa. Comienzo con lo de ¿qué es comunismo? Inmediatamente, viene el proletariado: orígenes históricos, diferencias respecto a los obreros anteriores, desarrollo de la antítesis de proletariado y burguesía, crisis, consecuencias. Entremezcladas, diversas cosas secundarias, y por último, la política de partido de los comunistas, en lo que puede hacerse pública.» Y añade: «Lo de aquí no ha sido sometido todavía por completo a la aprobación, pero confío en que, salvo pequeñeces insignificantes, podré hacerlo pasar de tal modo, que, por lo menos, no encierre nada contrario a nuestras convicciones.» Como se ve, el triunfo de sus doctrinas no se imponía sin lucha.

La redacción de los programas en forma de catecismo o «profesión de fe», mediante preguntas y respuestas, era tradicional entre los socialistas franceses. Gustábase de elegir esta forma catequística, consagrada y popularizada por la liturgia eclesiástica, sin duda, como dice Duncker{32}, para de ese modo subrayar mejor el contraste con el mundo de los sentimientos religiosos. Era, además, una forma que cuadraba muy bien en las sectas de conspiradores, en que el catecúmeno había de hacer voto, ajustándose, mediante una serie de respuestas rituales, a los principios profesados por la respectiva agrupación. Este rito, muy en boga entre los masones, provenía, probablemente, como la masonería misma, de los gremios medievales, y por ello encontraba tan gran predicamento en las asociaciones políticas de los artesanos. En la «Sociedad de Familias», fundada por Blanqui, como luego en la «Sociedad de las Estaciones», continuadora suya, regía un catecismo con dieciséis preguntas y respuestas del tenor de estas: «1.ª ¿Qué piensas del gobierno? –Que el gobierno ha traicionado al pueblo y al país.» «2.ª ¿En interés de quien gobierna? –En interés de unos cuantos privilegiados.» «3.ª ¿Quiénes son hoy aristócratas? –Las gentes de dinero, los banqueros, los especuladores, los monopolistas, los grandes terratenientes, y en general todos aquellos a quienes llamamos hoy explotadores del hombre por el hombre.» «10.ª¿Qué es el pueblo? –El conjunto de todos los ciudadanos que trabajan.» «12.ª ¿Cuál es la suerte del proletario bajo el gobierno de los ricos? –Ni más ni menos que la del siervo y la del esclavo de la raza negra.» «13.ª ¿Cuál debe ser la base de una sociedad justa? –La igualdad.» «16.ª ¿Debe hacerse una revolución política o social? –Una revolución social.»{33}

Era evidente que la forma catequística tradicional, muy indicada para iniciar a los novicios en los misterios de las sectas conspirativas, no era el molde más adecuado para desarrollar un programa crítico e histórico como el de Marx y Engels. Para comprenderlo, basta comparar la exposición de los Principios de Comunismo de Engels, en que las doctrinas mantenidas aparecen, pese a todo, cohibidas y desarticuladas, con el texto maravilloso del Manifiesto.

Las sesiones del segundo congreso duraron hasta el 8 de diciembre, y los debates se cerraron aprobando los nuevos estatutos y encargando unánimemente a Marx y Engels de redactar «el Manifiesto del partido comunista».

Ignoramos si Marx acudiría al congreso ya con alguna ponencia escrita, avance de su programa, o se limitaría a mantener verbalmente su nueva teoría del materialismo histórico, tal como la resume Engels en su prólogo a la tercera edición alemana del Manifiesto (1873){34}. La transcrita postdata de Engels en su carta de 24 de noviembre no permite una conclusión clara sobre este punto.

Reintegrado a Bruselas, Marx se entregó de nuevo a su propaganda en la Asociación de Cultura obrera (conferencias sobre el trabajo asalariado y el capital) y en la Sociedad democrática (discurso sobre el librecambio). Pasaban los días sin que el encargo encomendado por el congreso de Londres se ejecutase. El 24 de enero de 1848, el Comité central de la Liga acordaba dirigirse al Comité de distrito de Bruselas, encargándole «notificar al ciudadano Marx que si el Manifiesto del partido comunista, de cuya redacción se le había encargado en el último congreso, no llegaba a Londres antes del martes 1 de febrero del corriente año, se tomarán contra él otras sanciones. Caso de que el ciudadano Marx no redacte el Manifiesto, el Comité Central le intima a que devuelva inmediatamente los documentos que le fueron facilitados por el congreso». Firmaban la comunicación Schapper, Bauer y Moll. En los primeros días de febrero de 1848, Marx pudo poner mano, por fin, a la ejecución de su encargo, en colaboración con Engels, y a las tres semanas salía para Londres el original del Manifiesto, al tiempo que estallaba en París la revolución{35}. «Desde ahora –dice Carlos Grünberg–, el proletariado contaba con su teoría, la teoría que le garantizaba un incesante progreso ascensional y la victoria definitiva; tenía su «Carta», su programa táctico, su grito de combate.» La vieja divisa humanitaria y confusionista que venía presidiendo el movimiento obrero, el grito de «Todos los hombres son hermanos», se esfumaba al alzarse, como afirmación de la conciencia de clase del proletariado y de la solidaridad de los trabajadores del mundo, el grito de «¡Proletarios de todos los países, uníos!».

Al estallar la revolución de febrero, el Comité central de la Liga traspasó sus poderes al Círculo directivo de Bruselas. Casi al mismo tiempo, Marx salía para París, autorizado para constituir allí un nuevo Comité central. Reunidos en París los elementos más destacados de la Liga, redactaron el documento que reproducimos en el Apéndice, con las reivindicaciones de los comunistas alemanes ante la revolución que se avecinaba en su país{36}. Las doctrinas del Manifiesto empezaban a ponerse por obra en la práctica militante de la revolución. En la segunda quincena de marzo triunfaba en Viena y en Berlín el movimiento revolucionario. Los militantes de la Liga, con Marx y Engels a la cabeza, se lanzaron inmediatamente a la lucha, Marx con la pluma desde la plataforma de avanzada de la «Nueva Gaceta del Rin», y Engels como táctico de la democracia, en el alzamiento del Palatinado. Había llegado la hora prevista por Engels en una carta fechada en Barmen en 1844{37}, la hora de «poder realizar nuestras ideas con las manos y, si necesario fuere, con los puños». La táctica de llevar adelante la revolución democrática hasta convertirla en proletaria, que es la profesada por Marx y Engels en el Manifiesto y la mantenida activamente en los movimientos del 48, estaba alentada por la creencia de que el régimen de la burguesía tendría que ser forzosamente fugaz, ante el auge del nuevo régimen industrial; en la creencia de que «el verdugo aguardaba a la puerta» a la burguesía triunfante{38}.

La Liga, débil todavía numéricamente y sin tiempo para consolidarse sobre los nuevos principios de táctica y organización, tenía que resultar una palanca demasiado endeble frente a aquel movimiento rápidamente desatado de las masas del pueblo. «Y sin embargo –añade Engels– fue precisamente entonces cuando se demostró qué excelente escuela de actuación revolucionaria había sido la Liga. En el Rin, donde la «Nueva Gaceta del Rin» servía de centro permanente al movimiento, en Nassau…, por todas partes eran afiliados a la Liga los que acaudillaban el ala extrema del movimiento democrático». Las matanzas obreras de junio de 1849 en París, la derrota de los demócratas alemanes y austriacos en mayo y junio del mismo año, pusieron fin a la primera etapa, a la más peligrosa, de la revolución de 1848. Pero el triunfo de la reacción no estaba todavía consolidado. En otoño de 1849 volvieron a congregarse en Londres la mayoría de los elementos de la Liga Comunista. Atenta a las nuevas circunstancias, ésta se reorganizó como asociación secreta. De los viejos militantes, faltaba Moll, muerto entre los rebeldes en los encuentros del Palatinado. La Liga envió a Alemania como emisario a Enrique Bauer, encargándole de difundir entre sus afiliados la alocución de marzo de 1850, reproducida en el Apéndice{39}.

Esta alocución, redactada por Marx y por Engels, es importantísima, pues fija la táctica de la Liga ante la revolución democrático-burguesa y pone en acción los principios estratégicos del Manifiesto Comunista. Pero, en el transcurso del año 1850, fue viéndose que las perspectivas revolucionarias iban en descenso. La crisis industrial de 1847, que había hecho estallar la revolución estaba vencida. Comienza un período de inusitada prosperidad industrial. En la «Revista de mayo a octubre de 1850», publicada en la «Nueva Gaceta del Rin», revista político-económica, cuad. V y VI (Hamburgo 1850), escribían Marx y Engels. «En esta fase de prosperidad general, en que las fuerzas productivas de la sociedad burguesa se desarrollan con todo el esplendor que permite este régimen, es inútil hablar de verdadera revolución. Las verdaderas revoluciones sólo pueden darse en los períodos en que estos dos factores: las modernas fuerzas productivas y las formas burguesas de producción chocan entre sí. Las diferentes discordias en que se hallan empeñados en la actualidad los representantes de las diversas fracciones del partido del orden en el continente, acusándose las unas a las otras, lejos de dar pábulo a nuevas revoluciones, estallan precisamente por ser tan segura, de momento, y tan burguesa –cosa que la reacción no sabe–, la base de la situación. Contra ella se estrellarán con idéntica seguridad todas las tentativas de la reacción para contener el desarrollo burgués y todas las arengas inflamadas de los demócratas».

La posición de retraimiento ante las nuevas perspectivas de crisis revolucionaria mantenida por Marx y Engels produce en la Liga la escisión ultraizquierdista capitaneada por Schapper y por Willich, afiliado a la organización desde hacía unos meses, a la que se refiere el fragmento de Marx que publicamos en el Apéndice, tomado de sus Revelaciones{40}.

En mayo de 1881 sobreviene la detención de los emisarios de la Liga en Alemania, y la policía prusiana urde la infame comedia del célebre proceso de los comunistas en Colonia. «Con el proceso de Colonia termina la primera etapa del movimiento obrero alemán. A poco de dictarse la sentencia{41}, disolvimos –dice Engels– la Liga Comunista, y meses más tarde, pasaba también a mejor vida la Liga secesionista de Willich-Schapper».

Doce años después, en la Primera Internacional, la enseña del Manifiesto Comunista volvía a flotar, triunfante, sobre un ejército mundial de trabajadores. Sesenta y cinco años más tarde, en Octubre de 1917, el proletariado sube al Poder en Rusia bajo la bandera del Manifiesto, que la Liga Comunista empuñó, en la firme mano de Marx, desde 1847 hasta 1852 y que la Tercera Internacional, fundada y acaudillada por Lenin, levanta del fango donde, desde la capitulación vergonzosa del año 14, la dejara caer la Internacional de los «socialistas» claudicantes.

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{1} Hottingen-Zurich, Verlag der Volksbuchhandlung, 1885; reed., con introducción y notas, por Franz Mehring, Berlín, 1914.

{2} Karl Marx-Friedrich Engels Briefwechsel, en Obras completas, eds. por el Instituto Marx-Engels de Moscú, ed. alem. Berlín, 1929, I, pgs. 63 ss.

{3} Historia de la Socialdemocracia alemana, 2.ª ed. (Stuttgart, 1903, I, pgs. 328 ss.); estudios preliminares y notas a su edición de los Escritos varios de Marx y Engels, 4.ª ed., Stuttgart, 1923, II, pgs. 329 ss.; Carlos Marx (Historia de su vida), trad. española de W. Roces, Madrid, 1932 (Editorial Cenit), pgs. 153 ss.

{4} En el único tomo que hasta ahora ha visto la luz de su gran biografía de Engels (Friedrich Engels in seiner Frühzeit, 1820-1851, Berlín, 1920), pgs. 262 ss.

{5} En el documentado estudio preliminar sobre «La Historia de los orígenes del Manifiesto Comunista», que precede a su compilación Die Londoner Kommunistische Zeitschrift und andere Urkunden aus den Jahren 1847-1848.

{6} En la Introducción a su edición comentada del Manifiesto Comunista, ed. inglesa: The Communist Manifiesto of K. Marx and F. Engels, Londres, 1930.

{7} Acerca de los orígenes de éste y del boceto de Engels, da también una síntesis muy precisa H. Duncker, en su edición de los Principios de Comunismo de Engels («Elementarbücher des Kommunismus»), Berlín, 1930.

{8} V. infra, pgs. 341 ss.

{9} V. infra, pgs. 329 ss.

{10} V. infra. pgs. 298 ss.

{11} Fruto de sus estudios ingleses en los años 43 y 44, aunque no viera la luz hasta 1845, de regreso ya en Alemania.

{12} V. Apéndice, pgs. 233 ss.

{13} Arnold Ruge, Dos años en París y recuerdos. Dos vols. Leipzig, 1846, Cit. por Grünberg. l. c., pg. 6, n. 15.

{14} Herr Vogt, pg. 35.

{15} V. el pasaje de Marx transcrito, infra, pg. 255.

{16} V. acerca de este episodio la nota de Riazanof, infra, pgs. 243 s.

{17} Correspondencia Marx-Engels, ed. del Instituto Marx-Engels de Moscú, t. I, pg. 55.

{18} Correspondencia, t. I, pgs. 49 ss.

{19} Correspondencia, t. I, pgs. 57 ss.

{20} Reproducidas en Neue Zeit, t. 37, 2, pg. 131, y traducidas en nuestro Apéndice, infra, pgs. 329 ss.

{21} En su Introducción a la edición última de las Revelaciones, pgs. 10 ss.

{22} V. infra, pgs. 335 ss.

{23} V. el texto de los Estatutos en el Apéndice, infra, pgs. 374 ss.

{24} Die Londoner Kommunistische Zeitschrift, introducción, pg. 21.

{25} V. infra, pg. 345

{26} Correspondencia, ed. citada, t. I, pg. 87.

{27} En el Apéndice lo reproducimos íntegro, por su gran importancia histórica.

{28} Según la referencia de F. Lessner, veterano del movimiento comunista. V. Grünberg, pg. 23, n. 49.

{29} El proyecto de Moses Hess no ha llegado a nosotros, pero por el artículo suyo que reproducimos en el Apéndice, podrá inferirse su posición ante los objetivos del proletariado.

{30} Correspondencia, ed. citada, t. I, pg. 83.

{31} Correspondencia, ed. citada. t. I, pgs. 87 ss.

{32} «Sobre los orígenes del boceto de Engels», en su edición de los Principios de Comunismo, «Elementarbücher del Kommunismus», pg. 7.

{33} Lucien de la Hodde, Histoire des Sociétés secretes, 1830-1848 (París 1850), pgs. 200 ss. En el proceso seguido en Colonia a la Liga Comunista en 1852 desempeña gran papel el llamado «Catecismo Rojo», difundido por la fracción de Willich-Schapper, cuya paternidad atribuía Marx a Moses Hess, mas sin que haya pruebas suficientes que lo acrediten.

{34} V. infra, pg. 45.

{35} Que el Manifiesto Comunista no fue obra exclusiva de Marx, aunque su redacción corriese exclusivamente a cargo de éste –como el estilo lo denota–, es cosa que atestigua terminantemente el propio Marx. «El Manifiesto redactado por Engels y por mí», dice en el prólogo a su Crítica de la Economía política, publicada en 1859.

{36} V. infra, pgs. 414 ss.

{37} Correspondencia, ed. citada, t. I, pg. 7.

{38} V. infra, pg. 403.

{39} V. infra, pgs. 417 ss.

{40} V. infra, pgs. 442 ss.

{41} Que condenó a los acusados de tres a seis años de prisión.

(páginas 15-41.)