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Política · libro cuarto, capítulo XIII

De la igualdad y de la diferencia
entre los ciudadanos en la ciudad perfecta

Estando compuesta siempre la asociación política de jefes y subordinados, pregunto si la autoridad y la obediencia deben ser alternativas o vitalicias. Es claro que el sistema de la educación deberá atenerse a esta gran división de los ciudadanos. Si algunos hombres superasen a los demás, como según la común creencia los dioses y los héroes superan a los mortales, tanto respecto del cuerpo, lo cual con una simple ojeada puede verse, como respecto del alma, y de tal manera que la superioridad de los jefes fuese incontestable y evidente para los súbditos, no cabe duda de que debe preferirse que perpetuamente obedezcan los unos y manden los otros. Pero tales desemejanzas son muy difíciles de encontrar, sin que tampoco pueda suceder aquí lo que con los reyes de la India, que, según Scilax{107}, sobrepujan por completo a los súbditos que les obedecen. Es por tanto evidente, que por muchos motivos la alternativa en el mando y en la obediencia debe necesariamente ser común a todos los ciudadanos. La igualdad es la identidad de atribuciones entre seres semejantes, y el Estado no podría vivir de un modo contrario a las leyes de la equidad. Los facciosos que hubiese en el país, encontrarían apoyo siempre y constantemente en los súbditos descontentos, y los miembros del gobierno no podrían ser nunca bastante numerosos para resistir a tantos enemigos reunidos.

Sin embargo, es incontestable que debe haber alguna diferencia entre los jefes y los subordinados. ¿Cuál será esta diferencia y cuál el modo de dividir el poder? Tales son las cuestiones que debe resolver el legislador. Ya lo hemos dicho; la misma naturaleza ha trazado la línea de demarcación, al crear en una especie idéntica la clase de los jóvenes y la de los ancianos, unos destinados a obedecer, otros capaces de mandar. Una autoridad conferida a causa de la edad no puede provocar los celos, ni [153] fomentar la vanidad de nadie, sobre todo cuando cada cual está seguro de que obtendrá con los años la misma prerrogativa. Y así, la autoridad y la obediencia deben ser a la vez perpetuas y alternativas, y por consiguiente la educación debe ser a la vez igual y diversa, puesto que, según opinión de todo el mundo, la obediencia es la verdadera escuela del mando. Ahora bien, la autoridad, según dijimos antes, puede darse en interés del que la posee, o en interés de aquel sobre quien se ejerce: en el primer caso resulta la autoridad que ejerce el señor sobre sus esclavos; en el segundo, la autoridad que se ejerce sobre hombres libres. Además, las órdenes pueden diferir entre sí tanto por el motivo por que se han dictado, como por los resultados mismos que producen. Muchos servicios, que se consideran exclusivamente como domésticos, se hacen para honrar a los jóvenes libres que los realizan. El mérito o el vicio de una acción no se encuentra tanto en la acción misma, como en los motivos que la inspiran y en el fin de cuya realización se trata.

Hemos dejado sentado que la virtud del ciudadano, cuando manda es idéntica a la virtud del hombre perfecto, y hemos añadido, que el ciudadano debía obedecer antes de mandar; de todo lo cual concluimos, que al legislador toca educar a los ciudadanos en la virtud, conociendo los medios que conducen a ella y el fin esencial de la vida más digna. El alma se compone de dos partes: una que posee en sí misma la razón; otra que, sin poseerla, es capaz, por lo menos de obedecer a ella; a una y a otra pertenecen las virtudes que constituyen el hombre de bien. Una vez admitida esta división, tal como la proponemos, puede decirse sin dificultad cuál de estas dos partes del alma encierra el fin mismo a que debe aspirarse, porque siempre se hace una cosa menos buena en vista de otra mejor, lo cual es tan evidente en las producciones del arte como en las de la naturaleza, y en este caso el objeto mejor es la parte racional del alma.

Adoptando en esta indagación nuestro procedimiento ordinario, el análisis, encontramos que la razón se divide en otras dos partes, razón práctica y razón especulativa. Como es consiguiente, la división, que aplicamos a esta parte del alma, se aplica igualmente a los actos que ella produce; y si hubiera lugar a escoger, sería preciso preferir los actos de la parte naturalmente superior, ya lo sea en todos los casos, ya en el caso único en que las dos partes del alma se hallen en presencia una de otra; porque en [154] todas las cosas es preciso preferir siempre lo que conduce a la realización del fin más elevado.

La vida, cualquiera que ella sea, tiene dos partes: trabajo y reposo, guerra y paz. De los actos humanos, unos hacen relación a lo necesario, a lo útil; otros únicamente a lo bello. Una distinción del todo semejante debe encontrarse necesariamente bajo estos diversos conceptos en las partes del alma y en sus actos: la guerra no se hace sino con la mira de la paz; el trabajo no se realiza sino pensando en el reposo; y no se busca lo necesario y lo útil sino en vista de lo bello. En todo esto el hombre de Estado debe arreglar sus leyes en vista de las dos partes del alma y de sus actos, pero sobre todo teniendo en cuenta el fin más elevado a que ambas puedan aspirar. Iguales distinciones se aplican a las distintas profesiones, a las diversas ocupaciones de la vida práctica. Es preciso estar dispuesto lo mismo para el trabajo que para el combate; pero el descanso y la paz son preferibles. Es preciso saber realizar lo necesario y lo útil; sin embargo, lo bello es superior a ambos. En este sentido conviene dirigir a los ciudadanos desde la infancia, y durante todo el tiempo que permanezcan sometidos a jefes. Los gobiernos de la Grecia, que hoy pasan por ser los mejores, así como los legisladores que los han fundado, al parecer no han dirigido sus instrucciones a la consecución de un fin superior, ni dictado sus leyes, ni encaminado la educación pública hacia el conjunto de las virtudes, sino que antes bien se han inclinado, no con mucha nobleza, a las que tienen el aspecto de útiles y son más capaces de satisfacer la ambición. Autores más modernos han sostenido poco más o menos las mismas opiniones, y han admirado altamente la constitución de Lacedemonia y alabado al fundador que la ha inclinado por entero del lado de la conquista y de la guerra. Basta la razón para condenar estos principios, así como los hechos mismos realizados ante nuestra vista se han encargado de probar su falsedad. Compartiendo el sentimiento que arrastra a los hombres en general a la conquista en vista de los beneficios de la victoria, Tibrón y todos los que han escrito sobre el gobierno de Lacedemonia elevan hasta las nubes a su ilustre legislador, porque merced al desprecio de todos los peligros su república ha sabido llegar a ejercer una vasta dominación. Pero ahora que el poder espartano está destruido, todo el mundo conviene en que ni Lacedemonia [155] es dichosa, ni su legislador intachable. ¿No es cosa extraordinaria que, conservando esta república las instituciones de Licurgo y pudiendo sin obstáculo atemperarse a ellas a su gusto, haya, sin embargo, perdido toda su felicidad? Esto consiste en que no se conoce la naturaleza del poder que el hombre político debe esforzarse en ensalzar. Mandar a hombres libres vale mucho más y es más conforme a la virtud que mandar a esclavos. Además, no debe tenerse por dichoso a un Estado ni por muy hábil a un legislador, cuando sólo se han fijado en los peligrosos trabajos de la conquista. Con tan deplorables principios cada ciudadano sólo pensará evidentemente en usurpar el poder absoluto en su propia patria, tan pronto como pueda hacerse dueño de ella, que es lo que Lacedemonia consideró como un crimen en el rey Pausanias, sin que le sirviera de defensa toda su gloria. Semejantes principios y las leyes que de ellos emanan no son dignos de un hombre de Estado, y son tan falsos como funestos. El legislador no debe despertar en el corazón de los hombres más que buenos sentimientos, así respecto del público como de los particulares. Si se ejercitan en los combates, no debe ser para someter a esclavitud a pueblos que no merecen este yugo ignominioso, sino, primero, para no ser subyugados por nadie; luego, para conquistar el poder tan sólo en interés de los súbditos, y por fin, para no mandar como señor a otros hombres que a los destinados a obedecer como esclavos. El legislador debe hacer de manera que así sus leyes sobre la guerra como las demás instituciones sólo tengan en cuenta la paz y el reposo, y aquí los hechos vienen en apoyo de la razón. La guerra, mientras ha durado, ha sido la salvación de semejantes Estados, pero una vez asegurado su poderío, la victoria les ha sido fatal, pues, al modo del hierro han perdido su temple tan pronto como han tenido paz, y la culpa es del legislador que no ha enseñado la paz a su ciudad.

Puesto que el fin de la vida humana es el mismo para las masas que para los individuos, y puesto que el hombre de bien y una buena constitución se proponen por necesidad un fin semejante, es evidente que el reposo exige virtudes especiales, porque, lo repito, la paz es el fin de la guerra, como el reposo lo es del trabajo. Las virtudes, que afianzan el reposo y el bienestar, son aquellas que lo mismo están en actividad durante el reposo que durante el trabajo. El reposo sólo se [156] obtiene mediante la reunión de muchas condiciones indispensables para atender a las primeras necesidades. El Estado, para gozar de paz, debe ser prudente, valeroso y firme, porque es muy cierto el proverbio: «no hay reposo para los esclavos.» Cuando no se sabe despreciar el peligro, es uno presa del primero que le ataca. Por tanto se necesita tener valor y paciencia en el trabajo; filosofía en el descanso; prudencia y templanza en ambas situaciones; sobre todo en medio de la paz y del reposo. La guerra da forzosamente justicia y prudencia a los hombres que se embriagan y pervierten en medio de las ventajas y de los goces del reposo y de la paz. Hay, sobre todo, mayor necesidad de justicia y de prudencia cuando se está a la cima de la prosperidad, y se goza de todo lo que excita la envidia de los demás hombres. Sucede lo que con los bienaventurados que los poetas nos representan en las islas afortunadas; cuanto más completa es su beatitud en medio de todos los bienes de que se ven colmados, tanto más deben llamar en su auxilio a la filosofía, la moderación y la justicia. Estas virtudes evidentemente no son menos necesarias para el bienestar y para la vida moral del Estado. Si es vergonzoso no saber aprovecharse de la fortuna, lo es mucho más no saber utilizarla en el seno de la paz y ostentar valor y virtud durante los combates, para mostrar después una bajeza propia de un esclavo durante la paz y el reposo. No debe entenderse la virtud como la entendía Lacedemonia; y no es que ella haya comprendido el bien supremo de distinta manera que todos los demás, sino que creyó que éste se podía adquirir mediante una virtud especial, la virtud guerrera. Pero como hay bienes que son superiores a los que procura la guerra, es evidente que el goce de estos bienes superiores, no teniendo otro objeto que el goce mismo, es preferible al de los otros. Veamos por qué camino se podrán alcanzar estos bienes inapreciables.

Ya hemos dicho que ejercen influencia sobre el alma tres cosas: la naturaleza, las costumbres o el hábito y la razón. Hemos precisado las cualidades que los ciudadanos deben haber obtenido previamente de la naturaleza. Nos resta indagar si la educación de la razón debe preceder a la del hábito; porque es preciso que estas dos últimas influencias estén en la más perfecta armonía, puesto que la razón misma puede extraviarse al ir en busca del mejor fin, y las costumbres no están sujetas a menos errores. En esto, como en lo demás, por la generación comienza [157] todo, pero el fin de la generación se remonta a un origen, cuyo objeto es completamente diferente. En el hombre, el verdadero fin de la naturaleza es la razón y la inteligencia, únicos objetos que se deben tener en cuenta cuando se trata de los cuidados que deben aplicarse, ya a la generación de los ciudadanos, ya a la formación de sus costumbres. Así como el alma y el cuerpo, según hemos dicho, son muy distintos, así el alma tiene dos partes no menos diferentes: una irracional, otra dotada de razón; y que se producen de dos maneras de ser diversas; es propio de la primera el instinto; de la otra, la inteligencia. Si el nacimiento del cuerpo precede al del alma, la formación de la parte irracional es anterior a la de la parte racional. Es fácil convencerse de ello; la cólera, la voluntad, el deseo se manifiestan en los niños apenas nacen; el razonamiento y la inteligencia no aparecen, en el orden natural de las cosas, sino mucho más tarde. Es de necesidad ocuparse del cuerpo antes de pensar en el alma; y después del cuerpo, es preciso pensar en el instinto, bien que en definitiva no se forme el instinto sino para servir a la inteligencia, ni se forme el cuerpo sino para servir al alma.

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{107} Scilax de Cariandro, geógrafo y navegante, vivía a principios del siglo V, antes de JC.


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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 3, páginas 152-157