Filosofía en español 
Filosofía en español


Tomo sexto Discurso sexto

Maravillas de la Naturaleza

§. I

1. Demonia llamó a la Naturaleza Aristóteles: Natura daemonia est, non Divina (Lib. de Praesens per somnum.) Epíteto de notable energía, y que con poca, o ninguna diferencia significa lo mismo en la propiedad de la Lengua Griega, que en el uso vulgar, y figurado del idioma Castellano. De un hombre, que hace, [226] o dice cosas, que por superar nuestra inteligencia, excitan nuestra admiración, solemos decir, que es un demonio. En este mismo sentido, y por la misma razón se puede decir, que es demonia la Naturaleza. Son sus operaciones, y efectos tan admirables, que es preciso reconocer en la actividad de sus causas un genio elevado, sublime, misterioso, que por más que vuele en su alcance el discurso, se queda siempre muy lejos de nuestra comprensión.

2. Es así sin duda; pero los más de los hombres tan abajo quedan, que ni aún esto mismo alcanzan. ¿Qué digo yo los más? Casi todos parece que solo con los ojos corporales miran las cosas de la Naturaleza. No celebran lo excelente, sino lo raro; o sólo lo raro tienen por excelente. Nada hallan admirable en lo que diariamente miran, porque su rudeza no pasa de la superficie de lo que ven. Es sentencia común, que la admiración es hija de la ignorancia; y yo sin contradecirla absolutamente, afirmo, que infinitas veces el no admirar, procede de estupidez. Toda la Grecia, dice Plutarco, admiraba los versos del lírico Simónides. Toda la Grecia, exceptuando la gente de Tesalia. Preguntado el mismo Simónides por la causa, no señaló otra, que la rudeza de los tesalios.

3. No hay obra alguna en toda la Naturaleza, que no sea rasgo de una mano Omnipotente, y de una Sabiduría infinita. Admira el Vulgo el artificio de una Muestra de Londres: incomparablemente es más delicada, y sutil la fábrica de una hormiga. Lo que digo de la Hormiga, extiendo a otro cualquier compuesto natural. Ninguno hay, cuya composición no sea estupenda, no sea prodigiosa. Aristóteles conoció muy bien esta verdad. No hay cosa, dice, en todo el Universo, en quien no ocurra algo que admirar: Cum nulla res sit Naturae, in qua non mirandum aliquid inditum videatur. (Lib. I. de Part. Animal. cap. 5) Esta sentencia puede servir de comento para la otra suya, que citamos arriba.

4. La ignorancia de los hombres ha ceñido su admiración [227] a muy limitado número de entes. Hablan, pongo por ejemplo, con asombro del movimiento del hierro a vista del Imán, del flujo, y reflujo del Océano, del estupor que causa en el brazo del pescador el contacto de la Trimielga. Si le preguntas, ¿por qué? Los más apenas te lo sabrán decir; pero yo lo diré por ellos. Su asombro nace únicamente de que no ven tales efectos en las demás especies contenidas debajo de los mismos géneros. Reputan prodigioso todo lo que es singular. Créeme, que si todos los minerales, exceptuando ese que llamamos Piedra Imán, tuviesen virtud para mover el hierro hacia sí, nadie admiraría aquella virtud en los demás; antes se admiraría en la piedra Imán la falta de ella. Si no sólo el Océano, pero todas las fuentes, exceptuando una sola, tuviesen flujo, y reflujo, nadie admiraría el flujo y reflujo en las aguas; si sólo la falta de esos periódicos movimientos en aquella fuente, que no los tuviese. Si todos los peces, a la reserva de uno solo, pasmasen el brazo del pescador, nadie se pasmaría del pasmo, sino de la carencia de él en aquella única especie.

§. II

5. Esto es por lo que mira al Vulgo de los hombres. El Vulgo de los Filósofos (que en todas las facultades hay Vulgo; y tanto, que respecto de los Vulgares, son poquísimos los Nobles) te responderá, que admira aquellos efectos, porque son ocultas sus causas; y sin decirte otra cosa, quedará con la satisfacción de que sobre la materia no respondería más un Oráculo. Aquí quiero que pares conmigo un poco, para mostrarte, que esta sentencia, que oyes pronunciar tantas veces con toda la gravedad filosófica del Aula, y que te deja enteramente satisfecho, no es mas que un trampantojo ridículo. Crees que es admirable, así la expansión del Océano, hacia las orillas, como el regreso de ellas, porque, después de todas las especulaciones de los Filósofos, permanece oculta la causa de esos movimientos. Bien; pero dime, ¿por qué no admiras igualmente el movimiento de fuentes, y ríos hacia el Océano? [228] Reiraste de la pregunta, y me dirás, que la causa de ese movimiento es tan notoria, que el más rudo la alcanza; conviene a saber, la pesadez del agua, la cual, obligándola a correr hacia el lugar más bajo, entretanto que se deja libre el curso, la va impeliendo sucesivamente hasta llegar al Océano, porque todo el camino, desde la fuente hasta el piélago, está puesto en continuada declinación. ¿Juzgas que has dicho algo? Pues te aseguro con toda verdad, que bien lejos de darme respuesta, ni aun siquiera has entendido la pregunta. ¿Por eso que llamas pesadez, o gravedad, entiendes otra cosa más que una inclinación innata de las aguas al movimiento hacia abajo? Nada más. Pues si no señalas otra causa de ese movimiento, otro tanto ya te lo sabes de la causa del movimiento del Océano, en cuyas aguas reconocerás sin duda (según la Filosofía que sigues) una inclinación innata a fluir, y refluir periódicamente. Si te preguntan, pues, por qué el Océano fluye, y refluye, te parece que satisfarás bastantemente, respondiendo, que la causa es una inclinación innata, que tiene a esos dos reciprocados movimientos. Cogido te tengo, que afirmes, que niegues. Si afirmas, infiero: luego tan notoria es para ti la causa del flujo, y reflujo del Océano, como la del descenso de las aguas hacia él; por consiguiente no tienes más razón para admirar aquel movimiento, que este otro. Si niegas, deduzco: Luego tan oculta es para ti la causa del descenso de las aguas, como la del movimiento del Océano; por consiguiente, igualmente, debes admirar esto, que aquello.

6. De modo, que eso que llamas Gravedad, no es más que una voz inútil, la cual deja la materia tan oscura como estaba. Llámase grave el cuerpo, que sin impulso manifiesto baja, como leve el que sin impulso manifiesto sube; y así lo mismo es preguntarte, por qué tal cuerpo baja, que preguntarte por qué es grave, o inquirir la causa de la gravedad. Y para que veas cuán engañado estás en el concepto que haces de ser tan fácil explicar la causa del descenso de los graves, has de saber, [229] que los verdaderos Filósofos, a quienes no alucinan las voces en la inquisición de los objetos, tienen por más difícil hallar la causa de ese descenso que la del flujo, y reflujo del mar. Así varios Autores han explicado este fenómeno por diferentes rumbos, parte de ellos con alguna apariencia de verosimilitud; pero en orden a la causa de la gravedad todos han dado de ojos. El audaz ingenio de Cartesio tentó señalarla; pero su explicación, sobre padecer grandes objeciones, no hizo mas que trasladar la dificultad a otra parte. Esto es, señaló por causa del descenso de los graves la materia sutil, que girando rápidamente en torno del globo terráqueo, los abate, o impele hacia abajo. Pero luego se pregunta, ¿quién causa ese movimiento circular, y rapidísimo de la materia sutil? A lo que es arduísimo dar respuesta que satisfaga; con que nos quedamos en igual embarazo que al principio.

7. Lo mismo digo del movimiento del hierro hacia el Imán: misterio es harto oscuro; pero aún menos que el fenómeno de la gravedad. En aquel andan a tientas los Filósofos, y al fin se han escogitado para descifrarlo varios rumbos. En éste, ni aun a tientas se mueve. Sólo Descartes habla algo, bien, o mal; todos los demás callan, y desesperan. Esto depende, de que haciendo juicio cierto de que ningún cuerpo inanimado, que está quieto, puede empezar a moverse sin el impulso activo de otro cuerpo, no conciben tan inasequible el conocimiento de la causa impelente de éste, o el otro cuerpo en particular, como de la que impele a tantos cuerpos, tan diversos, tan distantes, tan inconexos entre sí, como son todos los graves.

8. Si acaso te pareciere, que haces algo para componer esta gravísima dificultad, que apenas la tiene igual toda la Filosofía, con el recurso vulgar de que la inclinación de los graves al descenso viene del generante; sobre remitirte a lo dicho Tom. II, Discurso XIV, núm. 30, te prevengo, que fácilmente comprenderás la futilidad de este efugio, observando, que del mismo modo puede servir para explicar todos los demás misterios de la Naturaleza. [230] ¿En los ejemplos señalados te parece que evacuarás la dificultad, con decir, que el generante del hierro le imprimió a éste la inclinación al Imán; o el de las aguas del Océano al flujo y reflujo? ¿ Qué diferencia hallas de uno a otro?

§. III

9. A quien no satisfaciere la insinuada arduidad del fenómeno común del descenso de los graves, será fácil mostrarle otros muchos, donde pueda conocer, que no tiene más razón para admirar los movimientos del Océano, y el del hierro hacia el Imán, que otros innumerables, que cotidianamente tiene delante de los ojos. Contémplese en todas las plantas los dos movimientos encontrados de las raíces hacia abajo, de tronco, y ramas hacia arriba. ¿Quién determina las distintas partes de una semilla a estos dos opuestos movimientos? Tendré por un Apolo a quien me responda. No es ciertamente la gravedad de las unas, y levidad de las otras, pues las raíces no son tan pesadas, como la tierra por donde bajan, ni las ramas tan leves, como el aire por donde suben. Preciso es recurrir a un agente incógnito, o cualidad oculta, como en el Océano, y en el Imán; por consiguiente, tan misterioso se queda aquello, como esto.

10. Todos los días, todas las horas están subiendo los vapores de la tierra a la esfera del aire. ¿Qué son los vapores? No otra cosa, que el agua disuelta en partículas menudas, como se hace visible en la niebla. ¿Pues cómo siendo el agua sin comparación más grave que el aire, monta sobre él? Es regla constante de la Hidrostática, que un líquido no puede nadar sobre otro, que no sea de mayor gravedad específica que él; esto es, que cotejadas partículas iguales, o de igual mole de uno, y otro, sean más leves las del líquido, que sobrenada. ¿Cómo, pues, suben, y se remontan las partículas del agua sobre este aire inferior, cuyas partículas de igual mole son mucho más leves que aquellas? Lo mejor es, que aquí hay también su especie [231] de flujo, y reflujo; porque los mismos vapores, que suben, después bajan; con que se aumenta la dificultad, por conservar la misma naturaleza, y cualidades en el descenso, que tenían en el ascenso. Algunos Filósofos modernos, contemplando esta dificultad, se imaginaron para evacuarla, que a cada particulilla minutísima de agua se pega mucha mayor porción de materia etérea, sutil, o ígnea, o bien incluyéndose en ella, como en una delicadísima ampollita, o bien circundándola por la superficie externa; de modo, que el complejo que resulta de agua, y de materia ígnea, sea más leve que el aire inferior, y por eso asciende sobre él; a la manera que un poco de hierro, aunque mucho más pesado que la agua, nada sobre ella, si le ligan, o clavan en mucha mayor porción de madera, porque el complejo, que resulta de madera, e hierro unidos, es más leve, que igual volumen de agua. Consiguientemente se han imaginado, que después se desliga, o resuelta la materia etérea del agua, y ésta, dejada a su natural gravedad, baja.

11. Ya se ve, que este expediente, bien lejos de satisfacer a los Filósofos comunes, les parecerá una algarabía, semejante a la del mecanismo, con que los Cartesianos componen las propiedades del Imán. ¿Pero ellos dicen algo sobre la materia? Nada. Lo peor es, que ni dicen, ni pueden decir, pues ni aún pueden usar aquí del Fidelium de sus cualidades ocultas; porque el agua las mismas cualidades tiene cuando está quieta, que cuando sube; y cuando sube, que cuando baja. Con que esto se reduce a que los Filósofos de la Escuela más atollados se hallan en la contemplación de este fenómeno, que en la de las propiedades magnéticas, y los modernos, por lo menos, igualmente embarazados en uno, que en otro; porque (omitiendo otras muchas dificultades gravísimas, que se pudieran oponer) la adherencia de la materia etérea a las partículas de agua es totalmente ininteligible, por la perfecta fluidez, que atribuyen a aquella materia. ¿Del mismo modo cómo es posible permanecer por algún tiempo [232] encarcelada la materia etérea en las ampollitas de agua, cuando, a causa de su extrema sutileza, aseguran, que no hay cuerpo alguno, por compacto, y sólido que sea, por cuyos poros no se escape?

§. IV

12. Otros innumerables movimientos hay, cuyo principio impulsivo es igualmente ignorado. Todos los fermentativos son de este género. Está el mosto quieto algún tiempo, luego que le echan en la cuba. ¿Que agente se introduce en la concavidad de aquel cerrado vaso, para mover las partículas del licor en aquella tumultuante lucha, que después tienen unas con otras? ¿Quién impele la cal, y agua mezcladas a una tan fervorosa intumescencia, como si les aplicasen fuego por defuera? ¿Quién a varios licores químicos, que estando fríos separados, luego que los mezclan hierven, y aún algunos levantan llama? ¿Quién al heno acumulado en gran cantidad, y humedecido, para arder violentamente?

§. V

13. ¿Pero qué andamos amontonando ejemplares? Cada hombre, cada animal, cada planta tiene dentro de sí un flujo, y reflujo continuado, no menos admirable, que el del Océano. En los animales fluye, y refluye la sangre: en las plantas el jugo nutricio. Fluye la sangre del corazón hasta las partes más remotas del cuerpo por las arterias, y refluye de éstas al corazón por las venas:

Non secus, ac liquidis Phrygius Maeander in undis
Ludit & ambiguo lapsu refluitque, fluitque,
Ocurrensque sibi venturas aspicit undas.

¡Círculo portentoso, que confunde todo humano discurso! ¿De donde proviene ese continuo movimiento? De la reciprocada acción, dicen, de sólidos, y líquidos: aquellos, que con su contracción impelen los líquidos [233] éstos, que con su expansión restituyen a su antecedente dilatación, y resorte los sólidos. Pero no advierten los que lo dicen, que es imposible conservarse el movimiento, dependiendo de este principio. La razón es evidente; porque cuando dos fuerzas motrices obran alternativamente una contra otra, reciprocándose la intensión, y remisión de cada una, es preciso que la una bajando, la otra subiendo, lleguen a un punto en que estén perfectamente iguales; por consiguiente equilibradas las fuerzas, se suspenderá totalmente el movimiento. Infinitamente me admiro de no haber hallado en ninguno de los Físicos, que tratan de la cosa de la circulación de la sangre (y he visto no pocos), un reparo, que se viene tan a los ojos. Ciertamente, si en el alternativo empuje de fuerzas encontradas, no fuese preciso llegar al equilibrio, fácil sería construir una máquina de perpetuo movimiento, la cual por esta razón sola juzgo que no es difícil, sino absolutamente imposible; así concluyo, que tengo por más misterioso, si cabe más, el flujo, y reflujo de la sangre, que el flujo, y reflujo del Océano.

§. VI

14. Por decirlo de una palabra, es cierto, que en todos los movimientos, que llamamos naturales, hay algún principio impelente; y es cierto también, que se ignora cúal es ese principio. ¿Quién mueve a los vientos? Nadie lo sabe. Lo poquísimo, que sobre esta materia se ha cavilado, está mucho más lejos de llenar la idea, que lo que se ha discurrido sobre los fenómenos del Océano, y del Imán. ¿Qué agente tan vigoroso es aquel, que al aire da fuerza para derribar árboles, y edificios? Y lo que es más, ¿de qué puede depender, que este líquido, movido a muchas leguas de distancia, del sitio donde recibe el impulso, no pierda nada del ímpetu adquirido? Es regla general, dictada por la experiencia, y por la razón, que todo cuerpo impelido por otro al movimiento, cuanto más va caminando, tanto va perdiendo [234] de fuerza, y moviéndose más lentamente. En el aire he observado varias veces lo contrario. Viene a esta orilla del Cántabro un aire meridiano de Castilla, que hace aquí grandes estragos, sin sentirse más impetuoso a veces, ni aun tanto, como en los términos de Castilla, distantes de aquí veinte leguas por donde viene.

15. Bien se que Cartesio juzgó desatar este problema, imaginando, que el aire acelera su movimiento al embocarse por las estrechuras que forman en su división los montes confinantes, al modo que el agua de un río acelera el suyo al enfilarse por el ojo de un puente, u otro cualquier sitio estrecho. Pero con su licencia no hay pariedad de uno a otro caso. No es dudable, que un líquido, que lleva inherente a sí mismo en la continuación de su curso la fuerza impelente, y ésta siempre igual, prescindiendo de particulares circunstancias, aumentará su movimiento al meterse por un estrecho. Esto es lo que sucede en el agua de un río, la cual lleva siempre consigo su gravedad, que es la fuerza que la mueve; pero el aire no lleva consigo el agente, que le mueve. Recibe de él el impulso en determinado espacio; y separándose de la gente, es preciso, que el impulso se vaya debilitando sucesivamente.

16. Sea norabuena, que al meterse en un estrecho, adquiera algo mayor impulso, que el que traía en el espacio anterior inmediato. Pero si se hace comparación entre este aumento de impulso, adquirido en la estrechura, y el decremento de impulso, que es preciso, cuando se aleja mucho de la fuerza impelente, se hallará, según la regla arriba establecida, que éste es mucho mayor que aquel. Así, el aire que viene de Castilla a este País, por embocarse en el tránsito por algunos sitios estrechos, llegará aquí con algo más fuerza, que si viniese por una campaña llana, y espaciosa; pero con mucho menos, a lo que parece, que cuando le impelió la causa motriz allá en Castilla. Lo propio sucederá en el agua puesta en las mismas circunstancias. Supongámosla colocada en un vaso prolongado, cuya concavidad a estrechos se dilate, y a [235] trechos se estreche, y que con la mano se agite desde la una extremidad. Es indubitable, que sin embargo de algún grado de aceleración, que adquirirá en cada estrechura respectivamente al espacio anterior inmediato, su impulso se irá debilitando sucesivamente de modo, que a la extremidad opuesta llegará con menos ímpetu, que aquel que recibió, cuando le impelió la mano. Luego es preciso para explicar el aumento de ímpetu, que adquiere el aire, recurrir a causa distinta de la que señala Cartesio.

17. ¿Quién arrancó de las profundidades de la tierra para las alturas del aire azufres, y salitres, de que después se forman truenos, y rayos? ¿Quién encamina por los ciegos conductos de las plantas el jugo que las nutre? ¿Quién por los poros de los minerales, de las conchas, de las peñas, el licor que las aumenta? ¿Quién en los animales guía por el ducto torácico aquella blanca masa, llamada Chylo, que los repara? Pero esta materia de la nutrición pide que nos detengamos algo en ella. Contemplemos el origen de una planta en su semilla.

18. Luego que se sepulta en la tierra aquel misterioso ovillo, empieza a desplegarse. ¿Quién le despliega? ¿Él a sí mismo? Eso es quimérico. Agente hay sin duda que lo hace; pero de tan difícil averiguación, y acaso más que el que mueve el hierro en presencia del Imán. Si se mira con reflexión, se hallará, que es más admirable la acción de aquel, que la de éste. El agente, que mueve al hierro, no hace otra cosa, que impelerle por línea recta, y unirle al Imán. Esta es una acción muy simple: nada, digámoslo así, artificiosa. Pero en el agente; que despliega la semilla, se requiere un tino, una destreza incomparable. Poco a poco la va desarrollando, colocando cada partecilla suya en el lugar correspondiente, sin barajar, o transtornar alguna, sin romper sus delicadísimas fibras, sin confundir sus utilísimos canales, sin enredar aquellas, sin obstruir estos otros. ¡Oh gran Dios! Degrádese de racional, quien no ve claramente tu mano poderosa, [236] dirigiendo el agente criado, cualquiera que sea, para el acierto de tan sutil, y delicada obra.

§. VII

19. Dirame acaso alguno, que lo que admira del hierro, no es que se mueva por oculto impelente; sino que solo se mueva en la presencia del Imán. Yo les replico, que tampoco por esta parte es más difícil explicar el movimiento del hierro que el de la semilla. Nótese, que la semilla no se mueve o despliega en cualquiera parte que esté, hasta que se sepulta en la tierra; ni tampoco en toda la tierra, porque non omnis fert omnia tellus, sino en tierra apropiada. ¿Esto por qué? Porque sólo en aquella región, y en determinadas partes de ella encuentra el agente, que puede desarrollarla. Pues lo mismo pasa puntualmente en el hierro. Está éste quieto en cualquier parte que esté, como esté distante del Imán: colócase en la presencia de él: eso es trasladarse a aquella región donde está el agente, que puede moverle. Aquella región, digo, la cual no es otra, que la atmósfera del Imán, o esfera, que se compone de los efluvios emanantes de este mineral, y que por todas partes le circundan; de modo, que están en determinadas regiones, así el agente, que mueve el hierro, como el que mueve la semilla, incógnito uno, y otro; pero según parece, más prodigioso éste, que aquel.

20. Pasemos adelante. Luego que empieza a desplegarse la semilla, empieza a beber por los poros de sus raíces el jugo de la tierra, y continúa el chuparle desde sus más altas ramas, y hojas, cuando la semilla creció a planta agigantada. ¿No podríamos llamar atracción a ésta, como se llama la del Imán, y colocar en la planta una virtud magnética del jugo terrestre? Pero mayor maravilla nos llama. Todo me lleno de asombro al contemplar la fábrica portentosa de tantas, y tan diversas cosas como se hacen en la breve oficina de la planta, sirviendo a todas de materia el mismo tenuísimo terrestre jugo. De ese se hace la porosa substancia de las raíces; de ese la firme solidez [237] del tronco; de ese el tosco vestido de la corteza; de ese la pompa de las ramas; de ese la alegre frescura de las hojas; de ese la vistosa hermosura de las flores; de ese las sazonada utilidad de los frutos. ¡Cuanta variedad de cualidades en todos estos miembros! Distinto el color, distinto el olor, distinto el sabor, distinto el tejido, distinta la figura. ¿Qué hemos de decir a esto, si no repetir lo de Aristóteles, que la Naturaleza es demonia? Ni menos grande se ostenta esta fábrica en lo que tiene de uniforme, que en lo que hay en ella de vario. ¿No es prodigio, que en tantos millares de hojas, como tiene un árbol, ninguna en la formación discrepe de otra? La misma figura, el mismo color, el mismo tejido, seguidas, y acompasadas en la misma proporción las fibras, rectas, y transversas, mayores, y menores.

§. VIII

21. Otro movimiento hay en las plantas al formarse, no menos estupendo, que todo lo dicho hasta ahora. Es de advertir, que la raíz sale de una determinada extremidad de la semilla; y el tallo, o tronco de la extremidad contrapuesta. Pongo por ejemplo: En la bellota de una encina la raíz brota siempre de la punta, y el tallo de la basa. Arrójense cantidad de bellotas en la tierra, como las esparza el acaso: rarísima será la que se asiente con la punta abajo; muchas sentarán sobre la basa; muchas más inclinadas diversamente, o en situación horizontal, según su longitud. Todas arrojarán la raíz por la punta; de modo, que las que tienen la punta hacia arriba, hacia arriba sueltan la raíz, y hacia el lado las que la tienen ladeada. Aquí entra el prodigio: las mismas raíces, que salen hacia arriba, empiezan luego a encorvarse buscando la tierra, hasta que la encuentran, y prenden en ella; y últimamente, girando un medio círculo todo el cuerpo de la planta, el tallo, que estaba abajo, se coloca arriba; y la raíz, que estaba arriba, se coloca abajo. ¿Qué dirá a esto la vulgar Filosofía, [238] sino que aquí interviene una atracción magnética de la tierra a la raíz, o una inclinación simpática de la raíz a la tierra, y uno, y otro viene a incidir en confesar este fenómeno tan misterioso, como el de acceso del hierro al Imán? Los Filósofos modernos andarán buscando a tientas entre tinieblas un insensible mecanismo a que atribuirle, del mismo modo que le buscan para los movimientos magnéticos. Y un rústico, si lo observase con alguna reflexión en una semilla sola, ignorando que lo mismo sucede en todas, diría, que aquella vuelta no podía hacerse sino por encantamiento, o arte del diablo. En algún sentido atinaría con la verdad; pues ya que no sea demonio quien lo hace, es por lo menos demonia: Daemonia est natura, non divina.

22. Aún no para aquí. Si la bellota, cuya punta está hacia arriba, se voltea, cuando ya la raíz encorvándose va a tocar la tierra de modo, que con esta vuelta la extremidad de la raíz mire hacia arriba, de nuevo vuelve ésta a encorvarse, y buscar tierra; de suerte, que subsistiendo la primera dirección, y añadiéndose esta segunda curvatura, queda formada la raíz en arco. Dionisio Dodart, famoso médico, y botanista de París, fue el primero que hizo esta observación. No sólo con ingenio, mas con estudio, y tesón parece que obra la Naturaleza a veces contra los estorbos, con que se pretende frustrar sus intentos.

§. IX

23. Otra observación de Mr. Dodart descubrió en los árboles otra nueva maravilla. Esta es el afectado paralelismo de las ramas con el suelo, a quien hacen sombra. Es verdad que esto no sucede en todos los árboles; pero si en muchos, como manzanos, perales, castaños, nogales, encinas, y otros. Esto es, que aunque el tronco no se dirija perpendicular al suelo en donde nace, sino inclinado de cualquiera manera, la basa (llamémosla así) del cúmulo de las ramas se dispone paralela a dicho suelo; de suerte, que aquella es horizontal, si la postura de éste es [239] horizontal: inclinada al Horizonte, si ésta es inclinada al Horizonte, siguiendo perfectamente dicha inclinación, sea la que fuere; y lo que es más, si el suelo, a quien hace sombra el árbol, en parte es horizontal, y en parte inclinado, la parte de las ramas, que cubren la parte de terreno, que es horizontal, guarda la postura horizontal, y la otra se inclina según la inclinación del terreno que cubre. Lo mismo sucede si las inclinaciones del terreno son varias, y aun encontradas. Con ellas se paralelizan respectivamente las porciones correspondientes de las ramas. ¿Esto es simpatía? ¿Es atracción? ¿O cómo lo hemos de llamar? Mr. de Fontenelle, refiriendo estas observaciones de Mr. Dodart, dijo excelentemente a nuestro propósito, que los objetos más comunes de la Física se convierten en otros tantos milagros, cuando se observan con ojos atentos.

§. X

24. Muchos Físicos modernos, para disminuir la admiración de parte de lo que hemos dicho arriba en orden a la formación de las plantas, especialmente por lo que mira a la uniforme simetría de sus hojas, recurren al sistema, poco ha inventado, de la continencia formal de la planta en su semilla, que hemos explicado en el Tomo I, Discurso XIII, núm. 39, a donde remitimos al Lector, por evitar la prolijidad de repetirlo aquí. Pero sobre las dificultades que allí opusimos a este sistema, y aun admitiendo que sea verdadero, ¿qué se logra aquí con este recurso? No mas que substituir a una maravilla grande otra igual, o mayor; pues la continencia de toda la planta formada en la semilla, y sucesivamente la de otra planta en la semilla de aquella, &c. es un portento, de tal magnitud, que no puede abarcarle la imaginación: fuera de que, ni aun admitida esa continencia, evacua enteramente la otra dificultad. Doy que esté la planta con todas sus partes formadas dentro de la semilla, aunque revueltas, y arrolladas, y que después no hacen éstas mas que irse desarrollando, y aumentando su magnitud con el nutrimento [240] que reciben de la tierra. Pregunto: ¿Cómo siendo las partes, por ejemplo las hojas, en aquel primer estado de una pequeñez notabilísima, y sus fibras tan sutiles, que cien mil unidas no harán el grueso de un cabello, al desplegarse por un agente ciego no se rompen todas, mayormente cuando están padeciendo al mismo tiempo los varios choques de los elementos? ¿No es digno de asombro ver en una causa, enteramente desnuda de conocimiento, aquel tino, aquel acierto, aquella maña, que no cabe en toda humana industria?

25. Apuremos más a estos Filósofos, mostrándoles nuevas maravillas de la Naturaleza, o la misma en otros compuestos naturales, donde no hay recurso al sistema de la continencia en las semillas. En varias especies de piedras figuradas guarda la Naturaleza las mismas dimensiones, la misma simetría, la misma figura; de suerte, que hay varios espacios de terreno, llenos de piedras figuradas del mismo modo. ¿Hacénse esas piedras de semilla, para decir, que con la misma configuración estaban contenidas en ella? A esta pregunta enmudecen casi todos. Tal cual de los modernos titubea, y solo el famoso botanista Mr. de Tournefort responde resueltamente que sí. A la verdad, habiendo yo esforzado en el Tomo V, Discurso XV, núm. 17, esta singular opinión con algunas conjeturas, no debo insistir sobre este punto; y así, trasladaré la dificultad a otra parte, donde no se puede dar salida con opinión alguna.

26. Es claro, que la nieve, no siendo otra cosa que el agua que sube en vapores congelada, no se hace de semilla. Ahora, pues, cualquiera puede, examinando los copos de nieve, recibidos en un paño seco, observar, que por la mayor parte cada uno es un tejido de varias estrellas de seis rayos cada una. El primero que lo advirtió fue Keplero: después Gasendo observó otra especie de nieve más sólida, que se compone en figura hemisférica; de modo, que siendo la basa plana, desde el punto capital bajan dividiendo su circunferencia seis canalillos, que van [241] creciendo sucesivamente, hasta hacerse bastantemente sensibles en la margen de la basa. ¿Qué artífice subió allá arriba a componerla de este, o aquel modo en tan perfecta, y hermosa simetría? ¿Acaso las aéreas Potestades, o Espíritus malignos, que en la media región del aire conmueven Elementos, que se divierten en organizar de una, o de otra suerte la nieve? No interviene en esta fábrica otra aérea Potestad, ni otro demonio, que la misma Naturaleza: Daemonia est natura, non divina.

27. En varias sales (tampoco se forman de semillas) se ostenta el mismo prodigio. El sal marino se conforma en cubos, o figuras cuadradas de seis lados iguales: el nitro en columnas hexágonas: otras sales toman otras figuras. ¿Qué mano invisible los amasa, de modo, que todos los de una especie guarden constantemente la misma organización?

§. XI

28. No es esto andar buscando con curiosa investigación las maravillas. Ellas se me vienen a las manos, y a los ojos. En todo objeto las encuentro: Cum nullae res sit naturae, in qua non mirandum aliquid inditum videatur. Discúrrase por los elementos. Todos presentan algo admirable. La tierra su virtud magnética, de que ya hablamos en otra parte, y que ya está constantemente recibida entre Filósofos, y Matemáticos: de suerte, que viene a ser la tierra Imán del hierro, y mucho más del mismo Imán. ¿Qué se admira ya ver en una pequeña piedra, o en una cantera esa virtud atractiva? Toda la tierra la tiene, y toda la tierra es una masa de piedra Imán. El agua su diafanidad. Ahí es poca cosa. Todos los Filósofos se han quebrado hasta ahora inútilmente la cabeza, sobre indagar, en que consiste la transparencia de los cuerpos, que gozan esta prerrogativa. Parece que han discurrido algo los que la han atribuido a la rectitud de los poros. Pero ve aquí, que el agua agitada conserva la transparencia, siendo así que es preciso, que en la agitación los poros se tuerzan, y padezcan mil inflexiones diferentes. El aire su portentosa [242] fuerza elástica, de que hemos hablado ampliamente en el Tomo V, Discurso IX.

29. Pero añadiremos aquí una cosa notabilísima; y es, que siendo así que todos los cuerpos elásticos, o de resorte, estando comprimidos violentamente mucho tiempo, pierden, o en todo, o en parte su fuerza expansiva, el aire sólo goza el singular privilegio, de que durando por larguísimos espacios de tiempo su compresión, nada se disminuye su fuerza elástica. Jacobo Bernardo tuvo un año entero comprimido el aire en aquel grado, en que usaba de él para arrojar el agua hacia arriba, en una máquina hidraulico neumática; y soltándole después, arrojó el agua a igual altura, que el aire que estaba comprimido un solo momento. Este aire, que nosotros respiramos está siempre comprimido del aire superior, que con su peso continuamente le grava; sin embargo de lo cual, sus valentísimos muelles jamás se rompen, ni aflojan. El fuego; ¿mas qué diré del fuego? Por cuantas partes le miro, le admiro. Explicareme con una hipótesis, para que todos admiren lo que admiro yo: y viene a ser dar luces más vivas al pensamiento, que en otra parte propusimos de Fernelio.

30. Doy que sólo en una Región muy distante de nosotros tuviese flujo, y reflujo el mar: que solo en otra hubiese piedra Imán; y en fin, que solo en otra hubiese fuego. Añadamos, que de estas tres partes viniesen a un tiempo tres viajeros, y concurriesen a contarnos cada uno la maravilla de la Región donde había estado, y de que acá no teníamos antes la menor noticia. Diría el primero: En tal Región el agua del Océano no está muertamente estancada como por acá; antes tiene cuatro movimientos periódicos cada día: dos extendiéndose hacia las orillas, y dos recogiéndose a sus senos. Diría el segundo: En tal tierra hay una piedra de tan singular naturaleza, que se endereza siempre hacia determinada parte del mundo, de tal modo, que si la remueven de aquella dirección, ella por sí misma la busca. Otra particularísima propiedad tiene; y es, que [243] poniendo un poco de hierro en presencia suya, al momento este metal se mueve, y corre a abrazarse con ella. Todo eso es nada, diría sin duda el tercero, en comparación con lo que yo he visto. Allá en lo último del Oriente hay un ente, una substancia, un cuerpo, que no tiene determinada figura, sino inconstante, que a cada momento se varía. Es imposible estar quieto; y lo mismo sería cesar de moverse, que perecer. De tan ambiciosa naturaleza es, que aunque la coloquen en la mayor altura, siempre anhela subir más. Aunque está siempre subiendo con rápido movimiento, apenas en siglos enteros subirá medio dedo más, sino en caso que su cuerpo se aumente. Tan dependiente es del aire: tan amigo: y tan enemigo suyo es este elemento, que un soplo le produce, otro le aniquila. Siendo su ser tan débil, es por otra parte tan valiente, que destruye, y deshace en menudo polvo cuanto se le acerca. Aunque es inanimado, necesita de alimento para su conservación, y casi cuanto hay en el Universo le sirve de alimento. No tiene cota alguna su magnitud; y como le suministren cebo sin límite, crecerá sin término, hasta ocupar cuanto ámbito está contenido dentro de la concavidad del Cielo. Es tan amante de la libertad, que al instante que le encarcelan con estrechez, perece. A ningún hombre, a ningún animal permite que se le acerque mucho, hiriendo fuertemente a cualquiera que tiene la osadía de tocarle. Lo más peregrino es, que a pesar de la ausencia del sol, en cualquier parte que esté, hace de la noche día.

31. Pregunto: ¿Qué concepto haríamos de las relaciones de los tres viajeros constituidos en la hipótesis establecida? No me parece que tiene duda la materia. Hallaríamos lo que decía el primero, y segundo muy difícil, mas no imposible; o cuando más, sobre la misma posibilidad quedaríamos perplejos. Mas por lo que mira a la relación del tercero, resueltamente diríamos, que era un tejido de quimeras, fabricado por una fantasía, nada regida del discurso, que, cuidadosa solo de mover la admiración, amontonando prodigios, había buscado la ficción, huyendo de [244] la verosimilitud. Y si alguno quisiese ser muy piadoso con el relacionero, no hallaría arbitrio para serlo, sino levantando los ojos al poder infinito de la primera causa, que puede hacer mucho más, que el hombre concebir; pero consiguientemente diría, que aquel cúmulo de cualidades prodigiosas, recogidas en un individuo ente, siendo verdadero, era la mayor obra, y juntamente el mayor crédito de la Omnipotencia, que había en el Orbe.

32. Ahora bien. El fuego el mismo es, y sus cualidades las mismas, que si estuviese, en la hipótesis expresada, recogido en un remotísimo rincón de este Globo: Luego igualmente admirable y portentoso en este, que en aquel caso. ¿Pues por qué no le admiramos? Porque no estimamos las obras de la naturaleza por lo que ellas son en sí mismas, sino según que son, o más raras, o más frecuentes: Assiduitate viluerunt, dice San Agustín, hablando de las más dignas de ser admiradas.

§. XII

33. ¿Mas para qué nos cansamos? Resueltamente digo, que no se me señalará cuerpo alguno de cuantos hay en el Universo, donde yo no muestre algo admirable, y verifique la sentencia de Aristóteles: Cum nulla res sit Naturae, in qua non mirandum aliquid inditum videatur. No hay Vulgo en la República de la Naturaleza. Todas sus obras tienen mucho de sublime. En todas, si se miran bien, se halla impreso el sello de la mano Omnipotente, que auténticamente califica el alto origen de donde vienen. Pero demos un nuevo realce al asunto.

§. XIII

34. No solo cuantos objetos se presentan a la vista dan motivo a la admiración; mas el mismo presentarse los objetos a la vista, es una maravilla, que considerada bien, debe elevarnos en un estático asombro. ¿Sueño acaso cuando escribo esto? Nunca mas despierto. ¿Cómo se hacen presentes los objetos a la vista? ¿Por sí mismos? [245] No; porque muchos están distantísimos de ella, y aun si se colocaran muy inmediatos a ella, no se verían. No por sí mismos, pues, sino por una especie, representación, o imagen suya, que imprimen en los ojos. Nota ahora, que al punto mismo que levantas de noche los ojos al Firmamento, ésta, o la otra Estrella estampa en ellos su imagen. Dista la Estrella de ti más de cien millones de leguas. ¿Como a tan enorme distancia puede producir su imagen? Dirasme, que no puedes comprenderlo. Lo mismo te digo yo. Pero aún en mayor confusión quiero ponerte. Supongamos en torno de la Estrella una esfera, cuya circunferencia sea de seiscientos millones de leguas, y que todo su ámbito esté ocupado de hombres en tal disposición, que todos puedan ver la Estrella, los cuales serán sin duda muchos millones de millones de individuos, y duplicado número de ojos. Supongamos también que todos esos hombres en un mismo momento enderecen sus ojos hacia la Estrella. En ese momento mismo producirá la Estrella tantas imágenes suyas, cuantos son los millones de millones de ojos, distribuidos por el vastísimo ámbito de esa esfera. Miralo con reflexión; y habiéndolo considerado bien, confiésame con ingenuidad, cuál admiras más, si el que la piedra Imán mueva un pedacito de hierro, que tiene cerca de sí, o que aquel cuerpo luminoso en un momento produzca tan innumerable multitud de imágenes suyas, y en la enormísima distancia de tantos millones de leguas.

35. Y desde luego te desengaño, que aunque vayas a los Filósofos a que te expliquen esto, tan mal satisfecho volverás a casa, como habías salido de ella. Dirante unos, que esas son las especies visibles que envían los objetos a los ojos; pero, ni te explicarán de modo que los entiendas, que cosicosas son esas especies visibles, ni cómo las envían los objetos, ni cómo en tanta multitud, ni cómo en un momento a tanta distancia. Con que la maravilla, maravilla se queda. Fuera de esto, pregúntales, si esas especies visibles son substancias, o accidentes. Si son substancias, son cuerpos, pues no son substancias espirituales: si cuerpos, [246] es preciso que se penetren unos con otros, pues al mismo tiempo, y por el mismo punto del medio diáfano se están cruzando las especies de ditintísimos objetos; a no ser así, no pudieran esos objetos verse sino de un punto determinado de cada uno. Si accidentes, será forzoso que muchos accidentes de la misma especie se sujeten a un mismo tiempo en el mismo punto del medio diáfano, contra lo que enseñan estos mismos Filósofos. Otros te dirán, que de todos los objetos se están desprendiendo todos los instantes unas delicadísimas superficies, las cuales llegando a los ojos, los representan en ellos. No pienso que se haya excogitado hasta ahora absurdo filosófico igual a éste. ¿Qué objeto no se desharía en breve tiempo con una pérdida continuada de superficies suyas? Pues aunque éstas sean delicadísimas, son también infinitas; para lo cual considera, que una Estrella del Firmamento despide en momento tantas de sí, que llenan todo el espacio que hay en ella, y nosotros. Esto se ve claro; pues en cualquiera parte del espacio intermedio que se colocase un hombre, vería la Estrella; por consiguiente, allí tendría una superficie que la representase. ¿Cómo esas superficies interpuestas no embarazan la vista de otros objetos? ¿Cómo la superficie desprendida de una Estrella, siendo de mucho mayor extensión que toda la Tierra, se achica de modo que quepa en un ojo? Otros te dirán, que no hay otra especie visible, ni otra imagen, que la misma luz, la cual modificándose de cierta manera en el objeto, y haciendo reflexión de él a la vista, produce en ésta un género de afección con que le percibe. Pero sobre que no te acomodaras a creer, que los rayos de la luz formen en tus ojos una representación tan clara de cualquier objeto, preguntarles, por vida tuya, ¿cómo esa modificación, que reciben del objeto, no se baraja, y confunde en las varias reflexiones, refracciones, y aún inflexiones que padecen, ya en el diáfano interpuesto, por no ser homogéneas en densidad todas sus partes, ya en los corpúsculos opacos, que nadan en ese diáfano? ¿Cómo no se confunden también al tiempo que hieren los rayos [247] en los ojos, recibiendo al mismo punto otra modificación distinta, pues en cada cuerpo que hieren, o ilustran, se modifican diferentemente? En fin, aun cuando lo acomodasen todo muy bien (lo que jamás se puede esperar) no harían otra cosa, que trasladar tu admiración, y tu embarazo a la contemplación de otro objeto, que es la misma luz. Objeto, digo, portentosísimo, el más claro, y más oscuro del Universo, que da en los ojos de todos, y en quien todos dan de ojos, que desbarata a la Filosofía todas sus medidas, viendo en él las prosperidades de cuerpo con la agilidad, y sutileza, que parece sólo pueden ser propias de espíritu; por lo que algunos la constituyen medio entre uno, y otro. La experiencia del Espejo Ustorio, en cuyo foco congregados sus rayos, no sólo hacen los efectos de la llama, más aun a la vista se representa claramente como tal, convence que es la luz corpóreo, formal, y verdadero fuego. ¿Mas cómo esa llama se enciende en un momento en dilatadísimos espacios, al punto que el Sol aparece sobre el Horizonte? ¿En qué cuerpo se ceba? ¿Cómo se le apaga al momento que el otro se esconde? ¿Ves ahora como queriendo los Filósofos, con sus explicaciones extraerte de las olas, en que fluctuabas a la orilla, te meten en más profundo piélago?

§. XIV

36. La valentía, y primor con que la Naturaleza pinta los cuerpos en el órgano de nuestra vista, se hace más visible en el dibujo, que hace de ellos en un Espejo. ¡Qué poco nos hacemos cargo del valor intrínseco de las cosas¡ Pregunto: ¿Si hubiese un Pintor tan primoroso, que sacase las efigies tan perfectas, tan parecidas a sus objetos, como las que se forman en un Espejo de cristal, a qué precio vendería cada lienzo, o lámina de su mano? Apenas hallaría precio correspondiente en el erario de un gran Príncipe. Vendió Apeles la pintura, que hizo de Alejandro, con el rayo en la mano, en veinte talentos de oro, que reducidos a nuestra moneda, suman ciento veinte mil [248] doblones, poco más, o menos. Demos que aquella haya sido la más excelente efigie, que hasta ahora produjo el Arte: siempre será preciso confesar, que seria muy inferior a las que en el Espejo forma la naturaleza: ¿y cuánto mas pediría Apeles por la pintura, si representase, no solo el bulto de Alejandro, mas también sus movimientos? ¿Cuánto mas, si dispusiese, o preparase de tal modo el lienzo, que figurase, no solo a Alejandro, sino indiferentemente a cualquiera objeto que se pusiese delante del mismo lienzo? Todo esto es imposible a los más prolijos desvelos del Arte, y todo lo ejecuta en un momento la naturaleza. Reíanse los Españoles de la simpleza de los Americanos, que les daban trozos de oro por unos pequeños Espejuelos. Yo me río de la rudeza de los Españoles, que reputaban simpleza lo que era discreción. Si no hubiese mas que un Espejo en todo el mundo, no habría en todo el mundo precio para él. Si éstos no fuesen conocidos en Europa, y trajesen acá los primeros de una Provincia remotísima, o de la Asia, o de la América, donde estuviese reservado el secreto de su fábrica, ¿a qué precio los comprarían los Europeos? Desembarazadamente aseguro, que darían por ellos mucho mas, que en el descubrimiento del Nuevo Mundo daban los americanos, y solo hombres poderosísimos tendrían caudal para la compra de un Espejo. En esta situación se hallaban aquellas gentes, cuando los Españoles aportaron a sus tierras, y así compraban a los Españoles los Espejos; con mucho oro sí, pero acaso con menos que les darían los Españoles a ellos, si ellos los primeros hubiesen traído a Europa los Espejos. Y si, ni los Americanos, ni nosotros hubiésemos visto las imperfectas representaciones que se forman en las aguas, y otros cuerpos de superficie tersa, al ver el primer Espejo, tanto nosotros, como los Americanos, juzgaríamos firmemente, que en aquella rápida producción de varias imágenes intervenía ilusión diabólica. [249]

§. XV

37. A ésta luz deben mirarse las obras de la Naturaleza. Para examinar sus fondos, es menester colocarnos en la hipótesis de contemplarlas como raras. Este es el punto de vista, que piden; y registradas de éste punto de vista, las más comunes asombran: Vir insipiens non cognoscet, & stultus non intelliget haec.

38. Es constante, que cuantos lean el título de este Discurso antes de entrar en su contenido, juzgarán hallar en él un catálogo de las raridades más exquisitas del Orbe, como de varias especias de Monstruos, de Meteoros singulares, de Vegetables, y Piedras de admirables virtudes (en que es fabuloso por la mayor parte lo primero, y no sé si en todo lo segundo); de las plantas, que se llaman Sensitivas: de animales de prodigiosa pequeñez, o de portentosa magnitud: de Fuentes, que tiene flujo, y reflujo como el Mar; de peregrinas calidades de varias tierras; de las naturales metamorfosis de gusanillos en Avispas, Abejas, y otros insectos volantes; de algunas especies de Insectos, donde todos los individuos son hermafroditas, &c. Nada de eso hay aquí; antes todo lo contrario, porque mi intento solo es descubrir lo prodigioso aun en lo mas vulgarizado, para que se vea, que la naturaleza en todas sus obras admirable, en todas está mostrando la mano poderosa, que la rige.

39. Para cuya mayor evidencia echaré la clave a las Maravillas de la naturaleza, señalando una pasmosísima, que es trascendente a cuantas substancias corpóreas contiene en su dilatado ámbito. Ésta es la composición del Contínuo. Tiende la vista por donde quisieres, de Oriente a Poniente, del Septentrión al Mediodía, desde la Estrella más alta del Firmamento, hasta el lodo, que sirve de lecho al grande cuerpo de Neptuno. Mira Hombres, Brutos, Troncos, Metales, Peñas, Agua, Tierra, Fuego, en fin todo lo que hay que mirar. No sólo en cada individuo, mas en cada porción suya, la más menuda que pueda percibir tu [250] vista, hallarás un prodigio incomprensible; esto es, la infinidad de partes que lo componen. No tienes que dudar de esto. Si un Ángel se pusiese a dividir el átomo más leve, que lleva el viento, le podría dividir en cien mil millones de partecitas distintas: luego cada partecita de éstas en cien mil millones de otras; y aunque de esta suerte prosiguiese la división por cien mil millones de años, haciendo cien mil millones de divisiones cada día, y aun cada hora, en partes siempre menores, y menores, le restaría siempre tanto que hacer, como si no hubiese empezado. Esto no cabe en tu imaginación. Tampoco en la mía. Pero por mas que la imaginación resista, el entendimiento se convence en fuerza de las demostraciones matemáticas, que invenciblemente lo persuaden. Ni tienen los Filósofos de la Aula que venirse con su distinción de partes alícuotas, y proporcionales, pues no ignoran, ni ignoramos todos los que somos del Arte, que ese es un mero trampantojo de voces, sin átomo de substancia, y sólo de provecho para engaitar muchachos. Es evidentísimo, que si las partes del Continuo (llámense como se quisieren) no fuesen actualmente infinitas, necesariamente llegaría en algún tiempo el Ángel a su última división, y aun en un momento le podría dividir cuanto es divisible, pues sería finita su divisibilidad en ese caso.

40. Esta es una maravilla de tan enorme magnitud, que en algún modo desaparecen en su sombra todas las demás, porque todo es menos que lo infinito. Pero con especial título pueden degradarse del orden de maravillas algunas que entre los Filósofos están en la posesión de tales; hablo de aquellos minutísimos animalejos, que sólo son visibles por medio del Microscopio; y cuanto por su pequeñez son menos perceptibles a la vista, tanto por eso mismo abultan más en la imaginación. Tales son los gusanillos, de que generalmente abunda el vinagre, y la leche ácida, los que se hallan en la materia seminal de varios animales, entre ellos la humana. Mr. Heister, famoso Oculista, y Anatómico Alemán, que hoy vive, observó una especie de [251] pulgas, que infestan las moscas. Más es lo que refiere el Padre Gaspar Schotto, que las pulgas, que a nosotros nos molestan, son molestadas por otras pulguecillas, tan menudas, que discurren por los cuerpos de ellas, y se alimentan de su sangre, como ellas de la nuestra. El Holandés Antonio Leuwenhoek, célebre Artífice de Microscopios, halló, que aquella masa blanca, que inficiona los dientes, no es otra cosa, que un cúmulo de innumerables gusanillos; y lo que encarece su portentosa pequeñez es lo que añade de sí mismo, que aunque con gran diligencia se limpiaba diariamente los dientes, podía asegurar, que le quedaban en ellos más gusanos, que hay individuos humanos en las Provincias Unidas.

41.Todos estos pequeñísimos animales tienen ojos, y en éstos toda aquella división de túnicas, y humores, que esencialmente se requiere para la visión. Tienen nervios, venas, arterias, músculos, y todas esas partes se componen, como es preciso, de innumerables fibras. ¿Dónde vamos a parar con tan portentosa pequeñez? Parece, que hemos llegado a los últimos bordes, donde el ser confina con la nada. ¡Oh qué lejos estamos aún de las márgenes de aquel abismo! Aún resta infinito camino que andar para llegar a ellas. ¿Infinito? Sí. No menos que infinito; porque si se contempla una fibrecilla tan sutil, que no sea más que la milésima parte del nervio de uno de esos imperceptibles animalillos, esa misma fibrecilla es divisible en otras menores, y menores sin término alguno. Así ésta que parece maravilla, deja de serlo, comparada con la infinita divisibilidad del Continuo, o en el Océano profundísimo de ésta se ahoga la otra: Acaso sí se inventasen Microscopios, mucho más perfectos, que los que al presente hay, se descubrirían con ellos otros animalillos, que mordiesen a las pulgas de las pulgas, y que tuviesen con los cuerpecillos de ellas la misma proporción, que las pulgas, que nos molestan, tienen con nuestros cuerpos. La infinidad de partes del Continuo da anchura para esto, y para muchísimo más; de modo, que se deben contemplar posibles [252] pulgas (digámoslo así ) de cuarto, de quinto, de sexto orden, &c. yendo disminuyéndose siempre cada orden, respecto, de su inmediato antecedente, en la proporción misma, en que es menor la pulga, llamada así vulgarmente, que el cuerpo humano.

Invectiva, y demostración contra los Ateístas
§. XVI

42. ¡Oh Grandeza, oh Poder, oh Sabiduría de aquel inefable, supremo Ente, que es vida, y alma de todo¡ Venga ahora el insensato ciego Ateísta a decirnos, que todas esta maravillas resultaron de la concurrencia casual de los vagantes Átomos, o son mera producción de la naturaleza de las cosas: delirio el primero tan craso, que le honra el que le impugna; y el segundo, efugio, bien que confuso, tan superficial, que al primer rayo de la luz descubre su futilidad. Pero como uno, y otro fueron producción de algunos Filósofos, que gozaron de la opinión de agudos, no será inútil hacer una breve reflexión sobre ellos, para contrastar aquella poca, o mucha preocupación, que puede influir la fama de sus Autores.

43. El primero da poquísimo que hacer. Un soplo basta para ahuyentar de su injusta pretensión a los Átomos. ¿Cómo de estas insensibles partículas, que son inanimadas, pueden componerse, o resultar la alma de los vivientes? Luego por lo menos ésta viene de otro principio distinto de los Átomos. Ni es menos absurdo, que del casual concurso de éstos se formasen aun los cuerpos orgánicos de esos mismos vivientes. ¡Qué demencia pensar, que esas prodigiosas máquinas, entre quienes aun las más pequeñas constan de innumerables piezas, y cada pieza de otras innumerables, todas ajustadas con exquisitísima proporción, cual es menester para tanta variedad de movimientos, no solo diversos, mas aún encontrados, resultasen del [253] accidental encuentro de tales partículas minutísimas en un sitio¡ ¿Cómo hasta ahora por esa casual concurrencia de los átomos no se hizo, no digo yo una Muestra como las de Londres; pero ni aún el reloj mas basto, ni una silla, como la en que estoy sentado, ni un tintero, como el que tengo presente, ni una vara de lienzo, ni un pliego de papel? Cuantas delicadezas hasta ahora produjo el Arte no llegan, ni con inmensa distancia, a la primorosísima fábrica del cuerpo de una hormiga: ¿y ha de resultar de un acaso el cuerpo de una hormiga, no resultando jamás de un acaso una fábrica, que iguale a las más groseras del Arte? Mas vaya aún, que eso se pudiese imaginar, si en el mundo no se hubiese producido más que una hormiga sola. ¿Pero siendo tantos los millones de millones de hormigas, tal tino, tal acierto ha de tener el acaso, que todos esos cuerpecillos salgan tanto en la estructura interior, como en la figura tan semejantes? Ignonímia es del entendimiento del hombre, que quepan en él tales quimeras.

44. El segundo error, envolviéndose en su misma confusión, oculta algo su disonancia a la sombra de su propia oscuridad; pero fácil es sacarle a la luz. Esa, que llaman Naturaleza, operatriz de todo, o es una Naturaleza universal, separada de los entes particulares, o la misma Naturaleza de los entes particulares, distinta en cada uno, y con cada uno identificada. Si lo primero, estamos convencidos, porque esa Naturaleza universal, es a quien llamamos Dios. Universal digo, por continencia física; esto es, que contiene eminentemente las perfecciones de todas las Naturalezas, y por eso puede producirlas todas; no por continencia lógica, pues la Naturaleza lógicamente universal es realmente indistinta de las Naturalezas particulares. Y si acaso a esa Naturaleza físicamente universal quisieren los Contrarios negar la Divinidad, constituyéndola un ente inanimado, que carece de mente, y Providencia, digo, que es a cuanto puede llegar la extravagancia; pues demás del palpable absurdo de [254] que esa Causa universal de entendimiento al hombre, y vida al bruto, no teniendo ella vida, ni entendimiento, les preguntaré yo a estos ciegos, ¿de dónde coligen que no le tiene? ¿Han tratado, han visto esa Naturaleza universal, para saber qué facultades goza, o cuáles le faltan? Solo ven sus obras; pero esas dan testimonio tan claro de que la causa tiene, no solo entendimiento, sino entendimiento infinito, que es menester cegarse voluntariamente para no verlo. Si a uno de estos Ateístas, mostrándole una excelentísima pintura, le asegurasen con juramento mil testigos, que la había hecho un Artífice ciego, cierto es que no le creería; mucho menos si le dijesen, que la había hecho un bruto; aún muchísimo menos, si le quisiesen persuadir a que era obra de un agente inanimado, privado, no solo de entendimiento, pero aun de sentido. ¿Pues cómo cree que un agente sin entendimiento, y sin sentido, cual quiere pintarlos esa Naturaleza universal, haya hecho otras obras, sin comparación más delicadas, más perfectas, que cuantas hasta ahora trabajaron los humanos Artífices?

45. Si dicen lo segundo; esto es, que por Naturaleza entienden la de los entes particulares indistinta de ellos, caen en el mismo absurdo, y se añaden sobre él otro no menor. Caen en el mismo absurdo, porque, ¿cómo la naturaleza de una flor, que no tiene entendimiento, ni sentido, forma esa misma flor con tanto acierto, con tanta regularidad, con tan perfecta semejanza, aun en las últimas delicadezas, a las demás de su especie? Los hombres con todo su discurso solo arriban a imitar tan imperfectamente un Jazmín, que cuando logren engañar un sentido, al examen de otro se palpa una notabilísima diferencia entre el original y la copia; y la naturaleza del mismo Jazmín, desnuda de todo género de conocimiento, o percepción, ha de acertar a formar esa flor tan perfectamente parecida a los demás Jazmines, que ningún sentido perciba la diferencia. Añaden, digo, sobre este absurdo otro igual, o casi mayor, si cabe mayor, porque la naturaleza [255] del Jazmín es indistinta del mismo Jazmín: con que decir, que la naturaleza del Jazmín forma esa flor, es decir, que la flor se forma así misma: Quimera (si entre los imposibles hay mas, y menos) gigante entre las quimeras.

46. Fue sentencia digna del Canciller Bacon, que una Filosofía superficial conduce a los espíritus al Ateísmo: una Filosofía profunda los vuelve a la Religión. El que considera los efectos naturales comunes sin una perspicaz reflexión, nada encuentra en ellos admirable. De aquí es, que en la inquisición de sus causas levanta poquísimo la mira, o nada la levante. Parécele que filosofa oportunamente con discurrir, que para efectos naturales bastan causas naturales. Su gran raciocinio es, que el efecto no pide en su causa mayor perfección, que la que él tiene; de aquí infiere, que el hombre basta para producir a otro hombre, la planta para producir a otra planta. Pero yo le preguntaré a este vulgar Filósofo, ¿cómo puede causa alguna hacer aquello, que no sabe como se hace? ¿Creerá por ventura que hizo una muestra perfectísima un hombre, que ignoraba totalmente como se hacen, y de qué piezas se componen las muestras? Es claro que no. ¿Cómo cree, pues, que para formar el cuerpo orgánico de un hombre, máquina mucho más compuesta, y de incomparablemente mayor delicadeza que el más exquisito reloj, basta otro hombre, el cual totalmente ignora como se hace esta máquina? Lo mismo, y con mas razón digo del bruto, de la planta, &c. ¡Oh¡ que para eso, me dirá, no es menester conocimiento, porque basta la virtud de la naturaleza; y no advierte el pobre, que esto es dejar la obra, obra tan delicada, y que pide tanto tino, en manos de un ciego. La naturaleza de un bruto tan bruta es como el mismo bruto, pues no es otra cosa que él mismo. ¿Cómo ha de acertar, pues, con la prodigiosa fábrica del cuerpo orgánico, que corresponde a su especie? No digo yo, que esa naturaleza no concurra a la obra; pero es preciso que la dirija, que la mueva otra Naturaleza superior, inteligente, de suprema sabiduría, y de inmensa actividad; y [256] esa Naturaleza es la que llamamos Dios. ¿Quien no lo entiende así, dónde tiene el entendimiento?


{Feijoo, Teatro crítico universal, tomo sexto (1734). Texto según la edición de Madrid 1778 (por Andrés Ortega, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo sexto (nueva impresión, en la cual van puestas las adiciones del Suplemento en sus lugares), páginas 225-256.}