Filosofía en español 
Filosofía en español


Tomo segundo Discurso XIV

Paradojas físicas

1. La voz Griega Paradoja, o Paradoxología, con propiedad no significa proposición falsa, o implicatoria, sino inverosímil, o increíble; y así propiamente se aplica esta voz a aquellas proposiciones, que por ser contra la común opinión de los hombres, o por los primeros visos que tienen de falsas, dificultan el asenso, aunque examinadas con rigor se hallen verdaderas, o probables. En este Discurso juntaremos algunas pertenecientes a las cosas físicas.

Paradoja primera
El fuego elemental no es caliente en sumo grado.
§. I

2. La Física vulgar distribuye las cuatro cualidades, que llama primeras o elementales, entre los cuatro elementos, señalando a cada elemento una intensa en sumo grado, y otra cerca del sumo grado. Así al fuego atribuye calor in summo, y sequedad propè summum. Al aire, humedad in summo, y calor propè summum. A la agua, frialdad in summo, y humedad propé summum. A la tierra sequedad in summo, y frialdad propè summum. Esta distribución, que fue arreglada, no por un severo examen de la naturaleza de las cosas, sí sólo por una proporción imaginaria, padece gravísimas dificultades, bien ponderadas por los filósofos modernos. Sólo en el calor sumo del fuego [269] no se ha puesto dificultad alguna hasta ahora; y esto es puntualmente en lo que yo ahora la pongo.

3. Que el fuego elemental no es cálido in summo, se prueba de que hay otro calor mucho mayor; conviene a saber, el del Sol, cuando se juntan sus rayos en el foco del espejo ustorio. Es cierto que no alcanza, ni con mucho, la actividad del más vigoroso fuego a las operaciones de aquel ardentísimo astro. Sirva de prueba el espejo ustorio, que no há muchos años hizo el señor Villete, artífice excelente de León de Francia, cuya descripción se imprimió en Lieja el año de 1715, y se halla copiada en las Memorias de Trevoux del año de 1716. Este espejo en el punto mismo que se aplica a su foco cualquier madera, por verde que sea, tan prontamente excita en ella llama, como el fuego elemental en una sequísima estopa. En menos de un minuto funde los metales que más resisten la licuación, el cobre, el hierro, el oro, el acero, generalmente todo mineral. La operación más alta que los químicos han descubierto en el fuego, es la vitrificación, dicha así por reducir una especie de vidrio la materia; pero el fuego más intenso, sobre tardar mucho en esta operación, la logra en pocos sujetos. El espejo ustorio vitrifica en breve tiempo todo género de materias, las tejas, los ladrillos, la argamasa, los huesos, todo género de piedras, hasta el mármol, y el pórfido: en que lo más admirable es, que las piedras mismas de que se compone el suelo de los hornos donde se funden las minas de hierro, resistiendo años enteros sin licuarse a aquel fuego intensísimo, al presentarse en el foco del espejo, sin dilación empiezan a gotear.

4. Siendo tanto esto, aún es más lo que nos resta por decir. La resolución analítica del oro, o lo que es lo mismo, la separación de los principios que le componen, se ha juzgado hasta ahora imposible. No guardan tan tenazmente los avaros el oro, como el oro su intrínseca textura: por más que lo han atormentado los químicos en el fuego, jamás pudieron hacerle perder la forma. Sin embargo la valentía de este generoso metal se rindió en el espejo [270] ustorio a la fuerza del Sol, como que sólo se sujeta obediente a aquel astro, a quien se dice debe la existencia.

5. Monsieur Homberg, de la Academia Real de las Ciencias, fue el primero que experimentó este raro fenómeno, resolviendo en humos (que este célebre químico juzgó ser la parte mercurial del oro) gran porción de la masa que se presentó al espejo del Palacio Real de París, y quedando por residuo una materia terrestre, mezclada con algo de azufre, que después se vitrificó. Así el azufre, y mercurio, que en la opinión de Homberg, juntos con la tierra, componen el oro, aunque volátiles por su naturaleza, y por tanto disipables al imperio del fuego en otros metales, y en todos los demás mixtos; en el oro se unen tan íntimamente, que ninguna otra fuerza que la del Sol los puede separar: luego el calor del Sol es mucho mayor que el del fuego. Y por consiguiente no es el fuego elemental cálido en sumo grado, que es lo que quisimos probar.

Paradoja II
El aire antes se debe juzgar frío que caliente.
§. II

6. Aristóteles atribuyó al aire calor debajo del sumo grado, o cerca del sumo grado. Otros filósofos con más fundamento le juzgan indiferente a frío y calor. Yo, sin meterme a impugnar esta segunda sentencia, digo que mucho mayor razón hay para juzgarle frío que cálido. Lo cual manifiesto de este modo. Para hacer concepto de las cualidades propias de un sujeto, se ha de considerar en aquel estado en que está removido todo agente extrínseco, a cuya operación se puede atribuir el efecto; considerado el aire en este estado, siempre se halla frío: luego por su naturaleza es frío. La menor se prueba, porque el aire sólo a la presencia del Sol se calienta, y siempre que el Sol se ausenta se enfría, tanto más cuanto mayor, o más dilatada es la ausencia. De aquí depende, que en las [271] zonas templadas, el aire se enfría más cuando las noches son largas, y en los países subpolares o circumpolares es el aire extremadamente frío, porque el Sol hace la prolija ausencia de seis meses; y aún cuando los alumbra, es más que medianamente frío, por la mucha oblicuidad de sus rayos.

7. Ni se me diga que en la ausencia del Sol la tierra es quien enfría el aire. Si fuera así, más fría sería la ínfima región del aire, que la media, pues está más vecina a la causa infrigidante, lo cual es contra la experiencia: pues muchas veces que en la ínfima no se hiela la agua, en la media se cuajan las nubes en granizo: muchas veces se derrite prontamente en la ínfima, lo que en la media se cuaja.

8. Si acaso se me opusiere que Aristóteles y los peripatéticos, cuando dicen que el aire es caliente, hablan del aire elemento puro, no del aire atmosférico, que está mezclado con infinitos corpúsculos heterogéneos, de algunos de los cuales puede participar el frío, especialmente de las muchas partículas nitrosas de que está impregnado; respondo lo primero, que en este país en que escribo, no da el aire seña alguna de ser nitroso, pues en toda esta tierra no se halla un grano de nitro, y no por eso deja de estar bastante frío en invierno. Respondo lo segundo, que del aire elemento puro, sólo se puede hablar adivinando, pues no le respiró jamás hombre alguno, ni es posible, por ser este elemento una campaña abierta a los efluvios de todos los demás cuerpos; y de las cualidades sensibles debemos raciocinar siguiendo el hilo de experiencias sensatas, no de ideales proporciones, como lo hizo Aristóteles en la división de las cualidades elementales: pues el Autor de la Naturaleza no está sujeto a las proporciones que nosotros aprehendemos. Este fue el falso supuesto sobre que procedió toda la filosofía pitagórica; y la aristotélica, en cuanto a la doctrina de los elementos, adolece algo del mismo vicio, como se ponderará más en otra parte. Lo que ahora digo es, que Aristóteles repartió entre los [272] cuatro elementos las cuatro cualidades, como si fuese dueño de ellas, y de ellos.

Paradoja III
La agua, considerada según su naturaleza, antes pide ser sólida que fluída.
§. III

9. Pruébase por el mismo principio que la paradoja antecedente. Remuévase por mucho tiempo todo agente extrínseco que pueda calentar el agua, y siempre se hallará la agua sólida; esto es, helada: luego esto pide por su naturaleza. El antecedente consta, pues debajo del Polo, y en las partes vecinas, donde el Sol se ausenta por seis meses, en todo este tiempo está el mar helado; y tanto, que aún después de que el Sol se acerca por otros seis meses, no se deshiela del todo; por cuya razón se halló siempre impracticable el camino a la China por la parte del Norte.

{(a) Mucho tiempo después de escrita la Paradoja de que el agua, según su naturaleza, antes pide ser sólida que fluída, leí en la República de las Letras, tomo 8, que algunos años antes había enseñado y probado lo mismo Monsieur Mariote, de la Academia Real de las Ciencias.}

10. Confírmase ad hominem contra los aristotélicos, en cuya sentensia la agua es fría in summo: sed sic est, que la frialdad in summo no puede menos de helar al sujeto en quien se halla: luego la agua por su naturaleza siempre pide estar helada.

11. El ser licuable la agua por un moderado calor, no quita que por su naturaleza sea sólida. Los metales son licuables por un calor intenso, sin que por eso dejen de juzgarse de naturaleza sólida; y más y menos dentro de la misma línea no varían la especie: luego el ser licuable la agua por un calor menos intenso que aquel que derrite los metales, no prueba que no sea de naturaleza sólida como ellos. [273]

Paradoja IV
O todas las cualidades son ocultas, o ninguna lo es.
§. IV

12. Llaman los Filósofos de la Escuela cualidades ocultas a aquellas, que ni son del número de las cuatro elementales, ni resultan de la varia combinación de ellas, porque sus operaciones son de otra línea más alta que todas aquellas que se pueden atribuir a la humedad, sequedad, frío, calor, dureza, blandura, color, sabor, &c. Y aunque es verdad que algunos, siguiendo el sistema de señalar cualidades segundas, que resultan de la varia composición de las primeras: y cualidades terceras, que resultan de la varia combinación de las segundas; entre las terceras han querido colocar las maravillosas virtudes del imán, la atracción de los purgantes, y otras de las que se llaman ocultas, reduciéndolas todas a manifiestas; son abandonados del común de los filósofos, y con razón: pues se echa de ver, que humedad, sequedad, frío, y calor, de cualquiera modo que se combinen, y recombinen, no son capaces de dirigir el imán al Polo, o de atraer el hierro.

13. No es mi propósito examinar la naturaleza, y origen de unas, y otras cualidades; sí sólo decir que todas son igualmente ocultas, o todas son igualmente manifiestas. Para cuya demostración cotejemos la virtud calefactiva del fuego, que se tiene por la más manifiesta, con la virtud atractiva del imán, que se reputa por ser la más oculta. Todo lo que se sabe, y se dice en la doctrina peripatética de la virtud calefactiva del fuego, se reduce a que es una propiedad de aquella substancia, o cualidad que dimana de su forma, que produce este efecto que llamamos calor, y que la acción conque le causa, se llama calefacción; sed sic est, que del mismo modo se sabe que la virtud atractiva del imán es propiedad, o cualidad dimanante de la forma de este ente, que produce este efecto sensible de [274] avecindársele el hierro, y que la acción conque le causa se llama atracción: luego otro tanto se sabe de la virtud atractiva del imán, que de la virtud calefactiva del fuego: luego igualmente es manifiesta, o igualmente oculta la una que la otra.

14. Y verdaderamente ¿cómo podemos negar que nos es oculta la cualidad, que llamamos calor, cuando nos es aún oculto si es, o no es cualidad? No sólo los Filósofos corpusculares, que niegan toda cualidad, y forma; pero muchos de los que las admiten, constituyen el calor por un movimiento, ya vorticoso, ya vibratorio, de las partículas insensibles del cuerpo. Y mientras no haya argumento conque convencerlos, no puede saberse si estos, o aquellos dicen la verdad.

Paradoja V
Es falso, generalmente hablando, que la virtud unida sea más fuerte.
§. V

15. El axioma vis unita fortior juzgo tiene más lugar en las cosas civiles, y políticas, que en las naturales. Si se mira bien, se hallará que dos agentes, de los cuales cada uno tiene fuerza como cuatro, juntos no podrán tener más fuerza que como ocho. Si dos hombres separados sostiene cada uno cuatro arrobas de peso, juntos no podrán sostener más de ocho. Es verdad que un hombre que quiebra cada flecha de por sí, no puede quebrar el manojo de flechas, que es el ejemplo del que se valió Sciluro (Plut. in Apoth.) para persuadir la unión fraternal a sus hijos; pero esto no es porque a cada flecha se le añada algún grado de resistencia por unirse con las demás, sí sólo porque en el primer caso no tiene que vencer el hombre más que la resistencia de una flecha, y en el segundo la de muchas. Si, suponiendo que sean veinte flechas, a cada una en particular no se aplicase para romperla más que la vigésima parte del impulso que se aplica a [275] todas juntas, tan cierto es que no se rompería cada flecha en particular, como que no se rompe el manojo; pero el hombre no va dividiendo su fuerza, así como va lidiando sucesivamente con cada flecha, sino que a cada una aplica toda la fuerza que quiere. Y así aquí no se verifica que la resistencia unida sea mayor, sino que en muchos hay más resistencia que en uno solo, lo cual es per se noto.

16. Esto parece claro; pero aún prescindiendo de esta razón, la experiencia ha mostrado que en algunos agentes la unión disminuye la fuerza, contra lo que comúnmente se juzga. Vulgarmente se imagina que dos hilos enroscados, o unidos en cordón, sostienen más peso que separados, y que una soga hecha de muchas cuerdas delgadas, sostendrá más que todas aquellas cuerdas divididas. Monsieur Reaumur, de la Academia Real de las Ciencias, demostró el año de 1711 que sucede todo lo contrario; conviene a saber, que los hilos, y cuerdas sostienen más peso separados que unidos. Hizo la experiencia con dos hilos, que cada uno sostenía hasta nueve libras y media; esto es, entre los dos diez y nueve libras, y habiéndolos enroscado, sostuvieron hasta quince y media, y se rompieron con diez y seis. Otra experiencia fue de tres hilos: el primero, que sostenía seis libras y media, el segundo ocho, el tercero ocho y media, en que la suma total son veinte y tres libras; y hecho cordón de los tres hilos, no sostuvo más que diez y siete libras.

17. Responderáseme acaso que esto pudo depender de que cuando los hilos se enroscaron, ya tenían menos resistencia, por haberse prolongado, y adelgazado algo (rompiéndose también quizá algunas sutiles fibras con el peso que antecedentemente habían sostenido). Pero esta respuesta, aunque especiosa, no tiene lugar, atendiendo a que consta de la Historia de la Academia, que se hizo también por orden contrario la experiencia. Un delgado cordón de seda, que sostenía poco más de cinco libras, dividido después en muchos hilos sutiles, y hecha la experiencia, y cómputo del peso que cada uno mantenía, [276] se halló que entre todos sostenían seis libras y media.

18. La causa, a mi parecer, verdadera de este fenómeno es que en el cordón los hilos no están igualmente tirantes: porque siendo moralmente imposible hacer la circunvolución en todas las partes igualísima, es preciso que unos hilos queden más apretados, otros más flojos; que unos en la vuelta que van dando disten menos de la perpendicular, o línea del centro de gravedad, otros más, y aún uno mismo en una parte esté apretado, en otra flojo. De aquí resulta que el peso al principio no carga sobre todos los hilos, sí sólo sobre los que están más tensos, y distan menos de la línea del centro de gravedad; los cuales, no teniendo por sí solos bastante resistencia, se rompen, y cargando después el peso sobre los otros, hace lo mismo con ellos. Que esto sucede así, se verá con evidencia, advirtiendo que una cuerda, de quien se cuelgue poco mayor peso que el que puede sostener, no se rompe momentánea, sino sucesivamente, aunque en breve tiempo, pero el que basta para que se observe que primero se rompen unos hilos, y después otros.

19. De aquí colijo que sin embargo de las experiencias hechas en la Academia Real, se debe hacer juicio que en este agente, como en todos los demás físicos, la misma es la virtud unida, que separada; porque el romperse el cordón con el mismo peso que sostenían los hilos separados, depende de que unidos no ejercitan simultánea, sino sucesivamente su resistencia. O con más propiedad diré, que aunque los hilos no están unidos, la virtud en cuanto al ejercicio de resistir no está unida. En una palabra, en el cordón está unido el peso correspondiente a la fuerza de todos los hilos, sin estar unida la fuerza de estos. Fuera del cordón es verdad que está desunida la resistencia; pero a proporción está dividido el peso. [277]

Paradoja VI
El Sol en virtud de su propia disposición intrínseca, calienta y alumbra con desigualdad en diferentes tiempos.
§. VI

20. Las causas comunes de experimentarse en la tierra más, o menos calor, y luz del Sol, son la serenidad, o turbación de la atmósfera: la oblicuidad, o dirección conque el Sol nos mira: la positura en que están los lugares, la longitud, o brevedad de los días, el sosiego, o agitación de los vientos, la vecindad de lugares fríos, o calientes, los hálitos que aspiran las regiones subterráneas. Pero prescindiendo de estas causas inferiores, o sin haber desigualdad en ellas, digo que el Sol por sí mismo, o en sí mismo tiene causa para alumbrar, y calentar más, o menos; y de hecho calienta, y alumbra más, o menos en diferentes tiempos, en virtud de sus propias disposiciones.

21. La razón se toma de las manchas transitorias que de algún tiempo a esta parte han advertido los astrónomos en el Sol. Estas son unas partes nigricantes en la superficie del astro, desiguales en tamaño, y duración, que son ya más, ya menos en el número, y muchas veces, y aún años enteros no se descubre alguna. Creen algunos que los antiguos Caldeos tuvieron tal cual conocimiento de ellas, porque en el libro de Job se lee la sentencia de su amigo Eliphaz de que el cielo no está exento de manchas: caeli non sunt mundi in conspectu ejus. Por otra parte la falta de telescopio que padecieron los antiguos, no hace imposible la observación; porque algunas manchas son tan grandes, que pueden hacerse visibles sin la ayuda del telescopio, como la que se vió el año de 1706, cuya superficie, según el cómputo de los astrónomos, era treinta y seis veces mayor que la de toda la tierra; y llegando a esta magnitud, y aún siendo menores, se pueden discernir mirando el Sol con un vidrio teñido de algún color. [278]

22. Pero el primero de quien hay noticias que las observó fue el padre Christóforo Scheinero, de la Compañía de Jesús, y con tanta aplicación, que desde el año de 1611, hasta el de 1627, hizo mil y cuatrocientas observaciones de estas manchas, de que da noticia en su Rosa Ursina. El célebre Galileo Galilei empezó a observarlas casi al mismo tiempo que Scheinero, y fueron después continuando en la misma aplicación los más laboriosos astrónomos del siglo pasado, y de este; de suerte, que esta es una materia, que ya carece de toda duda: y aunque algunos la pusieron en si estas manchas están en el mismo cuerpo solar, o algo distantes de él, la quitan otros, demostrando su inherencia en la superficie del Sol, porque no sólo se revuelven a proporción de la revolución del Sol, pero las que duran hasta hacer una revolución entera, que se absuelve en veinte y siete días, son visibles en toda la mitad del periodo de la revolución; lo cual no podría ser si estuviesen inferiores al astro.

23. Sean estas manchas hollines, o humos que se levantan de aquel grande horno del Sol, como sienten los más, u otra cosa diferente, es claro que mientras duran, deben disminuir su luz, y calor hacia las regiones elementales, más, o menos, a proporción que el tamaño, y número de las manchas fuere mayor, o menor. Y a esta causa se pueden atribuir algunas notables disminuciones del calor, y luz del Sol, que se hallan en las Historias, en ocasiones que no había estorbo alguno en la atmósfera. Mayolo refiere que en tiempos del emperador Justiniano la mayor parte de un año estuvo tan decaída la luz del Sol, que apenas excedía a la de la Luna. Y según Plutarco, en la muerte de Julio Cesar padeció el Sol igual detrimento en su luz por todo un año entero; de lo que también nos dejó noticia Virgilio en aquellos versos del libro segundo de sus Geórgicas:

Ille etiam extincto miseratus Caesare Romam,
Tum caput obscura nitidum ferrugine texit:
Impiaque aeternam timuerunt saecula noctem.
[279]

Paradoja VII
El Sol, haciendo reflexión de cuerpo cóncavo, más calienta en Invierno que en Verano, y tanto más cuanto el tiempo estuviere más frío.
§. VII

24. Esta experiencia que se hizo repetidas con admiración de todos los presentes en el espejo ustorio de Monsieur Villete, de quién se dió noticia arriba, observándose asimismo, que cuanto el espejo estaba más frío, tanto su operación en el foco era más fuerte, y pronta, y cuanto más caliente, tanto más tarda, y remisa; entre los que leyeren esto, unos lo tendrán por admirable, otros por increíble.

{(a) No sólo en el uso del espejo ustorio cóncavo hace el Sol mayor efecto en tiempo frío, más también en el del convexo. Así a aquella Paradoja se debe dar más extensión. En París se observó esto varias veces con el grande espejo ustorio convexo, fabricado por el célebre Monsieur Schirnaus, que tenía el Duque de Orleans. Es tanta la disminución de la fuerza del espejo convexo en los grandes calores, que casi pierde toda la actividad, como se experimento con dicho espejo ustorio en el calidísimo estío de 1705. La razón es diversa de la que dimos para el espejo cóncavo. La que discurrió Monsieur Homberg, y parece verdadera, es que en los grandes calores se eleva de la tierra gran cantidad de exhalaciones sulfúreas, las cuales embarazan, detienen, y en alguna manera absorben los rayos del Sol; ahora sea que interceptan absolutamente una parte de ellos, ahora que haciendo respecto de ellos el efecto que hace la vaina respecto de la espada, les quitan aquella extrema sutileza que han menester para penetrar prontamente los cuerpos duros. Una experiencia confirmó a Monsieur Homberg en este pensamiento. Entre el espejo y su foco puso un brasero con carbón encendido; de suerte, que los rayos que iban del espejo al foco, atravesaban los vapores que subían del brasero; y vió que la acción de los rayos se había mitigado mucho. Observó también el mismo físico, que la actividad del espejo es mayor cuando el Sol se descubre después de un gran golpe de lluvia, que cuando ha estado descubierto muchos días consecutivamente; cuya razón parece ser el que la lluvia copiosa precipita las materias sulfureas, que quiebran la fuerza de los rayos.} [280]

25. Con todo, la razón de este fenómeno no es muy recóndita. Es cierto que el frío condensa los cuerpos, y el calor los dilata. Es cierto también que cuanto un cuerpo está más denso, está más apto para causar reflexión, y lo está menos cuando está más laxo. De estas dos premisas se infiere claramente que no podían menos de suceder los efectos referidos. Y para mayor explicación diré que por dos causas, estando el espejo muy caliente, y por consiguiente menos compacto, y duro, debe ser la operación más remisa en el foco. La primera, porque mucha porción de rayos se absorve en los poros del metal, dilatados por el calor, y no hace reflexión alguna. La segunda, porque dilatado, o esponjado (digámoslo así) el metal, no queda tan igual su superficie cóncava; de que se sigue, que hiriendo muchos rayos de través en las declividades de algunas insensibles prominencias, no hacen reflexión por la línea que era menester para ir a parar al punto del foco. Esto se entenderá bien poniendo atención a lo que sucede en las reflexiones de una pelota, cuando se arroja a una pared muy desigual: pues es cosa muy averiguada por todos los matemáticos que tratan de la Catóptrica, que la luz, y el calor en sus reflexiones siguen puntualísimamente las mismas reglas que los cuerpos en las suyas.

26. Ni debe hacer dificultad que un cuerpo tan duro como es el metálico, padezca alguna insensible rarefacción cuando se calienta. Lo primero, porque si un calor intensísimo dilata tanto el metal, que rompiéndose todas sus ligaduras, se derrite, un calor menos intenso debe hacer a proporción el mismo efecto; esto es, dilatarle, o enrarecerle algo. Lo segundo, porque la experiencia muestra que cualquiera metal está más sonoro cuando frío, y menos cuando caliente: de lo cual evidentemente se colige, que el calor, y el frío alteran algo su textura: siendo cierto que de esta depende que le cuerpo sea más, o menos sonoro. [281]

Paradoja VIII
La extensión de la llama hacia arriba en forma piramidal, o cónica, es violenta a la misma llama.
§. VIII

27. El conato de la llama al ascenso es la prueba vulgar de los que pretenden que esté allá arriba la esfera, o elemento del fuego. En su lugar mostramos que es muy flaca esa prueba, aún concediendo el antecedente en que estriba; porque todo lo que es más leve que el líquido que le circunda, sube sobre él, si no está por otra parte aprisionado, sin que haya arriba esfera de su especie que le llama. Sube, pues la llama, sube el humo, sube el vapor, suben efluvios elementales de infinitas, y diversísimas especies, sin otra causa que el ser más leves que este aire grueso que hay acá abajo.

28. Pero ahora añadimos que no hay en la llama el conato que se supone, y que se representa en aquella extensión en figura cónica hacia arriba, porque está extensión es violenta, y no natural a la llama. Deducimos esta Paradoja de un experimento que trae Francisco Bacon en la primera de sus Centurias. Tómese una pequeña vela de cera, y acomodándose en un tubo de hierro, colóquese recta en una escudilla llena de espíritu de vino, a tal proporción, que cuando uno, y otro se enciendan, no esté más alta la llama de la cera que la del espíritu. Veráse que al dar el fuego a uno, y otro, se distinguen por el diverso color las dos llamas: la de la vela aparecerá en medio de la del espíritu dilatada, no en figura piramidal, sino redonda, que ocupa cuatro, o cinco veces más espacio que el que suele ardiendo libre en el aire. Esta experiencia prueba que la forma piramidal que regularmente observa la llama, es causada por la presión del aire, como aún sin hacer reflexión sobre este experimento juzgan los Filósofos modernos, y por tanto violenta: pues si fuese natural, se extendería [282] del mismo modo, faltando la presión del aire, como falta cuando la llama de la vela está circundada de la llama del espíritu.

29. En este ejemplo se echa de ver que la experiencia, así como examinada con reflexión sutil es el único medio para saber algo de cierto en las cosas físicas, tomada a bulto, es ocasión de innumerables errores. Son muchos los que han nacido de atribuir a inclinación nativa, o virtud intrínseca de algún cuerpo, efectos que sólo son causados por el impulso de otro cuerpo vecino. Antes que se descubriesen la gravedad, y elasticidad del aire, se tenía como cosa convencida por la experiencia la inclinación de la agua a impedir el vacío, y hoy es cosa convencida por la experiencia, que el aire es quien la impele.

Paradoja IX
Es dudoso si los graves, apartados a una gran distancia de la tierra, volverían a caer en ella.
§. IX

30. Esta duda se consigue necesariamente a la que hay entre los Filósofos, sobre qué virtud es aquella que mueve a los graves, apartados de la tierra, al descenso. Los Peripatéticos conciben en el grave un determinativo intrínseco de este movimiento, o dos por decir mejor, uno radical, y remoto, que es su forma substancial: otro formal, y próximo, que es la forma accidental, que llaman gravedad: porque lo que dicen que los graves son movidos por el generante, no tiene, ni puede tener otro sentido, sino que el generante produce en ellos esos determinativos, los cuales se le apropian a él como instrumentos, para causar por medio de ellos el movimiento en los graves; pues es cierto que cuando desciende el grave, no es formalmente, y hablando con propiedad, impelido por el generante; y aún muchas veces ya el generante no existe cuando desciende el grave. [283]

31. Esta doctrina, por las arduas dificultades que padece, no trasciende los límites de opinable. Lo primero, no es fácil salvar en ella la importante máxima filosófica, de que todo lo que se mueve, es movido por otro; pues ni en el grave una parte es movida por otra, ni el generante físicamente causa su movimiento: cuando más se podrá decir que le causa moral, o interpretativamente; así como el que da a otro la espalda, conque mata a su enemigo, se podrá llamar causa moral, pero no física del homicidio. Lo segundo, no se encuentra distinción suficiente entre el movimiento de los graves, y de los vivientes, porque uno y otro es igualmente ab intrinseco; esto es, proviene de su propia forma, e igualmente es ab intrinseco; pues no menos en el viviente, que en el grave produce el generante la forma, y virtud conque se mueve.

32. Por huir el cuerpo a estas dificultades, otros Filósofos buscaron por diferente camino principio extrínseco al movimiento de los graves, y le señalaron en la atracción de la tierra, o globo terráqueo. Esta sentencia ya es antigua, y el Eximio Doctor, en el primer tomo de las Metafísicas cita algunos Autores que la llevaron. Es verdad que contra ella conspiraron, no sólo los Filósofos Escolásticos, pero aún con más rigor los modernos; pues estos generalmente condenan por quimérico todo movimiento por atracción, siguiendo en esta parte todos los Corpusculistas a Renato Descartes, que generalmente negó pudiese un cuerpo mover a otro sin verdadero impulso, y físico contacto; apurando toda su sutileza para explicar, según este sistema, los maravillosos movimientos del imán, y del hierro.

33. Pero cuando se hallaba la virtud atractiva tan abandonada de la Filosofía, y desterrada (digámoslo así) del ámbito del Mundo a la esfera de la imaginación, el Caballero Newton, famosísimo Matemático Inglés, y sutilísimo Filósofo, se puso tan de su parte, que no sólo restituyó al Mundo la virtud atractiva, pero le atribuyó como a causa cuantos movimientos inanimados hay en la [284] naturaleza. Con tanta variedad, y tan atientas procede la Filosofía en la pesquisa de la verdad, que no hay medio que no busque, ni extremo que no abrace.

34. A Newton siguen hoy muchos; y si bien que yo estoy tan lejos de omitir con tanta universalidad la virtud atractiva, que juzgo más probable el que no la hay en ente alguno; pero una vez que se conceda en el imán, y otros algunos cuerpos, se hace muy verosímil que la haya también en le globo terráqueo respecto de los graves. Como quiera, la probabilidad que tiene esta opinión, junto con las graves dificultades que padece la sentencia Peripatética, deja la materia en el equilibrio de la duda. Y habiéndola en esto, precisamente la ha de haber en si los graves, puestos en cualquiera distancia, descenderían a la tierra.

35. La razón es clara, porque la virtud atractiva, como finita, tiene determinada esfera de actividad; y por consiguiente no puede hacer su operación a cualquiera distancia: luego hay distancia a la cual no alcanza la virtud atractiva del globo terráqueo: luego en suposición de que los graves bajen por atracción, puesto el grave en aquella distancia, no bajaría.

36. Con reflexión no coloqué la sentencia de Descartes entre las probables que hay en esta cuestión, porque supone el movimiento circular de la tierra, que tiene contra sí algunos lugares de la Escritura, por cuya razón condenó la Inquisición de Roma el Sistema Copernicano, que abrazó Descartes. Pero en la sentencia cartesiana también se sigue, que no de cualquiera distancia bajarían los graves a la tierra. Dicen los cartesianos que los graves bajan repelidos por la materia etérea, o sutil, que rapidísimamente gira en torno de la tierra. Para cuya inteligencia se ha de advertir, que en sentencia de los cartesianos, el globo terráqueo, juntamente con el aire vecino, y la materia etérea, y globulosa que le circunda, forma un vórtice, o torbellino, que sin cesar se mueve de Poniente a Oriente; pero de modo, que aunque la [285] tierra en veinte y cuatro horas absuelve todo el círculo, el movimiento de la materia etérea es sin comparación mucho más rápido. De aquí infieren, que los cuerpos graves, como de más tardo movimiento, deben ser repelidos por ella hacia el centro: porque generalmente se observa en todos los torbellinos, que lo que se mueve con más pereza, es repelido hacia el centro por lo que gira con más velocidad. Así en los remolinos de viento, las pajas, y otros cuerpos que levanta, son llevados al medio del remolino. Del mismo modo en los de agua, los cuerpos forasteros, que sobrenadan en ella, son impelidos hacia el centro. Y en un cribo se ve, que en el movimiento que se le da para limpiar el trigo, la paja, y aristas, porque no conciben tanto ímpetu como aquel, y por consiguiente no se mueven con tanta velocidad, son repelidas al medio por el movimiento del grano, el cual queda hacia el borde del cribo.

37. En esta sentencia es claro que si un Ángel sacase una rueda de molino fuera de este vórtice nuestro, no volvería jamás a la tierra, porque la materia sutil de nuestro vórtice no alcanzaría a ella, y así no podría repelerla hacia su centro; antes se alejaría mucho más de la tierra, porque sería llevada al centro de otro vórtice por el impulso de la materia etérea que gira en él. Todo lo cual confirman las experiencias que el Padre Marino Mersenno, Doctísimo Mínimo, hizo en París, de disparar una pieza de artillería verticalmente, cuya bala no bajó hasta ahora al suelo. Véanse las Epístolas de Cartesio a Mersenno, tom. 2. Epist. 106. [286]

{(a) Contra lo que en este número alegamos de la experiencia del Padre Mersenno, hay otra experiencia más segura, referida en las Memorias de Trevoux en el mes de Agosto de 1728. Habiendo tomado cuerpo entre los físicos la cuestión de si una bala de artillería, disparada verticalmente volvería al suelo, en que algunos decían que se alejaría más, y más de la tierra, dejándose arrebatar por la materia etérea a otro vórtice: otros, que se resolvería en polvo; faltándole en el aire superior muy enrarecido aquella fuerza conque [286] el aire inferior mucho más denso, y elástico, comprimiendo unas hacia otras partes, las mantiene unidas; el señor Moutier, Oficial de la Artillería en Strasburgo, trató de averiguar la verdad con la experiencia: para cuyo efecto colocó una pieza de Artillería verticalmente, tan bien asegurada, que ni el fuego, ni el movimiento de la bala al salir, pudiesen inclinarla a alguno de los lados. Colocada así, disparó la bala, la cual no dejo de volver al suelo a su tiempo, aunque a gran distancia de la pieza, lo que causó mucha admiración; porque examinado el cañón después del disparo, se halló que no se había desviado ni una línea de su perpendicularidad. La distancia en que cayó la bala fue de trescientas pértigas, la pértiga (en francés Perche) según el Diccionario Matemático de Ozanan, es una medida de diez y ocho pies, u de tres brazas: según el Diccionario Universal de Trevoux, hay variedad en las pértigas; pero la menor, que es la que dice que usan los Geómetras, es de diez pies. Volvió a cargar la pieza aquel Oficial, dándole mayor carga de pólvora, y la bala cayó a distancia de trescientas y sesenta pértigas.

2. No es del propósito examinar aquí las razones físicas por qué la bala cayó a tanta distancia de la pieza. Lo que nos hace al caso es el hecho desnudo; pues en él se echa de ver el motivo de la alucinación del Padre Mersenno. Tenía el Sabio Mínimo, en virtud de la constitución perpendicular del cañón, aprehendido, que la bala había de caer sobre la pieza, o muy cerca de ella, y no viéndola en sus vecindades, coligió que no había vuelto a la tierra.

3. Pero advierto, que lo dicho no obsta a la verdad de nuestra Paradoja; porque esta procede en la suposición de que los graves se colocasen en una gran distancia de tierra. La distancia a que puede apartarse de ella una bala de artillería, es poquísima, comparada con la magnitud del globo terraqueo, por consiguiente suficientísima para el efecto dicho.}

38. Añado, que en el sistema Cartesiano, bien lejos de tener los graves algún conato a acercarse al centro de la tierra, le tienen vehementísimo a apartarse del centro; y supuesto el movimiento de la tierra en las veinte y cuatro horas, no hay duda que no puede ser otra cosa; porque cualquiera parte de un cuerpo que se mueve en giro, concibe ímpetu para apartarse del espacio donde se hace el giro hacia la parte exterior: tanto más violento, cuanto la rotación es más rápida; y de hecho se aparta, si no hay otra fuerza que le detenga. Así cuando se voltea la honda, [287] la piedra no ha menester para dispararse, apartándose del espacio del giro por la recta tangente del círculo, más que el que se suelte la honda; y sin nuevo impulso, más que el que había concedido antes cuando giraba, tanto más se alejará del que movía la honda, cuanto el movimiento circular hubiese sido más rápido. Siendo, pues, el movimiento diurno de la tierra rapidísimo, especialmente debajo de la Equinoccial, pues en veinte y cuatro horas camina poco más, o menos de siete mil leguas Españolas, es claro que cuantos cuerpos hay en la superficie de la tierra se dispararían, como agitados de una rapidísima honda, con una violencia increíble hacia el viento, si la mucho más violenta rotación de la materia sutil los hiciese parar, o retroceder.

Paradoja X
En la composición de todos los vegetales entra alguna porción metálica.
§. X

39. Esta es una gran novedad en la Física, pocos años há descubierta. Monsieur Gofredo, de la Academia Real de las Ciencias, habiendo examinado las cenizas de muchas plantas, en todas halló algunos pequeñísimos granos que eran atraídos por el imán, de donde infirió que los granos mismos eran de imán, o de hierro. Mas porque restaba la duda de si acaso la virtud atractiva del imán se extiende (aunque hasta ahora no se haya conocido) a otras algunas partículas que entren en la composición de los vegetales, sin que sean de imán, ni hierro, o de otro algún metal; los señores Lemeris, padre, e hijo, hicieron nueva pesquisa sobre la misma materia, que resolvió toda la duda: porque usando del Espejo Ustorio, derritieron las partículas que el imán había atraído de las cenizas de las plantas, las cuales se licuaron en la forma misma que el imán, y el hierro, [288] centelleando mucho: y al fin formaron una bola de consistencia, y dureza metálica. Aún en la miel, después de su destilación, hallaron estas partículas, que atraía el imán; donde se infiere, que hasta el jugo más sutil de las flores se extiende esta composición metálica.

{(a) En la Regia Sociedad de Londres se vieron partículas de hierro, extraídas de una piedra humana, contenida en la vejiga, y calcinada por Monsieur Lister; de que puede colegirse que las partículas de hierro, por medio del alimento de los vegetales, pasan a los animales. (Regnault, tom. 1. Conversación 14.) Confesamos, no obstante, que no convence lo que alegamos en favor de la Paradoja, pues siempre queda disputable si el hierro que se halla en las cenizas, existía antes en las materias que se calcinan, o es formado por el fuego.}

40. Sin embargo quedaba aún por averiguar si estas partículas preexisten en las plantas, o resultan de la calcinación, como producción del fuego: en que lo segundo parece más verosímil, porque no se halla dificultad alguna en que el fuego transmute en metal algunas partículas de los vegetales; y se encuentra gravísima, en que el hierro, siendo tan pesado, puede subir hasta la altura de los árboles.

41. Monsieur Lemeri, el hijo, desembarazó esta duda con sutiles, y curiosas experiencias, las cuales no sólo le aseguraron de la volatilidad del hierro, mas también le inclinaron a creer, que este metal contribuye mucho en todas las plantas para la vegetación. El más señalado experimento, que hizo, fue de este modo. Habiendo echado espíritu de nitro sobre la limadura de hiero, se siguió un violento hervor, que al fin se sosegó, quedando un licor rojo por la disolución del metal: mezclando después en la composición aceite de tártaro por deliquio, se excitó mediana fermentación, en que se fue inflamando el licor más, y más, hasta formar por las paredes del vaso varias sutiles ramas, las cuales, extinguida ya toda sensible fermentación, fueron creciendo hasta toda la altura del vaso.[289]

42. Aunque la primera vez que hizo esta experiencia logró sólo rudos lineamientos de un árbol, variando después de muchas maneras la dosis del aceite de tártaro, fue consiguiendo más perfecta esta vegetación metálica, hasta lograr en fin un árbol perfectamente formado con raíces, tronco, ramas, hojas, flores y frutos. Este hábil Químico coligió, que así la volatilidad, como la vegetación, se debían a la limadura de hierro; pues sin ella, lo más que se produciría serían algunos cristales en el fondo del vaso por la fundición del nitro. Quien quiera enterarse más del modo, y efectos de esta operación, lea la relación de la Asamblea de la Academia Real de las Ciencias de 13 de noviembre del año de 1706.

43. No por eso se piense que la vegetación metálica sólo se hace con el hierro. El Abad de Vallemont en el primer tomo de Curiosidades de la Naturaleza, y del Arte sobre la Agricultura, dice que en París se hicieron semejantes vegetaciones artificiales con metales diferentes, oro, plata, hierro y cobre. Pero la más común de todas es la que se hace con la plata, a quien los Químicos dieron el nombre de Árbol de Diana: su formación es de este modo. Disuélvese una onza de plata con dos, o tres onzas de espíritu de nitro. Evapórase esta disolución a fuego de arena, hasta consumirse cerca de la mitad. Lo que resta se mezcla en vaso proporcionado, con veinte onzas de agua común muy clara, y dos onzas de azogue. Dejando después esta mixtura en reposo por cuarenta días, en este espacio de tiempo se va formando un árbol de plata con bastante analogía a los naturales en cuanto a la figura. Monsieur Homberg, Químico celebérrimo de la Academia Real de las Ciencias, usando de los mismos materiales, halló modo de formar este árbol metálico en menos de un cuarto de hora; cuya receta se describe en las Memorias de la Academia, juntamente con la explicación física de este fenómeno, dada por Monsieur Homberg en las Memorias de la Academia de 13 de Noviembre de 1692. [290]

44. Estas vegetaciones metálicas, juntas con la experiencia arriba dicha, de haberse hallado hierro en las cenizas de todas las plantas, no sólo prueban que los metales pueden en virtud de ciertas fermentaciones, hacerse volátiles lo que basta para subir por los tubos, por donde asciende el jugo alimentoso a las plantas; mas también hacen opinable, que a la mezcla del metal deben estas en gran parte la vegetación.

{(a) A lo que decimos de la vegetabilidad de los metales, puede añadirse, prestándole la fe que mereciere, lo que el Padre Regnault, tom. 3. Convers. 16. dice, citando el Diario de los Sabios a 17 de Mayo de 1683, de algunos hechos notables de Alemania; esto es, que en aquella región se hallaron unas setas que apenas podían cortarse, a causa de las partículas de plata que contenían: una varilla de plata, que nació en un bosque; y otra que se elevó de una roca; oro en la médula, y venas de algunos árboles; varillas muy sutiles, o hilos de oro, que saliendo de la tierra, se fueron enroscando, y ascendiendo en torno a una cepa. En fin, en una mies de Avena una espiga de metal, que fue presentada el Emperador Rodulfo.}

45. Esto es lo que en favor de la Paradoja propuesta hallo en los Filósofos que he citado. A que añadiré una conjetura mía, que juzgo muy eficaz para hacer creíble la existencia formal de las partículas de imán, o de hierro en todos los vegetales, suponiendo primero, que el que sean de imán, o de hierro, es una diferencia muy accidental, estando ya convenidos los Filósofos Experimentales en que la piedra imán no es otra cosa más que una vena más pingüe de hierro.

46. Mi conjetura se funda en un teorema, abrazado hoy por todos los Matemáticos, y convencido con ineluctables razones; esto es, que la tierra tiene virtud magnética. Esta verdad está probada con innumerables observaciones. Se ha hallado que la Aguja Magnética, puesta en equilibrio, se acomoda al Meridiano de la tierra, del mismo modo que al de la piedra imán, que mira, no a los Polos del cielo, sino a los de la tierra, pues en las regiones boreales no levanta la cúspide a buscar la altura del Polo celeste, antes la baja de la línea horizontal a [291] buscar el terrestre: generalmente en todo, y por todo, observa la Aguja Magnética, respecto del Polo terráqueo, las mismas proporciones que respecto de la piedra imán. Las varias declinaciones del Polo de la tierra, que la Aguja padece en diversos parajes, no pueden atribuirse a otra causa que al desigual magnetismo del globo terráqueo en diferentes regiones; así como las diferentes declinaciones de los Polos del imán se atribuyen al desigual magnetismo, o perfección de las partes de esta piedra. Se ha visto que la tierra comunica por sí sola el magnetismo al hierro. Si una barra de hierro, al punto que sale encendidísima de la fragua, se pone perpendicular a la tierra hasta que se refrigere, concibe evidentemente magnetismo; y puesta en equilibrio se dirigirá a los Polos de la tierra, como si hubiese sido tocada del imán. Lo mismo sucede si está por muchos años en positura perpendicular, aunque no se hubiese encendido, como se ha experimentado en muchas barras de rejas. Sucede también lo propio si la barra encendida se coloca perfectamente según la línea meridiana, o sin encenderse está muchos años en ella. Quien gustare de ver más extendidas estas observaciones, y enterarse de cómo de ellas se convence el magnetismo de la tierra, vea los Autores matemáticos que tratan del imán, pues entre los Modernos ninguno hay que no toque este punto.

47. Esto supuesto, dos cosas se pueden discurrir, o que exceptuando esta corteza exterior de la tierra, que consta de tantas partes heterogéneas cuantas son menester para la producción, y aumento de tantos, y tan varios mixtos, todo el resto de este globo que nos sustenta, no es otra cosa que una solidísima cantera de piedra imán, como aseguran unos; o que la virtud magnética está distribuida por todo el globo terráqueo, como piensan otros.

48. Todo puede ser verdad, pues no se oponen las dos sentencias; pero a favor de la segunda, que es la que hace a mí propósito, hay otra experiencia célebre, la cual califica eficazmente que esta misma tierra exterior que [292] tocamos está embutida de muchas partículas insensibles de imán, o de hierro; y es que esta misma tierra concibe el magnetismo, o inclinación al Polo; porque los ladrillos que se hacen de ella, bien cocidos, y expurgados de todo humor extraño, siendo tocados del imán, logran la verticidad dicha, especialmente si son estrechos, y largos, y aún sin el contacto del imán, precisamente por guardar la misma positura muchos años (Véase el Padre Dechales lib. 1. & 2. de Magnete). Siendo, pues, cierto que la verticidad al Polo es propia del imán, o del hierro, e incomunicable a otras substancias, evidentemente se infiere que esta misma tierra que tocamos, está impregnada de partículas de imán, o de hierro. Luego alimentándose de ella todos los vegetales, no se debe extrañar que en todos ellos se hallen dichas partículas.

49. Propongo aquí a los que gustaren de filosofar, si se podrá discurrir probablemente que en todos los mixtos hay las mismas partículas, en cuyo caso se descubriría la causa del descenso de los graves; porque habiendo en la tierra virtud magnética, y en todos los mixtos partículas de hierro, por más que cuanto pueden nuestras fuerzas los apartemos de ella, siempre volverán por atracción. Pero (porque quien ama la verdad, nada debe disimular) hallo contra este pensamiento una terrible objeción; y es, que según este sistema, el hierro debería ser más pesado que el oro; pues aunque demos en el oro algunas insensibles partículas magnéticas, o de hierro, no es creíble que sean tan copiosas como en el mismo hierro. Si fuese así, tan bien atrajera el imán aquel metal como este. Si hay en el globo terráqueo otra virtud atractiva, distinta en especie de la del imán, y más universal que esta, en virtud de la cual atraiga a todos los cuerpos que llamamos graves, por haber en estos, respecto del globo, una proporción o correspondencia semejante a la que hay entre el hierro, y el imán, es de más difícil averiguación. De esto dijimos algo arriba, tratando de la causa del descenso de los graves. [293]

Paradoja XI
Sin fundamento, y aún contra toda razón, se atribuye al Sol la producción del Oro.
§. XI

50. Muchos son los Filósofos que conciben al Sol como a un agente universal, sin cuyo concurso no se produce cosa alguna en todo el vasto Imperio de las regiones Sublunares. Dictamen es este que pudo tener algún influjo en el delirio de los que adoraron este Astro como Deidad, porque no se acomodarían a concebir juntas en una causa la universalidad, y la subordinación.

51. No pretendo ahora disputar, según toda su extensión, este asunto; sí sólo probar que no alcanza la actividad del Sol a producir los metales, y especialmente la Plata, y el Oro, que es quien comúnmente se reputa por su más legítimo hijo. Esto se hace claro, considerando la profundidad de sus mineras, adonde el calor del Sol no puede llegar, ni aún con grande espacio; pues cuando más se extiende, no pasa de diez pies de tierra, como se conoce en la frialdad de las cavernas subterráneas. Ni es de discurrir que otra cualidad activa del Sol, distinta del calor, y la luz, penetre a tanta profundidad: pues habiendo mineras profundas hasta quinientos codos, como de una de plata en Hungría testifica Baguino en su Tirocinio Chymico, no cabe en la más audaz Filosofía pensar que pueda taladrar aquella cualidad tan vasta crasicie, especialmente donde la mina está cubierta de durísimos, y continuados guijarros, como de una del Potosí afirma Thomas Cornelio en su Diccionario Geográfico.

52. Ni por desnudar al Sol de esta prerrogativa, falta agente proporcionado para la generación de los metales. Este es el fuego subterráneo, cuya existencia hacen innegable, ya los muchos volcanes que hay en toda la redondez de la tierra; ya el ascenso de los vapores en las [294] regiones, y estaciones más frías, donde no puede elevarlos el calor del Sol; ya los terremotos, que no pueden venir de otra causa que del encendimiento de dilatadísima copia de materias inflamables; así como tiembla la superficie de la tierra, y se arruinan los baluartes, cuando prende el fuego en la pólvora de las minas.

53. Algunos Filósofos han pensado que la parte central de la tierra por larguísimo espacio es depósito de un gran tesoro de fuego, a quien por esto llaman Fuego central, y Sol terrestre; el cual siguiendo la ambición congénita, que no le permite contentarse con el lugar que le señaló la naturaleza, por varios conductos rompe hacia la superficie de la tierra, logrando en muchas partes desahogar sus iras en la libre campaña del aire: Praeter illum Solem Caelestem (dice Gerardo Juan Vosio, de Idolatría, lib. 2. cap. 63.) quendam agnoscere oportet quasi Anthelion, sivè Solem, vel ignem adversum, unde caecos per meatus se undique diffundat. Donde me ocurre admirar la variedad de caprichos de los Filósofos, que sin legítimos fundamentos dan vuelo a sus imaginaciones; pues unos colocan el fuego elemental en la parte suprema, y otros en la ínfima de todo lo sublunar, empeñados, unos en elevarle, y otros en abatirle. Es verdad que los que le ponen en la región ínfima, no tienen contra sí el informe de nuestros ojos, como los que le colocan en la suprema; ni le admiten tan ocioso aquellos, como es preciso le confiesen estos; pues le atribuyen la fábrica de todos los minerales, la elevación de las aguas en vapores a la eminencia de las montañas, para que allí den surtimiento a las fuentes; el ascenso de todas las exhalaciones, y hálitos del globo terráqueo a la primera, y segunda región del aire, sin cuyo movimiento, faltando el beneficio de la lluvia, fuera toda la tierra infecunda.

54. Pero bastando para todo esto el fuego distribuido en varios receptáculos subterráneos, con quien para parte de los efectos señalados concurre también el Sol, no es menester señalarle tan vasto dominio en la imaginada [295] concavidad de este globo. Añádese a esto, que el fuego colocado en el centro de la tierra padecería la misma falta de alimento que elevado al cóncavo de la Luna, no pudiendo discurrirse de donde se le suministre el que basta a saciar la inmensa voracidad de tan copiosa llama. Gasendo impugnó también esta opinión por el capítulo de que aquel fuego por falta de aire se había de sofocar, y con razón, pues cualesquiera respiraderos que se le den hacia las cavernas subterráneas, serán muy poca cosa para el desahogo de tanto volumen de fuego.

55. Desterrando, pues, aquel Sol habitador de tinieblas, como puramente imaginario, y admitiendo el fuego distribuido en varios senos de la tierra, tenemos el agente que se necesita para la fábrica de todos los minerales. Aristóteles fue sin duda de este sentir, pues en el libro 4. de los Meteoros, cap. 6. dice, que todos los metales se forman de aspiración vaporosa condensada; y siendo constante que el calor del Sol no alcanza a levantar vapores en tanta profundidad, especialmente cuando para esto es menester calor bastantemente sensible, sólo el calor del fuego subterráneo puede elevarlos.

56. Por la misma razón no puede tampoco el Sol tener algún influjo en la condensación, ni esta ha menester un artífice tan forastero. Sabiéndose cuanto puede en la concreción, y disgregación de los mixtos el fuego regido de la Química, no se puede negar que podrá mucho más gobernado por la sabia Naturaleza; o, por hablar más cristiana, y más filosóficamente, gobernado por el Autor de la Naturaleza misma.

57. Aunque hasta ahora (como tengo por cierto) no se haya descubierto el arte de la fábrica artificial del oro, Roberto Boyle refiere como cosa constante que un Químico de su tiempo, que se andaba fatigando en los alcances de este inaccesible secreto, logró en una ocasión una pequeña porción de oro, más por accidente que por arte; pues por más que repitió después la operación sobre la misma materia, no se repitió el efecto, por la falta, [296] sin duda de alguna, o algunas imperceptibles circunstancias que observa en esta obra la naturaleza, y son inobservables por el arte. Siendo esto así, el fuego elemental basta para la fábrica del oro; y en caso que no baste manejado por el arte acá en la superficie de la tierra, por las razones arriba alegadas me parece innegable que basta manejado por la naturaleza en la matriz del mineral.

Paradoja XII
Posible es naturalmente restituir la vista a un ciego.
§. XII

58. Esta Paradoja va fundada sobre la fe de los Autores que refieren los experimentos, conque la comprobaremos. El P. Gaspar Schotto (in Jocoser. nat. & art. cent. 3. prop. 83.) refiere, que habiendo llegado a Praga un caballero extranjero, y ofreciéndose hablar sobre materias médicas con el ingeniosísimo Doctor Juan Marcos Marci, vino a caer la conversación sobre el asunto de la presente Paradoja. Dijo el Extranjero que era posible restituir la vista enteramente perdida, y él se ofrecía a hacer la experiencia en cualquier animal. Trájose un ganso, picóle con una lanceta los ojos, de donde al punto fluyó todo el humor aqueo: luego exprimió los humores cristalino, y vitreo, de suerte, que en lugar de los dos ojos no se veían sino dos cavernas. Hecho esto, destiló en ellos una porción de cierta agua que traía consigo, y al instante empezaron a entumecerse de nuevo los ojos, restituyéndose a su antiguo estado, de suerte, que dentro de un cuarto de hora recobró el ave la vista perdida. Guardó mucho tiempo Marcos Marci el ganso, y le mostró a muchos. Es verdad que no veía tan perfectamente como antes, lo que el mismo extranjero había pronosticado, porque no se había [297] cerrado con exacta igualdad la cicatriz.

{(a) Aunque ya hemos dicho algo en otra parte perteneciente al asunto de esta Paradoja, añadiremos aquí, que por las observaciones de Rhedi consta, que rompidos los ojos con aguja, o lanceta, sin aplicación de algún remedio, se recobra la vista por puro beneficio de la naturaleza en menos de veinte y cuatro horas. Así lo experimentó el citado Autor en varias especies de aves. Por tanto se debe creer, que el zumo de la Celidonia, y otras drogas, que como secreto venden algunos para este efecto, es puro embuste de charlatanes, que sabiendo que la curación se deberá a la naturaleza, sin socorrerla con algún auxilio, venden como remedio lo que no hace daño, ni provecho.}

59. El mismo Schotto refiere, que el Padre Nicolao Cabeo restituyó la vista a un cordero, a quién del mismo modo había quitado el humor aqueo de los ojos, vendándolos después con un paño mojado en zumo de la Celidonia mayor.

60. El Docto Premonstratense Juan Zahno (in Ocul. Artific. syntagm. 3. cap. 8. quaest. 19.) cita a Henrico de Heer, que escribe que con el zumo de la hierba Ulmaria, cogida en el mes de Mayo, restituyó a una muchacha los humores vitreo, y aqueo. Cita el mismo Zahno una carta del Borri a Thomas Bartolino, donde aquel famoso Químico asegura que se pueden instaurar los humores del ojo con el zumo de la Celidonia en los que tienen los ojos garzos; y con la agua de infusión de acero en los que los tienen negros; y que esta experiencia se hizo más de cien veces, así en hombres, como en brutos; añadiendo que queda la vista aún más clara que antes.

61. No omitiré aquí, que Aristóteles en el lib. 6. de la Historia de los Animales, cap. 5. dice, que si a los pollos tiernos de las golondrinas se les taladran los ojos, sanan y recobran perfectamente la vista. Más es lo que dice Plinio (lib. 11. cap. 37.) y por eso menos creíble, que así a las golondrinas, como a las culebras pequeñas, si les arrancan los ojos, vuelven a renacerles. Es verdad que sólo lo refiere como de oídas; pero en el mismo capítulo, absolutamente, y sin esa restricción, afirma que muchos hombres [298] recobraron la vista después de los veinte años de edad:

Post vigesimum annum multis restitutus est visus.

62. Últimamente, quitados todos los humores, y túnicas del ojo, a la reserva sola de la retina, como esta quede en su natural, y debida temperie, se puede restituir la vista, poniendo en la concavidad del ojo artificial que describe el Padre Dechales (lib. 1. Opticae, prop. 10.), pues este sirve del mismo modo que el natural para estampar en la retina las imágenes de los objetos; y estando toda la sensación, o acción vital de la vista en la retina (como es más probable, y común), como esta se conserve, se verá del mismo modo con el ojo artificial, que con el natural. Toda la dificultad está en que la temperie de la retina no se destruya de modo que quede inútil para la sensación. Véase el Padre Dechales en el lugar citado, y en la proposición 42 del mismo libro.

63. Vuelvo a decir, que en cuanto a esta Paradoja nada he puesto de mi casa; ni salgo por fiador de los experimentos citados arriba. Sólo advierto, que aun cuando con los medios puestos se pueda restituir naturalmente la vista a un ciego, no por eso dejan de ser milagrosas las curaciones de ciegos hechas por Christo Señor nuestro, y por otros Santos, pues en ellas no se usó de medio alguno natural, ni artificial.


{Feijoo, Teatro crítico universal, tomo segundo (1728). Texto según la edición de Madrid 1779 (por D. Joaquín Ibarra, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo segundo (nueva impresión, en la cual van puestas las adiciones del Suplemento en sus lugares), páginas 268-298.}