Filosofía en español 
Filosofía en español


En Valencia

(Valencia, 16 de noviembre de 1947.)


Trabajadores, camaradas: Para nosotros, la palabra es sólo un medio de entendernos, un auxiliar de la acción, nunca una disculpa para lucir el ingenio. Sólo queremos hablar para marcar una consigna o clavar una realidad. Por algo nuestra doctrina tiene un concepto recio y firme de la vida y de la muerte, de la justicia y de la Patria. No hemos venido a Valencia para ganar con promesas un alza de influencias en las multitudes trabajadoras, sino para afrontar realidades y decir cuatro verdades claras y enteras. Odiamos las captaciones engañosas y el artificioso formulismo de suavizar expresiones y desdibujar pensamientos, esa lacra social desaparecida, afortunadamente, con los explotadores de políticas baratas, que tan caras, por cierto, han costado a España. No somos políticos en la significación vulgar de la palabra; somos soldados de la Revolución Nacional, que desde las extremas vanguardias del frente social español venimos a pediros, con voz abierta y ruda, que salte de trinchera a trinchera, unos momentos de meditación. Ni más ni tampoco menos que unos momentos de meditación.

Sabéis que, decididos y tenaces, seguimos, a las órdenes de Franco, la senda gloriosa y dura que conduce a metas de liberación social. Pero entended también que no podrá haber cardos ni barrancadas en nuestro camino suficientes para frenar nuestra impaciencia ni nuestra inquietud. Y así vamos ganando pequeñas batallas a base de coraje y fe. Creo que en estos momentos debéis meditar sobre la conveniencia de prestar a nuestra lucha social una honrada y decidida colaboración que acelere el ritmo de nuestra marcha y refuerce nuestra línea de combate, batida por tantos enemigos que pretenden, con su habilidad maniobrera, retrasar en España la gran hora de la justicia. Porque suponemos que vuestra veteranía en las lides sociales ha adivinado ya que en estos instantes hay en España dos frentes irreductibles, que riñen entre sí una silenciosa batalla: el de la generación nueva, de los que fuimos a la guerra para rescatar una Patria y una justicia para todos los españoles, y otra generación, petrificada en la frialdad agria y triste del egoísmo sin ley, que nos dio entonces simpatías y alientos, creyendo que al flamear en las calles y en las sierras nuestras banderas quedarían afianzados sus intereses ilegítimos y sus privilegios injustos, porque estaban acostumbrados a que los símbolos gloriosos de la Patria protegiesen arcas de explotadores y forrasen libros de usureros. Pensaron en que nuestra victoria sería un banquete para la rebatiña de los vencedores. Y quedaron decepcionados, porque triunfó España, y todos los españoles tienen derecho a vivir su justicia y comer su pan. Vivirán su justicia y comerán su pan porque al partir para aquella gran aventura hemos jurado hacer un gran hogar de aquella Patria martirizada, y siguen en pie de guerra nuestros espíritus para que nadie nos pueda arrebatar la significación nacional y justiciera de la victoria, para que en la feria política no vuelvan a comerciar con el sudor y la sangre de los hijos de España cataduras sombrías de viejos tratantes, ni los mercaderes, que vinieron a refugiarse entre nosotros cuando estalló el primer petardo a la puerta de sus fábricas, en las que tantas veces, bajo jornales de hambre y jornadas agotadoras, agonizaban centenares de trabajadores; ni los empresarios de la revuelta, explotadores de la emoción rebelde de las multitudes esclavas; ni aquellas políticas inconfesables, a sueldo de poderes extraños, que alimentaron hogueras de odio de los oprimidos hasta el límite marcado por sus consignas tenebrosas, para organizar más tarde sádicas cacerías de hombres, que no pedían otra cosa que justicia y pan, como puede prepararse en la jungla indostánica la caza de tigres. ¡Cuántos gallardos hombres de España, estampas vivientes de la raza, enardecidos con promesas engañosas, mentidas por aquellos aventureros del crimen, vieron sucumbir su brava fiereza justiciera ametrallados por la guardia pretoriana de los nuevos Césares, a un tiempo embaucadores y verdugos!

Hay quien nos trata de extremistas porque gritamos ásperamente nuestros alertas, pero la verdad no tiene más que un camino y ya es hora de que se arrojen las caretas. España tiene pendiente desde hace muchos años su Revolución Nacional. Estamos cansados de engañosos y dilatorios proyectos encaminados a escamotear esa Revolución, y conocemos por dolorosa experiencia las revoluciones negativas que se degüellan a sí mismas a cuchilladas de represalia y de crimen, que ni aun satisfacen los tristes placeres de la venganza, porque de su mar de sangre y de luto, en el que perecen tantos inocentes, suelen salvarse los grandes culpables con ese buen velamen que tienen para las fugas las naves piratas. Esto lo aprendimos en dura lección porque el problema social señaló en España, con caracteres intensamente dramáticos, todo un período de varios lustros anteriores a nuestro Movimiento Nacional hasta llegar a comprometer la propia vida de la Patria. Las fuerzas productoras, en forcejeo sangriento, industrias paralizadas, atentados, levantamientos y represiones, Gobiernos aferrados a conveniencias y egoísmos partidistas, y un pueblo esclavizado en rebeldía estéril y perturbadora, impulsado por un ansia justa de transformación social, que no hallaba salida por los serenos cauces de la ley.

Así, desentendida de lo social, rodó la política española hasta el año 1936, sin otras conquistas sociales que modestos balbuceos exclusivamente en tres Instituciones: Retiro Obrero, Seguro de Accidentes y Maternidad. Sólo esto, a pesar de la fuerza indiscutible de poderosas organizaciones sindicales que, por hallarse en manos de políticos de profesión, mercaderes del motín, se desentendían de sus funciones sociales de protección al trabajador para perseguir únicamente el objetivo inconfesable de mantener un gran embalse de rebeldía latente que, en su momento oportuno, moviese las turbinas de una agitación política.

Franco, con clara visión, al hacerse cargo del Poder, advirtió desde el primer momento que aquel caos político y económico tenía su raíz en lo social, y que para remediarlo se hacía necesario imprimir nuevas directrices a aquel orden injusto, dando salida, por canalizaciones cristianas de justicia y amor, a esa corriente histórica de redención de los desheredados de la Patria. Y abandonando el fracasado orden anárquico de la propiedad radicalmente individualista, y rechazando el régimen de la propiedad aprisionada por la garra estatal de los imperialismos totalitarios, instauró uno nuevo bajo un sentido justo, libre y humano de la propiedad y del trabajo. En él todo hombre, empresario, técnico, obrero, por el mero hecho de ser hombre, centro y razón suprema del mundo, tiene un sagrado derecho al bienestar social, derecho que en todo momento le debe garantizar el Estado.

Un orden con propiedad individual, con libre iniciativa privada, bases del progreso de los pueblos y de la dignidad de los hombres, pero sometidas a una ley justa que regule ese amplio juego de las actividades económicas, antes al arbitrio del más fuerte, en las dramáticas luchas por el interés. Aquí el Estado no es el tiránico empresario de ciertas morbosas concepciones ni tampoco un espectador impasible ante las inhumanas luchas económicas, como en los antiguos órdenes decadentes. Es el mismo Estado clásico, definidor y garantizador del derecho, que ahora actúa también en el mundo laboral, antes desatendido por un falso concepto de la libertad económica que fue dogal de muchas opresiones y potro de muchos martirios.

De estos sencillos principios parte nuestra política social, que recoge todas las riquezas de la espléndida cantera española de nuestras rectas ordenaciones seculares, de nuestras leyes de Indias, de nuestra clásica organización gremial, de nuestra alma abierta y justiciera, que cuando el mundo rapaz y mercader tenía abandonados los grandes problemas humanos sabía ya vivir su inquietud. Y ahí está la obra social del Caudillo: defensa del económicamente débil, protección a la familia, amparo al enfermo, al anciano, al inválido, ayuda a los que arrastran la vida clavados en la cruz de la desesperanza. Justicia limpia de las Magistraturas de Trabajo. Nuevas Reglamentaciones laborales, que van rompiendo cadenas opresoras de un negro ayer; construcción de viviendas decorosas e higiénicas en las que las familias humildes pueden sentir bienestar en las vidas y alegría en las almas; entrega de la tierra a los que en las duras tareas de su cultivo ponen su cariño y su afán, haciendo descender la justicia sobre los que silenciosamente pusieron sus brazos al servicio de la Patria y proporcionaron el pan a sus hermanos. Creación de Escuelas de Formación que doten a los trabajadores del arma poderosa de una elevada capacitación profesional y técnica y abra al mismo tiempo su pensamiento al sereno estudio de todos los problemas que hoy agitan al mundo; porque Franco no quiere masas gregarias, embrutecidas y esclavizadas; Franco quiere muchedumbres conscientes, cerebros cultivados, libres y ágiles. Y se avanza a la protección total y a dignificar el trabajo transformando el salario, vil compra de hombres, en el justo dividendo que, como al capital y a la técnica, corresponde a la participación creadora de riqueza del esfuerzo del trabajador. Entonces, cuando esos tres elementos de la producción se hermanen en un mismo interés –la prosperidad de la unidad empresa significará su particular prosperidad–, se lograrán los más altos rendimientos en el trabajo, superación productora, elevados exponentes de nivel económico en los hogares, alegría en las vidas y solidaridad en los hombres.

Este panorama social de hermandad y compenetración señala el mejor camino para que toda esa codicia insaciable, germen del rencor, toda esa lacra de egoísmo individual, de clase y de partido, que escinde las Patrias, se entierre definitivamente entre el desprecio de los hombres honrados. Y así vislumbramos que comienza a perfilarse en el mundo económico, bordeado hasta ahora de abismos de injusticia y vértigos de incomprensión, una gran fuerza consciente de sus altos destinos históricos, bajo nobles ideales del espíritu, que constituyen el secreto de las grandes empresas sociales victoriosas.

Quizá entiendan algunos como tozuda machaconería esta insistencia en apreciar la cuestión social como eje, centro del problema español; pero ¿es que están tan cerrados sus ojos que no ven la urgente necesidad de que la opulencia y la miseria dejen de mirarse amenazadoras, cara a cara, en trágica guardia de duelo a muerte? Y hoy ya nadie cree en políticas engañosas. Porque con todos los disfraces, con todas las argucias tácticas, con todos los inteligentes rodeos que se quiera, en este momento histórico no hay más que dos ideas en la mente de los hombres: revolución o contrarrevolución. La contrarrevolución, que ningún cerebro medianamente equilibrado se atreve a defender, mantendría el choque eterno entre el privilegio y el hambre. Y la renovación revolucionaria no puede tener más que dos signos: el Cristiano, una revolución social y económica de sentidos nacionales, fundada en la justicia, jurada sobre los Evangelios de Cristo y obediente a sus leyes de amor, o la tiranía de un totalitarismo despótico, en el que manos ensangrentadas de verdugos conviertan a los pueblos y a los hombres en carne de explotación y de martirio, y quemen en hogueras satánicas veinte siglos de civilización y de fe. Y en esto no caben términos medios, porque las rebeldías incontroladas, de las que han vivido hasta aquí unas docenas de bergantes a cuenta de la emoción morbosa de masas extraviadas o mordidas por hambres y rencores, son reacciones episódicas, que desaparecen como un meteoro bajo la espada de un capitán afortunado o la garra implacable de un déspota. Por otro lado, las habilidades y las dilaciones, el pretender detener el avance de las agujas en el gran reloj de la justicia, ya sabemos los españoles por reciente experiencia en qué terminan: enterrando en las trincheras media generación de soldados para enmendar las torpezas o las venalidades de media docena de políticos.

Esta verdad clara y hosca es la que centra nuestra inquietud y mueve nuestro afán. Es necesario luchar por la implantación de un orden de justicia y de amor que encarne en su alma y en sus Instituciones el sentido espiritual de la vida, el sentido cristiano de la justicia y el sentido nacional de la Patria.

Pero al mismo tiempo que luchamos sin descanso por alcanzar tan luminosas metas, tenemos que enfrentarnos con el problema que la dura realidad de cada día nos presenta y que hay que afrontar con decisión. Ahora nos hallamos ante el juego dislocado de precios y jornales y márgenes útiles, el desequilibrio entre la producción y el consumo, las trágicas repercusiones de una guerra pasada y dos postguerras difíciles, y todo esto sin posibilidades de intercambio con un mundo en llamas, dolor y miseria.

Al enfrentamos con ese ciclón de circunstancias adversas que llevan a los hogares humildes la penuria y la estrechez, cuando no la desesperación, aunque como sistema no nos gusta esa solución, fuimos al aumento de jornales, porque en los excepcionales trances en que se ventilan supremos valores humanos no puede aplicarse la frialdad rígida de las leyes económicas, y la defensa de las familias trabajadoras, huérfanas siempre hasta aquí de Patria y de justicia, constituye para nosotros un sagrado compromiso de honor, de mandato y de doctrina.

Ya sabemos que en situaciones normales el abaratamiento de la vida, antes que la elevación de ingresos, es la base de la prosperidad económica de un hogar; pero cuando el coste desorbitado de las subsistencias hace imposible la vida de las economías débiles, un imperativo de conciencia marca un solo rumbo: acudir sin vacilaciones al remedio más rápido y más eficaz. Y aquí nadie se atreverá a sostener que la subida de precios obedece al alza de salarios, puesto que ésta es siempre consecuencia de aquélla y constituye una medida defensiva contra la realidad despiadada. Pero en este clima de materialismo que nos rodea, en el cual los tantos por ciento han de marcarse ansiosamente como exponentes de una base que es el capital invertido, en el que para muchos el aspa sacrosanta de la Cruz de nuestra redención no representa otra cosa que el signo más de sus cuentas corrientes, hay quien ante la aplicación de aquella medida, que no arruina empresa aunque disminuya ganancias, protesta con voz de insolidaridad y de pasión. Olvidan que en los momentos graves todos debemos llevar a cuestas la cruz del sacrificio y que en esta crisis transitoria, pero ruda, por que atravesamos y atraviesa el mundo, con el fatídico espectro del hambre a la puerta de hogares de españoles hermanos nuestros, con el pan racionado y racionada la alegría, es justo y es cristiano adoptar una norma salvadora de los humildes, aunque sufran reducción algunos dividendos capitalistas, que deben estar subordinados en todo momento a la ley de la justicia, a la ley de la Patria y a la ley de Dios.

Esto lo decimos nosotros precisamente porque no somos clasistas, porque buscamos la hermandad de todos los españoles, porque queremos que haya propiedad, pero una propiedad al servicio de la prosperidad colectiva; un orden, pero un orden de justicia implacable para todos los españoles; una paz social, pero la verdad de una paz, porque no toleraremos paces turbias, acechadas por la intriga de los aprovechados, la codicia de los ambiciosos ni la cobardía de los pusilánimes. Lo decimos nosotros, que sentimos la Religión, la Patria y la Familia. La Familia hasta las más supremas renunciaciones, la Patria hasta la inmolación y la Religión hasta el martirio; todo a lo español, que es ímpetu y pasión, coraje y fe, porque en España hasta el más rudo bracero sabe mucho de la justicia y del honor, de la vida y de la muerte, y en el recio solar de nuestra Patria tanto entiende de gestos próceres un Conde de Benavente, que quemó su hogar porque alojó a un traidor, como la dorada medianía de Pedro Crespo o el humilde linaje de un hijo del pueblo que pudo ser piquero en San Quintín, capitán en Flandes, héroe en Cascorro y bronce de epopeya en cualquier barranquera sin nombre. Pero no se puede pedir que ame a la Patria al que en su seno arrastra una vida de esclavo, ni que bendiga la mesa el que entretiene sus hambres bajo un cielo inhóspito sobre el frío pedrusco de un desmonte. Porque Dios castiga, y cuando se le confiesa con los labios y se predican sus mandamientos y se quiere amansar con sus palabras divinas a las muchedumbres, pero se le niega en las obras y se le niega en el corazón y se le niega en la vida, Dios permite que esas muchedumbres se descristianicen, se cieguen en la pasión de bárbaras doctrinas y se encrespen en olas rojas de destrucción sobre las Patrias. Y es que al hablar del espíritu hemos de atender al cuerpo, porque los hombres tenemos que dar de comer a los hambrientos si queremos que nos crean sinceros defensores de la doctrina que lo manda. Y aquí ya no caben confusionismos, aquí ya no se pueden parapetar detrás de ideas grandes intenciones pequeñas, porque somos nosotros, que llevamos la Cruz en nuestras armaduras y debajo de nuestras armaduras, los que levantamos como un símbolo de justicia martillos rojos en nuestros emblemas sindicalistas. Ya no cabe que en tergiversaciones habilidosas se abran falsos banderines para el alistamiento de los cándidos. La política, la otra política, la que no es capaz de entender este lenguaje nuevo de una generación abrasada por su culpa con el fuego de sus hermanos, la que todavía ve debatirse a sus mentecatos figurones en el pataleo de una agonía ridícula, la que sueña con el retorno de los partidos, no puede volver si no se borra antes de la memoria de los ciudadanos honrados la vergonzosa conducta de los bergantes que dueños un día de la Patria para convertirla en carne de guerra, de servidumbre y de martirio, inmolaron en su furia infrahumana a muchos millares de desgraciados, mientras besaban sumisos la garra opresora de las grandes plutocracias omnipotentes.

Nosotros aspiramos a una comunidad nacional en la que un sentido de solidaridad apretada y ferviente ensamble los espíritus; en la que no sea tolerado el ocio de capitales, brazos ni inteligencias; en la que todos por igual soporten el peso de las duras jornadas de la Patria y la riqueza creada con el común esfuerzo sea repartida justamente entre hermanos y no arrancada a dentelladas por unos cuantos chacales. En nuestro mundo económico, como decíamos antes, existirá la libertad, la propiedad individual, la iniciativa privada, como consagración de la dignidad de los hombres y acicate para el progreso de los pueblos, pero sometidas al imperio inexorable de la ley. Hasta aquí las legislaciones, tan detallistas para calibrar al milímetro bajo férreas sanciones derechos y deberes en todas las esferas de las relaciones humanas, se inhibían alegremente en el orden laboral, que quedaba virtualmente entregado al ansia de rapiña del más fuerte. Bien que se abra el presidio para el que hiere a un hombre, aunque sea en un arrebato de pasión; pero el que con premeditada codicia bandolera explota a cientos de familias, llevándolas a la miseria y a la desesperación, no debe ser considerado como un respetable ciudadano al que sólo puede alcanzar la ira de algunos hombres honrados y la ira de Dios.

No intentamos martirizar el libre juego económico, campo fecundo para que los avanzados de la iniciativa, los talentos del genio industrial y los ágiles espíritus del riesgo abran nuevos caminos luminosos de progreso y bienestar social. Pero el mundo laboral no puede convertirse en un turbulento estadio de lucha libre sin árbitros ni ley. Tampoco puede admitirse que el capital sea el único beneficiado y el único rector. Los técnicos y los trabajadores deben tener en la Empresa la participación digna y justa que les corresponde por su calidad humana y por su intervención creadora en el concierto laboral. Lo reclaman imperativos de justicia y hasta conveniencias de orden económico.

Esto quizá no quieran admitirlo ciertas mentalidades que entienden extremismo la justicia y llaman demagogia a la verdad. Si Cristo, la eterna verdad y la suprema justicia, fue calumniado siempre por los fariseos, no debe sorprendernos que también ahora afilen contra nuestra verdad las saetas de sus lenguas rabínicas en el muro de las lamentaciones, bajo las últimas lumbres del ocaso de un mundo injusto, próximo a morir. Pero la cuestión social no es sólo una cuestión económica. Nosotros no podemos contentarnos con instaurar un nuevo orden en la economía, sino que también debe instaurarse un nuevo orden en la sociedad. Es necesario barrer, entre otras cosas, ese irritante estigma de inferioridad que señala al trabajo manual el régimen brutalmente materialista en que el oro, mejor o peor adquirido, es por sí solo prestigio, categoría y honor. Es degradante para una sociedad el que se preste más consideración a cualquier campanudo logrero sin conciencia, a cualquier mequetrefe que a cuenta del esfuerzo de todos exhibe por las calles la frívola banalidad de su vida vacía, que a españoles laboriosos y honrados que con el patriotismo práctico de la eficacia entregan su existencia a la prosperidad nacional desde las trágicas acrobacias de un andamio, regando la tierra con el sudor de sus calcinadas frentes, entre el aliento infernal de un convertidor, en la penumbra hostil de una galería, bajo el acecho traidor de la dinamita y el grisú. Tienen que borrarse muchos convencionalismos sublevantes grabados en la carcomida entraña de este mundo cruel; es imprescindible entronizar nuevos sentidos justos en la estimación de las categorías sociales, catalogados por su mayor grado de honradez, de laboriosidad, de inteligencia y de patriotismo. No somos clasistas, y por eso nos indignan esas injusticias. En nuestra doctrina, el patrono y el obrero son iguales ante la ley cuando juegan intereses legítimos; nos merece la misma estimación el capital afanoso y justo que los brazos leales y prontos a servir a la prosperidad colectiva, y si sabemos sentir toda la grandeza que encierra el tender la mano a los que sufren, también sabemos estrecharla noblemente a los que mitigan los sufrimientos, que no conocen la idolatría bastarda de los intereses mezquinos y armonizan su legítimo interés con el de los hombres a los que les unió el destino en comunes tareas y con el interés supremo de la Patria de todos. Estos son los llamados a deshacer, a pulverizar la gran maniobra mantenida por la sordidez de los ambiciosos sin entrañas que quieren que haya martirio de oprimidos para vivir de su rencor. Nosotros queremos que la íntima satisfacción del deber cumplido lleve a las almas alegría y bienestar a la Patria.

Por esto luchamos; ésta es nuestra brega, a las órdenes del Caudillo, con la dura realidad de cada día, firmes y vigilantes en nuestra nueva barricada española contra todos los obstáculos, contra todas las maniobras enemigas, contra todos los que quieren abrir campos de odio y levantar barreras de incomprensión, contra los que por su vida de mercaderes sin conciencia dibujan en sus labios una sonrisa diabólica ante el esfuerzo de los hombres de acción, con la que pretenden disimular su falta de generosidad para entregarse plenamente a empresas de hombres; contra los que, dominados por bajas pasiones, pierden la noción del bien y del mal y llegan a creer que lo que les enriquece es lo conveniente y lo que lo impide lo perjudicial, sin darse cuenta de que su monstruosa ambición los incapacita para dirigir la mirada por los serenos caminos de la justicia; contra los que en su infame egoísmo sólo piensan en satisfacer sus concupiscencias bajo la cínica máxima de «después de mí, el diluvio». Contra todo ese mundo abyecto necesitamos una formación cerrada de todos los buenos españoles en pie, si queremos que se abra el ventanal fulgente de un nuevo amanecer de la Patria. Porque cuando los nuestros, los nuestros, están sintiendo en sus carnes las crueles mordeduras del riesgo y de la estrechez, no podemos permitir nosotros, como españoles, ciertas posturas con las que parece que se quiere escupir a la cara de los que sufren el «qué se me da a mí de vuestras privaciones».

Nosotros con Franco sabremos cortar a cercén su zarpa pirata, lo mismo si se ocultan en trastiendas inmundas que en salones dorados. Unidos en apretado haz, con ímpetu y fe, ganaremos esa batalla y lograremos una potente Organización Sindical, firme garantía de ventajas presentes y triunfos futuros en el campo económico y fuerza incontrastable que en el orden moral eleve en la medida que exige la alta misión que cumplimos en la Patria, nuestra personalidad individual y colectiva, como trabajadores y como ciudadanos. Y así, con vuestra ayuda sabremos oponer a los egoísmos el sacrificio, a los odios la hermandad, a la opulencia holgazana la ley del trabajo creador, al despotismo de los fuertes la redención de los humildes, al bisbiseo farisaico de los especuladores sin conciencia el clamor vibrante de nuestra verdad, al desplante de los apaches internacionales nuestra ira española, con Franco, en indomable fe.

Y termino mis palabras de hoy. Sólo os pido que silenciosa, que serenamente las meditéis. Muchos hombres, abiertos los ojos a la verdad de nuestra justicia, encarnada en obras, ímpetu y pasión, han visto disipada la pesada neblina que en tiempos tristes para todos enturbió sus corazones. Con ellos y con los que noblemente quieran formar con nosotros en estas nuevas trincheras de la Patria y de la justicia, seguiremos clavando día a día nuestra bandera de la Revolución un poco más allá, en esa promesa caliente de la tierra de nadie.

Y nada más, sino que en esa ruta emprendida quedan a nuestra nave muchas singladuras antes de arribar a ese soñado puerto de la justicia y de la luz, hasta que su quilla reciba la caricia de sus ondas dóciles y puedan beber nuestros ojos el rebrillar esmeralda de sus aguas tranquilas; pero nuestra alma arde en coraje y fe y tenemos un Caudillo, bravo Capitán para esquivar resacas, correr galernas y abatir corsarios.

Trabajadores: Por la Patria y por la Revolución, ¡Viva Franco! ¡Arriba España!

 
(Valencia, 16 de noviembre de 1947.)