Discurso a la Vieja Guardia de Castilla
(Teatro Calderón, de Valladolid, 4 de marzo de 1947.)
Ante los representantes de la Vieja Guardia de Castilla
Camaradas: Desde este histórico lugar nos dirigimos a todas nuestras bravas legiones de la guerra, a todas las Viejas Guardias de la Revolución, a todas las Banderas de Camisas Azules de Castilla.
De todos los temas que podemos elegir para nuestras palabras vamos a preferir a sabiendas el más espinoso y el más desagradable. Porque cultivar el sentimentalismo de los espíritus, establecer una comunidad de pensamiento con evocaciones del ayer ante quienes fueron nuestros compañeros de armas en las esquinas de las calles y de las trincheras, es un sistema de descansar de la lucha, una tentación para evadirse de realidades difíciles por la cuesta abajo de la nostalgia. Gritar una arenga ardiente de combate puede reavivar, sólo como en una ráfaga pasajera, el fuego y el coraje de cada hombre. Examinar exclusivamente los perfiles atrayentes del hoy, la efectividad de nuestra fuerza, la verdad –en conjunto, indiscutible– de nuestras virtudes, la profundidad de nuestros avances, exponen al gran riesgo de los optimismos fáciles y de las confianzas. Pero buscar con resuelta escrupulosidad la dificultad, el defecto y la amargura, prefiriendo el exceso en la dureza que en la tolerancia, si es el peor camino de la amenidad es el mejor norte de la eficacia. Por eso aquí, trece años después de aquel 4 de marzo, formados en disciplina de campamento, nos sobra la palabrería de hablar por hablar y nos obliga el servicio de hablar para hacer, de arañar en nuestros perfiles defectuosos, porque limar en la caricatura es el sistema más radical de mejorar en la realidad. Esto, camaradas, no es un discurso; esto intenta ser una voz de alerta para despertar a algunos de un sueño peligroso que está durando demasiado y hacerles avanzar hacia el verdadero objetivo. Pero avanzar, no mirarlo y remirarlo inmóviles. Entendidas así las cosas, comprenderéis que no vamos a andar con muchas delicadezas, vueltas ni rodeos para no herir y para no desagradar, porque todas esas untuosas amabilidades diplomáticas, que terminarían por hacer de la Falange un sarao de damiselas, son repugnantes entre hombres; y esos eufemismos y esos miedos a dejar al desnudo claramente nuestros defectos, tienen mucha culpa de que estemos tardando tanto en corregirlos.
Al hacer esta especie de examen de conciencia no vamos a empezar incurriendo en uno de los primeros pecados. La Falange actual, a pesar de las apasionadas comparaciones que hacemos a veces, no es la negación de todas las virtudes. Tiene mucha más fuerza y muchas más virtudes, no sólo de las que nuestros enemigos dicen, sino de las que nosotros mismos imaginamos; encuadra a los hombres más sanos de la Patria, y desde luego no ha existido jamás en nuestro país una organización de tipo político con la que pueda admitir comparaciones. Los defectos no están en la calidad de la materia prima, sino en su desaprovechamiento. Quede esto bien sentado y no empecemos con los apasionamientos y con las exageraciones.
Nos interesa comenzar por un hecho cierto, por una verdad que está en la inteligencia y en el corazón de algunos de nuestros camaradas de la Vieja Guardia y de la guerra.
Un sentimiento extraordinariamente peligroso
Ha hecho presa en nosotros un sentimiento extraordinariamente peligroso de amargura, de desencanto, de rebeldía imprecisa, mezcla de desánimo y de indisciplina. Hay camaradas que son por definición descontentos contra todo, que o se retiran de la brecha, al margen de toda actividad, o encauzan todas sus energías en la negación de los ataques sistemáticos. No están conformes con nada ni con nadie; la vida para ellos es la pugna de una comparación permanente entre un ideal personal y una realidad absolutamente enemiga, no tanto porque no sea la falangista como porque no es la suya. Este es un hecho cierto, que quienes vivimos intensamente la vida de la Falange más allá de las esferas oficiales, podemos observar cada día.
Acaso alguno tache de demasiado teórica esta preocupación por auscultar sentimientos; pero en un Movimiento del espíritu como el nuestro, el desprecio de matices tan esenciales es torpe táctica de avestruz, aparte de que en cualquier ejército el primer deber de los mandos es el cuidado de la moral de sus hombres. Pero es que este sentimiento tiene además una serie de manifestaciones externas que frenan extraordinariamente la eficacia y el prestigio de nuestros cuadros en la desgana, en la insolidaridad. Y como en la vida el primer paso para corregir los defectos es conocer las causas, no vamos a perder más tiempo en perfilar un hecho que conocemos todos bastante bien, pero sobre cuyos porqués acaso discurrimos muy apasionadamente a nuestro favor.
Porque hace falta decir claro de una vez que todo ese complejo que entendemos como honrosa reacción natural contra los que hieren la pureza de nuestro idealismo, obedece a causas mucho menos generosas. Nace de dentro afuera y no al revés, y somos nosotros mismos los que tenemos la culpa de nuestra desilusión. Buscamos justificación a nuestras actitudes en motivos demasiado grandes, cuando la verdadera razón no nos atrevemos a exponerla porque la sabemos demasiado pequeña. Porque la etapa actual de la lucha no es desalentadora para un falangista que haya visto claro en los objetivos de su fe. Nosotros tenemos unos puntos doctrinales, y hacerlos realidad en la Patria es el objeto de nuestro combate, si es que ahora no hemos cambiado de opinión. ¿En algún momento de nuestra historia hemos estado más cerca de lograrlo? No hablamos del camino que nos falta ni desconocemos la distancia que nos separa del final, pero creemos que quien de buena fe quiera hacer comparaciones entre fechas, tiene que admitir que si todavía son pocas las consignas que se van cumpliendo y es imperfecta la forma en que se cumplen, nadie puede preferir a la línea actual que mantenemos ninguna de las anteriores, si no es que le interesa retroceder. Andamos buscando la medida de nuestra eficacia en una serie de matices y apreciaciones oscuras y subjetivas, cuando tenemos muy clara la situación en el terreno de los hechos, que es el que debiera interesamos y el único susceptible de interesar a hombres que nos ayuden.
Ahora no se vende la Patria
Los puntos de la Falange pueden dividirse en órdenes concretas y órdenes doctrinales. Las segundas están servidas, porque cuando se dice que creemos en la suprema realidad de España o que es una unidad de destino en lo universal, no cabe más que dar esa consigna a la nación como meta doctrinal por el propio Jefe del Estado, por el Gobierno y por todas las jerarquías de la Patria. Y hoy, en España, esto es una realidad. Suponemos que teóricamente o no, ningún falangista puede preferir desde este punto de vista la época en que desde el Poder se estaba vendiendo a la Patria, desde la calle los partidos oficiales gritaban la consigna antinacional y desde la oposición los partidos liberales, pseudonacionales, jugaban a la política pequeña de los intereses.
Pero en los puntos de la Falange hay órdenes concretas que sirven estas concepciones teóricas; y es precisamente examinando la medida en que han sido cumplidas o incumplidas como se puede fijar exactamente la situación. Por olvidar este sistema elemental de orientación y jugar exclusivamente con determinantes abstractos de estilos y de sentidos es precisamente por lo que tantos hombres ni saben lo que quieren, ni saben dónde están, ni tienen conciencia de lo que es avance o retroceso. Los objetivos se desdibujan, se multiplican por el número de los hombres y en la Falange no puede haber más que unos mismos para todos los que formamos en ella.
Lo que se ha cumplido: Ejercito, Sindicato, legislación social
El punto cuarto es orden concreta: Nuestras fuerzas armadas habrán de ser tan capaces y numerosas como sea preciso para asegurar nuestra independencia y nuestra jerarquía. He aquí un objetivo esencial para un español, que muy pocos se detienen a examinar. Estamos hablando con toda la crudeza que creemos necesaria, pero estamos hablando a camaradas nuestros; suponemos, por lo tanto, en ellos –exigimos de ellos– una absoluta buena fe para discurrir y una franqueza plena en cada apreciación. El estado actual de nuestras fuerzas armadas, ¿puede ser motivo de desaliento por lo que represente de incumplimiento del punto cuarto? Creo que todos estáis conmigo en que es todo lo contrario, porque jamás ha tenido la Patria, desde que vivimos nosotros, un Ejército más fuerte, más disciplinado, con mayor selección de mandos y con tan magnífica materia prima de soldados ex combatientes, veteranos de una guerra muy dura. No creemos que desde el punto de vista español nadie pueda añorar nuestras primeras épocas, en que desde el Poder se desmembraba al Ejército, en los cuarteles se sembraba la indisciplina y se nos desprestigiaba en el exterior con mansas renuncias a la guerra. He aquí un objetivo de los más esenciales, a cuya conquista plena, dentro de nuestras posibilidades, nadie parece conceder importancia. De él podemos extraer la mejor prueba de nuestras desviaciones enfermizas e ineficaces. Porque no buscamos como justificación de nuestra amargura o motivo de nuestra alegría el cumplimiento de la orden fuerzas armadas poderosas, sino que de espaldas a esto, que es lo esencial, andamos hurgando en cominerías accidentales: de que si un sargento saludó o dejó de saludar brazo en alto, o de si nos pareció que un General estuvo o dejó de estar afectuoso con nosotros.
El punto 9 marca otra orden: Organizaremos corporativamente la sociedad española mediante un sistema de Sindicatos verticales. Y también aquí, si no está cumplida la consigna se está luchando para conseguirla. Se están perfilando los resortes que han de imponer la disciplina económica con sujeción a nuestras directrices. En plena anormalidad, con todas las dificultades de dos guerras pasadas y de dos postguerras difíciles, no intentamos convencer a nadie de que hayan sido logradas nuestras metas sindicales; intentamos exclusivamente comparar situaciones, y afirmamos que si no estamos todavía nada cerca, estamos menos lejos que nunca.
Punto 16: otra orden. Mientras se llega a la nueva estructura social mantendremos e intensificaremos las ventajas sociales vigentes. Consigna cumplida en la medida de las posibilidades y comprobable sin más trabajo que comparar legislaciones. En la protección social no se nos ha puesto otro tope que las dificultades actuales derivadas de la situación delicada de nuestra economía. En esto podemos hablar con más conocimiento de causa que muchos, y advertimos que los pensamientos más revolucionarios han sido aceptados siempre como concepción, y que los altos mandos de la Nación, lejos de frenar, hostigan para ir más adelante. En esto, como en muchas cosas, depende de nuestra capacidad y de nuestra decisión la celeridad de la marcha, y si estamos descontentos de ella sólo podemos culparnos a nosotros mismos?
Nuestras formaciones del Frente de Juventudes. La Falange de la mujer española. Auxilio Social
El punto 22 tiene un párrafo de extraordinaria importancia para los que hayan meditado sobre los elementos eficaces de la victoria: Es misión del Estado instalar en el alma de las futuras generaciones el orgullo y la alegría de la Patria. Se entiende la Patria Una, Grande y Libre. Nuestras formaciones del Frente de Juventudes sirven esta consigna. En todos los rincones de España se está educando a nuestra manera una nueva generación, que nos da una garantía de continuidad, la seguridad de no edificar en el aire, de que cuando seamos ya inútiles para la lucha, una vanguardia nueva avanzará por nosotros contra toda la blandenguería engendradora de jovencitos cobardes, contra toda la carroña enviciada de los adolescentes enfermizos.
Las formaciones de nuestro Frente de Juventudes, uno de los Servicios mejor llevados, marcando el paso como una advertencia y como una esperanza, encarnan la vieja vena española y cristiana; muchachos sanos y fuertes de cuerpo y de corazón, educados en la disciplina y en el amor de su Patria, animan nuestra lucha con la emocionante gallardía de sus desfiles. Nuestra empresa tiene una firmeza de futuro que no debemos cambiar por aquellas otras etapas inquietas, en las que sólo podíamos asentar nuestra conciencia de victoria en una fe pura, desprendida de todo razonamiento. Ahí está, contra todas las hábiles ironías de los otros y contra todas las torpes conjuraciones del silencio de los nuestros, la obra de Auxilio Social, salpicando la Patria con la alegría española de sus Hogares. Ahí está viva en el último rincón de España una obra llevada a cabo entre las mayores dificultades que en las situaciones más favorables ningún régimen viejo fue capaz ni siquiera de concebir. Miles de criaturas recogidas del arroyo –carne de presidio y de lupanar–, cultivando las rosas de sus jardines infantiles, en una emocionante redención de sus espíritus, aprendiendo a levantar sus brazos para saludar a las banderas de la Patria y a juntar sus manos de rodillas para rezarle a Dios.
Ahí está la Escuela de Mandos de la Sección Femenina, como un verdadero templo donde se mantiene, entre los mismos muros y ante los mismos símbolos, el espíritu falangista de la reina Isabel. Con tantas maravillas de organización, con tanta pretensión de querer asombrar con colosalismos, no tiene el mundo una Escuela donde se viva un misticismo divino y humano tan hondo como el de nuestras camaradas. De allí han de salir quienes manden las formaciones de nuestra quinta columna: la del hogar. Todos nuestros sentidos raciales permanentes, contra la podredumbre y la mentira de las mezquindades y de las hipocresías, están allí, presididos por cruces y banderas. Contra toda esa frivolidad elegante de los devocionarios de piel de Rusia, contra toda esa piedad insincera que tiene minutos de reclinatorio y horas de bar americano, nuestras camaradas quieren hacer mujeres españolas de hogar, que rezan de verdad en bancos de madera, a la antigua en la fe, en las costumbres y en el amor, y a la moderna en los sentidos heroicos y generosos de la Patria. Pero ninguna de estas realidades esenciales preocupan demasiado, ni se toman en cuenta a la hora de justificar una actitud, a la hora de crearse cada uno su propia composición de lugar sobre la verdadera situación de la unidad en que formamos.
No hay motivo para el desaliento
Hemos querido demostrar que no se justifica este estado de ánimo que existe en algunos por la consideración de la inutilidad de lucha. No hay motivo real para el desaliento; y el que estemos todavía tan lejos de nuestros objetivos, pero avanzando hacia ellos, sólo puede ser para un buen soldado un acicate que redoble su brío, su disciplina y su moral.
Hemos elegido, para abreviar, sólo unos cuantos puntos, por cierto extraordinariamente esenciales. Fortaleza de la Patria, organización económica, protección social y educación de las generaciones nuevas; y habréis observado que toda esa disconformidad y toda esta amargura no se manifiestan casi nunca sobre estas cuestiones primordiales y concretas. No se fundamenta la desesperación en que no tengamos todavía dos docenas de acorazados o en que el salario no cubra con holgura las necesidades del trabajador. Se critica casi en absoluto a las personas, se agrandan los detalles, se sacan a relucir historias, se hace la política de las cosas pequeñas o se ataca todo, sin concretar. Es lo abstracto o lo negativo el tema de todas las manifestaciones. Nadie se preocupa de saber lo que gana o lo que debe ganar un bracero, pero todos se saben con pelos y señales los detalles más íntimos de las vidas de los demás. Nada de iniciativa, de ayudas positivas para mejorar las cosas. Y siempre el motivo personal.
«¡No se hace la revolución! Siempre lo abstracto.» Como si la revolución pudiera hacerse una buena mañana en el Boletín Oficial. Creemos que no hacen falta más comentarios. Porque que vivamos la etapa más penosa de la revolución; que en esta lucha sin gloria sea más difícil mantener la vieja tensión de las escuadras; que los nuevos colaboradores necesarios hayan hecho descender la temperatura primitiva; que nos tiente la ambición de dinero y de Poder; que haya pasado el desinterés de los veinte años y pensemos más en vivir para nosotros que en morir por la idea, puede explicar algo en la Falange, pero no justifica nada en las individualidades que presumen de selectas, porque su razón de existir es precisamente la de constituir un refugio de la perfección falangista; la de que cada uno conserve el perfil de los viejos días que toda la organización actual, por muchas razones, es difícil que alcance. Conservar la solera; servir de ideal; hacer de vanguardia en la calidad espiritual y en la eficacia del servicio. Y esto no se practica. Porque con tanta intransigencia teórica, con tanta preocupación de estilo, somos los menos eficaces, los que hablamos más y hacemos menos. Pero con ser muy graves estos defectos, hay sobre todos uno: la desviación de los verdaderos objetivos de la lucha. La guerra no la habíamos entendido como un paréntesis obligado en nuestras actividades anteriores, sino como un final, y ésta es la gran equivocación. Para muchos, la victoria ha sido una fórmula milagrosa, que sin ningún trabajo más que el de las armas nos iba a dar las masas trabajadoras ganadas; los españoles todos, incorporados a nuestra fe; los organismos nacionalsindicalistas, en perfecto funcionamiento; la Patria, libre, y la revolución hecha. La victoria definitiva de la Falange. Y no hay nada de esto, ni puede haberlo, camaradas. Toda la campaña de agitación proselitista que hacíamos ayer es hoy más necesaria que nunca. Toda la preocupación de José Antonio, de Onésimo, de Ramiro y de Ruiz de Alda por el encuadramiento de las masas obreras y campesinas debe estar presente para nosotros. Todas las ofensivas para ganar hombres que nos ayuden a hacer lo que no está hecho tienen que tener para la Falange de hoy la misma importancia decisiva que para la Falange de ayer. Empiezan a ser otra vez los núcleos urbanos los que nos mandan, los que nos deciden, los que absorben nuestra atención, los centros de la política para nosotros. Y en la revolución de las leyes, como en la revolución violenta, camaradas, hay que ganar el exterior, hay que ganar la calle. La experiencia nos dice que en los levantamientos para dominar una ciudad, encerrarse en los edificios sólo puede conducimos a sucumbir con gloria. Hay que hacerse dueños de las calles, hay que hacerse dueños de los campos.
Disciplina: secreto de todas las victorias
Lo contrario es una actitud muy peligrosa, que tampoco tiene su móvil en nuestra decantada perfección falangista, sino en una falta de sentido revolucionario.
Era necesario extenderse un poco para detallar el ambiente y sus causas; pero van a ser breves y lacónicas las palabras, ahora que se trata de fijar los remedios, de establecer la táctica necesaria en la lucha presente, para que se clave bien en vosotros cada una de nuestras viejas consignas. Los remedios son primitivos. No nos cansaremos de repetir esta palabra: disciplina, secreto de todas las victorias. Dura, tajante, como de fuerza de choque en plena acción. Sois los escuadristas los que debéis desearla, pero sois los jefes los que tenéis que imponerla. La orden escueta, sin explicaciones. Afuera toda esa blandenguería contemporizadora de diputados en elecciones, toda esa política de granjearse simpatías y apoyos con tolerancias y amabilidades. Imponer la disciplina a rajatabla. La murmuración y la crítica son faltas gravísimas a la disciplina, que hay que castigar con máximo rigor.
Unidad. Todo propugnador de un personalismo o todo impugnador de una jefatura es un traidor. No puede haber otra reacción frente a él que la que merece quien pisotea nuestra bandera. Aquí no hay más que un Jefe único: el Caudillo; y un fanatismo: el de la Patria.
La Falange no es un asilo. Verdadero concepto de la camaradería
Camaradería. Nada de entender la Falange como nuestro asilo, como solución económica de buenos camaradas incapaces, como refugio de vagos o como oficina contra el paro de los nuestros. Protegedlos para lograr dos objetivos: situarse en sus profesiones y en su vida y tener una red de hombres nuestros en todos los sectores de la actividad nacional. Repartir nuestra propia prosperidad con nuestros camaradas, es un heroísmo; no protegerles en sus dificultades y no ayudarles para que las resuelvan, es ser mal camarada; pero resolver cómodamente el problema a costa del prestigio y de la eficacia de la Falange, es ser desleal para con ella.
Hay que cumplir las consignas olvidadas
El cumplimiento de estas tres consignas, tan sabidas y tan olvidadas, basta para multiplicar la potencialidad de nuestras escuadras y la fuerza de su moral. Sirviendo sus órdenes, lograremos una unidad más sólida; pero todavía nos hace falta más. En ningún combate la calidad de los combatientes decide exclusivamente la victoria. Juega la ciencia de disponerlos sobre el terreno, de conducirlos –aprovechando en la mejor forma las circunstancias– hacia las metas necesarias; hace falta la táctica. La táctica noble y resuelta de guerra, se entiende.
Hay muchos a quienes asusta esta palabra, porque la entienden como sinuosidad, como sinónimo de rodeo, de transigencia. Muchos para quienes el verdadero estilo consiste en estrellarse contra el obstáculo y no en aniquilar al que se oculta detrás. Todas las revoluciones que han triunfado en el mundo han contado en sus cuadros con este tipo de revolucionarios cándidos, inocentes aliados de enemigos más expertos, que con frecuencia los cultivan, pero han sabido desplazarlos a tiempo. Porque contra todos estos ingenuos trucos de galería, la táctica es esencial hasta en la suprema violencia que es la guerra. Y la táctica de hoy, en muchos órdenes, es la misma que se nos ordenó seguir ayer. Lo que pasa es que no nos damos cuenta de que con tanto querer quintaesenciar los estilos, los estamos desfigurando. Llegamos al error de tanto exagerar la verdad, a lo cómodo de tanto buscar lo difícil. Y es que en el camino de lo sublime, más allá de Hamlet y Ofelia está todavía la codorniz. Que no tenemos un programa meticuloso, a priori, es verdad; pero que en cada instante no podemos tener un objetivo concreto, es mentira; y aquí está la primera necesidad de la táctica.
El conocimiento de las metas a cubrir que tenemos tan desvaídas, en un sentido amplio, son sencillamente los puntos de la Falange –verdaderos objetivos estratégicos–; en un sentido estricto, una serie de metas parciales previas –objetivos tácticos–. El proselitismo en todos los sectores de la Patria, permanente tarea de nuestros primeros jefes, debe ser una de nuestras primeras preocupaciones. Y hoy, camaradas, estamos haciendo todo lo contrario. Y no nos referimos a un encuadramiento de hombres en la Falange como organización concreta, como fichero de hombres, sino como fe, como movimiento de espíritu. Ayer, cada escuadrista, por orden, por vocación y por instinto, era un apóstol de la idea; tiene que volver a serlo hoy: en las minas, en las fábricas, en el campo, en las Universidades, hay que volver a iniciar nuestras ofensivas de encuadramiento. El ambiente rural nos preocupa menos que el ciudadano, y en él forma la mayoría española, gente que trabaja y que debe pesar en la Patria; el campesino tiene que ser nuestro. Hay que fijar al enemigo con destreza y saber distinguir al aparente, que es susceptible de ganar, del verdadero, que nos haría perder tiempo.
Hay que introducirse en todos los sectores. Avivar la ilusión falangista del hombre de armas con nuestra meta de una Patria grande y de una potencia militar necesaria; del trabajador, con nuestras metas sociales de justicia y de transformación revolucionaria; del empresario creador de riqueza, con nuestra meta de potencialidad industrial. Esta táctica fue la de ayer, y hoy, reforzándola con las realidades que vayamos logrando, tenemos la obligación de seguirla si tenemos la más elemental idea de la eficacia. Estad seguros que sin la base sólida de una emoción popular en que asentar los avances, no se hace ninguna revolución. Los comandantes legionarios, las primeras figuras de cada profesión, los mineros de Asturias, los eficaces capitanes de industria catalanes, los agricultores de Castilla y de Andalucía, todos los que representan potencialidad efectiva y prosperidad de realidades en la Patria, ésos son los nuestros. Irles hablando ese lenguaje pequeño de la política, a ver si os entendéis, y tendréis muchas probabilidades de que os escupan a la cara su desprecio.
No puede decaer el ímpetu ofensivo
No podemos olvidar nuestra vieja manera de entender la acción; no puede decaer en la Falange el ímpetu ofensivo; hemos de lanzar eficazmente toda nuestra fuerza contra los verdaderos objetivos que hace trece años hicieron marchar a los primeros hombres detrás de una bandera; porque lo que no podríamos hacer sin convertirnos en una banda de estúpidos gallos de corral, es organizar una unidad potente para pasear jactanciosamente nuestra fuerza por las avenidas oficiales con un ridículo gesto amenazante, mientras dentro de cada hogar, más allá de las colgaduras españolas de los balcones, un sentido enemigo continuase agobiando los espíritus porque un orden injusto siguiese oprimiendo las vidas.
Si buscamos una unidad eficaz es para rebasar en la realidad todo lo que en la teoría decimos que queremos rebasar, y la Patria Grande se hace con grandes desfiles forjadores de una disciplina colectiva, con legiones de hombres audaces iluminados de una fe, con grandes armamentos; pero no se hace, a pesar de todo, sin una industria poderosa, sin flotas de comercio potentes, sin campos prósperos y sin una justicia que haga inconmovible la unidad de los hombres. Menos preocupación por la cantidad de las banderas solas, y más por el número de barcos que las tremolan. Menos política pequeña y más Patria Grande. El labrador que rotura el monte puede estar pensando como quiera, pero está obrando en español, y son las obras, no las palabras, las que nos sirven.
Camaradas: ésta es la verdadera línea de hoy. Si la Falange es para nosotros una unidad en que luchamos al servicio de la Patria y de la revolución, y no una sociedad de la que intentamos vivir, al servicio de nuestro interés y de nuestra ambición, ésta es la postura, éstas son las consignas. De entre todas ellas, acaso en esta fecha solemne sea la del alerta vigilante contra el cansancio, la de la tenacidad en la actitud ofensiva, la que nos marcan nuestros primeros capitanes desde su guardia.
Camaradas: en todos los campos de batalla de la vida, la victoria es del guerrero que cuando se le rompe la espada sigue peleando más cerca en la pasión y en la distancia. La adversidad es la piedra de toque de la bravura y de la entereza de los hombres. No se forma jamás entre la cobardía de los primeros que lloran cuando se está resuelto a ser de los últimos que ríen, y es humanamente un ejército invencible cuando cada soldado es capaz de convertirse en guerrillero sin perder la fe, el coraje y la esperanza. Sin esta indomable actitud frente a los acontecimientos y los mañanas que como una garra debe inmovilizar nuestra moral en la firmeza, serían para el aguante efectivo nuestros fortines actuales como palacios de nacimiento. Es en las tormentas donde muestra el marino su destreza y su valentía, y en salvar su barco averiado para nuevos cruceros; no en el contemplativo lloriqueo ante las jarcias rotas está la medida de su calidad de hombre. Y es que el último secreto de todos los seres que triunfan, la ley suprema que rige las victorias, es mantener cerrada y tensa la línea de los esfuerzos máximos, sin entregarse, ni desfallecer, ni abandonar.
Afortunadamente, en este 4 de marzo, fecha para nosotros de balance y de confrontación de situaciones, no presentan nuestras líneas verdaderos entrantes peligrosos. Pero precisamente estas etapas de estabilidad generan una moral más floja y anquilosan un poco la capacidad combativa de los hombres. Y en todo lo que en la vida es combate duro, sometido al imponderable de azares ignorados, hay que estar muy despierto. Hay que sentir y entender cada hora que nuestra inteligencia nos marca como segura promesa de más firmes avances, como víspera de una batalla definitiva para servir y afrontarlas con esa moral inconmovible capaz de arrancar a golpes de desesperación la lógica humana de la Historia.
Una recia unidad de soldados. La guerra sólo fue un atajo heroico
Estamos hablando a Camisas Azules. Queremos recordar que contra toda esa preocupación timorata de los alarmismos y de las desmoralizaciones, que prefiere para no asustar al centinela mantenerlo desprevenido, José Antonio eligió para nosotros la norma de conducta: «Contra los desequilibrados y nerviosos, tranquilidad absoluta; contra los pusilánimes, que tímidamente se van apartando de la Falange por si cambian las cosas, desprecio y buena cuenta, por si algún día pretenden volver, que así, en medio de todo, se va haciendo como una depuración natural. Contra los murmuradores y descontentos, llegar incluso a perder la cortesía que en su ser natural lleva todo falangista». Y es que o somos una unidad recia de soldados, a los que se dirige con seca claridad para que se apresten a toda clase de defensivas y ataques, o somos una reunión frívola de damiselas asustadizas, a las que es necesario exclusivamente tranquilizar ocultándoles los peligros. Porque o tenemos la decisión de pelear en serio por una fe en cualquier clase de circunstancias y seguridad de que nuestras formaciones responden, o sólo aspiramos a mantener una apariencia de fuerza que no tenemos intención de defender. Es de elemental previsión preparar el ánimo de los nuestros para no desfallecer ante las dificultades, para cumplir con alegría el anónimo servicio de la paz.
La guerra sólo fue un gran atajo heroico, en cuyo rumbo hemos de continuar ahora por el camino normal del esfuerzo, mucho más largo y cansino. Y hace falta sentar claramente que aquí nadie se ha comprometido a otra cosa que a llevar a cabo en la Patria una transformación, a cincelarla conforme a los perfiles que se nos marcan en el modelo de una carta doctrinal. Aquí nadie se ha comprometido a que este objetivo se cumpla sin combate, en una vistosa procesión que tiene previsto puntualmente su itinerario y preparados muchos espectadores devotos para rendirle acatamiento.
El compromiso que a todo alcanza
En los cuentos infantiles, una varita mágica puede secar los mares y apartar las montañas, pero en la vida han de sangrar nuestras manos en el remo y nuestros pies en la escalada. Aquí tiene que haber batallas perdidas, y peligros, y amenazas; aquí tiene que haber retiradas, y obstáculos, y bajas, y traidores, y caminos batidos, y emboscadas. Y aquí a lo único que nos hemos comprometido todos es a no entregarnos jamás, a levantarnos cuantas veces nos derriben, a volver a avanzar cuantas veces nos hagan retroceder, y a marchar hacia los últimos castillos de la gloria española por entre las insidias y los insultos de la incomprensión. A ganar en último extremo nuestra postrer partida, separando la cobardía de nuestra derrota con una raya de sangre.
Pero, camaradas, porque nuestra verdad es justa, porque sirve un mandamiento cristiano de hermandad, porque está bendita por la esperanza de los humildes y de los buenos, porque nuestros héroes murieron rezándole a su Cruz, porque la hemos puesto desde la primera hora en sus manos, de nuestra victoria responde Dios.
Porque nosotros no entendemos la política a la manera pequeña e intransigente que nos hace despreciar la palabra, no tenemos una fórmula de gobernar la Patria más o menos distinta de las demás, ceñida exclusivamente a lo material de una estructura.
Porque toda nuestra lucha está crucificada en las inquietudes del espíritu, y ondea a vanguardia de nuestras filas la bandera de una misión española que ha de caldear un nuevo mundo con su llama cristiana y conducir a los pueblos perdidos en las noches trágicas de la miseria y del odio por los cruceros del imperio hacia Dios, nos obliga otra vez nuestro signo a civilizar todo un mundo mucho más bárbaro, en la ramplona presunción de su progreso material, que el de los negros africanos.
Esto, para quienes valoran los palacios por encima de las ermitas, puede ser clasificarnos voluntariamente como visionarios. Pero esto es sencillamente hacer profesión pública de una fe sobre la cual, como en la de todos los que se embarcaron ayer para empresas gemelas, influyen muy poco las opiniones de los demás.
La Patria de hoy es como una espada que hemos de afilar para abrir los caminos sobre las mismas tablas milenarias. Es el viejo temple quien ha de darnos la victoria; es la cohesión, la unidad en un pensamiento y en una fe sentidos, llevados en cada corazón y trenzados, retorcidos por la mano firme del caudillaje de Franco en una vigorosa amarra nacional.
La revolución que España necesita
Es otra vez el yugo y las flechas. Es la revolución en el espíritu que necesita España y que nadie debe creer que puede llevarse a cabo si no va precedida de una completa revolución en lo material. Porque Dios castiga, camaradas, y cuando se le confiesa con los labios, y se predican sus mandamientos, y se quiere amansar con sus palabras divinas a las muchedumbres, pero se le niega en las obras, y se le niega en el corazón, y se le niega en la vida, Dios permite que esas muchedumbres se descristianicen, se cieguen en la pasión de bárbaras doctrinas y se encresten en olas rojas de destrucción sobre las Patrias. Y aquí ya no caben confusionismos, aquí ya no se pueden parapetar detrás de ideas grandes intenciones pequeñas, porque somos nosotros, que llevamos la Cruz en nuestras armaduras y debajo de nuestras armaduras, los que levantamos como un símbolo de justicia martillos rojos en nuestros emblemas sindicalistas. Ya no cabe que, en tergiversaciones habilidosas, se abran falsos banderines para el alistamiento de los cándidos.
La política, la otra política, la que no es capaz de entender este lenguaje nuevo de una generación abrasada por su culpa con el fuego de sus hermanos, la que todavía ve debatirse a sus mentecatos figurones en el pataleo de una agonía ridícula, no puede volver si no se borran antes de los cementerios de España todos esos rótulos negros, que la maldicen con su laconismo acusador, en los que sobre las tumbas de los jóvenes héroes escribe todavía la esperanza: «Murió por Dios y por España.»
Porque luchamos por conseguir en la Patria esa calidad espiritual que nos autorice, esa unidad que nos permita enseñar al mundo los caminos futuros cumpliendo nuestro destino en lo universal, combatimos ahora para cumplir nuestro destino hacia dentro, abatiendo la injusticia de un orden que separa los pensamientos y las vidas. Porque es la mano que cura, la mano que reparte el pan, la que se ha tendido generosa y abierta al oprimido, la única que es obedecida cuando señala un norte a su inquietud. Y para que se escuche una palabra, para que se crea una fe y para que entre en las almas la pasión de una empresa gigante, tienen que oír los hombres la misma voz a cuyo imperio cedió la presión de sus cadenas.
Por esta convicción, que nos induce a sentar bien los pies en el suelo para mirar arriba, puede parecer a algunos que la órbita de nuestra acción rastrea exclusivamente por la tierra baja de lo material. Y es que al hablar del espíritu hemos de atender al cuerpo, porque los hombres tenemos que dar de comer a los hambrientos si queremos que nos crean sinceros defensores de la doctrina que lo manda.
Esas finas escalas de asalto de los castillos interiores, con las que se han de conquistar al final para la revolución del espíritu las almas españolas, sólo son eficaces cuando hemos sabido, en duras marchas sobre el fango de los caminos, acercarnos al granito de sus torreones. Bajad a las minas, recorred las fábricas, los puertos y los campos, y veréis en todas las pupilas la misma mirada de incertidumbre y de esperanza, en todas las muchedumbres el mismo anhelo contenido de transformación. Un cansancio de todo lo de ayer y de una duda dolorosa sobre todo lo de mañana; y si no elevamos, camaradas, sobre sólidos armazones de justicia toda esa moral, no han de salir sus inquietudes del pequeño horizonte en que las encierran las cuatro paredes de la estrechez.
Un movimiento social ha irrumpido en el mundo. Una batalla ganada. Dos planteadas
Dejémonos de historias; un gran movimiento social ha roto en el mundo los diques viejos, y su riada no puede contenerse con piedrecitas. Nosotros, no sólo no podemos, sino que no queremos detenerlo; tenemos el deber de encauzarlo y marcar para el futuro con el signo español la nueva era custodiada por la suprema fuerza viva del espíritu.
En un zigzagueo de bandazos y paradojas, la Humanidad oscila en lo social entre el bolchevismo de los privilegiados y el gran imperialismo de los pobres, entre fuerzas y razones partidas, sin más ley que la bárbara lucha libre del instinto. Nunca como ahora el destino español evangelizador y misionero se mostró tan recortado de perfiles sobre la tierra.
Para alcanzar esta gloria, para cumplir este deber, nos era preciso hacer nuestra la victoria de tres batallas. La primera fue la de la guerra española. La segunda ha de ser la revolución en la Patria; la tercera, el imperio de nuestras directrices del espíritu sobre los pueblos. En nada menos ni en nada más estriba el ambicioso empeño de nuestro combate del presente.
Hemos querido hablar esta mañana del más lejano de nuestros objetivos, al que otros más inmediatos restan aparentemente importancia en nuestra acción y en nuestras palabras, precisamente para mostrar lo lejos que estamos de ganar nuestros paraísos sin descanso y la poca trascendencia que en el volumen de esta empresa gigante pueden tener los reveses y las victorias, tan provisionales en esta etapa del camino. Para mostrar, a quienes puedan confiarse demasiado en el espejismo de las apariencias, la necesidad de mantener con la misma fanática impasibilidad de hace trece años nuestra capacidad de resistencia para el desaliento y para el golpe, nuestra moral de guerra y de victoria. Para que ni uno de nosotros piense que ya estamos en la etapa donde pueden exigirse florituras, porque es en su aparente facilidad una de las más duras de nuestra vida de combatientes. Pero hoy aquí recibimos aliento para continuar, porque nuestros jefes ausentes, José Antonio, Onésimo, Ramiro y Ruiz de Alda, con su sangre nos marcan la actitud y nos aseguran el triunfo.
El único jefe
Camaradas: Pueden venir días muy difíciles o muy fáciles; podemos encontrar ayudas o ataques imprevistos. Lo que es seguro es que las grandes victorias no contemplan nunca los uniformes flamantes, y los estandartes planchados, y las vistosas formaciones completas, sino los soldados con las guerreras mordidas de fuego, las banderas desgarradas y los claros en las filas. Con ciega fe en sus órdenes, cuadrados militarmente ante el Caudillo, único jefe de nuestras tres batallas; ésta es la composición de lugar que altivamente, despreciativamente, debe hacerse frente al enemigo: nuestra moral. Habría de hacérsenos retroceder, habíamos de ir perdiendo uno a uno nuestros más firmes trincherones, habríamos de vivir de nuevo una época trágica de catacumbas, habría de quedar una escuadra sola, perseguida a hierro y a fuego..., ¿y qué? Sólo se habría conseguido que estuviéramos en el tiempo, que es el que cuenta; no en la apariencia, que es la que engaña, mucho más cerca de la victoria.
¡Viva Franco! ¡Arriba España!