Filosofía en español 
Filosofía en español


Con motivo de la visita de la Excelentísima Señora Doña Eva Duarte de Perón

(Barcelona, 23 de junio de 1947.)


Camaradas: Es para mí motivo de íntima satisfacción dirigiros la palabra en momentos como éstos, en que España abre todos los ventanales de efusión de su espíritu ante el mensaje de noble amistad del gran Jefe de una gran Nación que para sublimar en delicadeza su gesto cordial ha querido escoger su mensajero más preclaro y gentil. Nosotros, que nunca hemos conocido los telones de acero de Oriente ni entendemos de los occidentales velos de nylon, nos alzamos siempre ante el mundo con claridad ancha, y si recibimos con discreto agrado las visitas protocolarias y aceptamos con tolerante altanería las miradas inquisidoras, sabemos vibrar en llamas de fervor cuando, como ahora, se acerca a nosotros, con el calor de un afecto, la coincidencia en una misma fe. Porque en esta etapa amarga en que la Humanidad camina penosamente por oscuros caminos, Argentina y España, movidas por un ideal redentor, están marcando al mundo social, entenebrecido y extraviado, rutas señeras de esperanza y de luz.

Venís en representación del magnífico pueblo argentino, que bajo la dirección de un bravo conductor está viviendo tan gallardamente su gran revolución nacional; sabemos que vos misma sentís por lo social nuestra viva inquietud y que tenéis siempre una caricia alada de bella alma de mujer para los irredentos, para todos los heridos de la vida, para los que no ven el mundo sino a través de la cortina temblorosa de sus lágrimas. Por ello comprenderéis mejor la dura historia de nuestra lucha social, con sus ayeres tenebrosos, sus presentes de esperanza y sus devenires de victoria.

El problema social señaló en España, con caracteres intensamente dramáticos, todo un período de varios lustros anteriores a nuestro Movimiento Nacional hasta llegar a comprometer la propia vida de la Patria. Las fuerzas productoras en forcejeo sangriento, industrias paralizadas, atentados, levantamientos y represiones, Gobiernos aferrados a conveniencias y egoísmos partidistas y un pueblo esclavizado en rebeldía estéril y perturbadora, impulsado por un ansia justa de transformación social que no hallaba salida por los serenos cauces de la ley.

Así, desentendida de lo social, rodó la política española hasta el año 1936 sin otras conquistas sociales que modestos balbuceos exclusivamente en tres Instituciones: Retiro Obrero, Seguro de Accidentes y Maternidad. Sólo esto, a pesar de la fuerza indiscutible de poderosas Organizaciones Sindicales que por hallarse en manos de políticos de profesión, mercaderes del motín, se desentendían de sus funciones sociales de protección al trabajador para perseguir únicamente el objetivo inconfesable de mantener un gran embalse de rebeldía latente que, en su momento oportuno, moviese las turbinas de una agitación política.

Franco, con clara visión, al hacerse cargo del Poder advirtió desde el primer momento que aquel caos político y económico tenía su raíz en lo social, y que para remediarlo se hacía necesario imprimir nuevas directrices a aquel orden injusto dando salida, por canalizaciones cristianas de justicia y de amor, a esa corriente histórica de redención de los desheredados de la Patria. Y abandonando el fracasado orden anárquico de la propiedad radicalmente individualista, y rechazando el régimen de la propiedad aprisionada por la garra estatal de los imperialismos totalitarios, instauró uno nuevo bajo un sentido justo, libre y humano de la propiedad y del trabajo. En él, todo hombre: empresario, técnico, obrero, por el mero hecho de ser hombre, portador de valores eternos, centro y razón suprema del mundo, tiene un sagrado derecho al bienestar social, derecho que en todo momento le debe garantizar el Estado.

Un orden con propiedad individual, con libre iniciativa privada, bases del progreso de los pueblos y de la dignidad de los hombres, pero sometidas a una ley justa que regule ese amplio juego de las actividades económicas, antes al arbitrio del más fuerte, en las dramáticas luchas por el interés. Aquí el Estado no es el tiránico empresario de ciertas morbosas concepciones, ni tampoco un espectador impasible ante las inhumanas luchas económicas, como en los antiguos órdenes decadentes. Es el mismo Estado clásico, definidor y garantizador del derecho, que ahora actúa también en el mundo laboral, antes desatendido por un falso concepto de la libertad económica que fue dogal de muchas opresiones y potro de muchos martirios.

De estos sencillos principios parte nuestra política social, que recoge todas las riquezas de la espléndida cantera española de nuestras rectas ordenaciones seculares, de nuestras leyes de Indias, de nuestra clásica organización gremial, de nuestra alma abierta y justiciera, que cuando el mundo rapaz y mercader tenía abandonados los grandes problemas humanos, sabía ya vivir su inquietud. Y ahí está la obra social del Caudillo: defensa del económicamente débil, protección a la familia, amparo al enfermo, al anciano, al inválido, ayuda a los que arrastran la vida clavados en la cruz de la desesperanza. Justicia limpia de las Magistraturas de Trabajo. Nuevas Reglamentaciones laborales que van rompiendo cadenas opresoras de un negro ayer; construcción de viviendas decorosas e higiénicas en las que las familias humildes puedan sentir bienestar en las vidas y alegría en las almas; creación de Escuelas de Formación que doten a los trabajadores del arma poderosa de una elevada capacitación profesional y técnica y abra al mismo tiempo su pensamiento al sereno estudio de todos los problemas que hoy agitan al mundo. Porque Franco no quiere masas gregarias, embrutecidas y esclavizadas; Franco quiere muchedumbres conscientes, cerebros cultivados, libres y ágiles. Y se avanza a la protección total y a dignificar el trabajo transformando el salario, vil compra de hombres, en el justo dividendo que, como al capital y a la técnica, corresponde a la participación creadora del esfuerzo del trabajador. Entonces, cuando esos tres elementos de la producción se hermanen en un mismo interés –la prosperidad de la unidad empresa significará su particular prosperidad–, se lograrán los más altos rendimientos en el trabajo, superación productora, elevados exponentes de nivel económico en los hogares, alegría en las vidas y solidaridad en los hombres.

Pero al mismo tiempo que luchamos sin descanso por alcanzar tan luminosas metas, tenemos que enfrentarnos con el problema que la dura realidad de cada día nos presenta y que hay que afrontar con decisión. Ahora nos hallamos ante el juego dislocado de precios y jornales y márgenes útiles, el desequilibrio entre la producción y el consumo, las trágicas repercusiones de una guerra pasada y dos postguerras difíciles, y todo esto sin posibilidades, a excepción de la Argentina, de intercambio con un mundo en llamas, dolor y miseria. Al enfrentarnos con ese ciclón de circunstancias adversas que llevan a los hogares humildes la penuria y la estrechez, cuando no la desesperación, aunque como sistema no nos gusta esa solución, fuimos al aumento de jornales, porque en los excepcionales trances en que se ventilan supremos valores humanos no puede aplicarse la frialdad rígida de las leyes económicas, y la defensa de las familias trabajadoras, huérfanas siempre hasta aquí de Patria y de justicia, constituye para nosotros un sagrado compromiso de honor, de mandato y de doctrina.

Ya sabemos que en situaciones normales el abaratamiento de la vida, antes que la elevación de ingresos, es la base de la prosperidad económica de un hogar, pero cuando el coste desorbitado de las subsistencias hace imposible la vida a las economías débiles, un imperativo de conciencia marca un solo rumbo: acudir sin vacilaciones al remedio más rápido y más eficaz. Y aquí nadie se atreverá a sostener que la subida de precios obedece al alza de salarios, puesto que ésta es siempre consecuencia de aquélla y constituye una medida defensiva contra la realidad despiadada. Pero en este clima de materialismo que nos rodea, en el cual los tantos por ciento han de marcarse ansiosamente como exponentes de una base que es el capital invertido, en el que para muchos el aspa sacrosanta de la Cruz de nuestra redención no representa otra cosa que el signo más de sus cuentas corrientes, hay quien ante la aplicación de aquella medida, que no arruina empresas aunque disminuya ganancias, protesta con voz de insolidaridad y de pasión. Olvidan que en los momentos graves todos debemos llevar a cuestas la cruz del sacrificio, y que en esta crisis transitoria, pero ruda, por que atravesamos y atraviesa el mundo, con el fatídico espectro del hambre a la puerta de hogares de españoles, hermanos nuestros, con el pan racionado y racionada la alegría, es justo y es cristiano adoptar una norma salvadora de los humildes, aunque sufran reducción algunos dividendos capitalistas, que deben estar subordinados en todo momento a la ley de la justicia, a la ley de la Patria y a la ley de Dios. Son los mismos que quieren que el trabajador no tenga participación en los problemas de España, cuando debe estar incorporado en alma y vida a la misma entraña de la Patria; los mismos que tildan de rojos y rebeldes a los trabajadores que noblemente sienten y buscan la justicia para crearles una situación de inferioridad que los someta a su ambición explotadora, intentando resucitar viejas posturas y desaparecidas castas que han muerto para siempre en el suelo español. Porque hoy, entre nosotros, no existen más que dos clases de hombres: los honrados y los que no lo son, lleven una blusa o vistan un chaquet. Lo rojo en España ha quedado circunscrito a las bravas franjas de nuestras banderas de la Patria y de la justicia, y a ser uno de los colores del iris que cuando se funde con los otros seis crea ese milagro de luz que fulge en un rayo de sol y que simboliza la alianza entre Dios y los hombres de buena voluntad. Esto lo decimos nosotros precisamente porque no somos clasistas, porque buscamos la hermandad de los españoles, porque queremos que haya propiedad, pero una propiedad al servicio de la prosperidad colectiva; un orden, pero un orden de justicia implacable para todos los españoles; una paz social, pero la verdad de una paz, porque no toleraremos paces turbias, acechadas por la intriga de los aprovechados, la codicia de los ambiciosos ni la cobardía de los pusilánimes. Nosotros, que sentimos la Religión, la Patria y la Familia; la Familia hasta las más supremas renunciaciones, la Patria hasta la inmolación y la Religión hasta el martirio, todo a lo español, que es ímpetu y pasión, coraje y fe, porque en España hasta el más rudo bracero sabe mucho de la justicia y del honor, de la vida y de la muerte, y en el recio solar de nuestra Patria tanto entiende de gestos próceres un Conde de Benavente, que quemó su hogar porque alojó a un traidor, como la dorada medianía de un Pedro Crespo o el humilde linaje de un hijo del pueblo que pudo ser piquero en San Quintín, capitán en Flandes, héroe en Cascorro y bronce de epopeya en cualquier barranquera sin nombre. Pero no se puede pedir que ame a la Patria al que en su seno arrastra una vida de esclavo, ni que bendiga la mesa el que entretiene sus hambres bajo un cielo inhóspito, sobre el frío pedrusco de un desmonte.

Porque Dios castiga, camaradas, y cuando se le confiesa con los labios y se predican sus mandamientos y se quiere amansar con sus palabras divinas a las muchedumbres, pero se le niega en las obras y se le niega en el corazón y se le niega en la vida, Dios permite que esas muchedumbres se descristianicen, se cieguen en la pasión de bárbaras doctrinas y se encrespen en olas rojas de destrucción sobre las Patrias. Y es que al hablar del espíritu hemos de atender al cuerpo, porque los hombres tenemos que dar de comer a los hambrientos si queremos que nos crean sinceros defensores de la doctrina que lo manda. Y aquí ya no caben confusionismos, aquí ya no se pueden parapetar detrás de ideas grandes intenciones pequeñas, porque somos nosotros, que llevamos la Cruz en nuestras armaduras y debajo de nuestras armaduras, los que levantamos como un símbolo de justicia martillos rojos en nuestros emblemas sindicalistas. Ya no cabe que en tergiversaciones habilidosas se abran falsos banderines para el alistamiento de los cándidos. La política, la otra política, la que no es capaz de entender este lenguaje nuevo de una generación abrasada por su culpa con el fuego de sus hermanos, la que todavía ve debatirse a sus mentecatos figurones en el pataleo de una agonía ridícula, la que sueña con el retorno de los partidos, no puede volver si no se borra antes de la memoria de los ciudadanos honrados la vergonzosa conducta de los bergantes que, dueños un día de la anti España para convertirla en carne de guerra, de servidumbre y de martirio, inmolaron en su furia infrahumana a muchos millares de desgraciados, mientras besaban sumisos la garra opresora de las grandes plutocracias omnipotentes.

Nosotros aspiramos a una comunidad nacional en la que un sentido de solidaridad apretada y ferviente ensamble los espíritus; en la que no sea tolerado el ocio de capitales, brazos ni inteligencias; en la que todos por igual soporten el peso de las duras jornadas de la Patria, y la riqueza creada con el común esfuerzo sea repartida justamente entre hermanos y no arrancada a dentelladas por unos cuantos chacales. En nuestro mundo económico existirá la libertad, la propiedad individual, la iniciativa privada, como consagración de la dignidad de los hombres y acicate para el progreso de los pueblos, pero sometidas al imperio inexorable de la ley. Hasta aquí las legislaciones, tan detallistas para calibrar al milímetro, bajo férreas sanciones, derechos y deberes en todas las esferas de las relaciones humanas, se inhibían alegremente en el orden laboral, que quedaba entregado virtualmente al ansia de rapiña del más fuerte. Bien que se abra el presidio para el que hiere a un hombre, aunque sea en un arrebato de pasión; pero el que con premeditada codicia bandolera explota a cientos de familias, llevándolas a la miseria y a la desesperación, no debe ser considerado como un respetable ciudadano, al que sólo puede alcanzar la ira de algunos hombres honrados y la ira de Dios. No intentamos martirizar al libre juego económico, campo fecundo para que los avanzados de la iniciativa, los talentos del genio industrial y los ágiles espíritus del riesgo abran nuevos caminos luminosos de progreso y bienestar social. Pero el mundo laboral no puede convertirse en un turbulento estadio de lucha libre, sin árbitros ni ley. Por esto luchamos, ésta es nuestra brega, a las órdenes del Caudillo, con la dura realidad de cada día, firmes y vigilantes en nuestra nueva barricada española contra todos los obstáculos, contra todas las maniobras enemigas; contra todos los que quieren abrirnos campos de odio y levantar barreras de incomprensión; contra los que, por su vida de mercaderes sin conciencia, dibujan en sus labios una sonrisa diabólica ante el esfuerzo de los hombres de acción, con la que pretenden disimular su falta de generosidad para entregarse plenamente a empresas de hombres; contra los que, dominados por bajas pasiones, pierden la noción del bien y del mal y llegan a creer que lo que les enriquece es lo conveniente y lo que lo impide lo perjudicial, sin darse cuenta de que su monstruosa ambición los incapacita para dirigir la mirada por los serenos caminos de la justicia; contra los que en su infame egoísmo sólo piensan en satisfacer sus concupiscencias bajo la cínica máxima de «después de mí, el diluvio». Contra todo ese mundo abyecto necesitamos una formación cerrada de todos los buenos españoles en pie, si queremos que se abra el ventanal fulgente de un nuevo amanecer de la Patria. Porque cuando los nuestros, los nuestros, están sintiendo en sus carnes las crueles mordeduras del riesgo y de la estrechez, no podemos permitir nosotros, como españoles, ciertas posturas con las que parece quererse escupir a la cara de los que sufren el «qué se me da a mí de vuestras privaciones».

Nosotros, con Franco, sabremos cortar a cercén su zarpa pirata, lo mismo si se ocultan en trastiendas inmundas que en salones dorados. Unidos en apretado haz, con ímpetu y fe, ganaremos esa batalla y lograremos una potente Organización Sindical, firme garantía de ventajas presentes y triunfos futuros en el campo económico y fuerza incontrastable que en el orden moral eleve, en la medida que exige la alta misión que cumplimos en la Patria, nuestra personalidad privada y colectiva como trabajadores y como ciudadanos. Y con vuestra ayuda sabremos oponer a los egoísmos el sacrificio, a los odios la hermandad, a la opulencia holgazana la ley del trabajo creador, al despotismo de los fuertes la redención de los humildes, al bisbiseo farisaico de los especuladores sin conciencia el clamor vibrante de nuestra verdad, al desplante de los apaches internacionales nuestra ira española, con Franco en indomable fe. Señora: éstos son los trabajadores de España, que identificados con su Caudillo, que jamás los engañó, interpretan sus deseos y os rinden el homenaje sincero de su cariño.

Así avanza nuestra Revolución, con sed de futuro y ebria de fe de esa fe ancha como las sobrecogedoras llanuras de Castilla, aterciopeladas por los goterones de sangre de las amapolas; como la inmensidad de los espléndidos cielos argentinos, que clavetea y unge la Cruz del Sur. Fe que entiende de amor y de renunciación, que sabe luchar, morir y rezar. Y reza en la basílica de Montserrat, ante el Pilar de Zaragoza y ante la Virgen de las Buenas Tierras de Luján. Y nada más, sino que al manifestar nuestra satisfacción por esta claridad de coincidencia, sentimos el orgullo de colaborar en algo a la alegría soñada de una nueva etapa de una vida más justa en un mundo mejor.

 
(Barcelona, 23 de junio de 1947.)