Filosofía en español 
Filosofía en español


En la inauguración de la Escuela Nacional-Sindicalista de Capacitación de Trabajadores

(Madrid, 26 de mayo de 1946.)

Camaradas: La solemne grandiosidad de las verdades de lo social fue desplazando la pequeñez mezquina y las arteras maniobras de los mundillos políticos.

Antes no se sentía lo social, pero se explotaba lo social.

Para hallar colaboradores en el ventajoso orden político, jugueteaban unos con la penuria de los desheredados y otros con la ambición de los poderosos.

Las barricadas de oro, levantadas por los explotadores sobre jornales de hambre y jornadas agotadoras, compraban las jefaturas políticas de muchos padrastros de la Patria, y la reacción rebelde de las multitudes esclavizadas, manejada hábilmente por logreros, creaba falsos ídolos, cuyas cataduras sombrías de bergantes asomaban en los más altos pedestales públicos.

Y nadie intentaba salir de este provechoso turno diabólico, porque, para sostenerse en las cumbres del Poder, necesitaban unos arrojar la justicia a la voracidad bandolera de agiotistas sin conciencia, y era imprescindible para los otros mantener una línea de oprimidos, unida en un común rencor, para que sirviese de escalera a sus ambiciones y su guardia cerrada significase una amenaza latente con la que, al vender la paz social, compraban la buena vida de sus malas almas.

Pero ninguna de estas dos bandas de desalmados quería la verdad de una revolución, porque una revolución eficaz significaría una justicia que raería de España a los explotadores y una paz social que alejaría a los agitadores profesionales de sus vidas públicas y sus goces privados. Por ello se procuraba que las explosiones de rebeldía se limitasen a motines callejeros, a lo más alguna semana sangrienta, ineficaces para una transformación social, pero que, al llevar el luto y el hambre a unos cuantos hogares trabajadores, mantenían a sus huestes en tensa y ceñuda esquivez.

Y esa tragicomedia tenía episodios de cinismo sainetero, porque las dos planas mayores de esos dos frentes irreductibles, los que medraban con el capitalismo tentacular y los gerifaltes del proletariado enardecido, se disparaban las obligadas censuras y se escupían los insultos de rigor en mítines algareros y en hemiciclos parlamentarios, pero convivían, más tarde, en amigable compadrazgo, bajo el acogedor ambiente de Círculos y Salones de conferencias, donde, mientras la Patria ardía en luchas fratricidas, rubricaban ellos su amistosa y productiva camaradería con discreteos amables, frases ingeniosas y sonrisas comprensivas. Porque todo era mentira y ficción. Un sarcasmo la redención de los humildes; un engaño aquellos lemas de Patria, Orden, Propiedad, Familia y Religión, encaminados muchas veces a defender la propiedad implacable y feroz de los especuladores y el orden injusto de los privilegiados, porque la Religión no era para muchos más que un fariseísmo acomodaticio, la Patria un ente que no servían ni amaban y un mito la familia, prostituida a cada paso por la sensualidad pagana de sus materialismos groseros.

Pero llegó un día en que las masas proletarias, percatadas de la falsía criminal de sus seudo-liberadores, buscaron, enloquecidas por la desesperación, cualquier nuevo rumbo que desterrase la eterna angustia de sus vidas, condenadas siempre a trabajar y sufrir. Y el monstruo asiático, encadenador de hombres y de pueblos para convertirlos en carne de explotación, de lucha y de martirio, recogió, con astucia satánica, toda esa furia vengadora encerrada en tantos pechos mordidos por desdenes, engaños e injusticias, como fuerza impetuosa para uncir a España al yugo de sus imperialismos insaciables.

Entonces, a la política de la mentira sucedió la política de la barbarie, entre cuyas fauces ensangrentadas estaba España llamada a perecer. Afortunadamente para ella y para el mundo civilizado, la espada de un Caudillo victorioso, capitaneando sus mejores juventudes, barrió de nuestro suelo, que ha sido siempre tumba para los tiranos, a los esbirros de las dominaciones tenebrosas, a los embaucadores de las conciencias y los piratas del crimen, y pudo verse florecer, sobre tanto luto y tanta sangre, el gran milagro de una Patria redimida. Pero con ancha y profunda redención. Porque Franco, que no hizo la guerra solamente para rescatar una Patria, sino para conquistar una justicia, dejó enterrados para siempre, al apuntar el día alegre de la paz, los viejos principios sociales del oscuro ayer y adoptó un orden nuevo que tiene como meta definitiva la plena liberación material y moral de los antiguos desheredados de la Patria, con realidades tangibles, verdades enteras y sentidos hondos de entrega y de sacrificio.

Y desde ese día se puso en marcha nuestra Revolución, que es económica y es social porque no aspira solamente a mejorar el nivel de vida del trabajador y darle una participación en lo económico, sino que pretende elevarle a la dignidad y consideración que le corresponde como miembro de la gran familia española. Perseguimos una nueva organización en el mundo del trabajo que haga solidaria la prosperidad de todos los que de él viven; queremos que todas las fuerzas productoras de cada unidad laboral formen hermanadas en un interés y en un afán; buscamos ansiosos el equilibrio recto de una comunidad disciplinada y libre, sometida al imperio de la justicia y presidida por un sentido espiritual de la vida, porque ésa es nuestra manera falangista de entender la Patria y la Revolución.

Y ese pensamiento renovador que pide la transformación completa, hasta la entraña, de este viejo orden social que padecemos, va encarnando cada día en objetivos concretos y así han de ir cubriéndose metro a metro todas las jornadas de este duro, pero luminoso camino español. Con decisión, como exige nuestra apasionada fe; sin descanso, como pide nuestro inquieto afán; pero, ante una Europa en ruinas, en plena etapa de nuestra reconstrucción nacional y sin cicatrizar los desgarrones de nuestra riqueza, nuestro avance no puede ser una carrera irreflexiva, en la que lo mismo podríamos hallar suavidad de planicies para avances triunfales, que barranqueras rocosas para detenernos o simas de abismos para hundirnos. Nuestra marcha debe ser segura y firme, sin precipitadas estridencias, pero sin olvidar tampoco que todo lo que sea mantenerse un instante sin avanzar es retroceder, y eso no se hará jamás.

Ahora la vida económica tiene que ceñirse a la justicia de nuestra ley. Queremos una propiedad, pero al servicio de la prosperidad colectiva; un orden, pero un orden de justicia implacable para todos los españoles; una paz social, pero la verdad de una paz, porque no toleraremos paces turbias, acechadas por la intriga de los aprovechados, la codicia de los ambiciosos ni la cobardía de los pusilánimes.

Nosotros sí que sentimos la Religión, la Patria y la Familia: la Familia hasta las más supremas renunciaciones, la Patria hasta la inmolación y la Religión hasta el martirio, todo a lo español, que es ímpetu y pasión, coraje y fe. Porque en España hasta el más rudo bracero sabe mucho de la justicia y del honor, de la vida y de la muerte. Y en el recio solar de nuestra Patria tanto sabe de gestos próceres un Conde de Benavente, que quemó su hogar porque alojó a un traidor, como la dorada medianía de Pedro Crespo o el humilde linaje de un hijo del pueblo que pudo ser piquero en San Quintín, capitán en Flandes, héroe en Cascorro y bronce de epopeya en cualquier barranquera sin nombre.

Pero no se puede pedir que ame la Patria al que en su seno vive una existencia de esclavo, ni que bendiga la mesa al que entretiene sus hambres bajo un cielo inhóspito, sobre el frío pedrusco de un desmonte.

Nosotros sabemos que los humildes no hubieran sido lo que fueron si los poderosos hubiesen sido lo que deberían ser, porque muchas tragedias las forjó a golpes de injusticia y desdén el sórdido egoísmo de las almas mezquinas, y que las grandes catástrofes de los pueblos tienen muchas veces un misterioso prólogo de lágrimas. Por eso tenemos que recoger todas esas rebeldías justas que duermen en muchas almas, naves náufragas, con sus quillas varadas en escolleras de estériles rencores o en cieno de envidias infecundas. Porque, después que una riada de sangre española barrió los intereses pequeños y las grandes traiciones, todos deben despertar a la nueva ley e incorporarse, con la misma herida abierta de sus amarguras, en nuestro frente de justicia por una España mejor. Nosotros necesitamos recoger en un haz de solidaridad española lo popular y lo caliente, la sensibilidad para comprender los dramas de tantos hogares, la grandeza de redimir con el propio sacrificio los desgarros de otras vidas, para que queden cegadas para siempre, con tierra nueva sembrada de hermandad y comprensión, las trincheras que la codicia y el odio abrieron entre hermanos.

Para esta gran empresa se requiere tensión apasionada, clima ardiente de afán, brío de proselitismo y de acción. Tenemos a nuestro lado muchos cuerpos sin pan y almas sin luz y estamos cercados por los egoísmos de una vida comodona y fácil y rodeados de enemigos cautelosos, diestros en la astucia y arteros en la traición, que, parapetados en fuertes reductos seculares, quieren arrebatarnos de las manos la justicia y la libertad de la Patria. Y, para que no se malogre esta nuestra gran victoria española, necesitamos hombres con tenacidad y fanatismo de iluminados, firmes en la inquietud de un afán y en la verdad de una fe, capaces de despertar a la nueva Patria el quietismo infecundo de las almas dormidas, para redimir a esas multitudes trabajadoras, engañadas y esclavas, que sólo esperan, para creer en nosotros, la ansiada realidad de una justicia que redima sus vidas y una mano amiga que les arranque de sus amarguras y de sus rencores.

Vosotros sois las vanguardias escogidas de esta juventud ambiciosa y brava, que viene aquí a templar sus almas en llamas de fe falangista y española para formar esas unidades tensas de pasión, de combate y de conquista que en la oficina, en la calle y en el taller vayan quemando, con ardiente proselitismo misionero, todas las voluntades y todos los espíritus, hasta clavar en lo más íntimo de las conciencias una fe caliente en nuestra justicia y en nuestra verdad.

Y hoy ya no cabe que, rasgando hipócritamente sus vestiduras, puedan oponer, a la verdad de nuestra justicia la mentira de su falsa caridad, sofismas de escribas, maledicencias de fariseos ni sutilezas de escrupulosos aprovechados. La voz precisa y serena de nuestra suprema autoridad espiritual, al declarar que la cuestión social no es misión que debe cubrir solamente la caridad, sino que constituye un angustioso problema que tiene que resolver de lleno la justicia, dejó pulverizadas las insidias codiciosas de estos nuevos mercaderes del templo. La caridad, la ardiente caridad evangélica, es virtud excelsa de elegidos y no suele anidar con frecuencia entre la sórdida codicia de este mundo materialista y paganizado que no sabe paladear los sublimes goces del espíritu y entiende poco de comprensión y amor.

La Humanidad atormentada intenta en esta hora evolucionar, con pasos vacilantes y entre penumbras de dolor y de muerte, hacia nortes nuevos. Nosotros tenemos una justicia y una verdad para encuadrar todas las ansias justas y abrir amplios horizontes al noble galopar de las almas hacia nuevos destinos.

En esta Europa mártir de leguleyos sin rumbo, barbaries motorizadas y muchedumbres hambrientas, debe ser España, la gran señera, la que supo descubrir mundos para la civilización y almas para Cristo, quien alumbre con la eterna luz de su fe los hombres y los pueblos, si no se quiere caer bajo la garra implacable de ese Estado que asoma por Oriente, hosco, letal y amargo como su flora de cardos y cicutas, sanguinario como su fauna de lobos, vil como sus rebaños de esclavos y cruel como el alma de sus déspotas.

Por eso, camaradas, guardia cerrada contra todos los que quieren abrirnos campos de odio y levantar barreras de incomprensión; contra esos voceros del crimen, a sueldo de poderes tenebrosos, que, desde sus nidos de serpientes, nos silban calumnias y vomitan insidias; contra esos pueblos envilecidos que dedican a la bravucona insolencia y a la protección de asesinos el tiempo que debían consagrar a atenuar la amargura de sus masas depauperadas, sin pan, amor ni hogar, que duermen muchas veces el delirio de sus noches de calentura y hambre abandonadas en la vía pública, la tierra sin sueño; contra los que, por la amargura permanente de su vida, dibujan en sus labios una sonrisa de escepticismo ante el esfuerzo de los hombres de acción, con la que pretenden disimular la falta de generosidad para entregarse plenamente a empresas de hombres; contra los que, dominados por bajas pasiones, pierden la noción del bien y del mal y llegan a creer que lo que halaga a su vanidad es lo conveniente y lo que hiere lo perjudicial, sin darse cuenta que su monstruosa egolatría los incapacita para dirigir su mirada por los serenos caminos de la justicia; contra los que, por ambiciones bastardas, rememoranzas descarriadas de horas huidas o cerril amor propio de sabihondos equivocados, por esa soberbia satánica que pobló el infierno de ángeles réprobos, no vacilan en comprometer los destinos de la Patria y vender al mejor postor su conciencia y su fe.

Nosotros sabremos oponer, a esas ficciones políticas, nuestras realidades sociales; a sus egoísmos, el sacrificio; a sus odios, la hermandad; al despotismo de los fuertes, la redención de los humildes; a los bisbiseos de la insidia, el clamor de nuestra limpia verdad; al desplante de los apaches internacionales, nuestra ira española, con Franco, en indomable fe.

Y abatiremos todas esas fuerzas oscuras de la tierra. Porque en un lejano ayer, cuando todo el Orbe arrodillado, se entregó sumiso a las cadenas de Roma, sólo ante nosotros hubieron de retroceder medrosas las águilas del Capitolio y escuchar, con sus alas estremecidas, los himnos de guerra y libertad que, desde lo alto de los mástiles ensangrentados de las cruces que levantó Agripa, entonaban las gargantas indómitas de nuestros cántabros. Y desde entonces nuestra Historia es una epopeya viviente de hosca independencia, noble gallardía y temblor de afán.

No quiero terminar sin hacer memoria de uno de los muchos cuadros de nuestras últimas guerras. Una posición cercada y un oficial herido al que se amputa una pierna a nervio vivo, porque en el reducto se carece de anestésicos, que soporta impasible el cruento martirio, sordo a los aullidos del dolor. Hay un momento en el que llega al hueso la mordedura cruel. Y sin temblar su corazón, su pierna sí tembló. Al advertirlo el bravo alférez, incorporándose con sobrehumano tesón y atenazando su rodilla con las manos crispadas, exclamó: «¡Pierna mía, no tiembles, y si tiemblas, no digas que eres mía!»

Pues bien, camaradas; la herencia de ese caudal de heroísmo nos impone un deber. Que estos bandazos del mundo nos encuentren unidos, verticales, inmóviles a la orden de Franco, por España y nuestra Revolución, por la justicia y la libertad, a todos los que amamos los quehaceres penosos, las vidas altivas y las muertes alegres; y si alguna vez, ante las dificultades desfallecemos o ante los peligros temblamos, que nuestra fe nos permita oír la voz de nuestros muertos, que nos dice: «¡No tembléis, y si tembláis, no digáis que sois españoles!»

¡Viva Franco! ¡Arriba España!

 
(Madrid, 26 de mayo de 1946.)