Filosofía en español 
Filosofía en español


En la Felguera

(La Felguera, 2 de enero de 1946.)

Camaradas: No hemos venido para ganar la influencia entre las multitudes trabajadoras, sino para abrir paso a la verdad. Con decisión hemos seguido la senda dura y gloriosa que Franco nos ha marcado hacia la liberación social. Es necesario que los trabajadores se decidan a prestar honrada y decidida colaboración a la obra social del Régimen para acelerar el ritmo de su marcha. Hay muchos enemigos que nos acechan. Vuestra veteranía os habrá advertido de la presencia de dos frentes irreductibles: el de la generación nueva que quiso rescatar la Patria para todos los españoles, y la generación fría de los egoístas sin ley que se pusieron a nuestro lado cuando creyeron que nuestra ardorosa juventud se sacrificaba no por la justicia y el pan para todos, sino para mantener sus privilegios. Son los que nos estimaban únicamente a la hora en que estallaban las huelgas y los petardos.

Por otro lado, nos acechan las inconfesables políticas a sueldo de tiranías extrañas que alimentaba el odio de los oprimidos para organizar más tarde las matanzas de obreros cuya sangre necesitaban para seguir viviendo. Así están siempre juntos los embaucadores y los verdugos.

Se nos llamaba extremistas porque decimos la verdad, pero España tiene pendiente desde hace muchos años su Revolución Social. Estamos cansados de que se escamotee esa Revolución por los provocadores que lanzaban las masas a la revuelta para salvarse luego los grandes culpables con el buen aparejo que tienen para las fugas: las naves piratas. Durante varios lustros estos escamoteos de la Revolución llegaron a comprometer la propia vida de la Patria: industrias paralizadas, levantamientos y represiones, Gobiernos aferrados a los egoísmos partidistas, y un pueblo esclavizado caminando angustiosamente por una senda que nunca encontraba el ancho camino de la ley. Así rodó la política española hasta 1936. De tumbo en tumbo, y entre ríos de sangre y mares de lágrimas, se había llegado a unas tímidas instituciones: Retiro Obrero, Seguro de Accidentes y Maternidad. Aquellas gigantescas centrales sindicales, dirigidas por profesionales del motín, se desentendían de la auténtica política social para dedicarse únicamente a mantener el gran embalse de la rebeldía que pudiera mover a su capricho las turbinas de una agitación política. Franco, al triunfar la Revolución Nacional, ordenó inmediatamente que se buscara la canalización justiciera y cristiana al ansia histórica de redención de los desheredados. Se instauró un nuevo orden en el que se dio a todo hombre, empresario u obrero, por el hecho de ser hombre, centro y razón suprema del mundo, el derecho al bienestar social. Se proclamó un orden con propiedad individual y libre iniciativa privada, pero dentro de una ley que regule el juego de las actividades económicas. El Estado ni era un tirano ni un espectador impasible. Sencillamente amplió el concepto de la libertad económica a todas las clases sociales y tendió su brazo protector al mundo del trabajo, donde hasta entonces el arbitrio del más hábil o del más fuerte era el que decidía. Proclamó el Nuevo Estado el Derecho laboral y le quitó la careta a la hipocresía liberal que entronizaba el concepto de libertad dentro de la zona de los poderosos, pero manteniendo en un estado de debilidad y de impotencia a los humildes para entronizar de este modo un verdadero anarquismo capitalista y una tiranía sobre la inmensidad de las clases productoras. Desde la altura de este monstruoso amasijo, de esta verdadera dictadura, se tachaba de autoritarios y de totalitarios a los que pretendían extender el concepto de libertad a todas las zonas sociales. Cuando ellos empleaban el aparato de la fuerza para defender este orden hipócrita contra la humana rebeldía de los vencidos, ellos decían defender la libertad. Y cuando un Estado, para evitar el desbordamiento, impone la paz social conforme a una fórmula de justicia, se dice que ese Estado es un Estado totalitario. Ocurría sencillamente que el hombre se había acostumbrado a aquella enorme paradoja que podía llamarse «la esclavitud de la libertad».

No queremos martirizar el noble juego económico. Por el contrario, abrimos camino a los espíritus ágiles, al genio industrial y hasta a la legítima ambición. Pero todo bajo el freno de la ley. Así queremos recoger toda nuestra gloriosa tradición jurídica. Y el Caudillo quiere defender al débil económico, proteger a la familia, amparar al enfermo, al anciano y al inválido, y por eso, además de las creaciones de previsión, se ha establecido la Magistratura del Trabajo y se han levantado las nuevas Reglamentaciones laborales y se ha dado orden de estudiar definitivamente el problema de la vivienda y de procurar la tierra necesaria para los que quieran trabajarla. Se crean Escuelas de Formación para capacitar al trabajador a la participación en los grandes problemas que agitan al mundo. Franco no quiere masas gregarias, embrutecidas y esclavizadas; quiere muchedumbres conscientes y cerebros cultivados, libres y ágiles. Quiere hermanar los tres elementos de la producción para lograr los más altos rendimientos y también la más alta solidaridad entre los hombres. Sólo por este camino se evitará el renacimiento del egoísmo individual de clase y de partido que escinde a las Patrias.

Quizá estimen algunos que somos unos tozudos al insistir en que la cuestión social constituye el eje del problema español. Es lo mismo. Tenemos los ojos abiertos y sabemos que la opulencia y la miseria no pueden seguir mirándose amenazadoras cara a cara en un perpetuo duelo a muerte. En este orden, las habilidades y las dilaciones sólo pretenden detener el avance de las agujas del gran reloj de la justicia. Y ya sabéis en qué termina eso. Franco no quiere volver a que media generación de españoles quede enterrada en las trincheras para enmendar las torpezas o las venalidades de media docena de políticos. Por eso nos ha ordenado luchar por la implantación de un orden de justicia y de amor. Esta lucha no es fácil. Nos encontramos cada día ante la carrera desenfrenada de los precios, de los jornales y de los márgenes de utilidad. Y como por algo hay que empezar, Franco ordena, y nosotros obedecemos, que se empiece por atender a los humildes. Y aunque no nos gusta, fuimos al aumento de jornales porque en los trances en que se juegan valores humanos no se puede adoptar una actitud científica, fría y rígida, igual que si las familias trabajadoras no constituyeran para nosotros un sagrado compromiso de honor, de mandato y de doctrina. Sabemos perfectamente que es preferible abaratar la vida a elevar los jornales. Pero si se desorbitan los costes de las subsistencias, hay que acudir sin vacilación al único remedio rápido y eficaz. Y nadie se atreverá en serio, y mirándonos cara a cara, a sostener que la subida de precios obedece al alza de los salarios. Nadie querrá confesar que un ansia de lucro es la que ocasiona la carrera desenfrenada de los precios. Podemos decir esto precisamente porque no somos clasistas, porque defendemos la propiedad privada, pero puesta al servicio de la prosperidad colectiva y porque defendemos al orden y a la paz social, pero salimos al paso de la codicia de los ambiciosos y a la cobardía de los pusilánimes. Sentimos la familia hasta el renunciamiento, la Patria hasta la inmolación y la religión hasta el martirio, y sabemos que lo mismo lo sienten en nuestra Patria, y con el mismo estilo, todos los hombres que la pueblan, desde el más encumbrado prócer hasta el más modesto hijo del pueblo. Lo que no toleraremos nunca es la feroz hipocresía de exigir el gesto prócer a los que no comen. Dios castiga esta hipocresía con el desencadenamiento de las más tremendas tempestades y con la destrucción de los pueblos. El hombre es una unidad a la que hay que atender en su totalidad, y para hablar del espíritu hay que atender al cuerpo, y si queremos espíritus valientes hay que dar de comer al hambriento. Y no pueden parapetarse pequeñas intenciones detrás de ideas grandes. Nosotros fuimos a la guerra por una gran idea, y aspiramos a una comunidad nacional solidaria, apretada y ferviente, para que todos soportemos por igual el peso de las jornadas de la Patria y participemos justicieramente, como entre hermanos, de una riqueza lograda en paz y no arrancada a dentelladas por unos cuantos chacales.

En nuestro mundo económico, la propiedad y la iniciativa van dirigidas al progreso del pueblo y a la dignidad del hombre dentro de los canales de la ley. No podemos admitir que el capital sea el único beneficiario y el único rector en el libre juego de la economía. Los técnicos y los trabajadores deben tener en la empresa una participación digna y justa. Ya sabemos que a esto le llaman los fariseos demagogia. Es igual. Contra Cristo, eterna verdad y suprema justicia, afilaron las saetas de sus lenguas rabínicas en el muro de las lamentaciones.

No nos limitamos a instaurar un nuevo orden económico. Queremos también un nuevo orden social. Queremos abrir para el trabajador manual todos los caminos que conducen al prestigio, a la categoría social y a los honores. No podemos negar a aquellos que con el sudor de su frente, ante un alto horno o bajo el sol de Castilla, o en la profundidad de una mina, contribuyen al progreso y a la gloria de la Patria, lo que se le concede a cualquier logrero sin conciencia que vive a cuenta del esfuerzo de todos. Precisamente porque no somos clasistas nos indignan esas injusticias. El patrono y el obrero son iguales ante la ley, pero también deben ser iguales ante la sociedad. Por esto luchamos a las órdenes del Caudillo firmes y vigilantes contra todos los obstáculos, contra todas las maniobras enemigas, contra todos los que quieren abrir campos de odio y levantar barreras de incomprensión. Por eso luchamos contra los que sólo piensan en satisfacer su ambición bajo el cínico lema de «después de mí, el diluvio». Contra todo ese mundo enemigo y abyecto necesitamos la formación cerrada de todos los buenos españoles en pie. Nosotros, con Franco, sabremos cortar la garra pirata de los que se ocultan en trastiendas inmundas para frustrar una vez más la Revolución auténtica. Ganaremos esta batalla y lograremos la potente organización sindical, garantía del presente y del futuro, fuerza invencible que eleve, al elevar la personalidad de la Patria, nuestra propia personalidad individual y colectiva. Con vuestra ayuda sabremos oponer a los egoísmos el sacrificio; a los odios, la hermandad; a la holganza, la ley del trabajo; al despotismo, la redención de los humildes; al chismorreo de los especuladores, el clamor de nuestra verdad; al desplante de los apaches internacionales, nuestra ira española con Franco, en indomable fe.

Meditad mis palabras silenciosa y serenamente. Sumaos a los que han abierto los ojos a la verdad de nuestra generación encarnada en obras. Con ellos, juntos todos en las trincheras de la Patria y de la justicia, clavaremos la bandera de la Revolución cada día un poco más allá en esa promesa caliente de la tierra de nadie. Para ello tenemos un Caudillo, bravo capitán para esquivar resacas, correr galernas y abatir corsarios.

¡Viva Franco! ¡Arriba España!

 
(La Felguera, 2 de enero de 1946.)