José Antonio y la Falange
(A la Sección Femenina en el Campamento de Santa María. El Escorial, 7 de julio de 1944.)
Camaradas: El servicio concreto que se cumple acostumbra a una forma de expresión determinada. Al aceptar vuestra invitación he temido por eso que con maneras de la lucha social, el más brutal de los enfrentamientos de los hombres, hiriesen mis palabras vuestra más afinada, vuestra más femenina sensibilidad. Y queden expuestas sin más preámbulo una preocupación y una disculpa.
«José Antonio y la Falange» es un tema trascendente siempre, porque fundadores y doctrinas se explican juntos al nacer la fe y persisten unidos a través de todos los combates más allá de las cruces de la derrota y de la muerte. Como en el sueño de una noche de angustia, a veces los pueblos aguardan nerviosos la llamarada que les marque un norte, la mano recia que los despierte a la vida en medio de una pesadilla de sangre. De cuando en cuando un capitán resuelto hace el milagro y los hombres se alistan en sus banderines; primero los mejores, porque son capaces de entender lo que es fe, y después los otros, porque han visto, porque han tocado y creen. Pero sobre todas las tierras y los tiempos, en los ejércitos menos individualistas como en las místicas más impersonales, siempre es verdad que la bandera sólo la clava un hombre. Y es que sobre el mito de las muchedumbres, contra las alianzas y las sumas de enanos, las concentraciones de medianías o los cenáculos de sabios, la historia la escriben un brazo, un corazón y un cerebro. Pero, además, no la escriben nunca por casualidad. La escriben porque saben, porque quieren y porque pueden, en un forcejeo contra la vida, en una inflexible decisión de ceñirla a su ley.
Toda política, como toda fe que quiera ser perdurable, ha de asentarse en un hombre, que vive en ella como encarnación del estilo, de la manera y del espíritu.
En la Falange este hombre es José Antonio, y toda nuestra mística, y toda nuestra liturgia, y toda la trabazón doctrinal, estarían incompletas sin él y sentiríamos algo de ese vacío, de esa frialdad que nos producen en las capillas protestantes los altares sin santos.
Y es que hasta en las más finas edificaciones del espíritu hace falta lo humano como pilar de sustentación, como elemento de arraigo sentimental. Él fue el paladín de la inteligencia contra el sentimentalismo del corazón, de la acción contra los lloriqueantes romanticismos, de la Patria destino contra la Patria sentimiento, pero nadie puede entender sus palabras como una prohibición de sentir. Porque es el sentimiento sensual y enfermizo, la poesía que destruye, la que se nos veda, no la poesía que crea la emoción del combate, de la cruz y del sacrificio. No se nos prohíbe amar; se nos exige amar con la inteligencia y con las obras, que es la más perfecta, la más intensa manera de amar. Se nos aparta de lo superficial, de lo intrascendente y de lo falso, de la galantería en la mujer, de la charanga en el patriotismo, del fariseísmo ante Dios; pero se nos ordena el sentimiento hondo de entrega y de conquista: el amor del todo en el hogar, el patriotismo del todo en la muerte, la religión del todo en la vida. Dentro de esta manera de entender las cosas lo sentimos a él en la Falange, emocionadamente, como una presencia inseparable de los himnos, de las banderas y de las consignas.
Por eso no se le puede empequeñecer en la anécdota mostrándole a través de la amistad y del conocimiento personal, porque hay que despojarle de todo lo episódico, aunque su relato a nosotros nos prestigie. José Antonio sólo puede ser el Fundador y no podemos verlo en fotografías de grupo, sino en estatua sola. No de cartón, sino de piedra. Porque José Antonio cumplió en la Falange su misión esencial. Todos hemos oído por ahí muchas veces la socorrida teoría, a veces expuesta con acentos doloridos, de que Dios nos lo arrebató, desgraciadamente, cuando todavía no había terminado de grabar las tablas humanas de nuestra ley. Que la mala fortuna se lo llevó sin acabar su obra como una rota esperanza. Y éste es el más peligroso y el más artero de los ataques a su mérito, porque es calificar toda la doctrina falangista de balbuceo incipiente, como un organismo a medio hacer que no resuelve el problema español completa y definitivamente. Y esto es lo que nosotros, demasiado ingenuos a veces, no podemos tolerar que se manifieste. La primera misión a que su condición de Fundador de un Movimiento obligó a José Antonio fue el trazado perfecto y terminante de las directrices doctrinales. Y el rigor intelectual, que fue su permanente preocupación, fue su mayor gloria. Él formuló un cuerpo de doctrina completo que comienza por el principio definiendo a la Patria, el Estado, el Hombre, la Vida. Los perfiles perfectos de una nueva España en una serie de rigurosas proposiciones. «Un sistema poético y preciso que tiene la virtud —como todos los sistemas completos— son sus propias palabras —de iluminar cualquier cuestión circunstancial.» Una concepción definida con sus ritos, sus símbolos y sus banderas, donde hasta se nos enseña a entender la vida y la muerte a lo español. Una Revolución, una actitud, una manera de ser. No existe una inquietud política, económica ni social ante la que un falangista iniciado en su doctrina pueda vacilar en la elección de caminos. No ha existido nunca un Partido Nacional tan claramente dibujado en lo intelectual como la Falange y ésta ha sido la gran fortuna para nosotros. José Antonio, consciente de su misión más difícil, que era regir los rumbos, que era planear la batalla, que era formar la levadura de un ejército, que era marcarnos los grandes objetivos estratégicos, pero que no podía ser dejarnos una tonelada de libros llenos de recetas caseras para cada pequeña complicación futura, se fue a su guardia después de terminar lo esencial de su obra. Y no deja de ser en quienes lo niegan pintoresca la apreciación, como no entienden por sistematización de una doctrina la media docena de palabras que sus viejos Partidos mostraban por todo contenido: religión, Patria, familia, orden, propiedad y trabajo, que ni siquiera eran pronunciadas por el orden que eran perseguidas.
En terminar la armazón de nuestras concepciones estaba la clave de nuestra permanencia, más allá de su muerte. Por eso se apresuró a lo esencial de dotarnos de una teoría completa para la transformación de la Patria, dejando en segundo término la acción (si es que por acción sólo se entiende movimiento), que era entonces efectivamente de menos trascendencia.
Antes de comenzar la jornada era preciso estar seguros del camino, porque no conduce a nada moverse si no sabemos hacia dónde. Él advirtió el peligro de caer en la idolatría de la actividad, de la agitación ruidosa y vana, porque era entonces ineficaz la postura de los «retóricos de la acción».
Aquí está su obra: una carta doctrinal perfecta, informada de la interpretación exactamente española de la vida. Y ahora aquí, en 1944, sobre la tierra ganada con sangre de sus escuadras, éste es José Antonio para la Falange: el Fundador en quien se humaniza la abstracción. Sobre la doctrina nosotros no tenemos nada que discutir y mucho menos que inventar. Por eso, camaradas, si nuestro mejor homenaje al capitán perdido es combatir por él, debemos ser poco aficionados a dormirnos en la contemplación de lo teórico. Porque aquí ya no adelantamos nada con ir acariciando perfiles en un lánguido manoseo de dilettanti. Es la hora de realizar, de cumplir exactamente sobre la vida de España cada orden escrita por sus manos sobre las cartas de rumbo falangista. Aquí, inmóviles, mirando unos para otros en una nostálgica evocación de nuestras primeras horas de combate, recordando tiempos que no va a hacer volver nuestro pensamiento, ocupados en las pequeñas meticulosidades de lo superficial y haciendo pinitos oratorios, seríamos indignos de haber sido mandados por él. Porque yo os digo que José Antonio desde su garita de muerto en el servicio no está mirando si éste mando o aquél obedece, si éste fue o dejó de ser, si esta condecoración está bien o mal concedida, sino que está de cara a lo trascendental de la Patria y de la Revolución, mirando si avanzamos o retrocedemos en sus frentes, en una mano los puntos de la Falange y en otra la legislación de España. Porque hay algunos de nosotros que se pasan la vida en la boba torre de marfil de su seudortodoxia rasgándose a cada paso las vestiduras ante las contingencias desfavorables, sin conceder la menor importancia a los verdaderos objetivos que debieron haberles decidido a encuadrarse en las formaciones falangistas. Estos hombres adoptan un olímpico apartamiento de la lucha como suprema postura de sacrificio, con ese gesto de quien no quiere manchar la inmaculada limpidez de su idealismo en el fango de los caminos presentes.
Con esta pintoresca composición de lugar hacen de sus vidas un lloriqueo permanente, una crítica constante de todo y de todos, en los labios la eterna frase acusadora de «si José Antonio levantara la cabeza». Cuando si José Antonio levantara la cabeza sería en primer lugar para hacérsela bajar a latigazos a su ambición mal encubierta de jefecillos fracasados, desertores en una hora dura frente al enemigo. Para hacerles entender de una vez que la Falange fue creada para hacer en España una Revolución. Para transformar lo económico y lo social conforme a unos patrones establecidos y que todo aquel que se inhibe cómodamente de esta obligación es un traidor que abandona a sus camaradas, tenga media docena más o menos de certificados de antigüedad.
Porque en la Falange se puede luchar desde el Poder por la conquista pacífica de la ley revolucionaria o desde fuera por la conquista violenta del Poder, pero lo que no se puede hacer jamás es adoptar posturas negativas de retirada, sin eficacia y sin riesgo, porque ésa es la falsa gallardía de los cobardes. Está ya demasiado desacreditada esa actitud de los que criticaban desde la retaguardia la lentitud de los avances en el frente. El mejor destino de las banderas y el mejor servicio de los hombres no es conservarse intactos en la pulcritud estéril de la inactividad, sino ganar la victoria, rotos, desgarrados y sucios con el barro y la sangre de las trincheras. Lo demás es emboscarse esperando el final. Es acaso tener miedo a perecer políticamente en medio de la pelea difícil, como si aquí alguno de nosotros tuviera derecho a guardarse y no tuviera el deber de arriesgarse a la muerte o la derrota propia seguro de ser relevado con ventaja por las olas nuevas de asalto que vendrán detrás.
Así tenemos que interpretar nosotros a José Antonio en la Falange, pendientes de los sentidos reales de la eficacia, con una angustiosa preocupación por lo que hacemos, no por lo que decimos; por lo que somos, no por lo que aparentamos ser; por lo que avanzamos todos en la Patria, no por lo que asciende cada uno en la jerarquía. Porque nosotros no podemos concebir a José Antonio compartiendo la inquietud politiquera de los cargos, de los personalismos y de las comparaciones, limitado a la preocupación pequeña de las historias y los méritos personales, sino viviendo en íntima compenetración la esperanza española de una Patria fuerte en la tierra, en el mar y en el aire; de una Patria fuerte en el espíritu, capaz de cumplir su destino de capitanía en el mundo; de una Patria fuerte en la economía, que asiente su poderío material en una orgánica concepción sindicalista, y de una Patria fuerte en la justicia, que rescate limpiamente para los sentidos nacionales de la Falange el alma de las muchedumbres irredentas.
Esto es lo difícil, pero esto es lo trascendental. La figura de José Antonio se perfila ahora en la Falange como vigía celoso de la doctrina, pero, además, como centinela de la acción. Con afilada perspicacia él está atento, camaradas, a las oscilaciones verdaderas de nuestra línea sobre la tierra concreta de lo real, y no sólo porque su personalidad está embarcada ya para siempre en la Historia con nuestra derrota o nuestro triunfo, sino en servicio de su fe de creyente en la idea. Aunque no fuera más que por la primera razón, nosotros no podemos entender ahora la Falange como un partido único, sin otro designio que mantener permanentemente en los mandos nacionales hombres con camisa azul y carnet de militantes que lleven banderas rojas y negras y digan al final de los discursos Arriba España. No la podemos entender como un complejo de organismos parados tranquilamente en la etapa presente sin la menor actividad de transformación de un estado de cosas como no sea en la palabrería o en el proyecto. Porque, camaradas, concebida así la Falange, no tendría la menor justificación de permanencia ni su Fundador la jerarquía que le corresponde en el futuro de la Historia. La Falange se justifica por una voluntad activa de transformación de una Patria que amamos «porque no nos gusta»; presidir eternamente una situación cuya imperfección nos hizo ser no es el destino de nuestras banderas. No podemos cortar el vuelo a la empresa ambiciosa para convertimos, al paso de los años, en un régimen estático, que no es peor que otros conocidos y que vive porque no existe otra concepción nacional mejor que se le oponga. No podemos asentar nuestra garantía de permanencia en una tolerancia amable, ni en una burocracia diligente, ni siquiera en una intachable honradez administrativa, porque la constante revolucionaria del mundo nos rebasaría implacablemente.
Nosotros no estamos aquí como políticos de vocación que quieren mandar sobre cualquier situación, sino como soldados que tienen orden y han hecho juramento de crear una determinada. Nuestra existencia se justifica por un combate contra «las precarias tranquilidades montadas en falso», que no consiste en tener banderas, ni en ensayar gestos, ni en prometer revoluciones, sino en modelar a golpes de nuestros martillos sindicalistas, sobre hierro, la Patria Libre dibujada por José Antonio sobre los planos doctrinales.
Él insistió muchas veces en el alerta contra las interpretaciones negativas de la Falange. Nosotros no somos anti-ésto ni anti-aquéllo; nosotros no somos línea defensiva de nadie, sino Juntas de Ofensiva de un orden exclusivamente nuestro. No podemos encerrarnos en nuestros cuarteles ni andar perdiendo el tiempo en bizantinismo de Ateneo; «nuestro puesto está al aire libre», es la calle la que tenemos que ganar, es la Patria entera de la que forman parte también, aunque muchos lo olviden, y, además, con la elevada jerarquía que les confiere el esfuerzo presente, muchos hombres que pelearon en las trincheras rojas, porque vieron formados con nosotros en la batalla a todos los que les escatimaron el pan.
Y aquí es muy interesante estudiar otro de los perfiles más significativos de José Antonio en la Falange: el de libertador social. Audaz e intransigente en la decisión de rescatar para la unidad y la ilusión de España el ímpetu de los cautivos en la negación y en el rencor. Un magnífico equilibrio personal refuerza aquí su posición doctrinaria. En José Antonio se funde lo selecto y lo popular, si se nos permite establecer en servicio de la claridad de expresión la contraposición de dos conceptos que, naturalmente, en sí mismos no pueden entenderse como antagónicos. En lo individual y en lo social, José Antonio es un hombre de selección y acaso precisamente por el excepcional afinamiento de esta característica se dibuja sobre el horizonte político de España como un capitán que siente sobre su propia carne la sed y el hambre de la justicia. Lo popular arranca a su espíritu las notas ardientes de lo verdadero y comprende la emoción rebelde de las muchedumbres esclavas, no con la frialdad de quien la estudia, sino con la pasión de quien la vive. Como dos corrientes que se remansan confundidas en el mar libre de su espíritu, estas dos tendencias ayudan a llevar el pensamiento de José Antonio a la unidad, antes que nada por un proceso intelectual, pero después de todo por idiosincrasia y por sentimiento. Porque él es en la Falange el artífice de la elegancia en los perfiles, el gran creyente en la eficacia de las líneas puras, el maestro de las actitudes bellas —que no es lo mismo que románticas—, el eterno cuidador del estilo y de la manera como nervio vital del sistema. Pero al lado de estas determinantes aristocráticas completan su personalidad virtudes esencialmente vinculadas al pueblo: El fanatismo y la pasión por la fe, la espontaneidad, la sencillez y la violenta agresividad en la acción. Elementos psicológicos populares efectivamente —que tampoco es lo mismo que livianos— de los que está informada hondamente nuestra concepción. Y aquí ya es interesante aprovechar esta lección explicada prácticamente en la vida del Fundador.
Hay espíritus tan exquisitos que sienten una instintiva repugnancia por todo lo que no sea integralmente selecto, entendiendo por selección integral la selección aparente. Estos tales no suelen detenerse a meditar que porque existe una elegancia de superficie y una elegancia de esencia se pueden expresar pensamientos plebeyos en lenguaje de madrigal y puede vivir en la cabaña más destartalada y más sucia el sentimiento más delicado y más limpio. Vienen a cuentos estas consideraciones porque existe en determinadas mentalidades un afán de estilización y de pulcritud mal entendidos que sienta desvío por todo lo que trasciende a muchedumbre y a taller. No queremos penetrar del todo en nuestra honda profundidad revolucionaria y andamos mojándonos los pies entrando y saliendo en las orillas de lo social con esa misma actitud entre temerosa y divertida que tienen los niños para el mar. En la acción sindical y en la acción social se percibe siempre un tufillo desagradable, como una reminiscencia de las zafiedades marxistas, se ve a la Falange bajo un prisma lleno de manchas de aceite y se siente la tentación de evadirse a la nostalgia de los gabinetes perfumados. Y esta actitud en su aparente preocupación por lo selecto es la más torpe y la más mezquina, porque se la impone a las almas pequeñas precisamente la incomprensión y el egoísmo. Es la ausencia más absoluta de elegancia espiritual, de generosidad para dar la mano a los que sufren y de sensibilidad para comprender su tragedia. La incapacidad para entender la grandeza que hay en el sacrificio de redimir, de hacerse igual y de sentirse hermano de los humildes.
No es marxista, no es proletario este matiz popular que repugna en la Falange; es cristiano, que quiere decir de Cristo «la suprema selección», de Cristo que, como una advertencia contra todas estas interpretaciones rastreras de la vida, quiso nacer en un pesebre y vivir en un taller de carpintero y elegir sus apóstoles entre pescadores mal vestidos. Estos son los sentidos puros y abiertos que José Antonio perfiló a enérgicos golpes de cincel; no vayamos nosotros a querer ahora, en un pedante prurito de quintaesenciarlo, emborronar sus recortadas aristas. Porque como una forma de doblegarnos inconscientemente a este desvío de lo popular, de lo caliente, de lo que es sangre y entraña de la Falange, pudiera acecharnos la tentación de aristocratizarnos falsamente hasta en las formas de expresión. No podemos suavizar los tonos y los estilos porque empiece el respeto humano de las intelectualidades mentecatas a avergonzarse de las palabras ardientes de ayer. Sentir que desentonan nuestros gritos de siempre en un ambiente determinado es empezar a darse por vencidos por él; y la retirada desde nuestra vieja dialéctica de acción y de combate hacia el academicismo y el almibaramiento no puede entenderse más que como un principio de cobardía en un final de decadencia.
José Antonio debe estar firme, invariable y presente para nosotros como un asidero fijo contra todas estas desviaciones. Sólo sobre la justicia de una Revolución entendió que podríamos edificar la unidad de una Patria. Ahí están, contra todos los refinamientos timoratos, sus resueltas palabras dirigidas a las juventudes rojas: «Para bien vuestro y nuestro, aunque ahora no lo creáis, y aunque a veces hayamos dialogado a tiros, será nuestra Revolución Nacional la que prevalezca.» Por aquello que él dijo de que «el egoísmo corresponde al hombre y la abnegación a la mujer», vosotras, mujeres de la Falange, menos expuestas a mezclar con la pureza de vuestro idealismo ingredientes de vanidad, de suficiencia o de interés, debéis constituir la más celosa guardia de nuestros sentidos permanentes.
No sabéis cuánto anima, en la aspereza de nuestra lucha de hombres, el acento de una voz femenina que canta el himno o grita la consigna y cuánto ayudan a mantener la entera verdad falangista palabras como aquellas de vuestra Delegada Nacional, camarada Pilar Primo de Rivera, cuando aludía a estas actitudes cobardes: «Contra los pusilánimes que tímidamente se van apartando de la Falange por si cambian las cosas, desprecio y buena cuenta.»
Por más sensibles y por mejores, vosotras interpretáis más exactamente a José Antonio que los más sabihondos exégetas. Porque la manera de ser y el estilo no son una fría tabla enumeradora que pueda enseñar las reacciones en cada situación y haga falta aprenderse de memoria, sino una actitud determinada, humana y ardiente frente a la vida que intuye las sendas verdaderas. Por eso habéis entendido mejor que nadie a José Antonio y antes que nadie y mejor que nadie a Franco como su único sucesor legítimo y directo. Hablando de José Antonio y la Falange, porque Franco representa en ello la suprema jerarquía presente, no podemos soslayar su nombre y su representación. Nosotros, por designio providencial, hemos tenido la fortuna de no perder al capitán de la doctrina hasta que se inmortalizó terminando lo esencial de su obra y de haber encontrado al capitán de la acción antes de que nuestra orfandad naufragase en la desorientación y el fraccionamiento.
Caídos todos los jefes indiscutibles, no penséis que el mando se hubiera establecido entre nosotros por una selección pacífica y meditada. En las Organizaciones combativas, las Juntas, los Consejos y las elecciones como fuentes supremas de jerarquías son una pamema que no sirven para nada y que, además, doctrinalmente no debe servir. Se impone primitivamente la voluntad del mejor y del más fuerte, armonía difícil de encontrar. La Falange no podía tener un jefe aupado tímidamente por nadie, sino impuesto por su propio designio de hermandad, porque un jefe débil es todavía peor que un jefe torpe. En este instante peligroso para nuestra existencia, Franco se puso resueltamente, como Comandante enérgico y seguro, al frente de una unidad en la que la violencia de la lucha sólo había permitido sobrevivir a unos cuantos sargentos. Él ha de encarnar para muchos años la jerarquía legítima, porque ha llegado a ella en la única forma que se impone la jefatura suprema en la Falange: por la fuerza de una personalidad. En las organizaciones de tipo heroico son siempre precarias las jefaturas que no sepan hacerse amar y que no puedan hacerse temer. Entre nosotros el Jefe supremo no se elige, no debe a nadie la jerarquía porque, consciente de su misión de capitanía y de su fuerza para hacerla sentir a los demás, se impone a sí mismo sin consultar ninguna opinión. Es la jefatura natural ante cuya fuerza moral nadie disiente, y a cuya energía todos se sienten sometidos. Si Franco nos hubiera pedido autorización para mandarnos, no hubiera sido nunca Jefe de la Falange. Se impuso, nos mandó bien y nos ganó. Porque hubo estilo hay legitimidad en el relevo. En la Falange, Franco es permanente como sucesor directo y continuador de la empresa de José Antonio. Bajo sus órdenes ganamos las primeras batallas decisivas y, como el Fundador, está vinculado perennemente a nuestra fe. En cambio, de nuestra lealtad en el afecto y en la disciplina, él no puede eludir jamás «la gloriosa pesadumbre del mando». Las nuevas generaciones han nacido al combate bajo su mandato y en las viejas filas se le entiende como un jefe de siempre. De su victoria depende el triunfo del Fundador. Ellos dos y la Falange estamos a bordo de otra Santa María misionera que enfila tierras nuevas del espíritu para la conquista y el Imperio. Vuestra es la misión de conservar blancas las velas y encendida la luz de los altares; de encarnar las virtudes tradicionales de la mujer de España y de rezar. Nuestra es la de pelear contra las tormentas y de «ir a morir sin llorar», seguros de que si en una hora gloriosa la fortuna arría el banderín corsario de nuestras vidas, tendremos por lo menos en la guardia de las estrellas una garita de diamantes muy cerca de Dios. Y como nosotros no debemos estar siempre preocupados de lo que hicieron ayer Carlos V o Cisneros, sino de lo que harían hoy en nuestro puesto, vosotras debéis ceñir vuestra conducta a la realidad del presente adivinando lo que hubiera sido en ella Teresa de Jesús si no hubiera sido monja, o Isabel de España si no hubiera sido Reina.
Porque es aquí, en esta labor callada y femenina de bordar para la Patria los finos tejidos del espíritu que José Antonio os confió, donde debéis cumplir el empeño de aquella divisa caballeresca, que no sé quién grabó en su escudo: «Con manos de cristal nudos de hierro».
¡Viva Franco! ¡Arriba España!