En la Dirección General de la R. E. N. F. E.
(Madrid, 24 de abril de 1944.)
Excelentísimos señores, trabajadores, camaradas: La imposición de estas Medallas del Trabajo aferra en nosotros el pensamiento revolucionario y la rebeldía española contra los enemigos de la unidad en la justicia y en la Patria.
En presencia de estos trabajadores laureados, nos parece como si tocásemos con las manos la posibilidad de un futuro alegre en el que los hombres, abiertos los ojos a la verdad de nuestra fe, se dividiesen exclusivamente por su capacidad de honradez, de trabajo y de patriotismo. Porque si todos los que forman, se mueven y actúan en la Patria fuesen dignos de llevar prendida esta Medalla sobre sus guerreras de paz, el problema social sería pronto el primer escalón español de la victoria. Con estos hombres puede uno entenderse, porque ellos no tienen nada que temer de las transformaciones justas, porque ellos tienen que ser precisamente los primeros interesados en deshacer la gran mentira, la gran injusticia que enfrente en la gran unidad económica a los oficiales y a los soldados, mantenida por todos los que se aprovechan del rendimiento de su esfuerzo.
Somos tan torpes que andamos todavía inventando habilidades para resolver cómodamente el problema social, insistiendo en esa sobada teoría del arbitraje paternal entre las clases –que viene a ser como buscar la justicia en la superficie–, y con ese volver a las andadas no saldremos del paso jamás. Porque todos esos enfoques parciales de la cuestión social que intentan buscar la armonía entre el trabajador empresario y el trabajador obrero sin modificar el orden social y económico, han sido propugnados hace muchos años por los charlatanes de la política tan a sabiendas como ahora de su inutilidad. Cuantos entienden como meta exclusiva en lo social los sistemas de protección a que la actualidad nos fuerza y hablan mucho y bien del salario mínimo, de la hermandad de las clases, de la elevación necesaria del nivel de vida obrero, pero no hacen la menor referencia a la necesidad de crear un orden económico-social diferente que nos permita hacer posibles en el grado necesario estos anhelos, están intentando clavar una bandera en el agua.
Porque es verdad que se han logrado en lo social, dentro de este orden provisional que las circunstancias nos imponen, avances positivos –Seguros Sociales y otras Instituciones de Previsión, estabilidad y mejora en las condiciones de vida de los trabajadores–, pero no es menos cierto que antes de llegar a alcanzar una remuneración holgada, que no puede ser sólo económica, del servicio laboral, es preciso modificar hondamente la organización actual del trabajo si no queremos que nos detenga definitivamente esa línea de peligro para la economía del empresario –sumando de la de la Nación–, que en este estadio el más elemental sentido común le señala como tope a nuestra previsión redentora. Las realidades no se moldean a la medida de las palabras. Cuando un sistema económico-social, que estamos intentando sustituir, divide a los hombres en clases y contrapone sus intereses, porque en él un hombre gana cuando el otro pierde, esas clases existen, por muchas habilidades dialécticas que despleguemos para negarlo. Y esas clases luchan y esas clases se odian porque no existen términos hábiles para poner de acuerdo las voluntades cuando se marcan casi exactamente a las vidas objetivos contrarios. Se puede ganar la simpatía de unos a costa del rencor de los otros, pero no se puede establecer entre todos ninguna duradera hermandad si no es en la esperanza y en la persecución de un sistema que la haga posible. Lo demás es perder el tiempo o ganarlo, según los objetivos de cada cual. Franco vio claro en este problema y eligió la solución revolucionaria y completa de la Falange, que no me creo obligado a estas alturas a exponer con minuciosidad, y menos en esta brevísima intervención.
Para todos los españoles honrados que amen a su Patria, en su transformación espiritual y material está la clave de la sincera unidad española, y ningún trabajador de la Nación podría ni debería seguirnos si nuestro empeño no fuese más allá de los regateos mezquinos que no hacen sino atizar la discordia clasista en su corazón y en su pensamiento.
Estas pocas palabras sólo han querido subrayar, insistir en una orientación falangista española y ortodoxa contra el falseamiento de las posibles visiones sociales a la antigua. En el momento actual de la Patria sobre este extremo nadie tiene nada que teorizar y mucho menos discutir. Hay una doctrina que se nos ordena seguir por el único español que puede presumir de no haberse equivocado nunca mandando la Patria. Esta doctrina propugna la modificación del orden social y económico porque la entiende como necesaria para hacer posible la hermandad de todos en lo que José Antonio llamó «el sueño de una común tarea», que es la destrucción de los objetivos contrarios.
Estos trabajadores a quienes la Patria distingue esta mañana son testigos de mayor excepción. Ellos saben que aun alcanzando al límite de liberalidad que la economía de sus Empresas les pudiera permitir, no está resuelto el problema social. Es necesaria una organización diferente, y quien no esté dispuesto a seguir el camino revolucionario del Caudillo no quiere a su Patria. Pero estad seguros de que este camino se sigue y aquella meta se alcanzará. Y todos los que esta mañana nos dais la razón en el pensamiento, pero dudáis de su victoria en la realidad, habréis de creer, no importa después de qué batallas, en la Gran Patria trabajadora y libre –que no clava sus banderas en el agua, sino en la playa firme de lo real–, en la que, como Dios enseña, se estrechen las manos de los hombres.
¡Viva Franco! ¡Arriba España!