Filosofía en español 
Filosofía en español


Dilema

(Diario Arriba, de Madrid, 21 de mayo de 1943.)


Con frecuencia hemos hablado de lo que la Falange significa en la guerra y en la victoria de España. Solución Nacional única al margen de los grupos políticos, encarnación genuina del sentido español y corrección providencial en un momento favorable de la historia, de todas las maneras parciales de entenderlo.

Jugar definitivamente a cara y cruz el futuro español en una última partida, solo era posible marcando de antemano la victoria con el signo de una nueva fe que encuadrase todas las inquietudes justas, no con la media tinta de una alianza, nacida de muchas transigencias, sino con la verdad entera española, disgregada entre muchas mentiras, que hacía falta rescatar trozo a trozo de cada fracción. Un Movimiento capaz de prender con fuego en las formaciones de juventudes combatientes, de poner en pie de guerra los espíritus –contra el resabio de las politiquerías mansas– con clarinazos ardientes de rebeldía, de despertar por encima de todos los partidismos accidentales, políticos o clasistas, una inquietud española hecha acción en agresividad disciplinada de milicia. Porque la Falange era la concreción de esa inquietud, Franco llevó con ella a la victoria todas las banderas de la Patria.

La Historia ha de juzgar el gesto de un hombre que, en medio del peligro más grave que corrió su Nación en muchos siglos, quemó resueltamente todas las naves de los cautos pilotos experimentados –porque eran costeras de la mediocridad– y se embarcó con una tripulación de juventudes inexpertas, que habían perdido sus jefes en los primeros choques, porque enfilaban el mar abierto de la gran aventura española. Y aquí está el error de muchos obedientes todavía a la manera de entender las cosas de ayer.

La Falange no era en el pensamiento del Caudillo y de sus soldados un arma de guerra, una fórmula provisional para mantener la unidad, la moral y la esperanza de un conglomerado heterogéneo, era una meta real de la victoria. No un señuelo sino una promesa, no una propaganda engañosa sino un objetivo verdadero. No se utilizó una mentira para obtener una victoria, se intentaba la victoria para hacerla servir una verdad. No fue la Falange para la guerra, sino la guerra para la Falange, como no es la Patria para ella, sino que es ella para la Patria. Algunos hombres –a pesar de la claridad con que se dijeron las cosas– no lo han entendido así y parecen concebir la victoria como una meta final, como un golpe que nos permitió aniquilar a un enemigo para después discutir entre nosotros solos cuál había de ser, de verdad, la orientación.

Tal composición de lugar hace que puedan escucharse todavía peregrinos argumentos contra nosotros y engendra negativas actitudes de hostilidad en algunos que, en vez de ayudarnos a corregir las imperfecciones naturales de un régimen que nace en lucha contra tantas dificultades interiores y exteriores, ponen de su parte cuanto pueden para combatirlo –su pasividad– con una inconsciencia desesperante. El que entre ellos pueda haber algunos españoles leales hace que entendamos como deber estos llamamientos a la verdad falangista –orden de nuestro estilo proselitista y misionero– para intentar un deslindamiento de campos que nos permita fijar el verdadero enemigo y ser certeros al tender la mano y al herir. Porque con tantos confusionismos, intencionados o no, se están barajando otra vez juntos verdades e intereses, y aprovechando banderas gloriosas para forrar libros mayores de negociantes; y con estas tergiversaciones estamos retornando a los antiguos sistemas de la anteguerra, en los que, por una mezcolanza de medias verdades, de idealistas y de usureros, nuestra generación no era capaz de entender, al asomarse a la vida pública, por qué se invocaba el nombre de la Patria para evitar un alza de jornales, ni por qué se quemaba una iglesia de aldea como reivindicación de los humildes.

Es perfectamente humano que hombres para quienes nuestra victoria aparece como una merma de sus intereses y de sus privilegios se opongan, en nombre de esos intereses, desesperadamente a nuestra marcha. Si no se está conforme con nuestra concepción social y económica, si se añoran situaciones más cómodas o posturas que permitan a los más fuertes prevalerse de su ventaja para servir su propia prosperidad, debe presentarse francamente en ese terreno la batalla. El egoísmo de estas actitudes tiene, al menos, el paliativo de la sinceridad; un poco de la aureola que le da al enemigo saber batirse a cuerpo limpio, de pie en su parapeto. Pero encubrir un interés con un ideal, parapetarse detrás de idealistas equivocados –por ejemplo– para hacerles sucumbir defendiendo inconscientemente las últimas líneas de la injusticia, es de un refinamiento que no debiera merecer perdón. Y el sacrificio estéril de quienes así son utilizados entraña una grave responsabilidad. Hombres que pudieran prestar magníficos servicios en nuestras formaciones y ayudarnos a dibujar con más exactitud y urgencia los perfiles de la nueva Patria, se debaten contra sí mismos en amarguras estériles, preocupados del accidentalismo y de la forma. Que símbolos honrosos y conductas generosas puedan prestarse inocentemente al juego de mezquindades fenicias, nos obligan, a quienes desapasionadamente observamos la situación, a gritar lealmente un alerta, acreedor a ser meditado por la amargura y la sinceridad que lo deciden. De extremo a extremo, en casi todos los grupos políticos de ayer puede haber hombres a quienes aprese, como a nosotros, la ilusión de una Patria grande, que estamos condenados a vivir hace siglos sólo en la nostalgia de la Historia. La derrota de sus agrupaciones concretas, en el amanecer guerrero de España, no les permite serenidad de visión para observar la victoria de los principios fundamentales que decidieron sus primitivos encuadramientos, ni para captar en sus verdaderas dimensiones la realidad que estamos viviendo. Apasionadamente juzgan las situaciones, sopesan las fuerzas y deforman las doctrinas. Limitada la visión por la neblina de ambientes reducidos de los que no quieren salir, intentan y consiguen vivir de espaldas a una verdad bien diferente. Así puede escucharse de labios sinceramente convencidos de ello que la Falange cada vez cuenta con menos éxitos en la lucha, con menos entusiasmos en la Patria. Precisamente ahora, cuando en grandes núcleos trabajadores surge un gran movimiento de comprensión, y cuando centenares de miles de españoles cubren, en manifestaciones fervorosas y en oleadas de gritos, la carrera a su Jefe Nacional.

Nunca ha servido para nosotros el número de quienes las defienden como medida de las verdades, y si hemos hablado de la reacción falangista popular del 18 de julio, que barrió los Partidos –en uno de esos instantes de peligro que afilan el instinto de los pueblos–, es precisamente para combatir con sus propias armas la cerrazón de las mentalidades liberales.

Pero si la Falange es para nosotros la verdad española –con la masa o contra la masa–, si no pueden emplearse contra ella argumentos de desasistimiento de la opinión por quienes están convencidos de la estúpida paparrucha del sufragio, tampoco puede dejarse de entender –que nos sirva o no nos sirva para afirmar nuestra postura– nuestra pequeña minoría de ayer se bate ahora con una superioridad de fuerzas absoluta y creciente. Cerrar los ojos a esta realidad sería tan infantil como perder el tiempo insistiendo en su evidencia, y esta consideración es la que debe hacer entender como generosa y abierta una llamada que en otras circunstancias pudiera dejar entrever debilidad.

Una Patria Grande que no quiere pasar en letra pequeña a la Historia futura del mundo, cuya voz escuchen en silencio los nuevos ricos de la fuerza y del oro.

Una Patria Una, en que los hombres sean hermanos, en la que se sometan todos los intereses al imperativo de esa unidad y donde se lleve a cuestas, entre todos, la cruz de las horas malas, en una justa y cristiana repartición del sacrificio que ha de costarnos.

Una Patria Libre, soberana de sus decisiones, centro y no satélite, capaz de cumplir la misión que Dios le destinó en el mundo.

Esta es la decisión de una generación –de espíritus más que de edades– que ni sabe ni quiere saber nada de pasados inmediatos pequeños, que se desespera ante incomprensiones inconcebibles y que puede tener errores y dificultades en el intento de rescatar la gloria esclavizada de su Patria.

Contra tantas calumnias nadie hay más intransigente que nosotros en la decisión de informar nuestro Movimiento exclusivamente con valores españoles, a tenor de nuestro complejo espiritual.

Coincidimos con otros pueblos en el retorno a nuestras más específicas esencias nacionales; como ellos a las suyas, nosotros a las nuestras. Y que unas veces se nos tache de nacionalismo exagerado y antiecuménico y otras de influenciamientos extraños, habla bien poco en favor de la ecuanimidad o de la documentación de nuestros críticos.

Por una coincidencia, acaso providencial para el mundo, la primera vez desde hace siglos que un grupo español con un Jefe único, decidido a servir resueltamente contra todos los obstáculos la gran misión de la Patria, rige sus destinos, se apunta claramente la ocasión y no en forma de oportunidad que invita, sino de deber que fuerza. La ola de materialismo que amenaza arrastrarlo todo necesita un muro de contención que la detenga, un gran bandazo hacia el espíritu, para el que sólo puede servir la reserva española.

Avanzadas de la civilización occidental, orientalizadas, pueden representar, en cierto sentido, devenires peligrosos para todo el mundo y puede consolar la agonía de la fiera roja la contemplación de su demoledora siembra antiespiritualista en el corazón de los pueblos.

La civilización no es el rascacielos, sino la Catedral; no es el acorazado ni el submarino, sino el espíritu de la carabela misionera; no es la técnica, sino el hombre.

Hace falta tener preparados en orden de combate los valores supremos de la Hispanidad y lograr una unidad intensa, fervorosa, para que el grito español se escuche afinado y potente.

Ante esta inminencia gloriosa que apunta, todos los hombres de buena voluntad deben meditar un minuto si acaso tendremos razón quienes miramos las cosas así; si la no colaboración con la Falange no será un sabotaje con la Patria, y si será exacto que en esta empresa no hay más dilema que la ayuda o la traición.

La Historia, que juzga dos conductas y muestra dos consecuencias, les puede enseñar dos caminos: sobreponer como aquel Conde –el de la falsa cruz– un orgullo de facción al triunfo de su fe y de su raza, o empeñar como aquella Reina –la del yugo y las flechas– sus joyas, el caprichoso ornato personal, de una consecuencia política negativa y estéril. En el primero se perdió una vez una Patria; en el segundo se encontró otra vez un Imperio.

¡Arriba España!

 
(Diario Arriba, de Madrid, 21 de mayo de 1943.)