La Falange en la guerra y en la victoria de España
(Diario Arriba, 1 de abril de 1943.)
No se trata de cultivar un espíritu de exclusivismo, de pasar una cuenta de heroicidades ni de remachar con apologías apasionadas la importancia de los servicios que la Falange prestó a lo largo de la guerra.
Aquellas rivalidades entre unidad y unidad, tan frecuentes durante la campaña, hijas en el fondo de un noble afán de emulación y de un prurito infantil de supremacía en el valor, podemos ahora situarlas en el terreno de las trivialidades, y más después de una guerra como la nuestra, en la que los heroísmos acamparon apretadamente bajo todos los banderines. Por otra parte, nuestra manera de entender el servicio nos prohíbe terminantemente exhibir como mérito el cumplimiento de un deber. La Falange en los frentes de batalla cumplió sencillamente este deber, y desde los primeros momentos la mayoría de los falangistas lucharon, acaso un poco como Dios les dio a entender, pero siempre con buena voluntad y con valentía. Y los jefes militares que mandaron nuestras Banderas más tarde, están orgullosos de sus soldados. (Hemos de decir, sin embargo, para quienes de buena fe quieran seguirnos en estas consideraciones, que ninguna Organización de cuantas existían en la Patria, con más adeptos que nosotros, respondió tan espontáneamente a la llamada de las armas. Y conste que no nos referimos a los requetés navarros, cuyos Tercios, integrados exclusivamente por hombres combativos, sin otro matiz político importante que un fanatismo antiliberal, perfectamente falangista, los consideramos nuestros.)
Pero la Falange, en la guerra y en la victoria, desempeñó un servicio mucho más trascendental que el de las armas, porque dio tónica, objetivos y justificación positiva al Alzamiento. Porque no se puede jugar la última carta de una guerra civil, ante el presente y ante la Historia, a una mera defensiva, al interés de una clase, de un Partido o de una situación pasajera. No se puede hacer vivir a un pueblo una tragedia si el «para qué» no ha de compensar mañana la sangre que hoy se vierte, y no se puede levantar una bandera si no se dice dónde vamos a clavarla. Era necesario arrancar el timón de la Patria a quienes la llevaban con toda seguridad al naufragio, pero era necesario al mismo tiempo fijar el rumbo nuevo hacia el que nosotros queríamos dirigirla. Porque no era evitar que se fuera más adelante lo que podía justificar nuestra sublevación, sino el conseguir la arribada feliz de todos los españoles a una determinada costa, que no podía ser aquella de la que veníamos ni aquella a la que nos querían llevar. Y ese rumbo único presentido por todos, que ensanchó la base de colaboración en la guerra y la justificó en el exterior y en el interior, era sencillamente la carta doctrinal de la Falange. El que sin un instante de vacilación el Jefe militar del Alzamiento la hiciese suya, prueba tres cosas: la buena fe de su rebelión, desconectada de toda parcialidad política y clasista y encaminada exclusivamente al bien supremo de la Patria; la magnífica oportunidad de la existencia de la Falange y la interpretación perfecta del sentido español con que sus fundadores la perfilaron.
Mirar atrás estorba para caminar hacia adelante, pero el recuerdo es muchas veces una necesidad del presente y hasta acción presente en sí mismo.
Muchas ofensivas y muchas faltas de colaboración de hombres cuyo sentido de la vida y cuya capacidad de discernimiento nos las presentan como inexplicables, se deben con frecuencia a la existencia de un apasionamiento político partidista que no les permite serenamente meditar sobre una realidad vivida entre demasiadas inquietudes. Entre ellos hay españoles de buena fe a cuya opinión no podemos plegar, como es natural, nuestras decisiones y cuyas resistencias tenemos el deber de rebasar. Para ellos nos sentimos, sin embargo, en la obligación de recordar ciertas cosas sin reticencias y sin odios, por si Dios quiere que, al fin, vayan entendiendo los porqués de nuestra verdad y un día formen con nosotros en la gran comunidad española, de la que no puede estar ausente ningún hombre útil para la Revolución y para la Patria.
La verdad, por ser una afirmación, es exclusión de muchas, de todas las demás negaciones. De aquí que se pueda llegar a la fe de una idea mostrando el error de todas las ideas que no son ella misma.
El Alzamiento tuvo su justificación en una necesidad de la Patria, y entendemos la Patria como una unidad de destino en lo universal, informada por todos los valores del espíritu. En 1936 se llevaba a la Patria, a sabiendas, contra su destino, al callejón sin salida de un credo bárbaro, que nos iba a convertir en una colonia de los negreros rusos y que prácticamente significaba la desaparición de España como Nación. Era urgente la necesidad del gran viraje español, y sólo nos quedaba la última partida de las armas para intentarlo. Pero el gran viraje ¿hacia dónde? Las armas eran el instrumento, el medio de parar en seco un caminar hacia el abismo, pero ¿el fin? Un pueblo es como un río; se puede modificar su cauce, pero no podemos detener indefinidamente su corriente. Había que elegir un camino. ¿Cuál?
En el panorama político español anterior al 18 de julio, descartando los partidos rojos con sus medias verdades sociales, y los grupos antinacionales con sus enteras mentiras masónicas, encontramos tres únicas posibilidades: los grupos monárquicos alfonsinos, el populismo y el Tradicionalismo carlista. Examinemos la viabilidad de la primera solución. Los grupos monárquicos, con todo el respeto que pueda merecernos una lealtad mantenida en la desgracia, estaban perfectamente desligados de la emoción popular española, enfrentados ideológicamente con el grupo más numeroso, que se había declarado paladinamente republicano, y con el menos numeroso, con el que tenía vivo aún el viejo rencor de las dinastías. Esto, aun prescindiendo de que justificar un Alzamiento con una Monarquía es como fijar el punto de destino de un barco en el Mediterráneo sin que el viajero que va al Cairo esté demasiado seguro de no atracar en Marsella. Y si es el punto de destino el que indagamos, las diferencias son tan hondas como las trincheras de tres guerras civiles contra y por el liberalismo. Y si es el ensanchamiento de la base de colaboraciones para la guerra, estimamos que, con buena fe, una cabeza serena no hubiera podido aceptar esta solución.
El populismo, con su organización numerosa y perfecta, con sus ribetes de comprensión en lo social, era sin embargo, por definición, la antítesis de toda violencia; la doctrina del titubeo y de la transigencia, mal avenida con el espíritu y el coraje militar antilegalista que debía presidir el instante. Con frecuencia se achaca al populismo español mucha culpa de la gran tragedia española por no haberse decidido a aprovechar, en octubre de 1934, los resortes del Poder para dar un golpe definitivo que hubiera evitado mucha sangre. Es posible que tengan razón los que hablan así, pero los hombres del populismo, en aquella ocasión, fueron perfectamente consecuentes con su doctrina de la táctica suave y de la moderación. Su falta está, no en la infidelidad a su concepción, sino precisamente en lo contrario: en su exactitud para servir una doctrina errónea. Es muy duro estar predicando un sistema para en la primera ocasión romper en absoluto con él y seguir en la práctica el reverso de la teoría. Y les faltó decisión o humildad para hacer en aquella hora una profesión de fe diferente, olvidando que por encima de la consecuencia política personal están siempre los supremos intereses de la Patria. Por esta razón, el 18 de julio el populismo no podía cambiar tampoco por un banderín de guerra sus pacíficos estandartes; no tenía fuerza moral, ni capacidad de ímpetu, para alumbrar un Alzamiento ardiente y decidido de guerreros después de pasarse la vida abominando de la violencia. No podía constituir el acervo doctrinal de un Régimen que no iba a querer justificarse con arreglo al orden jurídico anterior, del que el populismo había sido prácticamente uno de los puntales, contra el que sólo tenían fuerza moral para combatir quienes no hubieran tenido con él el más pequeño contacto. Esta es la razón de que, también esta vez consecuentes, sus jefes no tuvieran en el Alzamiento la intervención que la importancia de sus masas forzaba a suponer, y de que sus mejores hombres, viendo claro en la hora española, se encuadraran en nuestras filas sin vacilación. Y no queremos hablar de otras diferencias profundas de ideología que hubieran excluido la colaboración entusiasta de muchos hombres, de haberse elegido este viejo camino como directriz de una victoria tan cara.
Y nos queda el Tradicionalismo carlista como la tercera solución. La mejor quiebra del carlismo para servir de base al Alzamiento era su falta real o aparente de contenido social. Personalmente estimamos que caben perfectamente dentro de su concepción las teorías más revolucionarias de la justicia nacional-sindicalista, pero es indudable que para la gran mayoría de los españoles el Tradicionalismo, preocupado antes que nada de las verdades primarias, dejó un poco en segundo término las reivindicaciones trabajadoras, cuando constituían la preocupación más inmediata y el verdadero caballo de batalla de la contienda, para las muchedumbres. Tenía la verdad de la fe y la verdad de la Patria, la verdad de la intransigencia y juventudes resueltas, con ímpetu y estilo para informar un Alzamiento guerrero. Había tenido siempre razón, y si en su combate permanente contra el liberalismo –el gran enemigo– la suerte de las armas no le hubiera sido adversa, acaso nuestra generación no hubiera encontrado una Patria en derrota. Quizá por esa convicción y por esa amargura el Tradicionalismo español miraba demasiado atrás, y no queriendo seguir el mal camino de toda la caravana española, se quedó de centinela en el cruce del suyo, el camino español, sin advertir que nosotros llegábamos a él por un atajo, pero mucho más adelante. Porque la tradición no es estar hoy donde estaban ayer los que tenían su verdad, sino donde estarían hoy si no los hubieran forzado a detenerse en el camino. Por esta equivocación sentimental, tampoco el Tradicionalismo podía constituir por sí solo la justificación de un movimiento en 1936. No tenía capacidad de proselitismo para encuadrar a todos los españoles del bando nacional después de tanto como se le había deformado, con tantos odios y tantas incomprensiones a cuestas. Y, por otra parte, su esencia cristiana, española y antiliberal, estaba recogida en nuestro sentido y rejuvenecida en nuestro dogma.
Ignoramos si el Caudillo, de cara a su inmensa responsabilidad, se hizo exactamente estas reflexiones cuando determinó cuál había de ser la meta de la victoria. En todo caso, su conclusión hubo de basarse en premisas parecidas. Pero sospechamos que la existencia de la Falange fue, en su preocupación por el futuro, su mayor alegría, porque respondía hasta tal punto a la necesidad de la hora, que de no presentarse ya en la Patria como una resuelta realidad, hubiera tenido necesidad de crearla. Porque la Falange no es una ingeniosa solución de un problema político-social, sino una interpretación exacta y completa de un sentido español de Imperio y de un sentido cristiano de justicia. En su misma existencia está su mayor servicio en la guerra y en la victoria de España.
Hay demasiados aficionados al milagro, demasiados creyentes en la casualidad. El que la Falange encuadrase tan rápidamente masas de hombres, el que sus gritos y sus banderas se impusieran instintivamente a todos los grupos, el que su emblema haya presidido la guerra y la victoria, no puede explicarse por imponderables del azar. Es que cuando los grandes peligros amenazan a los pueblos, hay un instinto que nos hace ver claro dónde está la salvación, y no hay fuerza moral para defender partidismos, porque vemos en ellos con la sinceridad de las últimas horas.
La Falange fue, en estos instantes de angustia, la única verdad para todos. Su concepción permitió justificar al Alzamiento y dar a la victoria una salida española y justa, ensamblar en una tradición gloriosa una revolución necesaria.
Pasó el peligro, y se quiere volver a las andadas; se empieza otra vez a cerrar los ojos. No discutimos que se trata de una actitud perfectamente humana. Pero queremos hacer meditar a los españoles que sucumban a esta tentación si no sería mejor, hasta para su propio interés, que en vez de la crítica sistemática ayudaran un poco a mejorar las cosas con una colaboración leal, cuya ausencia sólo puede, por otra parte, acarrear un retraso en nuestra marcha y una dura represalia a su incomprensión. Y tantos que equivocada o maliciosamente cuentan nuestras victorias por derrotas y entienden la lenta seguridad de nuestro paso como motivo de desaliento, piensen un momento con sinceridad de españoles hasta qué punto estaría desacreditado el régimen, hasta qué extremo tendrían necesidad de defenderlo contra el desencanto de las juventudes combatientes y de las masas trabajadoras, si la victoria se hubiera servido con otra solución diferente de la Falange.
¡Viva Franco! ¡Arriba España!