Seguro de Enfermedad
(Toda la Prensa, 30 de enero de 1943.)
Tenemos que acostumbrarnos a prescindir un poco de toda esa serie de tópicos, entre los cuales se cuenta el de calificar determinados defectos como muy españoles. Por este camino se llega fácilmente a la exaltación de lo más condenable, sin otro trabajo que considerarlo apriorísticamente como lo que pudiéramos llamar una imperfección perfecta en el tipismo.
Así, todavía quedan por ahí figurines liberales, de voz ahuecada, que hablan del individualismo español, del espíritu de oposición y de disentimiento como si fueran consustanciales con una raza y no con una época. Espíritus educados en este subjetivismo trasnochado, hasta cuando quieren romper, posiblemente con buena fe, una lanza en su contra, asoman la oreja liberal que no basta a encubrir el malabarismo de los conceptos. Y en estos tiempos todavía se puede dar el caso de que un buen ciudadano se manifieste públicamente sobre la oportunidad o inoportunidad con que se dicen las verdades, construyendo de paso una magnífica teoría de la disciplina para los demás. El que esto sea incurrir con pocos títulos conocidos en lo mismo que se critica no suele privar al espontáneo amonestador de cierto majestuoso empaque en sus pinitos definidores.
El Seguro de Enfermedad es una empresa demasiado trascendente y demasiado seria, para que en nada de lo que le atañe, aun accidentalmente, pueda permitirse la alegría de las críticas desde afuera, que a la larga sería difícil distinguir de las críticas desde enfrente. Como otras instituciones sociales ya en funcionamiento en la Patria, es la mejor afirmación de nuestra capacidad española de disciplina y de organización, contra todas las viejas monsergas derrotistas de nuestra inadaptación y de nuestro individualismo. Por ello estimamos necesario fijar claramente sus perfiles y establecer su trascendencia, y esta digresión sólo ha querido ser advertencia de que la buena fe no pueda servir de patente de corso para complicar cuestiones tan por encima de todos los personalismos, con bizantinismos de propia apreciación. Afortunadamente, en España las opiniones personales sólo pueden ser ya, en el mejor de los casos, motivo de pasatiempo, y los cartuchos de papel no sirven para decidir las batallas. Pero precisamente para aquellos que saben obedecer y callar es preciso a veces establecer con claridad el rumbo de las cosas y el alcance y significación de las instituciones nuevas.
El Seguro de Enfermedad era necesario en España. Nos sobran todas las razones para justificar esta afirmación, porque es una exigencia de la doctrina, y cuando el credo que profesamos ordena, ni permitimos discutir ni tenemos nada que explicar. Por una razón de orden práctico, se encarga de la administración del Seguro el Instituto Nacional de Previsión, cuyo servicio específico lo reclama. Por exigencia análoga, los servicios técnicos asistenciales competen a la Obra Sindical 18 de Julio, único Organismo Nacional que nos ofrece, sobre la garantía de su eficacia profesional, su capacidad y su decisión de proselitismo entre los trabajadores. Concebida así la realidad del Seguro, nos interesa estudiar cuatro extremos: el servicio económico, el servicio médico, enlaces de las dos esferas y repercusión personal del Seguro sobre el médico.
Lo económico encuadra, en primer lugar, la viabilidad del Seguro, que constituye la piedra angular de su éxito. En la resolución de este tipo de problemas, el Instituto Nacional de Previsión puede considerarse como uno de los organismos más aptos de su clase en Europa, ya que cuenta con un cuadro magnífico de técnicos especializados de demostrada experiencia en instituciones análogas. La viabilidad económica del Seguro de Enfermedad es un problema matemático que no admite términos medios. Una vez resuelto, la condición primordial del éxito está asegurada. En esto, como en todo, hay también algunos hombres de poca fe y otros de mala fe. Tenemos todavía la costumbre de vivir pendientes de lo que hacen o dejan de hacer los de afuera, de lo que en otras naciones pasa o deja de pasar. Y persiste un complejo de inferioridad que nos estima incapaces de triunfar donde otros fracasan y hasta de triunfar donde otros triunfan.
El Instituto ha resuelto perfectamente las dificultades económicas, grandes indudablemente, presentadas por un Seguro de Enfermedad que ha de funcionar con la misma precisión que otros Seguros ya establecidos en España, muchos de los cuales se han logrado o no se han logrado en el extranjero; extremos que a los españoles debe interesarnos muy secundariamente. Pero esta solución no ha sido obtenida a costa de gravámenes excesivos, que pudieran ser elemento causal de desequilibrios económicos. La situación de toda economía presenta un margen a las posibilidades de avance social necesario, cuya oscilación está determinada por el nivel de prosperidad. Estimamos tan equivocado rebasar ese límite como desaprovecharlo. Lo primero es contraproducente, porque un descenso peligroso en el potencial de riquezas que una disposición extremista o inmediata pueda acarrear, perjudica a aquellos mismos a quienes ha querido favorecer. Lo segundo implica una timidez respetuosa con la injusticia. El Seguro de Enfermedad ha sido concebido con obediencia a esta orientación; no grava peligrosamente las economías privadas; no pesa sobre el Presupuesto del Estado; constituye una unidad económica que se basta a sí misma. El gravamen mínimo que implica está compensado favorablemente por una serie de determinantes ventajosos. La enfermedad representa un grave problema para la industria, porque la producción depende de la eficacia del trabajador, definida en su parte más notable por su estado de salud. Un buen sistema de Seguro de Enfermedad interesa tanto al trabajador empresario como al obrero. La existencia de las Mutualidades, privada y parcial forma, aunque dignas de tenerse en cuenta, de paliar la ausencia del Seguro, es la mejor fórmula de este interés. Por otra parte, si aproximadamente hay en España cinco millones de trabajadores que cada año pierden como promedio nueve días, cada uno, por enfermedad, cuanto se haga por reducir esos cuarenta y cinco millones de jornadas perdidas es favorecer la potencialidad económica de la Patria. Una de las causas de crisis de producción es, desde otro punto de vista, la pérdida de capacidad adquisitiva de las economías privadas. La indemnización establecida por la nueva ley, 50 por 100 del salario (a la que son acumulables otros tipos de indemnizaciones protectoras hasta el 90 por 100), fijando para éste un promedio de 10 pesetas, significa que el conjunto de los trabajadores de la Patria podrá gastar 225 millones de pesetas más por año, aumentando el consumo y contrapesando para el industrial el gravamen obligatorio. La participación de la Empresa y del trabajador en las cuotas del Seguro, obliga a aquélla a interesarse por la salud de sus obreros y a éstos a velar por el buen funcionamiento de la Institución. La unidad orgánica y funcional que el Seguro implica en la lucha contra la enfermedad, redunda en una economía indiscutible de conjunto; nada más caro que la anarquía actual, en la que hay provincias sin centros de Maternidad junto a otras cuyos sanatorios y hospitales están siempre vacíos. No olvidemos tampoco que todo progreso material está determinado por una distribución equitativa de la capacidad de adquisición y por una protección eficaz de los productores y sus familias contra el riesgo en general y contra el peligro de la enfermedad en particular. Ni pasemos por alto el aumento real de salarios que significa el que el obrero no tenga necesidad de restar una cantidad como ahorro previsor para hacer frente a las posibles necesidades sanitarias de su hogar. Dentro de estas consecuencias favorables que examinamos, como contrapartida del gravamen, es preciso considerar el Seguro como factor de economía social, porque suprime el espíritu de Empresa mercantil en la Sanidad, y porque al unificar los instrumentos de lucha contra el mal evita la dispersión y la multiplicidad de esfuerzos aislados, antieconómicos siempre. Y como factor de economía individual, en cuanto que con la generalización de las aportaciones reduce la cuota del obrero que hoy paga solo y aumenta los ingresos del médico, antes víctima del espíritu de Empresa mercantil. Y no es pequeña ventaja la que representa como mecanismo adecuado de distribución de riqueza entre los grupos sociales y entre unos grupos y otros de beneficiarios.
El Seguro es, además, un magnífico auxiliar de estadística y de control sanitario de masas por servicios y por regiones. El conocimiento exacto que presta de las necesidades de este orden ha de permitir adoptar medidas de mejoramiento sanitario de la población activa, que no sólo representa un avance en la solución del problema demográfico, sino una reducción en la pérdida de jornadas de trabajo directamente proporcional al aumento de la producción y de la riqueza nacional.
Estamos hablando de repercusiones puramente económicas que alcanzan al conjunto del cuerpo social, y si hay quien ha entendido la vida girando exclusivamente sobre el materialismo de sus ejes económicos, nosotros percibimos, por el contrario, hasta en lo económico, por encima de lo económico, la fuerza viva del espíritu. Por eso, en su proyección sobre el trabajador, el Seguro de Enfermedad no sólo representa una ventaja económica, sino una elevación en el sentido de la dignidad.
La enfermedad equiparaba, en el régimen anterior, al trabajador y a sus familiares con el mendigo; la beneficencia era su único derecho. El establecer una clara línea divisoria entre el pobre y el trabajador, es una fórmula práctica y espiritualista de enaltecer el trabajo como honroso servicio de la Patria. Estas son las principales consecuencias y los perfiles más acentuados que el Seguro de Enfermedad presenta en lo económico.
Pero el Seguro así concebido necesita hacerse realidad y eficacia a través del médico. Pero del médico encuadrado en una unidad disciplinada, específicamente dedicada a la labor sanitaria entre los trabajadores, resueltamente dispuesta a la tarea de su proselitismo para la Patria. Con frecuencia miramos los problemas solamente por una de sus caras, desaprovechamos en el servicio de la colectividad una serie de fuerzas eficaces únicamente por la timidez, por el respeto humano de no romper con un prejuicio que heredamos como un lastre de las generaciones precedentes. La eterna cantilena de separar lo profesional de lo político puede ser aceptable cuando la política es un accidente, un cansado relevo de partidos análogos; pero cuando lo político se entiende como fe unida en un credo afirmado con sangre, que ha de servir con exclusividad y permanencia la gran empresa de la Patria y la orden apremiante de la justicia, la vida toda debe estar informada de su esencia, de su verdad y de su misticismo, que están por encima de lo profesional, como el espíritu está sobre la materia, como la misión de todos tiene a su servicio la misión de uno. Entonces son las vidas individuales las que deben servir esa fe, y lo profesional no es más que una esfera de cada vida. La ocasión que la asistencia médica ofrece de ganar hombres, de llevar la verdad a las inteligencias y de curar a un tiempo el cuerpo y el espíritu de viejas heridas, entendemos que constituye uno de los servicios más nobles y más eficaces para la unidad espiritual de la Patria. Ningún organismo, si no es la Obra 18 de Julio, responde en sus características a esta necesidad, y de ella esperamos magníficos rendimientos en las dos esferas –técnica y política– que constituye su cometido. Y tan delicado, trascendente y específico entendemos el servicio médico del Seguro de Enfermedad, que si esta Obra Sanitaria Sindical no hubiese existido, hubiera habido necesidad de crearla con iguales características a las que posee: disciplina falangista y profesional, servicio exclusivo de trabajadores, organización jerárquica de tipo nacional.
Ella ha de desempeñar sus servicios asistenciales con la independencia necesaria perfectamente compatible con el control administrativo del Instituto Nacional de Previsión, órgano responsable de la estabilidad económica. La Obra establecerá sus cuadros de médicos y entenderá en la distribución de los centros sanitarios. Y a todos los incrédulos y a todos los sistemáticos detractores de lo nuestro brindamos una ocasión de comprobar cómo puede funcionar un Organismo de la Falange cuando tiene un pilar económico seguro en que apoyar su actividad.
Ahora bien: esta dualidad técnico-administrativa no implica complicación ni esfuerzo divergente, sino, por el contrario, simplificación. Se basa en la teoría de la división del trabajo y constituye dos unidades de servicio dentro de una unidad de institución. La única orden y la única disciplina de la Falange y del Estado Nacional-Sindicalista han de encuadrar a todos sus hombres. Dentro de ella no cabe el resabio clasista que establece barreras entre el funcionario y el médico. Porque debemos entender de una vez la Falange como una doctrina unitaria para la que los hombres que trabajan no pueden formar castas diferentes. La eminencia médica y el Oficial segundo o el Director General y el médico de aldea tienen nuestra consideración, nuestra estima y nuestra admiración, exclusivamente en razón directa de la fe y la eficacia con que desempeñan su servicio. La vieja soberbia de las profesiones y de las categorías quedó enterrada para siempre, con muchas más concepciones injustas demoliberales, en las trincheras cegadas de la guerra. Los enlaces y las relaciones necesarias entre los dos servicios del Seguro habrán de sujetarse inexorablemente a esta consigna. Y, por nuestra parte, estamos decididos a no tolerar ninguna manifestación en sentido diferente.
Y nos queda todavía el último extremo de los enunciados al principio: la repercusión que sobre el médico ha de producir el Seguro tanto en el orden económico como en el profesional.
Si se quiere atacar una Institución con eficacia, la táctica más segura y más fácil es sembrar la inquietud entre quienes han de ser sus colaboradores más directos. El Seguro de Enfermedad, por ser el avance más profundo en lo social conseguido hasta el presente, acaso no escape a este género de ofensivas. Para que ningún español de buena fe pueda ser víctima de estas posibles maniobras, nos interesa sentar terminantemente que el Seguro de Enfermedad no puede constituir una mengua en la economía privada del médico. Por el contrario, ésta se beneficiaría, porque las prestaciones sanitarias del Seguro aumentan el requerimiento de los servicios médicos en infinidad de casos en que los pacientes, de no haber estado asegurados, no se hubieran decidido a hacerlo. Se suprimen para el médico las partidas fallidas de los enfermos imposibilitados de pagar. El Seguro, por otra parte, constituye un alivio al problema de la sobresaturación profesional, hasta el punto de que en su pleno desarrollo acaso aparezca el problema contrario. Pero sobre cuantos argumentos pudiéramos acumular en defensa de este punto de vista está nuestro criterio falangista de justicia, dispuesto a impedir que economías muy equilibradas, como son por lo general las de los médicos de Asistencia Domiciliaria, pueden resentirse por disposiciones que mueve el espíritu de esa misma justicia. Y no se olvide que existe una legislación de trabajo que no sólo regula la labor profesional, sino que controla su retribución. Una realidad inminente no puede ser encubierta con palabras; no escribimos para tranquilizar provisionalmente a quienes pronto pueden juzgar por sí mismos de la exactitud de nuestros asertos. Por esta razón, no podemos tampoco ocultar la posibilidad de que un pequeño grupo de profesionales haya de sufrir un descenso en sus beneficios. Nos referimos a todos aquellos que contra ley vienen desbordando ampliamente el número de beneficiarios que les asigna el contrato de trabajo, con lo que condenan a muchos compañeros a la inactividad y a la estrechez. Pero no pueden interesarnos estos grupos de privilegiados ni sus intereses ilegítimos, sino la prosperidad económica de los médicos como colectividad de profesionales. Entendiendo que el rendimiento económico que supone para el médico el contrato de trabajo actual, está sujeto a las modificaciones favorables que el criterio de justicia, expuesto más arriba, defina como necesarias.
Estas son las orientaciones bajo las que el Seguro de Enfermedad ha sido concebido y ha de llevarse a la realidad.
El trabajador que durante su enfermedad eventual no percibía el jornal y tenía además que hacer frente a los desembolsos que los servicios sanitarios, necesarios a su restablecimiento, representaban, percibirá desde su instauración el 50 por 100 del salario y tendrá gratuitamente asistencia médica, farmacéutica y clínica. El beneficio no sólo alcanza al trabajador, sino a sus familiares. No sólo al obrero industrial, sino al campesino, al que trabaja por cuenta propia y al que desempeña labores domésticas, al que trabaja y al que se encuentra en paro forzoso. Sencillamente, esto es el Seguro de Enfermedad, y para considerar la tranquilidad que representa en muchos hogares españoles, estimamos que basta esta lacónica comparación. ¿Se puede jugar contra esa tranquilidad la carta de algún pequeño interés personal, de nuestro espíritu de rencilla y de comineo o de un rencoroso disentimiento ideológico? Y si se puede, ¿hay algún español honrado, con sentido común, que crea después de todo lo que pasó y antes de todo por decisión del Jefe Supremo de la Falange, por cuya orden el Seguro se crea, ha de pasar, tenemos el derecho de tolerarlo?
¡Viva Franco! ¡Arriba España!