Una poderosa fuerza secreta. La Institución Libre de Enseñanza Editorial Española. San Sebastián 1940

La Institución Libre y la sociedad

La Institución y la guerra

X. Y. Z.

Catedrático de Universidad

En estos últimos años se ha escrito mucho sobre la Institución y los institucionistas. Ha sido analizada la conducta de aquellos hombres que nos han llevado a la terrible tragedia de la guerra. Es evidente que la Institución Libre de Enseñanza, como empresa política, y la mayoría de sus directores, no pueden separarse, al juzgar sus maniobras, de las sociedades masónicas. Hablando con el P. Domingo Lázaro, marianista, a raíz de la implantación en España de la segunda funesta República, nos decía este insigne malogrado pedagogo y representante de una de las más autorizadas instituciones religiosas lo siguiente: «Desengáñese usted: los cerebros rectores de la Institución actúan como lo que son: masones patentes o solapados. En las Órdenes religiosas existen los que desde antiguo se denominan Padres graves. Indudablemente los que así pudiéramos denominar, por lo que respecta a la organización de Giner de los Ríos, son masones, y ello hace que la dirección de su pensamiento y el efecto de sus actividades se confundan con el pensamiento y las actividades de las logias.» La observación atenta de los hechos y de las maniobras de los más conspicuos institucionistas y adláteres, realizados antes y después de estallado el conflicto de las armas, al que fue preciso recurrir para defender la existencia misma de España, prueban a todas luces que las palabras antes citadas, así como el juicio [260] universal que asigna un íntimo parentesco espiritual a la Institución con la masonería, es una gran verdad.

Importantes son las pruebas documentales para enjuiciar en una misma causa a los presuntos delincuentes; también lo son los relatos de los testigos que merecen confianza; pero, aparte del crédito de estos últimos, es menester dar un considerable valor como argumentos probatorios a los resultados de la observación hecha por hombres imparciales y al mismo tiempo perspicaces. Desgraciadamente, esta categoría de personas no abundan en nuestro país, y ello explica que una labor tan corrosiva y funesta como la realizada por los masones y por los judíos en España durante los diez últimos años haya podido pasar inadvertida para la mayoría de nuestro pueblo. A la deficiencia del espíritu de observación sagaz, hay que añadir un defecto muy extendido en nuestra sociedad: la falta de valor cívico, que induce a muchos de los que conocen y saben de intervenciones y labores peligrosas a callárselas, por temor a que la delación les produzca enemigos y perjuicios personales de los cuales quieren huir. Esta cobardía, tan en contradicción con el valor heroico de nuestros hombres en la lucha material frente a frente, como se ha demostrado y en los diversos campos de batalla en nuestra península, explica mucho de lo sucedido y es además lamentable condición psicológica de la cual tenemos que curarnos, si es que amamos a nuestra Patria y deseamos sincera e intensamente su salvación.

Indudablemente, la falta de espíritu de observación ha existido y existe en nuestra España con respecto a las causas del mal que nos aqueja. Así se explican algunos fenómenos pasados desapercibidos en los tiempos que precedieron y siguieron a la caída de la Monarquía.

Recordemos a este propósito un ejemplo: [261] en Madrid, en el conocido cinematógrafo de la Gran Vía titulado «Palacio de la Música», tuvimos ocasión de observar hace años cómo en el vestíbulo del mismo se exhibían libros y folletos en una vitrina que, a diferencia de otras colocadas en el mismo sitio, guardadoras de objetos de propaganda de diversos comercios, no tenía cristales. Aquellos folletos estaban al alcance de la mano y podían disponer de ellos todas las personas que lo tuvieran por conveniente, no ciertamente para leerlos y volverlos a reponer en su sitio, sino como propaganda que se hacía para su transporte a domicilio, con el fin de que la lectura de aquellas publicaciones totalmente comunistas, anarquistas, revolucionarias todas ellas, hicieran su efecto entre los lectores que cándidamente creían haber hecho una gran adquisición. Es indudable, por lo tanto, que aquello fue un camino de propaganda a todas luces de carácter judaico.

Por la misma época o un poco más tarde, después de haberse realizado la quiebra de la Empresa editorial «Ciap», en donde había una participación judía tan significativa como la de los Bauer, quiebra coincidente o por lo menos en relación aproximada con la Banca (Bauer) del mismo nombre establecida en Madrid, pudo verse al cabo del tiempo y como consecuencia de la misma, la expendición, poco menos que regalada, por las calles de la villa que había dejado de ser Corte, de montones de libros procedentes de la «Ciap», en los cuales todos los pensamientos disolventes, todas las literaturas avanzadas, todos los folletos de carácter más o menos revolucionario, todas las informaciones tendenciosas y exaltadoras del paraíso soviético, se ponían al alcance del pueblo de Madrid por unos céntimos. Sorprendía la inundación de aquella literatura; que ya en el orden de las costumbres privadas, como en el de los fundamentos religiosos y políticos, no podía hacer otra cosa sino trastornar conciencias y [262] llevar a los cerebros mal preparados o completamente ayunos de espíritu crítico y de resistencia al veneno, como eran y como son los del pueblo, el tóxico preciso para fijar la atención y conquistar las voluntades en pro de un desquiciamiento de los apoyos espirituales de la sociedad, mediante el cual se logró (o por lo menos se contribuyó en gran parte) el triunfo, primero de los disfrazados bolcheviques injertos en la República española, y segundo, la subversión de las masas populares trabajadoras, las cuales, bajo el signo de Marx, han sido los potentes factores de tanto dolor, de tanto estrago y de tanto crimen nauseabundo como hemos sufrido en estos últimos años. Si la justicia resplandece, como es de esperar que así sea en la futura España, algún día habrá necesidad de averiguar quiénes fueron los inspiradores de esta literatura publicada por una Compañía en la cual se injertaba un retoño tan judaico y que daba como resultado de una quiebra más o menos legítima, una labor de propaganda nociva como la hecha con la venta casi gratuita de todos estos libros.

No concluiríamos citando ejemplos demostrativos de que los males revolucionarios de tipo notoriamente comunista eran las consecuencias de una sistemática, pérfida y bien pensada labor que desde las cumbres del Poder moscovita se extendía en España a través de numerosos grupos y sujetos de enlace con los que el judío ruso contó para obtener el triunfo de una causa.

Esta observación perspicaz es indispensable para enjuiciar la historia de nuestra tragedia, observación que hay que llevar desde los hechos a las personas con espíritu penetrante y con tiempo suficiente de atención sostenida. Cuando así se hace, cuando se recogen datos y se comparan los mismos a la luz de los fenómenos ocurridos y de los antecedentes individuales, se llega a ver claro, y aun cuando no se tengan pruebas [263] documentales muchas veces o relatos testifícales acusadores, se posee aquella convicción íntima en la conciencia de que son muchos los hombres relacionados con las sectas y con la Institución misma, que durante la guerra han permanecido, los unos en España nacional, sin salir de su territorio; la mayoría en nuestra zona nacional, después de un tiempo más o menos largo de vivir en la zona roja o de habitar el las distintas poblaciones del Extranjero, los cuales han conspirado y siguen conspirando, a pesar de sus hipócritas manifestaciones de adhesión y lealtad a nuestra Causa, por el triunfo de aquellas personas que han sido clara o disfrazadamente artífices del mal.

En este inmenso montón de nuestros enemigos, dirigentes de una labor pérfida y secreta, hay que hacer una clasificación en estos dos grupos: «masones» y «masonizantes». Los primeros, como su nombre indica, son aquellos individuos que pertenecen a una logia o a la misma Institución Libre de Enseñanza (que debe ser considerada como una obra de penetración en el mundo del espíritu español de la masonería universal); los segundos, son aquellos sujetos adheridos íntimamente, como el alma al cuerpo, a los primeros. Son los tales a modo de instrumentos o apéndices de los masones. Ellos amplían, por decirlo así, la esfera de acción de los masones mismos y concatenados más que unidos por razones diversas: ideológicas, familiares, materiales, de beneficio profesional; conscientes en la inmensa mayoría de los casos de la idea a la cual sirven, quizá en otros inconscientes colaboradores atraídos única y exclusivamente por el propio y mezquino interés material, ayudan la causa judaica, masónica y marxista, con una eficacia tal, que no titubeamos en afirmar que estos individuos, a los cuales nos referimos, son probablemente el máximo peligro que España ha tenido y tiene en los momentos actuales. [264]

Un gran número de sectarios, en la forma que queda esbozada, retardaron su vuelta a la zona nacional; una gran mayoría de ellos retornaron al término de la campaña victoriosa para nuestras armas; los había que iban y volvían, esto es, atravesaban la frontera pirenaica con diversos motivos y, en realidad, ejecutando una maniobra altamente sospechosa, dada la calidad de los sujetos. Para los unos y para los otros se encontraban disculpas que han pasado ya a la categoría de lugares comunes: los unos no podían venir a la España nacional porque habían dejado familiares en la zona roja, los cuales iban a correr grave riesgo de vida tan pronto como se descubriera la presencia de su pariente a nuestro lado; los había que pretextaban eficaces labores realizadas en beneficio de la Patria de Franco en el Extranjero, y aun no faltaron quienes sabían exhibir documentos demostrativos de su benéfica actuación, entregados por cónsules o diplomáticos ingenuos.

Había también la categoría de los agentes de Moscú, que exhibían como ejecutoria para su permanencia a nuestro lado, y no sólo con la condición de «admitido», sino con la jerarquía de español selecto, la circunstancia de haber salvado en la zona roja mayor o menor número de vidas de personas de derechas. Todos los que han estado bajo el dominio de las hordas comunistas en España saben muy bien que la influencia salvadora de personas que se titulan «nacionales» no podía sino muy excepcionalmente ser realizada más que por aquellos individuos que tenían ligazones, afectos, amistades, historia, en una palabra, de amigos o simpatizantes, por lo menos, con la causa de la República bolchevique. Es cándido creer lo contrario, y más cándido todavía el escuchar sin protesta que algunas de tales personas pretendan cohonestar para sus efectos turbios, por un lado la existencia de familiares en la zona roja a los que tenían que salvar de las garras del marxismo [265] (por eso veíanse obligados a realizar viajes al Extranjero o a penetrar en la zona nacional) y, por otro lado, el mérito de haber salvado la vida de verdaderos españoles, paradoja incomprensible, puesto que el interés por lo ajeno ni podía ni debía ser superior al interés por lo propio.

Sin que neguemos la posibilidad muy excepcional de que en algún caso puedan ser apreciadas como verídicas algunas de las anteriores manifestaciones, en realidad esas maniobras y esos incomprensibles sofismas no tenían más finalidad que la de restablecer en sus posiciones anteriores al 18 de julio de 1936 a las mismas personas que nos trajeron la República del 14 de abril de 1931.

Y, ¿qué diremos del arrepentimiento de que blasonan ahora la inmensa mayoría de los institucionistas conspicuos y de los masones mejor o peor disfrazados, cuya presencia, desgraciadamente, estamos viendo en nuestra España nacional? Sería cosa de reír si no se tratase de un asunto vital para España. El arrepentimiento! ¡Ahí es nada lo que esta palabra significa! ¡Arrepentirse! (Como si tal cosa fuera un hecho de conciencia semejante al que se produce en las almas formadas en principios religiosos, morales, patrióticos, fundamentales, claros y de una limpia fuente nacional. El arrepentimiento como desviación de una trayectoria de conciencia, tal como se produce en el acto de la confesión, no hemos de negar que es cosa frecuente; pero este arrepentimiento es siempre o casi siempre la consecuencia espontánea de impresiones internas que no guardan relación con la pérdida de un beneficio material ni con un peligro inmediato en el orden también de dichos beneficios. Dase con frecuencia el arrepentimiento en hombres que allá en el fondo de sus almas no olvidaron por completo ni las enseñanzas de la Iglesia ni los consejos de unos padres poseedores de una [266] fe cristiana. Dase el arrepentimiento cuando el propio espíritu contempla horrorizado el triunfo del impulso sensual o del atractivo funesto, dominador de unas convicciones débiles o quizá olvidadas, mas nunca repudiadas ni pública ni privadamente. Pero admitir un arrepentimiento en masa, por decirlo así, en aquellos hombres que nunca confesaron sus propias culpas, ni menos públicamente; que fueron constantemente vivos ejemplos de orgullo, de soberbia y de tenacidad en el camino del mal; aceptar como seguro este arrepentimiento porque ellos lo dicen ante la realidad de su derrota, que les priva de muchas ventajas económicas y de grandes satisfacciones de dominio, dentro de las cuales han vivido largos años y que no creyeron perder como ahora les pasa, es una benévola posición por nuestra parte, que, si no tuviera más alcance que el de expresar el exponente de un espíritu cristiano y propicio al perdón, sería plausible; pero que en el caso de España puede conducirnos a la pérdida de lo ganado; al olvido de la justicia que se debe a tantos cientos de miles de seres sacrificados por la actuación de los verdaderos dirigentes de la enorme subversión marxista y que de ningún modo puede ser garantía para un nuevo régimen en el que la Patria viva libre de los peligros pasados y encaminada por las nuevas sendas de una espiritualidad en la cual no deben existir más rectores que estos tres fundamentales: el amor a Dios, a la Patria unida y al Caudillo.

Cuando fría y serenamente se analizan algunas de las pruebas del arrepentimiento que nos dan los más conspicuos institucionistas, aparecen inmediatamente motivos bastantes para dudar de la sinceridad de las mismas. Saulo sale de la Sinagoga en donde es discípulo predilecto de Gamaliel, el fariseo, camino de Damasco, con el ansia infinita de perseguir cristianos. La voz de Dios y la visión del cielo se le interponen en su [267] viaje como un obstáculo insuperable que le anonada y perturba. A partir de aquel instante, Saulo es ya un convertido que pasará a la cristiandad con el nombre glorioso de Pablo. ¿Se le ocurre a este gran Apóstol, elegido de Dios para la propaganda de su Iglesia, retroceder en su camino y volver a la sinagoga para no perder su puesto en ella, haciéndole compatible con su propaganda religiosa? No. Pues he aquí un pretendido converso institucionista que, arrepentido a última hora, quiere dedicarse, como San Pablo, a la propaganda cristiana; pero que, a diferencia del Apóstol, lo primero que hace en cuanto puede es recuperar sus posiciones académicas, desde las cuales tanto mal ha hecho a la juventud y a la Patria. Podrá emplearse el sofisma de que a estas posiciones vuelve para deshacer su primitiva labor; pero también cabe pensar, en tanto que no se demuestre lo contrario, que las nuevas orientaciones cristianas pueden representar a la manera de escudo o de protección utilizado en la Edad Media y quizá de un modo parecido en la época contemporánea por algunos judíos que, adquiriendo los signos exteriores de la religiosidad, continuaban aún dentro de las mismas Órdenes religiosas su obra anticatólica sin peligro o con mucho menos peligro. De la existencia de tales casos puede convencerse quien quiera leyendo el interesante libro debido a la pluma de Walsch: Isabel de España.

Algún otro eximio institucionista dice cándidamente frases tan inocentes y tan poco reprobatorias como las que a continuación copiamos, para demostrar su arrepentimiento: «He sido engañado.» «Me he equivocado.» «Salvo algunos católicos modernistas, todos los intelectuales de España hablan como yo, piensan como yo y han tenido que huir, como yo, de la España republicana para salvar su existencia.» He aquí, como se dice ahora, el verdadero punto neurálgico de este [268] arrepentimiento: Salvar la existencia. Han tenido que huir, corría peligro su existencia, porque las fieras desencadenadas y desmandadas no obedecen ni siquiera a su domador. ¡Ay! Si la existencia no hubiera estado amenazada, si los intereses materiales no se vieran en trance de perderse, entonces, ¿el arrepentimiento sería tan claramente expresado?

Este mismo conspicuo intelectual nos dice en un artículo publicado en un periódico sudamericano, refiriéndose a la expiación de los intelectuales (porque es menester advertir que este calificativo de intelectuales se lo aplican constantemente a sí mismos en todo momento y con un sentido de modestia verdaderamente delicioso): «Yo, como el escritor francés, soy uno de los que jamás volveré a firmar documentos. Lo que tenga que decir lo diré sin Cirineos, y tampoco lo seré de las ajenas ideas. (Lo que prueba que el manifiesto firmado por los intelectuales en Madrid, en plena revolución, no fue , al menos en este caso, sacado bajo amenaza de revólver.) Pero esto no puede absolverlos de las culpas pasadas ni consolarnos de nuestra debilidad... El intelectual, es cierto, ha dejado desde la Revolución francesa de tener que adular a los grandes señores para poder vivir. Pero no ha hecho más que cambiar de amo. Ahora tiene que servir a la opinión o a la fuerza bruta. (¿Qué tal el arrepentimiento?)

«Han de pasar largos tiempos de expiación antes de que vuelvan a ser dignos de un Mecenas.»

Y a estas frases, cuya interpretación salta a la vista, es a lo que ese llama ¡estar arrepentido!

También en un más reciente artículo se dice por la misma persona, en un periódico circulante por la España nacional, lo que sigue: «Se podrá discutir el sentido político y social del Movimiento contrarrevolucionario, cuya victoria acaba de ser sancionada por el reconocimiento de todos los países del Mundo, incluso [269] los más liberales (¡con qué satisfacción aparecen estas palabras: los más liberales!), salvo, claro está, por el de aquellos gobiernos que representan lo que en realidad ha sido vencido en los campos peninsulares: el puro marxismo.»

Es decir, que para este arrepentido, en España no ha sido vencido ni había necesidad, por lo visto, de vencer más que el marxismo puro; a todo lo demás, incluyendo entre esto último el liberalismo, con todas sus zarandajas, hijo de la Revolución francesa y verdadero incubador del puro marxismo, que lo parta un rayo.

Son muy dudosos esos arrepentimientos y muy justas aquellas palabras publicadas en Il Popolo d'Italia, citadas por el doctor Suñer en su libro Los intelectuales y la tragedia española: «Los que roban, incendian y asesinan son vuestros discípulos, aquellos que aplicaban vuestro evangelio. Mas, ¿qué hicisteis para detener el carro que se despeñaba por el desfiladero rojo?»

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  Una poderosa fuerza secreta
San Sebastián 1940, páginas 259-269