Una poderosa fuerza secreta. La Institución Libre de Enseñanza Editorial Española. San Sebastián 1940

La Institución Libre y la sociedad

La Institución Libre y la Política

Hernán de Castilla

Desde los tiempos precursores de los krausistas (1856) el «institucionismo» tuvo manifestaciones políticas. Desde que se fundó, la Institución Libre de Enseñanza (1875) fue un organismo político; la política se aprovechó de ella y ella se aprovechó de la política. Entre la política y la Institución Libre se verificó el mismo fenómeno que en el mundo de las ciencias naturales se conoce con el nombre de simbiosis: vida unida de dos seres de especie distinta que sólo juntos pueden desarrollar con plenitud sus funciones vitales. El uno proporciona al otro las primeras materias que sólo no podría aprehender y éste devuelve a aquél las sustancias elaboradas, que aislado tampoco se podría proporcionar.

Así han vivido juntos primero el krausismo y la política y luego, la Institución y la política. Ya lo advirtió Menéndez y Pelayo hace cincuenta años. El krausismo y la Institución Libre dieron a sus políticos ideas, programas y prestancia intelectual. La política le entregó, en cambio, el dominio de la Instrucción pública y la influencia para conquistar el Estado, lo que logró efímera y fragmentariamente bajo la primera República española y con plenitud y por completo en la segunda República, de la que España con tanta sangre ha podido librarse.

Desde el nacimiento de la Institución había institucionistas conspicuos que fueron políticos sin rebozo ni escrúpulo, y sus nombres de fama y popularidad más [242] perdurables a la política se las deben y no a sus trabajos serios de estudios o investigaciones universitarias. Es una ley que se cumple inexorablemente desde el nacer al morir de la Institución. ¿Quién recuerda a Salmerón como metafísico? Sólo se recordará su memoria como político republicano. ¿Quién hablará mañana de Negrín como fisiólogo? Todos lo recordarán como presidente azuzador de las vergüenzas rojas.

Políticos son los incidentes más sonados del krausismo y hasta la separación de varios de sus más señalados miembros de la Universidad, porque se les obligaba a suscribir un documento en que se comprometían a respetar la Religión y la dinastía. Políticos son los más conocidos de los separados, como Salmerón y Castelar.

Política es la causa ocasional de que se funde la Institución Libre de Enseñanza: otra separación de catedráticos por escarnecer en sus explicaciones oficiales a la Religión y a la Monarquía, que Cánovas acababa de restaurar y tenía la obligación de defender. Y políticos son los separados y los que con ellos se solidarizan, como Salmerón, Castelar, Azcárate, Montero Ríos, Moret...

Políticos y revolucionarios son los primeros triunfos públicos de los krausistas. Salmerón, el demagogo terrible de la secta, llega a ocupar el puesto de presidente de la República, el tercero de los cuatro que en sólo once meses tuvo la primera República española de 1873. Políticos son los triunfos plenos y postreros de la Institución Libre en la segunda República española, con Besteiro y De los Ríos, entre otros, para la preparatoria untuosa moderación artera, y con Giral, Negrín y Álvarez del Vayo, en el cruel desfogue sanguinario final.

El krausismo y la Institución Libre siguen durante toda su existencia una doble táctica política muy característica. Tenían, un partido predilecto, hechura suya, donde están los institucionistas solos o casi solos, pues los demás que militan en él guardan con aquéllos la relación de secuaces a jefes, de discípulos a maestros.

Sitúan también hombres adictos en todos los otros partidos, con influencia que va, naturalmente, desvaneciéndose de izquierda a derecha. Pero la infiltración llegaba a extremos increíbles; así el institucionista 'A' era político a las órdenes de Cierva y llegaba a la Subsecretaría de Instrucción Pública.

Más libres de institucionismo estaban los integristas, carlistas y conservadores de Dato y Maura, por este orden.

Desde que se proclamó la República, los institucionistas no necesitaron emboscarse, y así las infiltraciones en partidos ajenos a sus ideales disminuyeron mucho. Totalmente libres de ellas estuvieron la Ceda y los tradicionalistas.

El partido dilecto de la Institución fue, en los remotos y primitivos tiempos del krausismo, el demócrata, y luego los distintos sectores republicanos, hasta llegar a los que entraron en la Monarquía bajo el signo «reformista». El «segundón» en la estirpe fue el partido de Sagasta y luego el de Moret y Canalejas; más tarde, la izquierda liberal de Santiago Alba.

En la República, todos menos los antes citados sirvieron a los fines de la Institución, pero alterándose la ley de desvanecimiento progresivo de izquierda a derecha, porque fue más institucionista, por ejemplo, aquel híbrido engendro que se llamó «derecha liberal republicana» y luego progresista, que los radicales, quizás porque éstos jamás pensaron en cultivar colectivamente su cerebro.

Resumidos y quintaesenciados quedan el espíritu y los modos políticos de la Institución en las precedentes [244] líneas. Pero es este libro, como se dice en su prólogo, atestado e historia, y así es preciso probar y referir para que nadie crea que lo que hemos dicho son fáciles e indocumentadas generalidades ni síntesis sin fundamento. Además la historia detallada probará el triple sino abominable de la Institución en la política. Todo lo antirreligioso, lo revolucionario y lo secesionista tiene siempre algún hombre de la Institución en sus filas o al frente. No hay intriga, ni concentración, ni divergencia anticatólica, revolucionaria o antipatriótica, que no cuente con institucionistas y hasta esté organizada o presidida por uno de ellos.

Los krausistas aparecen en la política española con la revolución de 1854, que entronizó el bienio progresista y radicalizó en una reforma constitucional los preceptos relativamente moderados de la Constitución de 1845. «No hubieran triunfado en la revolución del 54 los progresistas sin la ayuda de varios jefes militares y de muchos tránsfugas moderados y de otras partes, que constituyeron el partido llamado de la «Unión liberal»; partido sin doctrina, como es muy frecuente en España. Principios nuevos no trajo aquella revolución ninguno, ni fue , en suma, sino uno de tantos motines, más afortunado y más en grande que otros. Con todo, en aquel bienio empezaron a florecer las esperanzas de una bandería más radical, que iba reclutando sus individuos entre la juventud salida de las cátedras de los ideólogos y de los economistas. Llamáronse «demócratas»{82}.

Desde el primer momento los demócratas tuvieron la doble característica de ser extrema izquierda y de presentarse con tono intelectual. «Los progresistas viejos se encontraron sorprendidos en 1854 ante aquel [245] raudal de oscura y hieroglífica sapiencia. ¡Qué sorpresa para los que habían creído hasta entonces que la libertad consistía sencillamente en matar curas y repartir fusiles a los patriotas! ¡Cómo se quedarían cuando Pi y Margall salió proclamándose «panteísta» en su libro La Reacción y la Revolución.»{83}

Pero la revolución de 1854 era sólo preparación y preludio de la «Gloriosa» que había de triunfar en septiembre de 1868, sin que ningún esfuerzo de reacción moderada pudiera contenerla, precisamente por la deletérea acción que los krausistas ejercían desde las cátedras universitarias.

«Varios motines republicanos o socialistas, a contar del de Loja del de julio de 1861, hicieron abrir los ojos a muchos sobre las fuerzas que iba allegando ese partido, juzgado antes banda de ilusos. Ya las ideas no se quedaban en las cátedras de la Universidad, ni en las columnas de La Discusión, ni en las reuniones de la Bolsa. De allí salían, gracias a la punible tolerancia y a la sistemática corrupción electoral de los gobernantes unionistas, a cargar las bocamartas de los contrabandistas andaluces y a ensangrentar el brazo de los sargentos del cuartel de San Gil en 1866. Aquel movimiento abortó; pero desde el momento que los unionistas, arrojados del Poder, pusieron sus rencores al servicio de la coalición progresista-democrática, el triunfo de la revolución fue inevitable.

En vano quiso detenerla el último Gobierno moderado, con providencias de represión y aun de reacción, acudiendo sobre todo a detener y restañar las cenagosas aguas de la enseñanza, separando de las cátedras a los profesores manifiestamente anticatólicos, estableciendo escuelas parroquiales, dando al elemento eclesiástico entrada e influencia en el Consejo de [246] Instrucción Pública y en la inspección de las Universidades. Fue honra del ministro de Fomento (director de Instrucción Pública de antes) don Severo Catalina, ornamento grande del profesorado español y de las letras castellanas, aquella serie de 23 decretos, que hubieran podido curar las mayores llagas de nuestra instrucción superior, si hubiesen llegado ocho o diez años antes. Cuando aparecieron aquellos decretos y aquellos elocuentes preámbulos, todo era tardío e ineficaz. La Monarquía estaba moralmente muerta.»{84}

Fueron krausistas los que en el Parlamento español se proclamaron por vez primera, a pesar de que algunos diputados, a lo largo del siglo XIX, no habían ahorrado los ataques de la Religión, como extraños al Catolicismo.

«Salmerón, verdadero «enfant terrible» de la Universidad y del «Círculo Filosófico» de Sanz del Río, no dejó de poner su pica en Flandes, afirmando que ni él ni el «honrado Suñer y Capdevilla», ni otros muchos diputados de aquel Congreso, eran acatólicos, ni querían nada con el Catolicismo, ni siquiera creer ni consentir que nadie en el siglo XIX fuese cristiano, porque «desde el tratado de Westfalia estaba arruinada la Iglesia Católica.»{85}

Los krausistas, padres de la Institución, escalaron pronto los más altos puestos en el Estado español, para realizar desde ellos su política antinacional y destructora. Pocos jefes de una Nación, si exceptuamos a los de la segunda República española, han presidido más desvergüenzas que el institucionista Salmerón, incapaz de sofocar las revoluciones cantonales y federalistas que estallaron bajo su antecesor, Pi y Margall. [247]

Este primer institucionista presidente de la República lo fue desde el 18 de julio –¡hay fechas profanadas y redimidas!– hasta el 7 de septiembre de 1873, y cuando luego Castelar, apoyándose en el Ejército, lograba concluir con la revolución cantonalista, los dos incapaces Pi y Margall y Salmerón se coligaron contra él para derribarle, anudando la política en un nudo indesatable que la espada de Pavía supo cortar a tiempo.

Restaurada la Monarquía, Cánovas del Castillo tuvo que arrojar a los krausistas de la Universidad, por antirreligiosos y antidinásticos. Entonces fue cuando fundaron la Institución Libre (1875-76). Comienza el turno entre liberales y conservadores, y Sagasta los restablece, dándoles libertad para que ataquen a lo más sagrado del espíritu tradicional español y para que continúen desde sus puestos oficiales su labor demoledora.

¡Triste sino el de la Institución: estar manchada desde antes de nacer con sangre moza de estudiantes! Porque víctimas escolares hubo en la noche de San Daniel (10 de abril de 1865), algarada movida por los krausistas, y ahora de nuevo se derrama sangre estudiantil en «la Santa Isabel», que, para timbre nada honroso de la Universidad de Madrid, ha perdurado como vacación hasta nuestros días, donde no había fiesta destinada a venerar lo católico, ni a exaltar lo nacional hasta que Silió proclamó como Fiesta del Estudiante el día de Santo Tomás, a petición de la Confederación Nacional de Estudiantes Católicos, que durante doce años la defendieron contra los institucionistas.

Lo de Santa Isabel fue así: había subido Cánovas del Castillo al Poder el 17 de enero de 1884 y nombrado a Pidal ministro de Instrucción Pública, que acababa de ingresar en los conservadores, procedente del campo católico. Era, pues, una situación de extrema derecha dentro del régimen dinástico alfonsino, y la [248] Institución preparó a Pidal el conflicto y el reto. El 1° de octubre correspondió el discurso inaugural del curso académico de la Universidad de Madrid a Miguel Morayta Sagrario –apellido sarcástico en quien lo ostentaba–, que habló contra la cronología bíblica e incurrió en heterodoxias y herejías. Pidal, como ministro de Instrucción Pública, era presidente del acto universitario, y tuvo que intervenir, si bien le reprocharon los católicos que lo hiciera demasiado moderadamente. Empezó la agitación escolar, y hubo de concluir con sangrientos desórdenes, que tuvieron por teatro las calles de Madrid, del 17 al 20 de noviembre, cuando era don Raimundo Fernández Villaverde gobernador de la Corte. Morayta, Gran Oriente de la Masonería, que después había de ser rechazado de la Cámara como antipatriota, por lo que su secta contribuyó a la separación de las Filipinas, ¡había creado un conflicto al Gobierno derechista conservador!{86}. [249]

Por cierto que, proclamada la República del 1931, como una inoportuna rememoración de las vergüenzas del día de Santa Isabel, Jiménez Asúa, acaudillando un «ordenado motín» de la FUE, al que la Prensa sectaria dio mucha publicidad, en el paraninfo universitario y desde el mismo lugar en que Morayta pronunciara su discurso, lo leyó de nuevo.

Años más tarde, Castelar, en uno de sus cubileteos oratorios, dijo en el Congreso (discusión del Mensaje de la Corona, de 1887) que podría combatir a la Monarquía como tal, pero no podía combatirla porque era democrática, y adoptó una postura de desilusión republicana. Azcárate, el institucionista perseverante, comentó este acto castelarino diciendo: «Castelar ha proporcionado un día alegre a la Monarquía y de luto y de tristeza a los republicanos; ha deshecho su obra política de toda la vida.» La Institución expresaba su parecer, perennemente republicano, por una de sus bocas más autorizadas.

Ya en nuestro siglo, los liberales gobiernan con Sagasta desde 1901 al final de 1902, en un gran ambiente de anticlericalismo, fomentado por las representaciones de «Electra», el perverso drama de Pérez Galdós, también institucionista, y cuando gobierna una estable situación conservadora con Silvela y Maura (6 de diciembre 1902-21 junio 1905) los republicanos se unen y, al frente de este conjunto revolucionario, colocan a un institucionista: don Nicolás Salmerón. Más tarde, y después de un bienio liberal (21 junio 1905-21 enero 1907), volvió el Poder a manos de los conservadores (hasta el 20 de octubre de 1909), y contra Maura se constituye, para agitar en Cataluña, el bloque separatista y revolucionario, llamado «Solidaridad Catalana», y su triste sino antiespañol lo preside Salmerón el institucionista. [250]

Todo lo que viene después es contemporáneo y puede recordarse por los que tengan hoy cuarenta años.

Los liberales entronizan, primero con Moret y luego con Alba, las escuelas laicas y la política anticatólica de la Institución Libre, que aparece reseñada en otro capítulo de este libro{87}.

La Institución va representada por Azcárate a Palacio en las consultas políticas de la crisis de diciembre de 1912, y más tarde acude en larga audiencia con Cossío, Castillejo y otros conspicuos institucionistas.

Lo sucedido bajo la República también se refiere en el capítulo mencionado, y para que detalle todas las intrigas interiores que en las Cortes republicanas desarrollan los institucionistas, cedemos la pluma a quien fue testigo y enemigo de todas ellas, a don Romualdo de Toledo, que, a la experiencia que le proporciona ser Director general de Primera enseñanza, une su antigua actividad en el campo de la política y en la acción social. Porque así como en lo político fue delegado de Enseñanza del Ayuntamiento de Madrid en el período de la Dictadura, secretario auxiliar del ministro de Instrucción Pública don Eduardo Callejo, diputado a Cortes, secretario de la Minoría Tradicionalista y hoy consejero nacional de FET y de las JONS, en el campo de la actividad social ocupó el cargo de consejero de la Confederación Católica de Padres de Familia, delegado de Enseñanza Católica, vocal de la Junta directiva de la Asociación de Padres de Familia, de Madrid, y gerente de la Sociedad Anónima Sadel, que se encargó de defender los colegios de religiosos, y cuyo Consejo estaba constituido por señaladas figuras de derechas de aquel tiempo. [251]

Todas las intrigas de los institucionistas en las Cortes republicanas nos las va a referir quien las combatió de cerca{88}.

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{82} Historia de los Heterodoxos, Menéndez y Pelayo, tomo VII, pág. 283.

{83} Heterodoxos, Tomo VII.

{84} Heterodoxos, tomo VII, pág. 303.

{85} Heterodoxos, tomo VII, pág. 441.

{86} Miguel Morayta Sagrario, que había nacido en Madrid, en 1834, murió en 1917. Fue auxiliar de la Universidad; dimitió violentamente su cargo y fue procesado a la vez que Salmerón, por los motines de la noche de San Daniel. En 1868 ganó la Cátedra de Historia de España y logró luego ocupar la de Historia Universal. La primera República le dio los más distintos y propincuos cargos. Fue presidente después de la Liga Anticlerical y Gran Oriente de la Masonería Española. El discurso a que aludimos en el texto fue excomulgado por multitud de Obispos. En 1899 vino como diputado al Congreso, que quiso rechazarlo por secesionista filipino; le defendió don Antonio Maura.

Las obras escritas por Morayta responden a su carácter sectario, y entre ellas figura el título Páginas de la Masonería española, que publicó en 1915.

{87} Véase En el Siglo XX, en Origen, ideas e historia de la I. L. de E.

{88} Entre las publicaciones de don Romualdo de Toledo relacionadas con los asuntos docentes, figuran La enseñanza oficial y la enseñanza privada en Madrid, La Ley de Asociaciones y Congregaciones religiosas y su repercusión en el presupuesto del Estado, El reparto proporcional escolar en España, Colaboración de la Sociedad en la obra de la Escuela, etcétera.

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  Una poderosa fuerza secreta
San Sebastián 1940, páginas 241-251