Una poderosa fuerza secreta. La Institución Libre de Enseñanza | Editorial Española. San Sebastián 1940 |
La Institución Libre y la sociedad La Institución Libre y la PrensaPor uno que estuvo allíTodos y cada uno de los periódicos republicanos y de extrema izquierda liberal de los primeros años de la Restauración fueron tribuna de la Institución Libre de Enseñanza, cuyo matiz político dominante ya hemos indicado en otros capítulos. Adviértase, además, que el partido liberal se formó con el acarreo de los republicanos de cuello y corbata «licenciados», en cuanto a la República se refiere, por la voz de Castelar y animados por el ejemplo de otros jefes suyos que pronto salvaron la «honesta distancia» entre la Monarquía y sus antiguas ideas, un tanto alicaídas por el desenfreno cantonal y los sangrientos desórdenes de las turbas en el breve período de la primera República. Pero la mayor parte guardaba en el fondo de su corazón una secreta ternura por las ideologías republicanas o, cuando menos, aceptaban unas instituciones monárquicas en las que tuviesen derecho de ciudadanía los principios fundamentales suyos, laicos y heterodoxos. Es natural también que por su mayor prestigio cultural se impusiesen los institucionistas a los redactores y directores de aquellas hojas, la mayor parte de los cuales sólo se distinguían por su facilidad de pluma y la violencia y la grosería de sus artículos y trabajos. Su influencia en esos periódicos procedía más que de la afinidad ideológica, de la prestancia científica de los «filósofos» de la Institución. Decoraban a esa prensa... y hacían daño, tanto más cuanto que para sus ataques aclaraban no poco el enrevesado estilo [228] krausista de sus libros y sus peroraciones de cátedra. Salmerón, podía ser, y de hecho era, un «gran enemigo» del habla castellana; pero cuando escribía de política se olvidaba de la jerga de Sanz del Río para hacer eficaces sus propósitos demoledores. De aquellas hojas, las de los primeros años, apenas quedan el recuerdo y las colecciones de las hemerotecas. No tenían ni altura intelectual ni espíritu patriótico ni siquiera espíritu de continuidad en el periodismo; sentían, sí, la rutina revolucionaria y demagógica, pero no supieron seguir a la técnica periodística y no podía salvarles el ideal. Dejemos, pues, constancia del hecho, dediquemos un recuerdo a La Democracia, de Castelar, por citar uno, el más saliente, y adelantemos una veintena de años para estudiar la prensa que fue arma poderosísima del triunfo de la Institución Libre de Enseñanza y de la revolución. El «trust» periodístico se constituyó en los primeros años del siglo XX. Pero a buen seguro que la «fratría» krausista –quizás entonces ya no era más que «fratría» sin krausismo– no estuvo ajena en los trámites de la fundación y organización de la sociedad, que quedó constituida por tres periódicos madrileños: El Imparcial, El Liberal y Heraldo de Madrid, y una docena de diarios provincianos que se llamaban casi todos o Liberal o Noroeste, con algún Heraldo o algún Defensor. De éstos no hemos de hablar. Eran todos liberales o republicanos y formaban el «coro» de los elogios, las invectivas, las campañas o... el silencio fabricado en Madrid. La combinación madrileña –verdadera tribuna de la Institución– sí merece unos párrafos. Ante todo El Imparcial. Fue El Imparcial durante muchos años el órgano de la intelectualidad española. Sus palabras eran definitivas, sus sentencias sin apelación, tanto en política como en literatura. Llegar a escribir en «Los Lunes del Imparcial» constituía el [229] máximo galardón literario. El Imparcial formaba en política como liberal dinástico, moderado, de buen tono. Su prestigio le salvó de las consecuencias de su crimen de lesa patria –cuarenta años después se pueden llamar las cosas por su nombre, aunque se le conceda la atenuante de la ignorancia o la inconsciencia–, empujando a España a la catástrofe de 1898. Le salvó también –todo hay que decirlo– la ausencia de adversarios eficaces en las filas de la dinastía. El Liberal –mal nacido sin necesidad de los méritos que adquirió después– se decía republicano sin tapujos. Heraldo de Madrid era sencillamente demócrata. Dominaba en la prensa de la noche, y el hecho de ser único y su ambigüedad política facilitaba su tarea demoledora. De este modo la Institución Libre de Enseñanza, directamente o por sus testaferros y admiradores, actuaba en todos los terrenos. ¡Y con qué eficacia e intensidad! En El Imparcial, sobre todo, escribían los corifeos de la Institución, y desde sus columnas polemizaron Revilla y otros correligionarios suyos con el insigne don Marcelino. Allí también se escribieron los ataques a Menéndez y Pelayo en 1910, durante la campaña por la reapertura de las escuelas laicas, sin olvidar la influencia decisiva de El Imparcial en las campañas antipatrióticas y revolucionarias de 1909. Ni El Liberal ni el Heraldo pudieron ostentar el ornato institucionista como su colega, porque uno y otro perdieron en poco tiempo altura intelectual y decoro, para aplebeyarse en términos que sólo los que por obligación leían esos periódicos son capaces de medir. ¡Cómo serían ciertas campañas y ciertos anuncios que hasta la Institución hubo de apartarse, pudorosa, de esos diarios! Pero merced a ellos y al coro provinciano habían conseguido anular ante la mayoría de la opinión española a todos los hombres de valer que no militaban en [230] las filas de izquierda. Más aún, el partido conservador, cuyos jefes eran muy superiores a los del montón liberal –porque «aquello» no se pudo llamar partido sino en tiempo de Canalejas–, el partido conservador, decimos, sin duda alguna el más fuerte y el más sólido y en realidad el único instrumento de gobierno de la Monarquía, acabó, deshecho también, allá por el año 1913-14. Pero nos estamos desviando hacia la política, siguiendo el mal ejemplo de la Institución Libre. Volviendo al objeto principal de nuestro relato, hemos de decir que los institucionistas habían conseguido, al terminar la primera década de nuestra centuria, que el país, o por lo menos la calle, no conociese ni ponderase, ni tuviese consideración más que para sus «sabios», sus catedráticos y sus instituciones. La prensa más leída de entonces sancionaba con su incienso, sus elogios y el lugar de honor en sus columnas a los hombres que elevaba el ministerio de Instrucción Pública. Simultáneamente, la actitud de esos periódicos ahogaba cuanto de valor existía en el campo de la derecha. El silencio bien manejado tiene una elocuencia irresistible, y el vulgo no podía creer que existiese nada digno de loa cuando sus periódicos, tan generosos en el halago y la adulación, no se lo decían. La terrible eficacia de la maniobra institucionista puede comprobarse en la lectura de los periódicos moderados, de los que podíamos llamar de centro. Ni La Correspondencia de España, a pesar de su estrepitoso entrefilete –«Este periódico no pertenece al trust»–, ni los demás periódicos que se movían fuera de la extrema derecha, estaban enterados de que al margen de la Institución había «cosas» en España. No diremos que fueran muchas, porque nunca nos ha gustado disfrazar la verdad, pero las había. Mas aquellos periódicos y sus lectores no tenían capacidad de medida sino [231] por medio de la ciencia oficial, y puesto que la Universidad estaba en manos de la Institución, ésta debía de ser el depósito del saber hispánico. No obstante tal dominio, la conciencia española terminó por imponerse. Los delitos de lesa patria cometidos por aquellos periódicos en 1909 y 1910 con ocasión del «¡Manta no!» y del fusilamiento de Ferrer, tuvieron a la postre su sanción. El homenaje que tributó la Prensa madrileña –salvo los periódicos católicos: El Correo Español, El Debate, El Siglo Futuro, El Universo, etcétera– a Giner de los Ríos en la fecha de su muerte, el año 1915, fue el último acto de dominio de la opinión española por el «trust». Desde entonces su influjo se atenúa hasta desaparecer. El recuerdo de 1909, el servilismo aliadófilo de esos diarios frente al sentimiento, más negativo que positivo, de germanofilia que dominaba en la mayoría de los españoles, hizo caer «verticalmente» a El Imparcial, que era en realidad el eje de la influencia institucionista en las esferas de gobierno de la Monarquía y en las capas sociales de alguna altura. Desde 1915 a 1920 hace crisis la decadencia del «trust». El Imparcial se separa, como lo habían hecho o lo hicieron posteriormente algunos periódicos de provincias. Este arranque no pudo salvar al periódico, tanto más cuanto que don Nicolás Urgoiti, fracasado su primer intento de apoderarse del diario, arrastró a la mayoría de los redactores, empezando por Félix Lorenzo –que, sin duda como prueba de sus nuevos afectos, tomó el seudónimo de «Heliófilo– a la redacción de El Sol, en 1917. Tres años después, El Liberal, recibiendo traición por traición, víctima de una astucia parecida a la que le había creado, atravesaba otra gravísima crisis por abandonarle sus redactores, para fundar La Libertad. No es justo que silenciemos la causa de la ruptura: a ella no se refiere nuestro calificativo [232] de traición, sino a las mañas empleadas para la recluta de suscriptores. El motivo fue la discusión sobre salarios causa de la huelga de Prensa de fines de 1919. Con la fundación de La Libertad el «trust» perdió sus colaboradores institucionistas casi por completo. El estado mayor, lo más culto, más untuoso y más intelectual –que los lectores apliquen a esta palabra el significado menos agradable de los que ha llegado a adquirir– entró en la redacción de El Sol, fundado –como hemos dicho y como campeaba en sus páginas–por don Nicolás María Urgoiti. Un poquito quedó para «nuestro fraternal colega La Voz», que salió a la luz dos años después, y lo demás –Jiménez Asúa, Zozaya y algún otro– se instaló en la primera y tercera plana de «la losa de los sueños», el plúmbeo colega de la mañana que, llamándose La Libertad, quiso asesinar y sustituir a El Liberal. El Sol ha sido la obra maestra –y el Olimpo– de la Institución Libre de Enseñanza. Era natural que fuese también el «botafumeiro» y la tribuna de sus hombres y de sus obras. Tenía el mismo aire, el mismo atuendo, la misma grave postura cejijunta y meditada que Sanz del Río había impuesto a sus seguidores. Y el mismo orgullo y la misma suficiencia. Exteriormente El Sol se define por el gallo de su emblema –reflejo de la mentalidad «chantecleriana» de sus corifeos– y la supresión de las revistas de toros. Así su primera plana fue siempre un tanto estrepitosa; no lo podía evitar. El capital de la Empresa no fue izquierdista. Iba desde los límites del integrismo a los liberales moderados. Ningún periódico más capitalista que El Sol. Tenía todos los vicios, los modos y las taras del capitalismo, incluso esa característica de los capitalistas turbios que gustaban de revolver el río para pescar mejor. Cierto que en esta modalidad del periódico entraba no poco de [233] inconsciencia de sus propietarios, atentos sólo a la ganancia; pero los aspavientos posteriores y la expulsión en 1931 de sus redactores más caracterizados y de su fundador no redime esa culpa original y habitual durante todos los días de trece años. Sobre el arbitrismo casi «estaviskiano» que sus fundadores emplearon para organizar la empresa y medrar con ella a costa de otros intereses que les estaban confiados, diremos unas palabras al final de este capítulo; continuemos ahora con la aportación de los institucionistas al diario. Entre los colaboradores y los redactores de El Sol figuraba la «crema» de la Institución Libre de Enseñanza, en compañía de los más conspicuos revolucionarios consecuentes, de algunos revolucionarios hoy arrepentidos y de otros escritores o intelectuales a quienes interesaba sólo la tribuna. En El Sol escribieron Castillejo, Fernando de los Ríos, Álvarez del Vayo, Araquistáin, Zugazagoitia, Rovira y Virgili... Merece mención aparte la influencia que la Institución ejerció en el Magisterio por medio de Luzuriaga primero y de Luis Bello después, y el fervor nacionalista de este último, muy propio de quien perteneció a una Empresa que al fundarse había reservado a Sota la tercera parte de sus acciones. Como en los buenos tiempos de El Imparcial, los institucionistas habían encontrado el pabellón que podía cubrir su mercancía de sectarismo y de afán revolucionario. Este afán no se mostró en El Sol sino mucho después, y para algunos terminó en el «¡No es eso¡ No es eso!» desencantado de Ortega. Para otros, y entre ellos hay que incluir a la mayoría ¡de los institucionistas, era «eso» lo que se buscaba. En la enumeración que hemos citado antes figuran tres ministros de la revolución. Añadamos un subsecretario, Baraibar, que tuvo en la redacción de El Sol un cargo importante, y recordemos el desagravio de los intelectuales [234] madrileños y «solares» a los de Cataluña y las honras que Luis Bello recibió, antes de morir, de los separatistas del Condado. Toda esta gente actuaba, se movía y adquiría influjo al amparo de otras plumas menos sospechosas y de un capital «ortodoxo», lo que daba más eficacia a su acción. El Sol fue el primer periódico izquierdista que atacó a la Iglesia sin el tono zafio y grosero del anticlericalismo del siglo XIX. Y es curioso que defendiera las regalías. Coadyuvando con El Sol existía la agencia Febus, arma terrible para administrar el silencio y el ditirambo, y La Voz, nacida para pagar los lujos de su hermano y permitirle no publicar las reseñas de toros. «Cultura» sólo se hacía en La Voz, por valor de 150 a 200 pesetas y un espacio de tres a cuatro columnas: dos artículos de primera plana. Otra sección fundamental fue la cartelera de anuncios de la Casa del Pueblo de Madrid. Pero técnicamente el periódico era muy superior a sus rivales del mismo tipo, ofrecía abundante información, servía bien la última hora y se adueñó del mercado nocturno madrileño. Y en La Voz era donde tenía toda su eficacia el incensario, aun cuando ya por entonces declinaba el prestigio de la Institución Libre en las capas sociales elevadas, en el dominio de la verdadera cultura, aunque se mantenía en el Ministerio y en la Prensa, y pocos años después había llevado sus consecuencias al extremo límite. Porque a la Institución pertenecen los primeros responsables de la tragedia española. Y vale la pena, aunque no esté relacionado directamente con el asunto principal de este capítulo, referir las artes de turbia finanza con que se forjó la Empresa de El Sol. Son dignas de servir al que fue el más eficaz instrumento de la revolución española, causa de la espantosa guerra civil pasada. [235] Y recordamos todo lo que vamos a decir, que apareció en su día en la Prensa española de derechas, para llamar la atención de la gente conservadora sobre la responsabilidad en que han incurrido los que teniendo medios para poder protestar a tiempo de los actos públicos que se sucedían a la luz del día, con el escándalo de tantas personas perjudicadas, no quisieron –y no se puede decir «no pudieron» porque la cosa no era difícil– oponer resistencia al desarrollo de arbitrariedades que tantos perjuicios han ocasionado a España, y que con un mínimo esfuerzo pudieron haberse contenido. ¡Quién sabe si el esfuerzo de unos cuantos hombres por impedir el desarrollo que adquirió esta Empresa, aplicada a faenas tan perjudiciales para la Causa española, hubiese evitado el desastre grande que ha padecido España! Conviene refrescar la memoria sobre el desarrollo de esta perniciosa empresa. Porque si bien su fundador, don Nicolás María de Urgoiti, director entonces de La Papelera Española, que gozaba de algún prestigio industrial, no sabemos que perteneciera a la Institución Libre de Enseñanza, es un hecho que El Sol fue muy prontamente manejado por los elementos más significados de dicha Institución, y el portavoz más fuerte que tuvo la revolución. Apareció el periódico en Madrid el 17 de noviembre de 1917. Por cierto, que al enterarse el Conde de Romanones –que nunca tuvo nada que ver con esta Empresa– del esplendor de la fiesta inaugural, graduó la fuerza con que venía el periódico por la cantidad de jamón que se había repartido a los invitados, comparándola con otras fiestas similares más sencillas, en que se festejaba el acontecimiento con una sencilla copa de vino. Acaso el Conde de Romanones –tan sagaz– no preveía de dónde se cortaban aquellos jamones. [236] El capital con que se escrituró la Empresa era de un millón de pesetas, en acciones de mil pesetas, pero quizá porque el financiero bilbaíno don Ramón de la Sota supo apercibirse a tiempo del peligro en que se metía y no acudió a la suscripción, se puso en marcha la Empresa con sólo 614.000 pesetas de capital, quedando 386.000 en cartera. Para las personas interesadas en esta clase de negocios editoriales, fue cosa de asombro ver que con un capital tan escaso se pusiera en marcha una Empresa que pocos días después causaba la admiración de la competencia, pues solamente con la rotativa provisional que se trajo de Portugal, el gran número de linotipias y demás auxiliares de la imprenta, así como la instalación de suntuosas oficinas, se aparentaba un desembolso inmensamente mayor. Pero el secreto de ello no tardó en aparecer: después de la constitución de El Sol se fundó una Sociedad Anónima llamada «Tipográfica Renovación», que se procuró llevar con sigilo, si bien éste no pudo mantenerse muchos meses. Y esta Sociedad tenía un capital de millón y medio de pesetas, totalmente suscrito por La Papelera Española. Era su objeto dedicarse a la tirada de periódicos por contrata, con lo que creía La Papelera que fomentaba el consumo de papel, pero este ropaje con que se vistió no sirvió para desarrollar su objeto, porque en la práctica no tiró más periódicos que El Sol y La Voz. Por lo tanto, en el momento de comenzar el funcionamiento del periódico con 614.000 pesetas que pusieron los propietarios, ya se había creado con dinero de La Papelera Española otra Empresa que compró la maquinaria por valor de millón y medio de pesetas, y pronto empezaron a comprender los especializados en esta clase de negocios con qué facilidad de medios contaba la Empresa de El Sol para desarrollar un [237] negocio que adquirió en pocos meses un volumen de varios millones. Tuvo el fundador la iniciativa de que el precio del periódico fuera de 10 céntimos, cuando los demás aún se vendían en España al precio de 5 céntimos el ejemplar, lo que le obligó –para poder competir con esa diferencia de precio– a hacer los números con una cantidad exorbitante de papel, y bien pronto el consumo adquirió importancia extraordinaria. Y como los medios económicos de la Empresa no podían sostener este fantástico desarrollo, antes de finalizar el año 1918 (al año de su fundación) El Sol debía a La Papelera Española varios millones de pesetas. Y este trato de tan excesivo favor por parte de La Papelera Española continuóen los años sucesivos, acrecentándose la cuenta en proporciones alarmantes, sin que los millones que alcanzó devengaran interés alguno. Mientras tanto, La Papelera Española tenía cuentas de crédito en los Bancos. Pero los hechos tuvieron una mayor gravedad. Las mismas personas interesadas en La Papelera aparecían como gestoras de las Empresas El Sol y «Tipográfica Renovación», y permitieron hacer una cesión de las dos casas que eran propiedad de La Papelera Española en Larra, 6 y 8, a la Empresa El Sol, a precios muy convenientes para ésta y que pagaba por mensualidades puntualmente; dándose el caso paradójico de que, mientras no pagaba el papel que diariamente consumía a La Papelera Española, tenía dinero para pagar la mensualidad de las casas, y así iba quedándose con las casas de La Papelera Española con el propio dinero de ésta. Pero irritados justamente algunos accionistas de La Papelera de tan escandaloso proceder, protestaron ante el Consejo de Administración, tomando éste el acuerdo de anular la escritura de venta de las casas, abonando [238] La Papelera Española a El Sol las cantidades que había recibido hasta el día en pago de las mismas en la cuenta del papel, para rebajar éste, quedando otra vez las casas de propiedad de La Papelera. Mas nadie se cuidó de advertir que las mensualidades que puntualmente pagaba El Sol se componían de interés o alquiler del local y de la cantidad proporcional de pago de la compra, y por lo tanto, al abonar íntegra toda la cantidad en la cuenta de papel, aparecía que durante varios años estuvo viviendo El Sol en casas de La Papelera Española sin pagar alquiler. La liquidación de estas cantidades se hizo en el año 1924, y, por tanto, El Sol vivió gratis, en la casa de Larra, 6 y 8, los seis o siete primeros años de su vida. La guerra proporcionó a La Papelera Española pingues ganancias: unas, derivadas de la mejora de sus elementos de fabricación y del aumento de precios del papel en todo el mundo, y otras, originadas por la baja de la moneda de todos los países de Europa con relación a nuestra peseta. Calculado el coste del papel al precio que tenía la peseta en el mundo, en el año 1914, esta mejora de la peseta le proporcionó una gran cantidad de millones de beneficio, que pasaron a una cuenta especial llamada «de Cambios». Como al final de cada año las cantidades del suministro de papel a El Sol habían alcanzado proporciones astronómicas, para evitar el escándalo que podía producir la publicación de semejante cifra en el balance de La Papelera, no se ocurrió otra cosa que tomar parte de los beneficios extraordinarios que la guerra había proporcionado y abonarlos a la cuenta de El Sol, para rebajar cada año las partidas, que sin esos abonos hubiesen sido escandalosas. Y así, unas veces se abonaban 500.000 pesetas con cargo a esas cuentas, llegando en otras hasta un millón y medio de una vez. Esto sin contar otra clase de abono con cargo a [239] cuentas de fabricación que por efecto de la guerra tenían un saldo muy beneficioso, a pesar de lo cual pudieron presentarse balances que dejaron satisfechos a los accionistas, cumpliéndose una vez más la famosa frase de Proudon que dice: «El accionista es un borrego que le gusta que le esquilen, porque eso le refresca.» En 1924, ante el escándalo que tales hechos habían producido, no tuvo más remedio el Consejo de Administración de La Papelera que llegar a una liquidación de cuentas, y con el pretexto de que «al deudor que no puede pagar hay que darle los medios para que pueda desenvolver su negocio y vaya liquidando sus cuentas lentamente», no se quiso anular este abono indebido que en sus cuentas se había hecho, y se dio por bueno un saldo aproximado de 4.600.000 pesetas. Fue necesario que todos los periódicos de España subieran el precio de venta a diez céntimos para poder compensar el elevado coste que el papel fue alcanzando, poniendo a El Sol entonces en mejores condiciones de competencia, y con las facilidades de pago que le concedieron se vio a flote, y en pocos años amortizó la deuda que como saldo definitivo se le había convenido. Un buen día, un grupo de señores de recta intención, aunque equivocada en su procedimiento, quisieron convertir El Sol, de órgano socialistoide y «Gaceta de la Casa del Pueblo», como se le llamó, en periódico monárquico, y lograron comprar la mayoría de las acciones en 3.075 pesetas y en 6.000 pesetas las del fundador. Es de advertir que las 386.000 pesetas que quedaron en cartera, al hacer la liquidación de cuentas, pasaron por todo su valor nominal a la cartera de La Papelera Española en pago de parte de aquella deuda y que entre La Papelera y sus participes gestores de ambas Empresas, tenían con gran predominio, la mayoría de El Sol, y por lo tanto, pudo convenirse, al hacerse la [240] venta, el pago de todas las deudas que se ocultaron de El Sol, y de parte de los intereses, que jamás se cobraron, y que importaban cuantiosas fortunas. Pero así se hizo posible que con unas acciones que en estricta contabilidad no hubiesen valido nada, se pagasen las enormes cifras apuntadas. Esta fue la historia de la más selecta tribuna de la Institución Libre de Enseñanza{81}. Las ganancias de la venta de esas acciones tenían su destino natural en el bolsillo de los acreedores, pero en aquel enorme barullo en que las mismas personas eran fundadores, directores, impresores, caseros, acreedores y deudores de Empresas diferentes y opuestas, hubo dos víctimas: el accionista de La Papelera y nuestro pobre país, cuyas conciencias El Sol y La Voz envenenaron más que ningún otro partido o propagandista de la revolución. Quiera Dios que el recuerdo de estos hechos tan execrables sirva para abrir los ojos a las gentes de cuán graves son las omisiones de los actos de ciudadanía; pues quizá una oposición viril de las personas obligadas y con medios para poder evitar los hechos, hubiese alejado para siempre la catástrofe que ha padecido España. ——— {81} Hubo también otro periódico que mereció favor y protección. Si no en el volumen del escándalo que la gestión de El Sol –según aparece explicada–, también tuvo importancia el sostenimiento que algunas personas de derecha –bilbaínos unos pocos y castellanos otros– dieron al periódico La Libertad, covachuela donde se refugiaron elementos perniciosos de la Institución.
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Una poderosa fuerza secreta San Sebastián 1940, páginas 227-240 |