Una poderosa fuerza secreta. La Institución Libre de Enseñanza Editorial Española. San Sebastián 1940

La Institución Libre y la Enseñanza. I. Los procedimientos

La provisión de cátedras

Miguel Sancho Izquierdo

Catedrático de la Universidad de Zaragoza

No creo superfluo insistir, aun después del magistral capítulo de mi compañero el doctor don Miguel Allué Salvador, que enfoca en conjunto la cuestión de la formación del profesorado, en la labor, artera a veces, descarada otras, de la Institución Libre de Enseñanza en la provisión de cátedras, principalmente de Universidades.

La Institución Libre de Enseñanza, a ser lógica con su nombre, debiera haberse desentendido de la enseñanza oficial y, frente a ella, en noble competencia, organizar otra. Mas ya se demuestra cumplidamente en este libro cómo procuraba exprimir las ubres de los presupuestos del Estado.

Y no sólo buscaba esto. No se proponía solamente disponer de un personal que otro pagaba. En su proceder masónico y tortuoso iba contra la Universidad española, contra lo que aún quedaba digno de este nombre, y no veía mejor táctica que injertar a sus hombres dentro de la Universidad, para mejor poder lograr el fin propuesto, arrancándolos luego de ella y con jirones de la propia Universidad.

¡Cuántas veces no hemos visto (no en la benemérita Universidad de Zaragoza, de la que somos catedráticos, pero sí en otras enseñanzas cursadas en la de Madrid) a esos profesores que, siéndolo de la Universidad y nosotros alumnos de ella, se nos llevaban fuera de su recinto a dar las enseñanzas, como queriendo [138] arrancar a la Universidad jirones de su carne viva, o bien queriéndonos aclimatar a esos otros Centros con aire de logia científica, esperando despertar ambiciones entre alumnos «aprovechados» y codiciosos de utilizar caminos cortos y fáciles para ser catedráticos luego!

Porque, eso sí, sus procedimientos hacían el camino más fácil y breve a quien se plegaba a ser instrumento de esta tristemente célebre Institución. Alumnos del Doctorado o reciente la obtención de este grado, veíaseles ya alternar con el profesor que preparaba sus «crías», como ayudantes, becarios y, desde luego, pensionados para viajar a costa del Estado y proveerse de algo que, estando en manos de la Institución, con su Junta de Ampliación de Estudios, era luego requerido como mérito «sine qua non» para la obtención de la cátedra.

Hubo caso en que, anunciada una cátedra a oposición y en período de firma ya, fue suspendida la convocatoria, según se dijo bastante públicamente, porque no había leído la tesis doctoral el presunto candidato.

En muchos casos, el camino recto que empleó la Institución para hacer a sus hombres catedráticas de determinada Universidad, sobre todo la de Madrid, fue un concurso hábilmente preparado. Ya expuso el doctor Allué, en su capítulo, cómo maniobraba para ello la Institución en el Consejo de Instrucción Pública. Sin embargo, cuando: se trataba de llevarlos a Madrid, había otro procedimiento más fácil y seguro: el de crear cátedras «ad hoc», acomodadas a las condiciones y méritos especiales del candidato, aunque su contenido fuese un capítulo segregado de una asignatura, o aunque, como ha sucedido en el Doctorado de Derecho, variasen las cátedras cada vez que moría un titular, dependiendo el nombre y el contenido de la creada de las condiciones especiales, a veces casi personales, que reunía el candidato de la Institución. Así, la creada [139] «ad hoc» para don Fernando de los Ríos (caso típico por lo vergonzoso), siendo ministro don Elías Tormo, en aquellos postreros días de la Monarquía{77}.

También en las cátedras que salían a oposición se hacían estos cambalaches. Merece citarse en este punto la deformación, por la Institución Libre de Enseñanza, del decreto modificativo del plan de la Facultad de Ciencias del año 22, alternando su espíritu y mandato, al dar carácter de nuevas titulares a la Química teórica de varias Universidades y creando en el Doctorado una Cátedra nueva que no pasa de ser un capítulo de una asignatura ya anormalmente emancipada como titular.

Ello aparte, la acción nefasta de la Institución Libre en la provisión de cátedras por oposición se ejerció, en general, mediante su influencia: a) en la composición [141] de los tribunales; b) en la ordenación y valoración de los ejercicios.

Por lo que hace a lo primero, formaban el tribunal, en la época de apogeo de la Institución, primero siete y luego cinco jueces (con cuatro suplentes) elegidos en la forma siguiente: un consejero de Instrucción Pública, que presidía; dos catedráticos o profesores que desempeñaran o hubieran desempeñado igual o «análoga» cátedra (uno de ellos con residencia en Madrid); un académico y un «competente». Esto del «competente» era el comodín más estupendo para colocar en el tribunal a una persona ajena por completo a la disciplina y a la Universidad, para que con el consejero y el académico, más fáciles para la libre designación, y el primero, además, a las insinuaciones de la política institucionista, hicieran catedrático al candidato de ésta. Lo que cada vez era más fácil, pues iban saliendo nuevos catedráticos institucionistas que iban gustosos a pagar la deuda en un nuevo tribunal.

Para dar idea de lo que eran muchas veces esos «competentes», basta el siguiente hecho: una vez se designó para formar parte de un tribunal, con tal carácter, a un señor cuyo voto iba ya comprometido a favor de determinado opositor, el cual, una vez catedrático, entraría como tal a juzgar las oposiciones siguientes, en las que el competente sería hecho catedrático a su vez, en pago a su servicio. Pues bien; cuando llegó este momento, el competente demostró tan poca competencia que, a pesar de estar la cosa preparada y a pesar de todos los esfuerzos, no pudo ser catedrático de la asignatura cuyas anteriores oposiciones juzgó como «competente».

En cuanto al presidente, hubo disposiciones que trataron de regularizar su nombramiento por turno entre los de la sección correspondiente, así como más tarde se dispuso que se tuviera en cuenta su [142] especialidad. Mas el caso es que siguió habiendo «especialistas», no en tal o cual disciplina, sino en presidir tribunales; consejeros que, por amor al cargo o por deseo de justificar su estancia en Madrid si eran de fuera, presidían todo lo que les «echaran», y es natural que gente así fuera materia propicia para su captación por los institucionistas.

Dirá algún alma cándida: «Y esos jueces, ¿no se podían recusar por incompetentes o por parciales?» Sí; pero la resolución del recurso venía a refluir de hecho al origen del nombramiento. La Institución, que preparó el Tribunal, preparaba también el fallo del recurso. Y así se denegaba, por ejemplo, la recusación de un juez por un opositor hacia el que había manifestado en diversas ocasiones su animadversión, ya que en publicaciones en las que le decía ser candidato de las derechas y de los «frailes jesuitas», ya que en conversaciones en las que afirmaba que, por esa razón, mientras él interviniera (y eran feudo suyo las cátedras de aquella especialidad) no sería catedrático. Como no lo fue.

* * *

Fue Rodes quien intentó acabar con esto, disponiendo que integraran el tribunal cuatro catedráticos de la asignatura, designados automáticamente por riguroso turno de mayor y menor antigüedad. Pero esta reforma, cuyos beneficiosos efectos me alcanzaron, duró poco, derogándola Natalio Rivas, que estableció el libre nombramiento por el ministro de dos de los jueces, con sólo la limitación de que pertenecieran el uno a la primera y el otro a la segunda mitad del Escalafón: nombrando los otros dos la Facultad en que, existía la vacante. Invocaba, nos parece que un poco hipócritamente el ministro, la autonomía, para justificar su disposición, ya que con ella lo que hacía era volver el [143] «control» de los tribunales al Ministerio, que nombraba tres de los cinco jueces.

Como decía más tarde don Francisco Aparicio, al derogarla, con esta reforma se ha desvirtuado «el fin que se perseguía con la del 17, que no fue otro que el sustraer los nombramientos de jueces de los tribunales de oposición de toda influencia de carácter extraño a los fines de la enseñanza». La misma intervención de la Facultad donde existía la vacante y donde, salvo muy contados casos, no habrá, por tanto, titular de la asignatura, tiene, al lado de alguna ventaja, grandes inconvenientes, pues aunque puede designarse, naturalmente, un titular de la asignatura en otra Universidad, se tiende a que sea uno de ella, aunque sea de Economía, para juzgar oposiciones a cátedras de Filosofía del Derecho (caso concreto). Ello se presta grandemente a manejos institucionistas, sobre todo en Universidades que fueron nido donde la Institución se empolló un campo muy cultivado por la misma.

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Después del beneficioso paso de Silió por el Ministerio de Instrucción Pública y de la política bien orientada en este orden de la Dictadura –sólo censurable, si acaso, por la lenidad e indulgencia para con un enemigo cuyo tortuoso proceder escapaba a la buena fe y magnanimidad del General Primo de Rivera–, vino la reforma de Tormo, que no sé si llegó a tener efectividad. En ella se volvía, con el consejero siempre de presidente, al académico, al «competente», al catedrático de la Facultad donde había la vacante, más otro elegido por los alumnos de dicha Facultad (los mismos alumnos que iba a juzgar el votado), y otro de igual o «análoga» asignatura, «pero precisamente de Madrid», quedando sólo un juez, de siete, en el que fuera único [144] título para serlo el desempeñar la cátedra de la misma asignatura que aquella a la que se iba a opositar.

Finalmente, la reforma de Marcelino Domingo del año 31 vuelve al tribunal de cinco, asegurando al Ministerio, del que ya no dejó de ser dueña más o menos veladamente la Institución, o a su equivalente el Consejo de Cultura, la libre designación de tres de esos jueces: el presidente, un vocal elegido entre los «especialistas» (catedráticos o no) que propusieran las diversas Facultades (y siempre habría alguna que propusiera el que a la Institución conviniese), y otro elegido también libremente de los que proponían diversas entidades, entre las que se contaban la Junta de Ampliación de Estudios, la Unión Federal de Estudiantes Hispanos (FUE) y el Ateneo de Madrid.

Para que se vea el poco valor que tuvo el que la mayoría o casi totalidad de las Facultades propusieran a determinado juez si él no convenía a la Institución, nos referiremos a las oposiciones a Química técnica de Madrid y Oviedo, en las que, después de muchas peripecias y anularse la convocatoria para volverse a convocar de nuevo, se hizo un tribunal a gusto de la Institución, declarando análoga a la asignatura cuyas cátedras se trataban de proveer, no la propia asignatura, sino otra, para que no fueran al tribunal catedráticos de la asignatura en otras Universidades no afectos a la Institución, alguno de ellos propuestos por la casi totalidad de las Facultades.

Quedaban, en este sistema, dos vocales libres del arbitrio del Ministerio (aunque en el caso antes mencionado la Institución tuvo los cinco): uno, propuesto por la Facultad donde existía la vacante; otro, designado por mayoría de votos por los otros catedráticos de la asignatura. Pero ello, aun logrando sustraer del influjo de la Institución a estos dos jueces, servíale para dorar la píldora. Pues tuvo ella buen cuidado, siempre [145] que convino, en que figuraran en los Tribunales, después de asegurar mayoría a su candidato, personas al abrigo de toda sospecha; personas que, conscientes de su situación, aceptaban, sin embargo, y no por hacerle el juego, sino para luchar hasta el último momento y rescatar si era posible la cátedra del acaparamiento por la Institución.

Muchas de estas oposiciones en que, amañado el tribunal se veía a cien leguas la injusticia, acabaron tumultuariamente. El doctor Suñer habla de alguna de ellas en su reciente libro. Yo también podía hablar de otras; pero aun sin descender a esos detalles, me voy alargando demasiado. Su frecuencia «lamentable» la reconoce así el ministro, nuestro compañero, doctor Callejo, en el R. D. de 13 de junio de 1927; pero se limita, para evitar «tales manifestaciones con que grupos apasionados pretenden imponer su parcial opinión», a que las votaciones no fueran públicas, consignando los jueces en el acta su voto razonado.

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En cuanto a la ordenación y valoración de los ejercicios, tendióse, en primer lugar, a dar importancia suma a haber estado en el Extranjero, como si ya se conociese bien todo lo que había en España o –más bien– como si lo de España no contara. Dueña la Institución de la Junta de Ampliación de Estudios, ella administraba libremente ese requisito previo, colocando en plan de ventaja a sus favoritos.

En segundo lugar, se exaltaba exageradamente la metodología, importante, sí, en un catedrático, pero no suficiente para compensar la ignorancia del contenido de la asignatura. Así fueron desapareciendo los ejercicios en que se demostraba la preparación remota y [146] sólida, sustituidos por otros como el pedantesco autobombo, tan propio de un «institucionista», a que se veía forzado el opositor según el último Reglamento, en su primer ejercicio. Y así podía llegarse al cuarto, según dicho Reglamento, llevando el opositor todos los ejercicios preparados desde casa (por él o por quien fuera) y sin que el tribunal, o aquellos del tribunal que buscasen conocer lo que de la asignatura sabía aquel opositor, pudieran sacarlo del terreno de la elucubración y del «camelo» y traerlo al de la asignatura.

Quizás me haya entretenido demasiado en minucias y en un examen, que he querido fuera rápido, de los distintos sistemas que ha habido para las oposiciones, pero ahora que se trata de combatir al enemigo que por tanto tiempo fue dueño de la enseñanza en nuestra Patria, interesa conocer bien todas las trincheras desde las que se defendió, y, además, en vísperas indudables de una modificación de tales sistemas, cumple señalar defectos a fin de que, evitándolos, se logre aquel que impida «toda influencia de carácter extraño a los fines de la enseñanza o adultere lo que ésta debe ser en la nueva España».

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{77} Don Elías Tormo, a la sazón Rector de la Universidad de Madrid, en cuyo puesto sustituyó a Bermejo, fue a desempeñar el cargo de Presidente del Real Consejo de Instrucción Pública, en expectación de más elevado ascenso, y el sitio que dejaba vacante fue adjudicado a don Blas Cabrera.

Indiscutiblemente, la «Institución» estaba de enhorabuena.

Uno de los primeros actos del nuevo ministro, ayudado por los amigos del Consejo de Instrucción Pública, fue la creación en el Doctorado de la Facultad de Derecho de la nueva Cátedra de «estudios superiores de ciencias políticas», destinada ab initio para don Fernando de los Ríos, catedrático de Granada. Con una elaboración a marchas forzadas, el Consejo aprobó la propuesta de la nueva disciplina, salvo el voto en contrario de unos pocos miembros. No solamente se hizo esta discutida reforma, sino que, para mayor prueba del propósito oculto, se decidió que dicha Cátedra fuese anunciada a turno de traslación. Inútiles fueron los esfuerzos de don Miguel Vegas y los míos, dentro de la Sección 4ª. La mayoría venció, y el expediente por ella aprobado pasó para su resolución definitiva a la Comisión permanente, de la que yo formaba parte. En esta, a pesar de la confianza que el señor Obispo de Madrid tenía en personas como el señor Sarabia y el profesor Manzanares, la votación final tuvo para nuestra causa el mismo éxito desgraciado. La cátedra fue creada para adjudicarla en turno de traslado, con los tres únicos votos en contra del señor Obispo, del P. Clemente Martínez y el mío. En aquella ocasión, como dijo en un comentario el diario madrileño El Sol, los reaccionarios nos habíamos quedado Solos. Notoria injusticia, de la que protestó ante el [140] periódico, manifestando que, aparte de que mi relación personal e ideológica con los dos compañeros de voto era muy inferior a la que exhibían algunos de los votantes en contrario, el propósito de sacar a oposición dicha cátedra revelaba un espíritu de libertad más amplio que el manifestado por los defensores de un privilegio poco gallardo para el ahijado, que deseaba, no obstante sus dotes intelectuales, deslumbrantes, quitarse adversario de la contienda. Demostración fue el resultado de la discusión acerca de la citada cátedra, de la escasez de hombres esclavos de sus convicciones. ¡La casta de los hipócritas, de los cobardes y de los hábiles ha sido siempre muy prolífica en todas partes!

Consumado este acto caciquil, tuve yo la previsión de comprender que mis días como Consejero estaban contados. El pronóstico, efectivamente, se cumplió al poco tiempo.

(Del libro Los intelectuales y la tragedia española, del Doctor Enrique Suñer, Catedrático de la Universidad Central y ex presidente de la Comisión de Instrucción Pública de la Junta Técnica del Estado; presidente del Tribunal de Responsabilidades políticas.) (N. de los E.)

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  Una poderosa fuerza secreta
San Sebastián 1940, páginas 137-146