Filosofía en español 
Filosofía en español

cubierta

 
Colección popular Fomento Social
50 cts. N.° 4

 
Por qué está mal el mundo
por Jose A. de Laburu

 
 
 
Con licencia eclesiástica
Editorial Vicente Ferrer
Barcelona
1945

 
grabado
Por qué está mal el mundo
por Jose A. de Laburu

 
El mundo está mal

No tengo que detenerme a demostrar que el mundo está mal.

Cuando los vagones del tren saltan hechos astillas por el violento choque del desastre ferroviario; cuando el transatlántico se hunde vertiginosamente tragado por el mar, que lo sepulta en sus abismos; cuando el terremoto ondulante y rotatorio sacude la tierra, desplomando edificios que aplastan entre sus escombros a sus infelices moradores... entonces, en esos trágicos momentos, sería una estupidez de idiota el empezar a declarar que en el tren que se estrella, que en el vapor que se hunde y que en la tierra que sacude el terremoto se está mal.

Pues por eso, no me voy a detener en declarar que estamos mal, que el mundo está mal.

Nos está tocando vivir en medio de la catástrofe del mundo.

Siempre ha habido en el decurso de la historia de la Humanidad tiempos calamitosos y espantosas desgracias y cataclismos sociales.

Pero este momento histórico en que nos ha tocado vivir tiene el triste privilegio de haber alcanzado la negrura mayor en los odios, los alaridos más fuertes del dolor y la torrentera más caudalosa de sangre humana que corre vertida por manos de hermanos.

El mundo esta mal.

Mal en la vida individual; mal en la vida familiar; mal en la vida social, y mal en la vida de las naciones.

Pero con solo decir que está mal, nada se arregla.

Lo que en cambio tiene trascendental importancia es saber por qué el mundo está mal.

Un diagnóstico del malestar del mundo nos puede poner en conocimiento de las causas de ese malestar. Y entonces tal vez podamos aliviar o aún suprimir ese malestar del mundo si conocemos de dónde procede y tenemos medios de corregir o aún de suprimir la causa que los origina.

 
¿Por qué está mal el mundo?

Cuando un enfermo gime bajo el peso de la enfermedad, puede decirse que está mal, o porque tiene fiebre, o porque sufre violentos dolores, o porque padece de tales o cuales molestias y desarreglos.

Así es; pero esa fiebre que tiene, esos dolores que sufre, esas molestias y esos desarreglos, son efecto, a su vez, de una causa que los produce, de una raíz de donde nacen.

El diagnóstico verdad no debe de parar en las causas próximas e inmediatas de la enfermedad, sino que debe llegar, cuando ello sea posible, a la causa última y primera, responsable de la múltiple variedad de las causas próximas e inmediatas de la enfermedad.

Si sólo se queda un médico en el conocimiento de estas causas próximas de la enfermedad, tan solo podrá establecer tratamientos sintomáticos, que son exclusivamente paliativos.

Con morfina, puede calmarse el dolor; con antipiréticos puede rebajarse la fiebre; pero si no se conoce o no se puede modificar la causa del dolor y de la fiebre, ni con morfina ni con antipiréticos se cura la enfermedad.

Traslademos lo que acabamos de exponer al malestar del mundo.

¿Por qué está mal el mundo?

Aquí también, como en la enfermedad corporal, podemos conocer las causas próximas e inmediatas del malestar del mundo; pero si no llegamos a conocer la causa primordial de donde nacen las inmediatas, nos quedamos sin poder aplicar al malestar del mundo el remedio radical.

Las causas próximas del malestar mundial son, en visión certera de Pío XI, «la insaciable sed de riquezas y de bienes temporales»; el «embotamiento de los estímulos de la conciencia», que llega hasta «cometer los fraudes y las injusticias más condenables»; el que «las riquezas multiplicadas tan abundantemente en nuestra época, llamada de industrialismo, están mal repartidas e injustamente aplicadas a las distintas clases».

Todo ello, nacido del «sórdido individualismo», como lo declara Pío XI.

Consecuencias de esas causas son el odio, el antagonismo y las luchas de clases, de pueblos y de naciones.

Hace algún tiempo que me tocó ver en un manicomio a un muchacho de unos dieciocho años, fornido y robusto corporalmente, pero con una profunda perturbación psicológica que le impulsaba a las más cruentas automutilaciones.

Para impedir que ese desgraciado muchacho de dieciocho años se lacerase su cuerpo, se hiriese a sí mismo y se automutilara despiadadamente, no había otro remedio que tenerle maniatado, enchalecado y atado.

Imagen viviente, ese muchacho, de la perturbación mental que está padeciendo el mundo.

Lo que tiene de patológico ese muchacho que se automutila, se hiere y se desgarra, eso tiene de trágicamente patológico el mundo actual, que en la unidad y armonía que debiera reinar entre sus partes integrantes se da en cambio el odio, el antagonismo, la lucha a muerte despiadada.

 
La raíz del malestar del mundo

Se puede intentar cuanto antes un tratamiento que modifique esas causas próximas del malestar del mundo.

Pero con ello solamente se habrá hecho un tratamiento paliativo. Cuando pasa el efecto de la morfina, vuelve a aparecer el dolor; cuando pasa el efecto del medicamento, vuelve a repuntar la fiebre.

¿De dónde nace el dolor? ¿De dónde procede la fiebre?

Aquí está la raíz del asunto.

El clínico que llegue certeramente a conocer la causa primordial de la multiplicidad de los síntomas morbosos, y tenga recursos para poderla combatir y suprimir, ese es el que verdaderamente salva al paciente.

Ante el malestar del mundo, que en el desasosiego de sus sufrimientos y dolores se revuelve convulsivo como en la desesperación de una crisis epiléptica, ¿podremos llegar a conocer la causa última de donde proceden sus males y tendremos posibilidad de modificarla y aun de suprimirla?

Sí, podemos conocer perfectamente cuál es la causa primordial de donde arrancan todo el cortejo de causas próximas responsables del malestar del mundo actual.

Y si queremos, podemos suprimir esa causa, de la cual nacen todos los diversos sufrimientos que torturan al mundo.

 
La apostasía social

Está viviendo el mundo, hace ya más de dos siglos, en plena apostasía social.

No me refiero ahora a la apostasía de los individuos, que como particulares han renegado en su mente y en su conducta de Dios.

Me refiero a la apostasía social.

Socialmente, en las costumbres, en la enseñanza de Liceos y de Universidades, en las actividades industriales e intercambios comerciales, en las leyes y en la vida interna de los Estados y en las relaciones internacionales, se ha vivido al margen de la ley de Dios.

Tan al margen se ha vivido de la ley de Dios, que ni se ha permitido enseñar que hay Dios.

Tan al margen se ha vivido de la ley de Dios, que se ha ido sustituyendo el mismo santo Nombre de Dios por el de Destino, Fatalidad, Naturaleza.

Tan al margen se ha vivido de la ley de Dios, que abiertamente se ha negado que existía Dios.

Prohibición de enseñar que hay Dios; sustitución y suplantación del mismo nombre de Dios, y negación de Dios; son los tres grados por los que se ha llegado socialmente a vivir de espaldas a la ley de Dios.

Primeramente se sembró una duda matizada con el sarcasmo de ironías de tipo volteriano.

Luego se tomó un tono académico, revestido de aparente serenidad y de afirmaciones pseudocientíficas.

Se pasó finalmente al ataque violento y al odio que desfoga su rabia en pasquines y en vociferaciones de mítines.

Por la ironía y el ridículo, por el engreimiento de la pseudociencia y por el odio reconcentrado, se ha pretendido negar a Dios, suprimir a Dios.

Y nos toca vivir a nosotros en la hora que han madurado los frutos de las ideas sin Dios, sembradas a boleo en escuelas y Universidades, en novelas y en periódicos, en revistas y en libros, en discursos y en leyes.

Siembra de vientos, nada extraño que traiga tempestades. Y estamos ahora en medio del ciclón de la horrenda tempestad que está azotando al mundo.

 
Consecuencia lógica

Porque de la negación social de Dios, de la apostasía social de Dios, no pueden menos de seguirse las consecuencias que estamos ahora sufriendo en el mundo.

Porque si no hay Dios, es una necedad admitir un Ser Supremo que sea el Autor y Creador del mundo.

Si no hay Dios, un Autor y Creador del mundo, es un mito admitir un Legislador Supremo, que haya tenido derecho a dictar leyes y normas de conducta a la Humanidad.

Si no hay un Legislador Supremo, no hay deberes ni obligaciones, independientes y superiores a aquellas que quieran los hombres darse a sí mismos; ni hay premios, ni castigos ultraterrenos.

De la negación de Dios surge necesariamente la crisis de toda moral objetiva y la disolución de todo valor espiritual y la caída en el dominio exclusivo de la fuerza bruta.

Veámoslo.

 
Sin Dios no hay ley moral

Si no hay Dios que pueda, como Creador del mundo, imponer una ley a sus criaturas, resulta que todas las leyes que se promulguen en el mundo no tienen otras fuentes de su valor que el grupo de las voluntades humanas que las han puesto en vigor.

Y como contra ese grupo de voluntades humanas puede existir otro grupo antagónico, y otro, y otro, resulta que, sin Dios, no puede existir una ley objetiva, inmutable, independiente de los gustos, caprichos y veleidades humanas.

Si no hay ley de Dios, y no la hay al no haber Dios, todo queda en el caos de la volubilidad humana y al vaivén de sus conveniencias utilitarias.

Porque se ha prescindido de esa ley de Dios, objetiva, santa e inmutable, ha caído el mundo actual en la atomización de opiniones en que se halla pulverizado.

Si no hay una ley de Dios objetiva, inmutable y superior a las conveniencias y voluntades humanas, cada hombre, como es tan hombre como cualquiera de los demás hombres, es dueño de pensar como le plazca y de obrar como se le ocurra.

De la supresión de la ley de Dios, objetiva, inmutable, superior a las voluntades humanas, se ha caído necesariamente en el subjetivismo más anárquico en el pensar y en el obrar.

Pedro cree que esto es así, y conforme a esa su creencia ordena su conducta de vida, y quiere que los demás concuerden con su punto de vista. Pero Juan opina de modo antagónico a Pedro, y le parece un absurdo el proceder de Pedro, y por eso quiere que Pedro y todos se acomoden a su parecer, que es el que debe regir la conducta de los hombres.

Si no hay ley de Dios objetiva, inmutable y superior a todas las voluntades humanas, se cae necesariamente en el subjetivismo, que conduce lógicamente al absurdo más anárquico y más desmoralizador en la conducta. Porque cada hombre, que con independencia de una ley superior a la humana puede pensar como lo crea más acertado y de su gusto, queda libre para acomodar a ese su pensar la norma de su vida.

Y cada uno obrará a su parecer, conforme a lo que él llama su conciencia.

De lo que se sigue la supresión de toda moral y la identificación de lo más santo con lo más perverso.

Negado Dios, no puede hablarse ni de bueno ni de malo, ni de virtud ni de vicio, ni de honradez ni de criminalidad, ni de fidelidad ni de adulterio, ni de obediencia ni de rebeldía, ni de probidad ni de bandidaje, ni de héroes ni de asesinos.

Porque sin ley de Dios, superior norma de las acciones humanas, sólo queda el subjetivismo como norma de vida.

Y si ese subjetivismo es la única norma de moralidad de las acciones, prescindiendo en absoluto de una ley de Dios que no se admite, porque se empieza por negar que hay Dios, entonces tan honrado es el fiel administrador como el taimado estafador, tan honrada es la esposa fiel como la meretriz que se vende, tan honrado es el que da la vida por la patria como el que vende al enemigo los planes de sus fortificaciones, tan bueno es el que expone y da su vida por salvar la de un ser en peligro como el que parte a otro el corazón de una puñalada por saciar una venganza.

Todos creen que así pueden obrar, y todos obran así como ellos creen. Por eso, todos, son perfectamente iguales en moralidad y honradez.

Ese es el absurdo en que se ha caído, como lógica consecuencia de la negación de Dios.

 
La fuerza bruta

Sigamos reflexionando.

Si no hay Dios, es lógico que no se puede invocar el dominio de un Ser Supremo, ni su autoridad ni su poder.

Si no hay Dios, no hay poder alguno sobre el hombre, y sólo queda el poder del hombre.

Y ¿adónde conduce ese poder del hombre, sin que esté sujeto a otro poder superior, que sea el que regule el poder humano?

Sin Dios, que como Creador pueda ser el Supremo Legislador, se cae necesariamente en una barbarie peor que la de la lucha de fieras en plena selva africana.

Porque tan hombre es, como hombre, el que ejerce el poder como el que gime oprimido por ese poder del que en ese momento manda.

Porque tan grupo de hombres es ese grupo de hombres que ahora ocupa un poder como el grupo de hombres a quienes persigue y esquilma y mata ese poder en mando.

Y si no hay Dios, que sea la fuente y origen de todo poder y que ponga los límites y señale los fines del poder humano, no queda otra raíz y fuente de humano poder que la fuerza bruta, para conseguir el poder, sostenerse en el poder y ejercitar el poder.

Así es. Sin Dios, la única fuente y origen del poder y del mando es la fuerza bruta.

El que tiene más fuerza bruta, ese es el que manda.

Nada de obligaciones, ni de deberes, ni de derechos. El que tiene la fuerza bruta de su parte, ese es el que manda, es decir, ese es el que aplasta a cuantos se le opongan a su paso.

La tiranía de la opresión más brutal es la planta que nace espontánea en el terreno de los sin Dios.

Sólo en la ley de Dios se salvaguarda la dignidad de la persona humana y se suprime toda opresión por la violencia de la fuerza.

 
Materialismo grosero

Si no hay Dios, no hay un Creador, ni un Legislador, ni un Juez de los hombres que imponga sanciones ni recompensas con premios eternos.

Si no hay Dios, es de una candidez de niños admitir una vida futura; y si no hay un más allá después del morir, quedan reducidos a la categoría de mitos prehistóricos los castigos y los premios de ultratumba.

Y si no hay Dios, ni Creador, ni Legislador, ni Juez, ni vida futura, ni castigos ni premios eternos, la vida del hombre se reduce al tiempo comprendido entre su concepción y su muerte.

De la negación de Dios nace necesariamente el concepto materialista de la vida.

Y consecuencia necesaria de ese concepto ateo y materialista de la vida es la tragedia que ahora experimenta el mundo.

Porque es muy lógico, es lo único natural y razonable en los hombres que no creen ni en Dios, ni en sus leyes, ni en una vida futura, que pretendan pasarlo en esta vida, que para ellos es la única, del mejor modo que les sea posible.

Es el «comamos y bebamos, que mañana moriremos».

Es el querer retozar y dar rienda suelta a las tendencias instintivas, mientras no se le arranque al hombre del prado de esta vida.

Sumamente lógico, lo único lógico.

Ahora bien, no todos pueden comer y beber, ni retozar, ni dar rienda suelta a las pasiones mientras les dura esta vida.

¿Quejarse de esa impotencia del pasarlo bien aquí? ¿A quién se van a quejar, si no admitiendo la existencia de Dios no son hombres, sino productos ciegos del acaso?

En el ateísmo y en el concepto materialista de la vida, son un enigma el dolor, la pobreza y las desigualdades sociales.

Pero no sólo son un enigma, sino que son unas ruedas que, entre sus dientes trituradores, están oprimiendo a toda la humanidad, sin el alivio de una esperanza y el consuelo de futuros de eternidades felices que compensen los sufrimientos terrenos.

En el concepto materialista de la vida, lo único lógico es quererla pasar bien, gozar lo más posible, mientras ella dure.

Y de aquí precisamente nace una de las grandes fuentes del malestar que sufre el mundo actual.

La llave que en gran parte abre las puertas de la felicidad, para poder gozar en la vida presente, son las riquezas.

Digo que en parte, porque es también cierto que no todo lo pueden las riquezas.

Pero en fin de cuentas, sí pueden mucho las riquezas para poder disfrutar de los bienes de esta vida.

Pues aquí es donde esta el nudo de la dificultad: para poderlo pasar bien en esta vida, tomada en un sentido ateo y materialista, las riquezas no las poseen todos; están en poder de los menos.

Esos que las poseen es muy lógico que no se quieran ver privados de ellas. ¿Se van a dejar quitar, y menos van a entregar, la llave única de la felicidad de esta vida única y terrena?

Es muy lógico que los que tienen riquezas, como tienen más medios que los que no las tienen, quieran valerse de ellas para asegurarlas y para adquirir más y más llaves de mayores y más abundantes felicidades.

Que para adquirir las riquezas les sea necesario vivir a costa del sudor y del trabajo y aun de la sangre y de la vida de otros hombres, ¿y a ellos qué?

¿No hemos quedado que sin Dios no hay leyes que puedan coartar el querer humano?

¿No hemos quedado que sin Dios no hay otra fuente de poder que el poder de la fuerza bruta?

Pues por eso, para los que poseen acumuladas las riquezas, si son de los sin Dios, no existe otra ley que la de sus antojos; y ellos no tienen que temer a otro poder, porque precisamente por ser los dueños de las riquezas, son también los dueños del poder.

Ah, no se puede jugar a suprimir a Dios, porque se paga caro ese juego, pues se paga con la esclavitud de los pobres, que son los más, y se paga con el despotismo más sin entrañas de los acaparadores de las riquezas.

Los más no poseen la llave de las felicidades terrenas; pero es sumamente lógico que la deseen tener.

grabado
...y se paga con el despotismo más sin entrañas...

Sumamente lógico. La vida se acaba aquí, en el concepto ateo y materialista. ¿Por qué aquí los otros, los menos, lo van a pasar bien, y ellos, los más, lo van a pasar mal? ¿Por qué?

Muy lógico este acuciante «por qué».

Y por eso que es lógico su deseo, dan las masas los pasos para ponerlo en ejecución.

Quieren poseer lo que los otros poseen y no quieren ser explotados para que los otros posean.

Pero los que poseen las riquezas no se quieren dejar desposeer de ellas, y no consienten que mermen sus nuevos ingresos.

Y aquí está uno de los focos más virulentos de los dolores que padece el mundo actual.

De aquí nace el odio y la lucha de clases; de aquí nacen las injusticias y las explotaciones de tantos millones de hombres que trabajan sin poder lograr aquí un mínimo siquiera de felicidad; y de aquí nacen las revoluciones sociales.

Vuelvo a repetir que no se puede impunemente jugar a suprimir a Dios, porque se paga muy caro ese juego.

Consecuencia de la supresión de Dios, y consecuencia necesaria, es que los hombres no puedan considerarse como hermanos, pues no admiten a un Dios Creador, Padre de todos, y que a todos dará una felicidad eterna, si cumplen con sus deberes.

¿Hermanos? En el concepto ateo y materialista de la vida no son los hombres sino competidores entre sí, animales que viven en la misma selva que se llama mundo, y que en ella se disputan una misma presa que son las riquezas; como los leones y los tigres se están disputando en este momento la misma gacela que cruza veloz por el campo.

El león o el tigre que tenga más fuerza, el que dé zarpazos más fuertes y tenga mandíbulas más trituradoras, ese es el que se lleva la gacela.

Así ha caído el mundo sin Dios, y el del concepto materialista de la vida, en la animalidad.

 
En la culpa el castigo

Hay un dicho español que esta cuajado de sentido y que sirve admirablemente para explicar lo que vamos proponiendo.

Dice así este dicho: «al que escupe al cielo, el salivazo le cae en su propia cara».

Así es; eso ha sucedido al mundo actual sin Dios. Prescindió de Dios, negó a Dios en su conducta social, y el salivazo que escupió al cielo le cayó en la propia cara.

¡¡Y qué salivazo!!

Cuando desde la Revolución francesa se había endiosado en una prostituta a la «diosa razón»; cuando se repetían las tres encantadoras palabras «Libertad-Igualdad-Fraternidad»; cuando se hablaba del «progreso indefinido»; cuando se colocaban en los paseos y en los jardines los idílicos letreros «amad las plantas y las flores», «respetad a los animales»..., entonces precisamente, en ese momento al mundo sin Dios le cayo el salivazo en la cara.

La diosa razón, que no admite al Dios verdadero, se emplea en utilizar todos los inventos de las ciencias todas en armas de destrucción y exterminio, de dolor y de muerte.

Los tres lemas de la Revolución francesa –Libertad, Igualdad y Fraternidad– sin Dios han podido contemplar atónitos que, sin Dios, no se ha conseguido, al cabo de dos siglos, sino llegar a la opresión mayor y más envilecida de la dignidad de la persona humana y a los monopolios individuales o estatales más opresores; que sin Dios, no se ha hecho otra cosa que acentuarse de la manera más dolorosa la desigualdad entre las clases que detentan los bienes de la tierra y la de los desheredados de la fortuna; que sin Dios, se ha llegado en el momento presente a lo más concentrado y agudo de los odios y a matarse los hombres con el ensañamiento más trágico en la tierra, en los mares y en los aires.

Los sin Dios, con sus filantropías y sus ternuras por animales y plantas, tienen que quedar desconcertados y atónitos ante los alaridos de dolor de tanta madre sin hijos, y de tantos hijos sin padre, y de tantas esposas sin marido y... de tanta devastación y ruina e incendio y de tanta muerte. Al mundo sin Dios le ha caído el salivazo en la cara.

 
Una profecía de Jesucristo

El mundo sin Dios está recogiendo los frutos de sus siembras ideológicas.

El mundo sin Dios, infatuado con la soberbia de su propio valer, ha sentido un profundo desdén por los valores del espíritu.

Como empezó ese mundo sin Dios por querer arrancar la divinidad a Jesucristo, era muy natural que a ese mundo sin Dios le tuviese muy sin cuidado cuanto nos enseñó Jesucristo.

Dijo y enseñó Jesucristo: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura».

Y ese mundo sin Dios, ni se molestó en saber lo que había dicho Jesucristo. ¡Qué le importaba a él de Jesucristo!

Lo único que le interesaba al mundo sin Dios eran las máquinas, las industrias, los problemas del acaparamiento de las fuentes de las materias primas, la rapidez de la producción, los mercados de lo producido, las vías de comunicación... ahí, ahí estaba el progreso del mundo, en eso consistía la civilización.

Lo único que le interesaba a ese mundo sin Dios era gozar de la vida. Hubiera sido grandísima rebeldía el que se hubiera invertido el orden de los valores señalado por Jesucristo, poniendo en primer lugar, en los afanes de la vida, lo que Jesucristo llamó «lo demás que se daría por añadidura», y lo último el buscar el reino de Dios y su justicia.

Esta subversión de valores hubiera sido un corregirle la plana a Jesucristo y un gran agravio hecho a Dios. Pero el mundo sin Dios ha tenido una conducta todavía de más desprecio para con Dios, pues en la jerarquía de valores señalada a los hombres por Jesucristo ni se ha preocupado lo más mínimo del valor primordial, que es el de buscar el reino de Dios y su justicia.

El mundo sin Dios ha prescindido, de manera absoluta, en sus contratos, en sus industrias, en sus negocios, en sus escuelas, en sus Universidades, en su vida social, en su vida pública, en sus diversiones y en sus leyes, de procurar en todas esas manifestaciones de la vida, lo primero y ante todo, el reino de Dios y su justicia.

Y no sólo el mundo sin Dios ha prescindido por completo de ese valor señalado por Jesucristo como el motivo fundamental de toda la conducta humana, sino que ha hecho alarde y ostentación de esa su apostasía de la doctrina señalada en el Evangelio.

Y bien claramente lo predijo Jesucristo, en aquella parábola de los que teniendo arrendado el campo de una viña, mataron a los criados y al mismo hijo del dueño, que venían a cobrarles el arrendamiento; que todos aquellos que le reprobaban a Él, que era la piedra fundamental de toda doctrina y la moral, se estrellarían, y que sobre quienes cayese esa piedra angular, quedarían hechos añicos y convertidos en papilla.

Estamos presenciando en este mismo momento de la historia el cumplimiento de la predicción terminantemente hecha por Jesucristo.

Rechazó el mundo al que es piedra angular de todo el edificio espiritual y moral, y se cumplió la profecía de Jesucristo: quedó el mundo como lo estamos viendo: estrellado, hecho añicos.

De aquí nace el malestar horrible que aqueja al mundo, que está sufriendo las consecuencias de la apostasía pública de Dios y de la violación social hecha de la ley de Dios.

Las disquisiciones ideológicas heterodoxas pudieron en otros tiempos especular con el error, pero las fatales consecuencias que ha producido la apostasía de Dios ponen bien de manifiesto adónde conduce el haber dislocado al mundo del plan que le dio su Creador.

 
Dónde está el remedio

Al que padece la dislocación de un brazo, no le queda otro remedio, para que deje de sufrir los dolores y molestias causados por la dislocación y para que pueda servirse de ese brazo para el trabajo, que volverle a colocar en su sitio debido.

Comprendo que la maniobra de reducir la dislocación nada tiene de grato; pero es absolutamente necesaria.

Del mismísimo modo, al mundo dislocado del plan de Dios no le queda otro remedio, para dejar de sufrir los horribles dolores y el malestar que le atormenta y para que pueda prestar el servicio de procurar el bien a todos los hombres, que volver a encajarse en el plan de Dios.

Por mucho que ello sea costoso, es cosa del todo necesaria.

Reflexionemos sobre qué sería el mundo y qué sería de la vida de los Estados si en ellos se articulase la vida toda en el plan de Dios.

¿Queréis pensar cuál sería la vida de los Estados en los que no solamente se creyese, sino que se viviese según la ley de Dios y se ajustase toda la vida individual privada y pública y toda la vida colectiva y social a la doctrina de Jesucristo?

En esos Estados no existirían autoridades opresoras y déspotas, porque la opresión y el despotismo están prohibidos por la ley de Dios.

En esos Estados no existirían súbditos rebeldes ni traicioneros, porque la rebeldía y alta traición están prohibidas por la ley de Dios.

En esos Estados no se darían monopolios que oprimen ni abusos del capital, porque la opresión y los abusos están prohibidos por la ley de Dios.

En esos Estados no se darían aspiraciones injustas de los obreros, ni sabotaje en los trabajadores, porque las injusticias y los sabotajes están prohibidos por la ley de Jesucristo Dios.

En esos Estados no se darían traiciones de pactos, ni guerras injustas, por puros intereses materiales, porque las traiciones y las injusticias están prohibidas por la ley de Dios.

En esos Estados no se darían acaparamientos ilícitos de las riquezas, ni mal uso de las mismas; porque el acaparamiento ilícito y el mal uso de las riquezas están prohibidos por la ley de Dios.

En esos Estados no habría ni muertes por crimen, ni heridos por pasión y por venganza; porque el crimen, la pasión y la venganza están prohibidos por la ley de Dios.

En esos Estados no habría ni fraudes, ni estafas, ni robos, ni sobornos; porque el fraude, las estafas, los robos y los sobornos están prohibidos por la ley de Dios.

En esos Estados no se darían ni adulterios, ni infidelidades conyugales; porque los adulterios y las infidelidades conyugales están prohibidos por la ley de Dios.

En esos Estados no se darían ni violaciones, ni perversiones sexuales, ni el fango de la lujuria; porque las violaciones y perversiones sexuales y la lujuria están prohibidas por la ley de Dios.

En esos Estados no se darían ni mentiras, ni calumnias, ni falsías, ni envidias, ni odios; porque las mentiras, calumnias, falsías, envidias y odios están prohibidos por la ley de Dios.

En esos Estados no habría ni cárceles, ni presidios; porque los delitos y crímenes que conducen a los presidios y a las cárceles están prohibidos por la ley de Dios.

¡Qué sería de feliz un mundo y qué serían de dichosos los Estados en donde no hubiese lo que acabamos de enumerar!

Un mundo y unos Estados en los que no hubiese ni opresión ni despotismo en la autoridad; ni rebeldía ni traición en los súbditos; ni monopolios ni abusos del capital, ni injusticias ni sabotajes en los obreros; ni guerras injustas, ni traiciones de pactos; ni acaparamientos ni mal uso de las riquezas; ni crímenes ni robos, ni estafas, ni fraudes, ni adulterios, ni infidelidades conyugales, ni fango de lujuria, ni calumnias, ni mentiras, ni odios, ni venganzas... Reflexionad, reflexionad qué feliz no sería ese mundo y qué dichosos no fueran esos Estados.

Pues bien, todo eso podría tenerlo el mundo, y podrían tenerlo los Estados, con tal que en ellos se viviese bien vivida, íntegramente vivida la ley de Dios.

 
El precepto de Jesucristo

Pero no solamente es así, sino que aún son mayores los bienes que se derivan del cumplimiento de la ley de Dios.

Porque la ley de Dios no se compone exclusivamente de preceptos prohibitivos, sino que tiene un precepto, del que Jesucristo hizo el núcleo y el distintivo específico de su doctrina.

Dijo Jesucristo: «Os doy un mandamiento nuevo; este es el mandamiento que es mío, y este es el distintivo por el cual os conocerán que sois de los verdaderos seguidores, de mi doctrina; y ese precepto es “amaos los unos a los otros”, “amad al prójimo como a vosotros mismos”, “amaos los unos a los otros como Yo os he amado”, hasta morir por vosotros, hasta entregar mi vida entre afrentas de honras y terribles suplicios y morir ajusticiado en un patíbulo».

¡Ah, qué sublime es la doctrina de Jesucristo!

Cualquier hombre, por ideología separada y adversa que tenga a la doctrina de Jesucristo, no podrá menos de confesar, si es hombre, si no es un instintivo saturado de odios que revientan en explosiones de pasión que producen tinieblas de ceguera, que con solo ese precepto de Jesucristo que se cumpliera de veras por todos, se habría substancialmente transformado el mundo y habrían desaparecido radicalmente todos los dolores y molestias que afligen a la Humanidad.

Si los hombres unos a otros se amasen como cada uno se ama a sí mismo, y si los hombres amasen a los demás hombres como Jesucristo nos amó a todos, hasta dar su vida por nosotros, ¿cómo no comprender que todos los males que aquejan al mundo habrían dejado de existir?

Sustituido el egoísmo de individuos, o de razas, o de naciones, por la caridad cristiana, estaba solucionado el trágico problema del malestar y de los dolores del mundo.

 
Sin Dios no hay remedio

El mundo se siente mal, muy mal.

Y como el enfermo que, atenazado por los dolores, da vueltas y más vueltas, queriendo así aliviar su dolor con el cambio de postura, el mundo también está dando vueltas y cambiando de posturas para ver cómo remediar y aliviar sus torturantes molestias.

Una vez que el mundo, como consecuencia de su apostasía de Dios, empezó a sufrir los males que le aquejan, ha ido cambiando de posturas ideológicas para ver si remediaba sus dolores, y el individualismo liberal, que engendró, en su feroz egoísmo, el liberalismo económico más desenfrenado y la anarquía comercial, ha pasado el mundo por todas las fases ideológicas y por todos los matices de las mismas hasta desembocar por fin en el neopaganismo de los Estados dioses.

Y el mundo, en todas esas posturas ideológicas no solamente sufre el desengaño de no encontrar remedio a sus males, sino el de verlos cada día agravarse y tomar mayores proporciones.

Y es que le sucede al mundo sin Dios lo que al pobrecito enfermo: que sus males no se pueden aliviar con solo cambios de postura, pues nacen de una raíz interna y bien profunda.

¡Pobre Humanidad sin Dios, que en vano busca alivio en sus males de hoy, y en los dolores aún más terribles del mañana!

¡Pobre Humanidad sin Dios, intoxicada por la podredumbre de la carne y de la materia!

¡Pobre Humanidad sin Dios, asfixiada en la atmosfera de ideologías deletéreas!

¡Pobre Humanidad sin Dios, que se siente paralizada por la agudeza lacerante de sus sufrimientos, y que gime ante la impotencia de poder recobrar una vida de salud y de bienestar social!

Hay una escena en la vida de Nuestro Señor Jesucristo de un colorido acentuadamente sombrío, y en la que se expresa el por qué de las catástrofes trágicas que cayeron sobre Jerusalén, e indica dónde hubieran ellas tenido completo remedio.

«¡Jerusalén, Jerusalén –exclamaba Jesucristo–, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados; cuántas veces quise congregar a tus hijos, como la gallina cobija a sus polluelos debajo de sus alas, y tú no quisiste!

»He ahí que vuestra casa va a quedar desierta.

»Porque en verdad os digo que en breve ya no me veréis hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor».

Dolor de corazón sentía Jesucristo al ver la obstinación de la Ciudad Santa, que había de ser la Ciudad Deicida.

Dolor de corazón, profundo y tierno, que le hizo a Jesucristo llorar al ver a Jerusalén, y al derramar lágrimas sobre ella exclamar diciendo:

«¡Ah, si conocieses también tú (Jerusalén), por lo menos en este día que se te ha dado, lo que puede traerte la paz!»

Llora Jesucristo al ver la ceguera y la obstinación de Jerusalén.

Llora Jesucristo al predecir la desolación y las ruinas que bien pronto habrían de enseñorearse de la Ciudad de David.

Él quiso salvarla. Ella no lo quiso.

Él quiso cobijarla para protegerla, como la gallina cobija bajo sus alas a los polluelos; pero Jerusalén lo rehusó.

Por esa apostasía y dureza de corazón de Jerusalén ante el llamamiento que tan insinuantemente le hace Jesucristo, mereció el castigo que con estas tremendas palabras le anuncia Jesucristo: «Jerusalén, vendrán sobre tí unos días en que tus enemigos te circunvalarán y te rodearán y te estrecharán por todas partes, y te arrasarán con los hijos tuyos que tendrás encerrados dentro de tí, y no dejarán en tí piedra sobre piedra, por cuanto has desconocido el tiempo en que Dios te ha visitado».

Pocos años después experimentaba Jerusalén la verdad de estas profecías. Como testigo presente hoy ante el mundo del cumplimiento de esa trágica profecía de Jesucristo, se tiene todavía en pie en Roma el arco de Tito, en el que se conmemora la ruina y la desolación de la infeliz Jerusalén.

Esta escena que acabo de recordaros es el símbolo perfecto de lo que acaece en estos tristes momentos al mundo en que vivimos.

Ese mundo huyó de Dios, no quiso hacer caso a sus llamamientos; y en castigo de esa apostasía está, como Jerusalén en otro tiempo, sufriendo la ruina y la desolación, el dolor y la muerte.

Con las mismas desgracias, torturas y dolores que está sufriendo el mundo, está pudiendo ver a dónde conduce necesariamente la apostasía de Dios; pues esas desgracias no son sino frutos de la negación de Dios y de la violación de su ley santa.

Con esos sufrimientos que atormenta al mundo actual, está Dios castigando la sacrílega prevaricación de los Estados y los pueblos que apostataron de Dios.

Castigo de Dios, que por eso castiga, porque son castigos que son merecidos y que son necesarios. Son castigos de Dios, que son lecciones y avisos, para que el mundo; ante ellos, pueda caer en cuenta de su desgracia, pueda arrepentirse, y pueda de nuevo volver a Dios, y así en Dios hallar lo que perdió por apartarse de Él.

Si el mundo se obstina en su ceguera, y sigue recalcitrante huyendo de Dios y del cumplimiento de su ley, esa es la gran prevaricación que se pagará con la desolación de la desolación.

Dios no permita esa horrible ceguera del mundo.

Maldición horrenda caerá sobre aquellos que no permitan que el mundo vuelva a Dios.

Si el mayor castigo que en este mundo puede enviar Dios a los pueblos como a los individuos es la ceguera espiritual, ¿qué castigo no merecerán los que desempeñan el papel de producir espirituales cegueras y de impedir que éstas puedan ser curadas?

 
La solución en Cristo

El mundo se ha apartado de Dios, ha prescindido de Jesucristo.

Por eso se halla el mundo sin Dios; por eso el mundo ha perdido a Jesucristo.

Y al perder a Jesucristo Dios, ha perdido todo aquello que es Jesucristo.

Y Jesucristo es, como lo dejo clarísimamente afirmado, el Camino, la Verdad y la Vida. «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». «Yo soy la Luz del mundo».

Por eso el mundo anda descarriado, porque se apartó de Jesucristo, que es el Camino. Por eso anda el mundo sin poder encontrar la ruta que lleva a la felicidad y a la paz. El mundo, al apartarse de Jesucristo, perdió el único Camino que conduce a la felicidad verdadera y duradera.

Por eso anda el mundo sumergido en las más oscuras tinieblas de los errores y desvaríos, sin poder dar con la luz que le oriente y le ilumine su destino y le descubra la Verdad; porque alejado de Jesucristo perdió la Luz y la Verdad.

Por eso anda el mundo asaeteado de lacerantes dolores, agitado de convulsiones agónicas, herido de muerte; porque, apartado de Jesucristo, perdió la Vida.

Y el mundo quiere salir de sus dolores, quiere volver a encontrar la salud, quiere encontrar el Camino que le lleve a la Verdad y a la Vida.

Es la natural reacción de defensa del náufrago que no se resigna a morir y que quiere asirse a algo que le libre de una muerte desesperada.

Hemos visto los efectos desastrosos y necesarios a donde conduce la negación y apostasía de Dios.

Y hemos visto también lo feliz que sería el mundo si en él se viviese integralmente la ley de Dios.

Por consiguiente no está el remedio de los males que aquejan al mundo en inventar nuevos idearios, y menos aún si los que se inventan tienen el mismo efecto substancial de prescindir de Dios y vivir a espaldas de su Ley, que es el origen de todos los males que el mundo padece.

El remedio, para todo hombre pensador y de recta voluntad, está en vivir él y en contribuir con su influjo entero a que por todos los demás se viva el contenido integral de la Ley de Dios.

Repito que el remedio de los males del mundo está en que se viva, y se viva integralmente, la Ley de Dios.

Porque uno de los grandes males del mundo actual es el que por no pocos de los mismos que dicen aceptar la Ley de Dios y creer en Él, se vive de espaldas a su santa Ley y en puro paganismo.

El catolicismo de pintura, ese no sana ni a los individuos ni a las naciones. Como no sana a la muchachita tuberculosa la pintura rosada colocada sobre sus mejillas.

No estamos en momentos en que nos podamos permitir el lujo de perder el tiempo empleando fraseologías huecas, que ni siquiera llegan a paliativos del mal.

El enfermo social está grave, muy grave.

El mundo sufre, sufre mucho, y lo peor es que, si no enmienda su vida, lleva camino de sufrir aún más.

Por eso tenemos que proceder con firme entereza y poniendo toda la voluntad más sincera.

No exigen menos los momentos presentes.

Dios Nuestro Señor derrame su gracia sobre nuestras inteligencias y mueva eficazmente nuestros corazones para que salgamos de nuestras cegueras y tinieblas espirituales y abracemos de corazón su Ley santa.

En ello, solamente en ello, está la única solución de los terribles males que azotan y sacuden al mundo.

FIN

Publicado por Editorial Vicente Ferrer - Barcelona


Colección popular Fomento Social

Primeros títulos

N.° 1.– Pío XII y la cuestión obrera, por M. B.

 »  2.– Demostración científica de la existencia de Dios, por Ignacio Puig.

 »  3.– La elevación del proletariado, por Joaquín Azpiazu.

 »  4.– Por qué está mal el mundo, por José A. de Laburu.

 »  5.– La dignidad del trabajo, por Martín Brugarola.

 »  6.– Demostración científica de la existencia del alma, por Jesús Simón.

 »  7.– Obrero y creyente ¿por qué?, por J. C.

 »  8.– Entre obreros. Hablemos del amor, por J. V.

 »  9.– La reforma social, por Alberto Martín Artajo.

 »  10.– ¿Quiénes son los Curas?, por Andrés Casellas.

 »  11.– Dom Bosco y los obreros, por Aresio González de Vega.

 »  12.– Cómo pasé del error a la verdad, por Luis Nereda.

 »  13.– Los Obispos y la cuestión obrera, por M. B.

 »  14.– Obreros mártires del Cerro, por Florentino del Valle.

 »  15.– De comunista a católico, por Enrique Matorras.

 »  16.– La felicidad en el hogar, por Ernesto Gutiérrez del Egido.

 »  17.– Un modelo de participación en los beneficios, por José M. Gadea.

 »  18.– Los milagros de Jesucristo ante la ciencia, por Antonio Due Rojo.

CON LICENCIA ECLESIÁSTICA

Es propiedad de Editorial Vicente Ferrer - Barcelona

[ Versión íntegra del texto y las imágenes impresas sobre un opúsculo de papel de 32 páginas, formato 120×170mm, publicado en Barcelona en 1945. ]