Filosofía en español 
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Colección popular Fomento Social
50 cts. N.° 2

 
Demostración científica de la existencia de Dios
por Ignacio Puig

 
 
 
Con licencia eclesiástica
Editorial Vicente Ferrer
Barcelona
1945

 
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Demostración científica de la existencia de Dios
por Ignacio Puig
 

El sentir de los católicos acerca de la existencia de Dios se halla condensado en el siguiente párrafo del Concilio Vaticano, celebrado el año 1870: «La Iglesia Católica cree y confiesa que hay un Dios verdadero y vivo, creador del cielo y de la tierra, omnipotente, eterno, inmenso, incomprensible, de entendimiento y voluntad infinitos e infinito en to­das sus perfecciones; el cual siendo una substancia espiritual, simplicísima e inmutable, debe ser con­siderado como real y esencialmente distinto del mun­do, felicísimo en sí mismo y por sí mismo, e inefa­blemente levantado sobre todo lo que existe o puede concebirse» (Sección III). En este folleto, al tratar de demostrar científicamente la existencia de Dios, consideraremos a Dios no con ese lujo de perfecciones y atributos de que habla el Concilio Vaticano, sino simplemente como un ser distinto del mundo, inmensamente superior al mundo y sabio ordenador del mismo mundo, apelando para ello, no a la fe ciega, sino a la luz de la razón natural.

 
a) Enemigos de la existencia de Dios: los ateos.

Los que no admiten la existencia de Dios reciben el nombre de ateos o sindiós, los cuales son de dos clases : teóricos y prácticos. Ateos teóricos son los que abrigan la íntima convicción de que realmente Dios no existe; ateos prácticos son los que, en su modo de obrar, se comportan como si Dios no existiese. Ahora bien: así como son muchos, por desgracia, los ateos prácticos, son, en cambio, contadísimos, si es que alguno existe, los ateos teóricos. Para convencernos de este aserto bastará referir un caso que sucedió al autor de estas líneas.

Me hallaba yo, hace ya bastante años, de viaje en ómnibus entre dos poblaciones de España, y me tocó estar sentado al lado de un individuo, para mí enteramente desconocido. Al poco rato entablamos conversación, y en el decurso de ella se me espontaneó declarándome que, en otro tiempo, fue presidente del centro republicano de una ciudad, que él me nombró, mientras llevaba moralmente una vida bastante desarreglada, pero no sin torturas interiores de remordimientos de conciencia. Porque, según me confesó, para llevar con tranquilidad aquella mala vida le estorbaba la idea de la existencia de Dios. «Pues –se decía con razón– si Dios existe, debe haber puesto sus leyes y yo no las observo.»

Para seguir llevando aquella vida desarreglada, sin torturas interiores ni remordimientos de conciencia, trató de desarraigar de su espíritu la idea de la existencia de Dios. A este fin, se puso a leer todos los libros ateos que pudo haber a las manos, españoles y franceses, gastando en esa literatura más de 2.000 pesetas, suma muy respetable en aquel entonces: todo con objeto de dar con un argumento, una prueba que le convenciese de que realmente Dios no existe. En esas lecturas se pasaba largas horas de la noche después del trabajo del día. Pues bien: después de haber leído y releído tantas pruebas de la no existencia de Dios, no pudo hallar ninguna, decisiva para él, que le convenciese de la no existencia de Dios. En vista de esto, se determinó a cambiar de vida y a portarse como buen cristiano. Este caso sí que es verdaderamente sintomático.

En cierta ciudad de España un predicador lanzó la idea desde el púlpito de que los ateos no podían ser personas honradas. Entre los oyentes había algunos ateos, que se tenían por personas honradas, y se fueron a quejar al predicador exigiéndole una retractación o satisfacción de lo que ellos consideraban una injuria. ¿Quién tenía razón? ¿El predicador o los ateos quejumbrosos? Para contestar debidamente a esta pregunta importa formular una distinción. Si por persona honrada se entiende aquel que ni roba ni mata como un vulgar atracador, ciertamente puede haber y hay muchas personas honradas en este sentido. Pero si por persona honrada se entiende, como debe entenderse, aquel que cumple con todas sus obligaciones, los ateos no pueden ser considerados como personas honradas en este segundo sentido; pues dejan de cumplir una de las más sagradas obligaciones, cual es el creer en la existencia de Dios y regular su conducta conforme a esta creencia.

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De la tierra al sol hay 150 millones de Km.

Varias son las causas del ateísmo: unas intelectuales, otras morales y otras sociales. Las causas intelectuales se reducen al orgullo, ya sea científico, por estar infatuados con su ciencia, ya por espíritu de singularidad, para llamar la atención y distinguirse de los demás. Las causas morales consisten en las pasiones no dominadas, sobre todo la impureza, la avaricia y el espíritu de comodidad. Las pasiones no dominadas embotan la inteligencia y hacen que, cuando la fe es incómoda, se tenga por sospechosa. Las causas sociales estriban en la educación, las malas lecturas, el mal ejemplo y el respeto humano. ¿Qué ha de hacer, por ejemplo, el que desde su niñez no ha oído de sus padres más que blasfemias contra Dios, y de sus maestros burlas de Dios y de los que creen en Él? Cuando uno vive en una atmósfera físicamente corrompida no puede menos de quedar inficionado. Nada tiene; pues, de extraño que suceda una cosa parecida en el orden moral y religioso.

 
b) Pruebas ideadas para demostrar la existencia de Dios.

Muchas son las pruebas ideadas por los sabios para demostrar la existencia de Dios: unas de orden metafísico, otras de orden físico y otras de orden moral; pero todas ellas no son más que una confirmación del convencimiento íntimo que ya teníamos de la existencia de Dios. Estas pruebas nos dicen que Dios es la causa de las causas; el ser necesario, el primer motor; el gran ordenador del mundo, &c. Y todas esas pruebas tienen un gran valor y una fuerza irresistible. En la imposibilidad de recorrerlas todas con cierta amplitud en este lugar, nos limitaremos a la demostración física de la existencia de Dios, así por revelarse cada vez más patente con el progreso de la ciencia, como por ser la más asequible aun para entendimientos no especialmente preparados: es que la razón natural nos lleva, por las cosas creadas, al conocimiento de Dios, principio y fin de cuanto existe, como nos lo dice San Pablo en su carta a los Romanos, «porque las perfecciones invisibles de Dios se han hecho visibles, después de la creación del mundo, por el conocimiento que de ellas nos dan sus criaturas».

La prueba física de la existencia de Dios, en el sentido expuesto, puede formularse en los siguientes términos: Se observa en el mundo un orden admirable; luego existe un ser inteligente, ordenador del mundo, superior al mundo, que no puede ser otro sino Dios. Esta prueba física de la existencia de Dios fue ya propuesta por los paganos de la antigüedad, como Homero, que llamaba a Dios (Zeus) primer ordenador que lo dirige todo por el poder de sus espíritus; por Anaxágoras, Sócrates, Platón, Aristóteles, los estoicos y Cicerón. Pero pasemos ya a declarar, por partes, las proposiciones del silogismo que acabamos de proponer: en primer lugar que existe un orden maravilloso en el cielo y en la tierra.

 
c) Armonía del cielo astronómico o mundo de los astros.

Para apreciar la grandiosidad del Universo bastará levantar la vista al cielo, durante una noche estrellada, serena y sin luna, y recordar lo que nos enseñan los astrónomos. Esos puntitos brillantes que tachonan la bóveda del firmamento son las estrellas. Si nos ponemos a contarlas, desde un sitio elevado que domine todo el horizonte, sólo llegaremos a contar unas 3000, y como en un momento dado sólo se divisa la mitad de las estrellas de todo el cielo, resulta que el número de estrellas visibles a simple vista es en total de unas 6000, hasta la 6.ª magnitud. Pero el telescopio es capaz de fotografiar estrellas de hasta la 21.ª magnitud. Se ha calculado que el número de estrellas fotografiables con el mayor telescopio del mundo, que se encuentra en el Observatorio de Monte Wilson (EE. UU.) y mide 2,50 metros de diámetro, ascienden a 33.000 millones; pero las estrellas apagadas, que no se ven, se calcula que son dos veces más que las luminosas. De aquí resulta que el número total de estrellas situadas a distancias accesibles a los telescopios asciende a la fabulosa cifra de 100.000 millones. Este número es más fantástico de lo que a primera vista pudiera parecer. Si uno se propusiese contar todas esas estrellas, a razón de tres estrellas por segundo, sin parar ni de día ni de noche, emplearía la friolera de 1000 años.

Las distancias de las estrellas son verdaderamente inconcebibles. De la tierra al sol hay 150 millones de kilómetros, de suerte que, si fuera posible llegar a ese astro en un vehículo que llevase la velocidad de 100 kilómetros por hora, sin hacer ninguna pausa en todo el trayecto, se tardarían para llegar al sol 173 años; pero para llegar a la estrella más próxima a la tierra, cual es alfa del Centauro, a la misma velocidad de 100 kilómetros-hora, se tardaría la friolera de 45 millones de años. Por esto las distancias de las estrellas no se miden por kilómetros, sino por el tiempo que emplea la luz en llegar desde los astros a nosotros. Desde alfa del Centauro la luz tarda en llegar a la tierra algo más de 4 años, y esto que la luz marcha a la velocidad de 300.000 kilómetros por segundo, lo que equivale a unos nueve billones y medio de kilómetros por año de luz. Pero hay estrellas cuya luz tarda en llegar a nosotros 100, 1.000, 10.000, 100.000 años y más.

Las dimensiones de los astros son también asombrosas. Por de pronto, el sol es un millón trescientas mil veces mayor que la tierra, y esto que no es de las estrellas mayores, sino más bien de las pequeñas o enanas, como se las llama. Estrella gigante hay, como Antarés, la más brillante de la constelación del Escorpión, que es 113 millones de veces mayor que el sol, no que la tierra; de suerte que si el sol se representase por una esfera de 1 metro de diámetro, Antarés debería representarse por una esfera de 400 metros de diámetro.

Todavía es de saber que todos los astros que pueblan los espacios están dotados de movimiento, pues hasta ahora la astronomía no conoce ningún astro que esté del todo quedo. Sólo de la tierra se han descubierto ya catorce movimientos diferentes, siendo los más notables el de rotación alrededor de su eje, el de traslación alrededor del sol a la velocidad de 30 kilómetros por segundo (108.000 km/hora) y el de traslación juntamente con el sol hacia la estrella Vega de la Lira a la velocidad de 20 kilómetros por segundo (72.000 km/hora). Pero hay astros dotados de velocidades incomparablemente superiores a las que se acaban de indicar, como que llegan a miles de kilómetros por segundo.

Hasta ahora nos hemos referido a las estrellas que forman la llamada Vía Láctea, Camino de Santiago y Galaxia, en cuyo seno se encuentra el sistema solar. Pero, además, existen otras muchas aglomeraciones de estrellas, llamadas nebulosas extragalácticas o galaxias, de dimensiones comparables a las de nuestra Vía Láctea, y esto que el diámetro de ésta mide unos 250.000 años de luz. La nebulosa espiral más cercana a nosotros, la nebulosa del Triángulo, dista de la tierra unos 750.000 años de luz; la que le sigue en proximidad a la tierra, cual es la nebulosa de Andrómeda, dista, 800.000 años de luz; todas las demás nebulosas espirales distan más de un millón de años de luz. El número de estas nebulosas que nos ha revelado ya el telescopio asciende a 2 millones, y cada una de ellas está formada de miles de millones de estrellas. Por aquí es dado barruntar el número fabuloso de estrellas que pueblan el Universo hasta ahora explorado con los grandes telescopios, que abarca un radio de unos 200 millones de años de luz; y seguramente no se ha llegado, ni de mucho, hasta el límite externo.

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Al ver un barco que navega por el mar…

En toda esa multitud incontable de estrellas una de las cosas que más llaman la atención son sus rapidísimos y concertados movimientos. Todas las estrellas de cada nebulosa espiral están dotadas de movimientos individuales, y, además, todas las nebulosas espirales poseen un movimiento rotatorio de conjunto y otro de traslación por los espacios a velocidades increíbles de miles de kilómetros por segundo. Nuestra Vía Láctea marcha por el espacio a la velocidad de 700 km. por segundo; en cambio, otras marchan a razón de 12.000, 20.000 y hasta 40.000 kilómetros por segundo.

 
d) Armonía del mundo terrestre.

Pero si hay maravillas en el cielo, no las hay menos en la tierra, en los tres reinos: mineral, vegetal y animal. ¿Qué cosa más maravillosa que esas variadísimas formas geométricas de los cristales, de las que se conocen más de 600, como si un consumado tallista se hubiese esmerado en tallarlas? Pasan de 400.000 las especies de vegetales, grandiosos unos, como los corpulentos árboles, encantadores otros por sus vistosas flores, fragantes aromas y riquísimos frutos. El número de especies de animales es todavía muy superior al de los vegetales: a 11.000 ascienden las especies distintas de peces; a 10.000 las de aves; a 30.000 las de los moluscos, como los caracoles y las conchas, y a 300.000 las de insectos. Sólo del grupo de los escarabajos o coleópteros hay 80.000 especies.

Todavía más admirable es, si cabe, el mundo de los seres microscópicos o microbios. Estos seres vivientes, llamados también bacterias, pertenecen principalmente al grupo de los hongos, que sólo miden de 2 a 4 milésimas de milímetro de longitud; pero que se hallan en número exorbitante en todas partes. Los hay en el aire, en el agua y en el interior de los seres vivos. Por ejemplo, en el aire de la Puerta del Sol de Madrid se han encontrado 11.000 microbios por metro cúbico; un vaso de agua potable contiene, por término medio, 250.000 microbios. Si el agua no es potable, hay muchos más: así, el agua del río Spree, que pasa por Charlottenburg (Alemania), tiene unos 10 millones de microbios por centímetro cúbico; el barro de las calles de Turín (Italia), analizado, se vio que contenía 78 millones de microbios por centímetro cúbico.

Habiendo, pues, microbios en todas partes, nada tiene de particular que nosotros estemos también llenos de microbios: los tenemos en la piel, en las vías respiratorias y en el tubo digestivo. Para formarnos alguna idea del gran número de microbios que debemos tener, bastará saber que de cada 600 microbios que introducimos en los pulmones en el acto de la respiración, solamente uno sale luego en el acto de la espiración: todos los demás se quedan en nuestro organismo.

Según Gilbert y Domini, el perro, después de tres horas de haber comido, tiene 10.000 millones de bacterias por miligramo de jugo gástrico. ¡Cuántas, pues, no habrá en nosotros, teniendo como tenemos mucho más jugo gástrico que los perros, dado que la proporción de bacterias por miligramo de jugo es parecida! Las bacterias de nuestros intestinos se cuentan por billones, de suerte que, puestas todas las de un individuo formando hilera a manera de procesión, darían la longitud de 60.000 kilómetros, o sea, que podrían dar la vuelta a toda la tierra, que mide 40.000 kilómetros, y todavía sobraría media vuelta más.

El poder reproductor de las bacterias es sencillamente fantástico. El microbio del heno, llamado Bacillus subtilis, puede dar en dos semanas un número de individuos que debería expresarse por 2 elevado a la potencia 1008. Este número de microbios es tan formidable que, a pesar de la pequeñez de estos seres, ocuparían todos juntos un volumen mayor que el de toda la tierra.

Pero se dirá: ¿cómo podernos vivir en medio de tantos microbios? Aquí precisamente se descubre uno de los órdenes o finalidades más admirables de la Naturaleza, según más adelante hemos de ver. Por el momento bastará con que nos quedemos con la idea de que, en la Naturaleza, se echa de ver un orden y grandiosidad admirables, que es lo que decía la proposición mayor del silogismo antes propuesto. Con esto, podemos ya pasar a demostrar la proposición menor de aquel mismo silogismo, a saber, que todo orden supone la existencia de un ser ordenador, inteligente.

 
e) Todo orden supone un ordenador.

Al ver un reloj, una pintura, un palacio, ni remotamente se nos ocurre la idea de que esas obras se hayan hecho solas, sino que en su composición ha intervenido un relojero, un pintor o un arquitecto. ¿Por qué, pues, no ha de tener también su artífice la grandiosa máquina del Universo? Los que niegan la existencia de semejante artífice ordenador del Universo parece que han perdido el seso. Estos mismos, si en una isla desierta encontrasen una hermosa estatua de mármol, ¿se les ocurriría creer que había sido hecha casualmente por las lluvias? Si en la pared de su casa encontrasen pintado un monigote y creyesen que lo había hecho su hijo, ¿no es verdad que se enojarían, si éste les dijese que se había hecho solo? Al ver un barco que navega por el mar y que atina con el puerto, no dudamos de que va guiado por un marinero experto. El que dice, pues, que las estrellas siguen su curso porque sí, sería como aquel que dijese que un aeroplano había dado solo la vuelta al mundo y había regresado al mismo punto de salida. Cierto que existen vehículos y proyectiles que se dirigen solos al blanco, es decir, automáticamente; pero esto mismo exige un complicado mecanismo que no ha podido hacerse solo, sino que en su fabricación ha tenido que intervenir algún ser inteligente.

La más pequeña casa supone un albañil, el más insignificante reloj, un relojero; y la inmensa máquina del mundo ¿no supondrá un ordenador y constructor sapientísimo? Las letras de un libro o de un periódico no pueden haberse colocado como están, por sí solas, por casualidad; mucho menos habrá podido ordenarse espontáneamente el asombroso número de átomos que forman el Universo.

Los efugios de los ateos, para eludir esta consecuencia, bien considerados, no dejan de ser ridículos. Uno de los efugios más gastados por los tales estriba en invocar la casualidad. Pero esto es sencillamente una palabra, un recurso, para disimular nuestra ignorancia, que no excluye la existencia de una causa. Por ejemplo: se encuentran de improviso dos amigos en un tren, y al punto exclaman: ¡qué casualidad! Un labrador al hacer un hoyo en su campo da con un tesoro, y al punto exclama también: ¡qué casualidad! Pero todo esto no implica la carencia de causa en el amigo que encuentra a su amigo y en el labrador que da con el tesoro escondido; sino, simplemente, que los dos amigos ignoraban la existencia de la causa, o sea, que el amigo hubiese ido al mismo tren, y que el tesoro hubiese sido enterrado precisamente en el lugar de la excavación.

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…durante el verano revolotean por las corrientes de agua…

Otros ateos, para negar la existencia de Dios, invocan la Naturaleza, diciendo que todo lo que admiramos es obra de la misma Naturaleza. Esta es una de las palabras más en boga y a que menor precisión atribuyen los mismos que se sirven de ella. Pues naturaleza significa conjunto de seres, lo cual supone ya un ordenador establecido; sistema de leyes, lo cual implica un legislador; principio de las operaciones, pero este principio no puede darnos razón del orden, si no es inteligente; la evolución, pero para que ésta exista es necesario un organizador inteligente a fin de que no resulte el caos. Se dirá que la Naturaleza tiende de sí misma al fin. Esto es verdad, pero como una bala que tiende al blanco necesariamente, con tal de que un ser inteligente haya determinado de antemano la cantidad de pólvora, el peso del proyectil, el sistema disparador y… haya apuntado bien.

 
f) Peregrina teoría de los ateos para explicar el origen de la vida.

Hay que ver las ridiculeces a que han llegado los ateos en su afán de negar la intervención de Dios, por ejemplo, en el origen de la vida. Viendo los tales que aquí en la tierra no se da la vida, si no es por la vida, han dicho que los primeros seres vivientes procedieron de otros astros. Este efugio, como se ve al instante, no resuelve la dificultad, sino a lo sumo la aleja, pero dejándola en pie de la misma manera. Pues, al preguntarles de dónde ha provenido la vida en los otros astros, aseguran los tales con el mayor aplomo que tal vez en alguno de ellos puede haber habido condiciones físicas, distintas de las de la tierra, para producir la vida partiendo de la materia muerta. Con un tal vez quieren los ateos hacer creer a los incautos que la vida ha surgido por sí misma, sin la intervención de un ser inteligente superior.

Naturalmente que, al decir que la vida vino de otro astro a la tierra, no suponen los defensores de esta peregrina teoría que algún día llovieron del cielo elefantes o ballenas; sino que fueron gérmenes microscópicos (microbios o bacterias) que se presentaron sin previo aviso cabalgando en alguna de esas piedras venidas de los espacios, llamadas aerolitos. El mero hecho de apelar al recurso de que la vida en la tierra procede de otros astros, como han querido algunos autores siguiendo a Arrhenius, indica claramente su convicción de que nuestro planeta no es capaz de producirla. Ahora bien, si en nuestro planeta no se da la vida sin previa vida, resulta del todo arbitrario suponer esta capacidad en otros astros.

Se han hecho experiencias tendentes a demostrar la posibilidad de que los gérmenes vivientes hayan podido venir de otros astros sin perder su virtud reproductiva. Por lo que hace a la duración de esta virtud, habría de ser enorme. Efectivamente; atribuyendo a los gérmenes una velocidad de traslación por los espacios de 100 kilómetros por segundo, resulta que necesitaron emplear 9.000 años para venir de la estrella más próxima a nosotros.

Con todo, por este lado, algunos no ven dificultad; pues aseguran que se han encontrado bacterias en sepulturas romanas, que han resistido 1800 años. Más aún, el profesor Gallipe, de la Academia de Ciencias de París, aseguró haber comprobado poder germinativo en gérmenes encontrados en sepulturas egipcias, de unos 4.000 años de antigüedad. Pero estas conclusiones suponen dos cosas, a que no pueden contestar sus defensores, por ser del todo inciertas: en primer lugar, ¿quién les asegura que dichos gérmenes se encuentran en las sepulturas desde hace 1800 o 4000 años y que no se han introducido recientemente, por ejemplo, en infiltraciones de agua? En segundo lugar, ¿cómo les consta que los gérmenes encontrados son los mismos individuos de hace 1800 o 4000 años, y no sus descendientes, después de un gran número de generaciones?

Para comprobar la resistencia de esos gérmenes al frío de los espacios cósmicos, que es de -273°, Fayder mantuvo por espacio de seis meses bacterias a la temperatura de -200° sin, que, a pesar de ello, perdiesen la virtud germinativa. Con el fin de cerciorarse de si los tales gérmenes podrían resistir el vacío absoluto de los espacios cósmicos, Maquenne introdujo semillas en la cámara de gran vacío y sequedad de un tubo Crookes, y Pablo Becquerel hizo lo mismo con esporas de algas. Pues bien, esos seres resistieron victoriosamente la prueba. En Leyden (Holanda), donde existe un laboratorio especializado en trabajos sobre el frío, se sometieron bacterias y esporas, durante tres meses, al vacío y sequedad absolutos, combinados con la temperatura de -253°, sin que por eso pereciera su virtud germinativa.

Pero, dado caso que ni el vacío absoluto, ni la gran sequedad y frío reinantes en los espacios intersiderales bastasen a determinar la muerte de los gérmenes astrales en su largo viaje, no por esto habrían soportado todas las pruebas. Otras mucho más duras que éstas debieron afrontar, cuales son el calor al penetrar en la atmósfera terrestre y las radiaciones ultravioladas de los astros.

En efecto, se ha comprobado que ningún germen vital resiste, durante cierto tiempo, la temperatura de 150°. Por otra parte, todos los gérmenes extraterrestres, para llegar a la tierra en un vehículo meteórico, hubieran tenido que soportar temperaturas muy superiores. Es que los aerolitos antes de llegar al suelo han de atravesar la atmósfera terrestre, y como están dotados de velocidades del orden de 50 kilómetros por segundo y más, por el frote con el aire se calientan hasta la temperatura de miles de grados, como que, según Opik, puede ésta llegar a 7000°. ¿Cómo, pues, podrían soportar los gérmenes vivientes semejantes temperaturas, sin ser abrasados, cuando no pueden resistir con vida temperaturas superiores a 150°?

La segunda imposibilidad física, como demostró Becquerel, para que los microbios pudieran atravesar los espacios reside en la propiedad que tienen las radiaciones ultravioladas de destruir eficazmente todo germen de vida. Ahora bien, esos supuestos gérmenes extraterrestres no podían llegar a nuestro planeta sin cruzar antes regiones del espacio en las que las radiaciones ultravioladas del sol o de las estrellas son extremadamente intensas. En el laboratorio la muerte de las bacterias, al recibir éstas un haz de rayos ultraviolados medianamente intenso, es poco menos que instantánea. La misma luz solar ordinaria no concentrada, a pesar de contener una relativamente escasa proporción de rayos ultraviolados por haber sido éstos absorbidos durante su paso por la atmósfera, de tal manera acorta la existencia de las bacterias, que muchas de ellas, que en la oscuridad vivirían varios meses, mueren en menos de una hora de exposición a dichos rayos. No faltan autores que tratan de explicar la migración de las bacterias de unos astros a otros por la presión de la radiación, o sea, por el empuje que sobre ellas ejercen los rayos del sol o de las estrellas. Supuesto lo que antecede, ¿tiene algún viso de probabilidad que los gérmenes de vida pudiesen soportar sin perecer el empuje de los rayos solares o estelares tan ricos en radiaciones ultravioladas?

 
g) La teleología o finalidad observada en los seres.

Pero pasemos ya a examinar algunos casos interesantes de teleología o finalidad que encontramos en la Naturaleza y que no pueden explicarse sin algún plan preconcebido. Muchos insectos tienen los ojos formados de multitud de diminutos ojos: por de fuera sólo es dado apreciar con el microscopio unas divisiones o facetas hexagonales o cuadradas, a cada una de las cuales corresponde un tubito con su cristalino. Así, la mosca tiene en cada ojo 4000 de estos ojitos, la mariposa del gusano de seda 6000 y las libélulas o caballitos del diablo, que durante el verano revolotean por las corrientes de agua, 12.000. Esta multitud de ojitos, dirigidos a la vez a diferentes puntos del espacio, advierten al insecto del peligro por cualquier parte que amenace, supliendo así con la multiplicidad la movilidad de que carecen aquellos ojos. ¿Toda esa complejidad de los ojos de los insectos puede ser debida al acaso? ¿No es fruto de un plan admirable?

Detengámonos todavía unos instantes en los microbios o bacterias. Las hay beneficiosas, llamadas saprofitas, y las hay dañinas, llamadas patógenas, las cuales obran sirviéndose de unos productos que segregan conocidos con el nombre de toxinas. Algunas de estas toxinas son tan activas que, un solo centímetro cúbico de ellas podría matar en 30 horas a 100.000 millones de conejos de 1 kilogramo de peso cada uno. Ahora bien, atribuyendo al hombre una resistencia a las toxinas cien veces superior a la de los conejos, resulta que 1 centímetro cúbico de una de esas substancias podría dar muerte en un solo día a 1000 millones de hombres, o sea, a la mitad de los actualmente existentes en todo el mundo.

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El carpintero no sabe cómo emplear las astillas…

Afortunadamente, nuestro organismo dispone de defensas contra esas terribles bacterias patógenas. En primer lugar, tenemos la piel, que para los microbios viene a ser como para un ejército una muralla de 3 kilómetros de espesor. ¿Qué ejército sería capaz de atravesar una muralla de semejante espesor? En segundo lugar, si por cualquier resquicio, corte, punzada, &c., se introducen semejantes bacterias en nuestro organismo, tenemos los leucocitos o glóbulos blancos de la sangre, los cuales, al sentir los efectos de las toxinas segregadas por las bacterias patógenas, como si despertaran de un sueño, acuden en masa al lugar de la irrupción, algo así como acuden las tropas a defender las brechas que abre el enemigo. La manera que tienen los leucocitos de atacar a las bacterias patógenas no puede ser más efectiva; consiste simplemente en comérselas, por el fenómeno conocido con el nombre de fagocitosis: precisamente la reunión de esos leucocitos constituye el pus de las heridas. La gente cree que el pus es una cosa mala, cuando en realidad de verdad es el ingenioso recurso de nuestro organismo para defendernos del ataque de los microbios malos. Esto sí, cuando en una herida se forma mucho pus, deducimos con razón su mucha gravedad; como cuando en un determinado punto de un frente de batalla sabemos que se han acumulado muchos soldados y pertrechos de guerra, deducimos que se trata de un sitio especialmente peligroso. En los casos de ataque de bacterias patógenas, para que la sangre no se quede sin glóbulos blancos, éstos se producen en mayor cantidad por los órganos destinados a ello. Por último, quedan todavía los fagocitos fijos o macrófagos, destinados a ayudar a los fagocitos móviles o micrófagos. ¿Quién no ve en todo esto que se acaba de exponer un orden admirable, que demuestra, hasta la evidencia, que en el mundo ha presidido un plan sapientísimo?

 
h) Los supuestos desórdenes de la naturaleza.

La objeción principal contra la demostración de la existencia de Dios por el orden que reina en el mundo es la existencia de desórdenes e inutilidades en la Naturaleza, como las rarezas, los monstruos, los abortos, las taras, los sacrificios inútiles, las complicaciones sin aparente objeto. Fácil es responder a los que así discurren. Cuando uno, por ejemplo –observa el P. Sertillanges–, va a un restaurante y da con una comida mala, no deduce que no haya cocinero, sino que el cocinero es malo y que negocia a costa del apetito de los comensales. Pues, por mala que parezca la salsa, seguramente no estará hecha de piedras, y, por lo tanto, el que trabajó por servir a los clientes era de verdad cocinero, pero no picapedrero.

Con respecto a la Naturaleza débese discurrir de la misma manera. No se trata, en la demostración propuesta, de deducir la existencia de Dios, por la perfección absoluta de la Naturaleza, ni de justificar a Dios en todo (esto debe ser objeto de ulteriores explicaciones); sino de demostrar su existencia por la existencia de un orden, y para legitimar la conclusión no hace falta que ese orden sea el mejor posible en el mejor de los mundos posibles, sino que haya una armonía suficiente para dar pie a buscar su causa en un ser inteligente. Trátase de saber si existe o no un plan y no si este plan es el mejor posible, de suerte que excluya desórdenes particulares.

Así planteada la cuestión, no queda más que una cuestión posible: todo aquel que tenga ojos ha de reconocer la tendencia de la Naturaleza hacia el orden y del orden hacia la vida y de la vida hacia una vida mejor. El equilibrio tiende a establecerse hacia lo mejor, de suerte que en el trabajo de la Naturaleza se advierte una ley de progreso tan manifiesta que por ella, como muy acertadamente hace notar el P. Sertillanges, los mismos ateos tratan de reemplazar a Dios. En esta ley como base levantan todo su sistema transformista.

Ahora bien, la ley de progreso supone un legislador del progreso; pues si es posible explicarse un movimiento de decadencia sin causa propia, por ser la decadencia la marcha hacia la nada y no necesitar la nada de causa; en cambio, no puede suceder lo mismo con respecto al progreso, por ser éste ascensión, crecimiento del ser, lo cual presupone una causalidad.

Con respecto del mundo pasa lo mismo que con todo lo demás, que puede ser bien entendido y mal entendido; y si se entiende mal, no es de maravillar que se preste a ser blanco de objeciones. El orden del mundo se puede caracterizar con dos palabras, diciendo que es orden de conjunto y no de detalle; es un orden sucesivo y no simultáneo. Para explicar el orden simultáneo puede servir de ejemplo un mosaico: sus piezas están yuxtapuestas, guardan entre sí relaciones inmutables, de modo que den por resultado un dibujo. Para explicar el orden sucesivo puede servir de ejemplo una melodía: las notas que la forman están también alineadas, pero no en el espacio, sino en el tiempo, ya que nunca suenan dos notas a la vez, y a pesar de ello forman un orden, un orden sucesivo.

Pues bien, el mundo se extiende también en superficie, en la de su inmensidad, y se desarrolla en el tiempo, a través de los siglos. Algunos de los desórdenes que parecen advertirse en el mundo se explican, como se explicarían en el mosaico las minúsculas manchas de los cubitos de mármol. Para apreciar la belleza de un mosaico, es menester contemplarlo en su conjunto y no en detalle. Otros de esos supuestos desórdenes se explican como se explicarían las disonancias o ritmos quebrados en la sinfonía: para apreciar una sinfonía, es menester escuchar la obra entera y no un solo compás.

¡El mundo es grande! –exclama el P. Sertillanges–; grande en el espacio y grande en el tiempo, y los pormenores abortados de su estructura no pueden hacernos olvidar la majestad del conjunto, como tampoco las miserias de la hora pasajera, la sublimidad del plan eterno. ¡La Naturaleza es rica!, y por ser rica esparce la vida a manos llenas, con profusión, sin tregua. Los mismos seres deformes, objeto de desprecio, se convierten como los demás en obreros de vida nueva. Nada se pierde en el vasto seno de la Naturaleza; facultad suya es y misterio suyo sacar orden del caos, pura belleza de una vil materia y resplandor de las tinieblas.

En eso precisamente estriba la acción de la naturaleza del débil trabajo humano. El zapatero, por ejemplo, no sabe cómo emplear los trozos de cuero, ni el carpintero las astillas. En cambio, con las astillas de sus árboles sabe la Naturaleza producir otros árboles; con la podredumbre de sus muertos, producir seres vivos, y la vida se abre triunfante en el seno de este vasto océano, y con todo lo que cae y perece se construye el orden universal.

Como conclusión de todo lo dicho con respecto al orden admirable que reina en el Universo y en cualquiera de sus partes, se ha de insistir en las cuatro ideas siguientes: 1.ª, en el número asombroso de causas secundarias que concurren; 2.ª, en la subordinación armónica de las distintas causas; 3.ª, en la aptitud de las mismas respecto del efecto obtenido; 4.ª, en la constancia de su obrar, no solamente en el tiempo, sino también en el espacio. Todo esto no tiene explicación, si no se admite la previa intervención de un ser superior, inteligente, que todo lo haya dispuesto previamente en número, peso y medida: ese ser superior, inteligencia, es precisamente el que llamamos Dios.

FIN

Publicado por Editorial Vicente Ferrer - Barcelona


Colección popular Fomento Social

Primeros títulos

N.° 1.– Pío XII y la cuestión obrera, por M. B.

 »  2.– Demostración científica de la existencia de Dios, por Ignacio Puig.

 »  3.– La elevación del proletariado, por Joaquín Azpiazu.

 »  4.– Por qué está mal el mundo, por José A. de Laburu.

 »  5.– La dignidad del trabajo, por Martín Brugarola.

 »  6.– Demostración científica de la existencia del alma, por Jesús Simón.

 »  7.– Obrero y creyente ¿por qué?, por J. C.

 »  8.– Entre obreros. Hablemos del amor, por J. V.

 »  9.– La reforma social, por Alberto Martín Artajo.

 »  10.– ¿Quiénes son los Curas?, por Andrés Casellas.

 »  11.– Dom Bosco y los obreros, por Aresio González de Vega.

 »  12.– Cómo pasé del error a la verdad, por Luis Nereda.

 »  13.– Los Obispos y la cuestión obrera, por M. B.

 »  14.– Obreros mártires del Cerro, por Florentino del Valle.

 »  15.– De comunista a católico, por Enrique Matorras.

 »  16.– La felicidad en el hogar, por Ernesto Gutiérrez del Egido.

 »  17.– Un modelo de participación en los beneficios, por José M. Gadea.

 »  18.– Los milagros de Jesucristo ante la ciencia, por Antonio Due Rojo.

CON LICENCIA ECLESIÁSTICA

Es propiedad de Editorial Vicente Ferrer - Barcelona

[ Versión íntegra del texto y las imágenes impresas sobre un opúsculo de papel de 32 páginas, formato 120×170mm, publicado en Barcelona en 1945. ]