Filosofía en español 
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Colección popular Fomento Social
50 cts. N.° 3

 
La elevación del proletariado
por Joaquín Azpiazu

 
 
 
Con licencia eclesiástica
Editorial Vicente Ferrer
Barcelona
1945

 
grabado
La elevación del proletariado
por Joaquín Azpiazu

 
Los papas y la redención del proletariado

«La elevación del proletariado como punto central de la doctrina social cristiana en los momentos actuales.» Esta es exactamente la idea del Pontífice actual Pío XII. Si tuvisteis la dicha de escuchar sus palabras por la radio el día 1.° de septiembre de 1944, escucharíais éstas que voy a citar:

«En este campo (el económico-social) el pensamiento cristiano reconoce como elemento sustancial la elevación del proletariado, idea cuya resuelta y generosa actuación se muestra a todo verdadero servidor de Jesucristo, no sólo como un progreso terreno, sino también como el sentimiento de una obligación moral».

Las palabras no pueden ser más claras ni tampoco más centradas con el tema mismo del folleto. Desearía yo que las leyeran los pobres apartados de la doctrina de la Iglesia, porque verían que ésta precisamente tiende a elevar el proletariado; desearía también que las leyeran los ricos o menos materializados, porque comprenderían que esta elevación del proletariado es un progreso terreno; pero sobre todo deseo que las lean los católicos fervorosos, porque comprenderán que esta elevación del proletariado no es solo un progreso terreno, sino que es una obligación moral.

Y ¿qué es elevar el proletariado? En la Encíclica de Pío XI «Quadragesimo anno», escrita el 15 de mayo de 1931, se decía en su traducción italiana que era «preciso elevar el proletariado». Frase que en la traducción alemana se sustituía por esta otra: «Es preciso desproletarizar el proletariado»; y en la edición española por esta otra: «Es preciso redimir el proletariado». Son tres variantes que pueden significar el punto de vista material, el punto de vista social, y sobre todo el punto de vista moral de esta redención del proletariado en el sentido más amplio y perfecto de la palabra, que es el que nosotros, católicos, queremos mantener y enseñar.

 
Origen del proletariado

El capitalismo nace en España, hace aproximadamente un siglo, con el advenimiento del maquinismo, el cual va absorbiendo poco a poco todas aquellas personas que vivían de la artesanía, y que no pudiendo competir frente a una fábrica que lanza con su maquinaria una producción mucho más abundante, mucho más barata y mucho más rica, tienen que cerrar sus pequeñas tiendas y entrar como obreros en la gran Empresa. Pero nace por el advenimiento del maquinismo, no solamente porque éste trae el paro, que se solía llamar tecnológico en el argot económico, sino porque el maquinismo nace en un ambiente de Estado liberal, que deja totalmente al obrero sin amparo ninguno a merced del fuerte, del dueño, del empresario, que puede colocarle en las circunstancias que quiera, y obligarle forzadamente al trabajo que quiera sin contrato de ningún orden ni ningún género, y conducirle de esta manera a la pobreza más extremada.

Así aparece en el mundo, como aparece en España, ese doble ejército de unos ricos que son los que van a dar trabajo, y de otros pobres que son los que van a redimirlo ofreciendo sus brazos al empresario; aparece el mercado del trabajo. En el cual el trabajo se compra y se vende, y si no hay un freno de justicia y un freno de ley en esta compra-venta, se compra y se vende a cualquier precio, aunque sea arrinconando al pobre y llevándolo a la miseria.

«Es, pues, preciso –decía Pío XI en 1931– elevar el proletariado». «Y esta gran obra, nuestro predecesor –hablaba así Pío XII, refiriéndose a León XIII– quiso y dijo que se había de resolver, y es preciso que se resuelva, a pesar de la estudiosa manera con que muchos se oponen diciendo que es imposible».

 
Posibilidad de su redención

¡Qué palabras tan fuertes en boca de un Pontífice en tiempos todavía muy cercanos a nosotros! Pues estas ideas las recoge el Papa actual, y a pesar de la enorme guerra en que el mundo se ve envuelto, hace que en sus palabras muchas veces se repitan en variadas formas y en diversos documentos: en la Encíclica de 1.° de noviembre de 1939; en la alocución de 13 de junio de 1943; y en ésta, de la cual os he citado las primeras palabras, de 1.° de septiembre de 1944. Es constante la idea del Papa insistiendo en la necesidad de la elevación del proletariado, y manteniéndola como punto crucial, como eje en el cual se ha de apoyar toda la reforma social que se ha de hacer, porque sin ella resultará totalmente vana y completamente inútil.

¡Es una utopía!, se dirá. Si lo fuera, falsas serían las palabras del Papa cuando de tal manera las recalca diciendo que esta elevación del proletariado puede y debe hacerse. Falsas serían las palabras del Papa actual cuando nos indica ser el punto central, y el elemento sustancial de la elevación económica y social, la redención del proletariado

Si es utopía, estamos abocados a que venga esa otra utopía, que arrastra los pueblos y las masas de los pobres, la utopía del socialismo, que también a su manera quiere elevar el proletariado, sacándole de la miseria en que se encuentra y poniéndole en una situación mucho más noble y más alta. Los pueblos y las masas se mueven por utopías. Los que han tenido la suerte de estudiar y poder razonar fundadamente sobre estos problemas, pueden comprender que en esa utopía socialista hay un fenómeno de espejismo que está mostrando a sus ojos algo que no es realidad, pero este espejismo no lo saben distinguir de la realidad aquellos que no teniendo este conocimiento sienten la necesidad del hambre que les aguijonea por todas partes.

No es utopía, no; es una triste realidad, y a ella los católicos tienen que llegar si quieren salvar su propia vida y su propia sociedad.

Entonces ¿cómo vamos a llegar a esta elevación del proletariado? Contestaremos con esta otra pregunta: ¿Es que no hay una doctrina social cristiana que nos indique el camino por donde tenemos que marchar para conseguir este objetivo? La hay, y brevemente la quiero exponer con la máxima fidelidad, sin quitar ni poner una tilde a las realidades pontificias, y al mismo tiempo con la máxima sencillez para que todos puedan reflexionar después sobre los puntos concretos de esta solución y resolverlos a su gusto.

Hay dos instrumentos, dos palancas que pueden levantar el mundo en el orden social, y estas dos palancas están, la una en manos del rico, la otra en manos del pobre. Si los dos, el rico y el pobre, actúan al mismo tiempo con fidelidad con estas palancas que la divina Providencia ha puesto en sus manos, y actúan con la nobleza de corazón y con la entereza de alma con que deben actuar, inexcusablemente el proletariado se levanta, la sociedad se salva.

 
Cómo se ha de usar de la riqueza

Empecemos por explicar cuál es la palanca del rico. Ya se puede suponer de antemano cual será. Es la propiedad, es la riqueza. Pero la doctrina cristiana cuando habla de la propiedad, así como afirma contra todo error que el derecho de propiedad es un derecho natural al hombre, y que cuanto sea atentar contra él es atentar contra la misma naturaleza humana; así, comparando al hombre propietario con Dios Nuestro Señor, afirma que el hombre enfrente de Dios es única y exclusivamente administrador. Aquellos bienes los ha recibido del Señor, y mal puede dar Dios a unos hijos suyos unos bienes para que se usen y se empleen en contra de la voluntad de su dueño; sino que de la misma manera que un administrador no puede nunca obrar en contra de la voluntad de su señor, sino supeditándose a su manera de pensar y a su manera de llevar el negocio; de la misma manera en el orden de la propiedad, no puede el hombre disponer de sus bienes sino conforme a la voluntad de Dios. Y la voluntad de Dios como padre de todos los hombres, y al mismo tiempo como dueño y fuente de todas las riquezas, no puede ser, y no es otra, sino el buen uso de esas riquezas mirando al bien común de los individuos, sí; pero no dejando de mirar nunca al bien común de los demás. Y esta doctrina es tan sencilla, tan obvia, que la puede entender cualquiera que fundadamente sepa razonar. Es la doctrina cristiana del uso de la propiedad conforme al bien común, sin desperdiciar nunca ese punto de vista tan esencial y tan maravilloso que es el bien de la sociedad, ya que el hombre es naturalmente un ser social ligado a sus hermanos y compañeros de trabajo y a cuantos viven con él, como hijos de Dios.

 
Primero el bienestar de todos

Y este bien común, ¿qué es lo que pide y exige algo así como en primera exigencia de su misma naturaleza? El Papa Pío XI, en la Encíclica «Quadragesimo anno», tomándola de los teólogos naturalmente, pero explanando por su cuenta la idea, la expone de esta manera: «Dios creo al hombre allá en el Paraíso como en su gran palacio, que era la tierra con sus animales, con sus plantas, con sus riquezas. Y una vez que Dios Nuestro Señor vio que aquello estaba bien, que aquel hombre podía y debía ser el dueño de toda aquella naturaleza animada e inanimada, contento con su obra dijo al hombre: Creced, multiplicaos (más exactamente, fecundaos), para que así vayáis poblando la tierra, que toda será vuestra, y de la tierra habréis de sacar cuanto necesitéis para la vida.»

Algo así dice el Papa Pío XI, como si al decir Dios al hombre «creced y multiplicaos» y al poner esa Ley de la procreación y generación y del domeñamiento de la tierra les quisiera decir: «Tened la seguridad absoluta de que los bienes de la tierra serán siempre suficientes para vuestra sustentación y para vuestro apoyo». ¿Y es posible que un Padre vaya a disponer de los bienes de la tierra para permitir que sea ella como una especie de mesa de banquete donde se sienten unos cuantos privilegiados, impidiendo comer a los demás? ¡No! El principal destino y la principal finalidad de todos los bienes es el bien común; es que sirvan para el sustento de todos los hombres; que una vez que han cumplido ya este destino impuesto por la misma naturaleza y el mismo ser de los bienes de Dios, entonces podrá el hombre con sus talentos, con su trabajo, con su suerte, elevarse sobre ese nivel común y crear sus propias riquezas y su propia propiedad. Es decir, que la propiedad privada va a nacer sobre un fundamento solidísimo, a saber: que a todos los hombres ha de sustentar para vivir; y una vez que este primer destino de los bienes humanos se haya cumplido, sobre él se elevarán los diversos montículos, las diversas propiedades privadas, debidas al trabajo, debidas a la suerte, debidas a la inteligencia, debidas a diversos dones de los que es Dios Nuestro Señor el dador y el depositario perpetuo.

 
Los papas y el bienestar del pueblo

Esta es la realidad de la doctrina tal como la expone Pío XI en la Encíclica «Quadragesimo anno». Pero esta doctrina no se ha abandonado, sino que el Papa actual, en diversos momentos, sobre todo en la Encíclica de 1.° de noviembre de 1939 y en la alocución radiada de 1.° de junio de 1941, con motivo del cincuentenario de la Encíclica «Rerum Novarum», vuelve a recogerla de la fuente purísima del Papa anterior, y vuelve a exponerla en los mismos términos que lo hizo su antecesor: «La finalidad primera, esencial, de todos los bienes humanos, es la alimentación de todos los hombres». Como si dijéramos: Poned en un acerbo todos los millones de las riquezas del mundo, y de ello distribuid primero una cantidad a cada uno de los mortales, de tal manera que puedan vivir como hombres, no como animales, de una manera digna a su propia naturaleza: y después que hayáis separado esa pequeña cantidad para el gobierno de todos, distribuid el resto entre vosotros mismos, según vuestros talentos, según vuestros dones, según vuestra suerte, según vuestra adaptación a todos los elementos que la economía y la técnica os deja disponer para acrecentar vuestros bienes, y vivir con más desahogo, y de manera más elevada.

¿No es verdad que si la propiedad privada estuviera hoy fundamentada sobre esas bases, de manera que no hubiera ninguno ni en España ni en el mundo, que no tuviera siempre lo suficiente para comer y para vivir, estaría mejor asegurada que estando como está la propiedad privada falta de cimientos, teniendo a su lado abismos de pobres y de mendigos que no tienen que llevarse a la boca? ¿Es que si nosotros nos encontráramos en esa situación de mendicidad no seríamos acaso los primeros que asestáramos nuestros tiros sobre esa propiedad, que se levanta justa o injusta, ciertamente, pero que se levanta como un desafío a nuestra situación de pobreza y de miseria? ¡Qué doctrina más preciosa esta que las palabras pontificias nos han enseñado de una manera tan clara y tan categórica y la ponen a los ojos de los hombres para que ellos los abran y la vean, y la quieran entender, y no sean como pobres cegatones que viendo luz que les hiere cierren los ojos para no querer entender las palabras de Dios y no querer ver la luz maravillosa de su doctrina!

Decía en un verso precioso Gabriel y Galán:

«¿Quién te ha dado tu hacienda y tu dinero?
O es el fruto de trabajo honrado,
o es algo que tus padres te han legado,
o el fruto de un ladrón, o un usurero.»

No puede haber ninguna otra salida a este precioso trilema que en esa cuarteta pone el poeta salmantino, porque el dinero es esto: o el fruto del propio trabajo, o fruto de la herencia paterna, o si no, agua de una fuente sucia, que puede llamarse usura, robo o rapiña.

«Si el dinero que das al pordiosero
te lo dio tu sudor, lo has sublimado;
si lo dio tu padre, ¡qué bien lo has empleado!
Si es robo, ¿qué das, mal caballero?».

También aquí el argumento del poeta es maravilloso, porque si el trabajo es el que efectivamente da esa propiedad, se sublima cuando se entrega al necesitado. Cuando la herencia es la que ha producido la riqueza, bien empleada está en la limosna; pero cuando lo que se entrega en manos de los pobres es el fruto de una rapiña, entonces no se da nada, aunque aparente darse; a lo más, se devuelve el dinero a las fuentes limpias de donde nunca debió tomarse.

¡Qué doctrina tan maravillosa ésta de la propiedad! Es decir, que el capitalismo como sistema económico en sí es perfectamente legítimo; pero sustancialmente el capitalismo que no mire al bien común es un capitalismo que queda reprobado por la Iglesia como contrario a la misma naturaleza humana.

Por eso dice el Papa Pío XII en la alocución de 1.° de septiembre de 1944: «Allí donde el capitalismo se basa en principios de errónea concepción y se abroga sobre la propiedad un derecho ilimitado sin subordinación ninguna al bien común, la Iglesia lo ha reprobado como contrario al bien natural». Tampoco puede ser más fuerte la palabra del Pontífice.

 
La palanca en manos del rico: la propiedad

He ahí la palanca que está en manos del rico. ¿Es que pueden usar de esa propiedad que Dios Nuestro Señor ha dado a los que tuvieron la fortuna de recibirlo de su grandeza, de un modo ilimitado, a su propio arbitrio, pensando que enfrente de todos son perfectos dueños? No. ¿No es verdad que no podemos usar de nuestro cuerpo de cualquier manera, sino única y exclusivamente de aquel modo que Dios Nuestro Señor dispuso que lo usáramos, y conforme a la finalidad para la cual lo puso en el mundo? ¿No es verdad que tampoco podemos usar de nuestros talentos y de nuestros dones para cualquier finalidad que sea, en contra de los mandamientos de Dios, sino que hemos de usarlos de la manera como el Señor lo dispone? Pues la propiedad, el dinero, los bienes materiales, que son bastante menos que el cuerpo, son bastante menos que los dones y el talento humanos, no podrán tampoco disponerse contra esa voluntad maravillosa de Dios Nuestro Señor, que desde el principio del mundo lo dispuso para que todo fuera en orden. Realidad espléndida y maravillosa. Esta es la palanca de la propiedad.

 
La palanca en manos del pobre: el trabajo

«Pero es que nosotros no estamos dispuestos a hacer esos gastos que tenemos que hacer si de ese modo tenemos que disponer de parte de nuestra propiedad», dirá alguno. Más tarde voy a contestar a esta objeción, porque quiero pasar ahora a explicar cuál es la otra palanca que Dios pone en manos del pobre, que no tiene para su vida más elemento que el elemento del trabajo. Porque si no, inmediatamente podríamos replicar: «Muy bien, la doctrina es maravillosa; que de ese fondo particular de las riquezas generales se dedique siempre una parte para la vida de los pobres y podremos vivir nosotros tranquilamente sin trabajar». No, es que Dios nuestro Señor junto a esa Ley dada en el Paraíso, «creced y multiplicaos», puso esta otra: «Trabajad la tierra».

Es esta ley del trabajo una ley universal, es un imperativo que Dios nuestro Señor pone a los hombres como medio de su subsistencia, como elemento del cual tienen que echar mano para vivir, a fin de que, usando bien de ese medio, tengan siempre lo necesario para la vida. Dios nuestro Señor podía haber hecho a todos los hombres iguales, podía haber asegurado, como si dijéramos, a cada uno con una póliza por unos cuantos miles de pesetas durante toda su existencia para que con ella pudiera vivir todos los años que tuviera vida. Dios no quiso hacerlo así. Quiso que fueran los hermanos desiguales, que hubiera ricos y pobres, quiso que esa desigualdad se manifestara en todo para desarrollar el propio albedrío, y para que esta desigualdad manifestada de alguna manera se supliera por la caridad de los ricos para que el mérito de los ricos en dar fuera recompensado por el mérito de los otros en recibir.

 
Ricos y pobres en la primitiva iglesia

Recordemos un hecho precioso que se nos cuenta en el libro de «Los Hechos de los Apóstoles», en uno de sus primeros capítulos. Allí se nos habla de los primeros cristianos, de las reuniones que tenían, y se nos dice que todos ellos vivían con suficiencia y con honradez. ¿Y cómo, se preguntan los historiadores primitivos, es posible que en aquellos siglos primeros de la Iglesia de Roma, en que la mayor parte de los cristianos eran pobres, sin embargo, pudieran vivir todos con modestia y con sencillez? ¿Es que había aquel comunismo que algunos quisieron imitar de la primitiva Iglesia? No es que allí no hubiera ricos y pobres, eran muchos más los pobres que los ricos, sino que existía la concepción preciosa de la finalidad primera de la propiedad, porque aquellos ricos sabían dar al pobre lo que sobraba de sus alimentos para que todos pudieran tener lo suficiente para mantenerse. Por eso decían los gentiles de aquellos primeros cristianos: «Mirad como se quieren», porque efectivamente este reparto de bienes no es más que un truco del amor cristiano.

grabado
Tú no tienes más que una obligación...

Dos siglos más adelante conserva la Historia una carta del Papa San Cornelio a Fabio del año 221, y en ella aparece que lo que el Papa denomina «Ecclesia fratrum», iglesia de hermanos, en el sentido auténtico de la palabra, alimentaba en Roma a 1.500 pobres. Los historiadores de aquella época creían calcular que la comunidad cristiana de Roma tendría entonces unas 35.000 personas. Calculad lo que representan 1.500 pobres en estas 35.000 personas. Y aquellas personas de la comunidad cristiana nos dice el mismo Papa que unas eran «clarissimi» nobles, otras eran «honestiores» de clase media, otras eran «humiles» pobres; pero todas ellas, nos explica en otra ocasión Orígenes, sabían, cuando eran esclavos, tener en aquellas reuniones el alma libre y levantada.

Aquí se practica esa doble idea de la propiedad y del trabajo. La propiedad que hace rezumar lo que sobra a los ricos para que pueda venir a los pobres el sobrante; y el trabajo para que, empleando sus manos y sus talentos en la obra económica, los trabajadores puedan después recibir lo que se ha previsto para todos.

 
Seguro total del trabajador

El arma de la propiedad bien usada nos tiene que dar a nosotros esta solución: En una sociedad cristiana no puede haber ninguno que se muera de hambre. El arma del trabajo nos tiene que dar esta otra: En una sociedad cristiana no puede ni debe haber ni mendigos ni parados. Y ¿cómo? El Papa Pío XII nos lo va a explicar.

Cuando reunía a 20.000 obreros italianos el 13 de junio de 1943, el Pontífice decía a aquellos hombres estas palabras: «Ya sabéis, queridos obreros, que muchas veces la Iglesia ha recogido con cariño vuestras justas reivindicaciones, entre las cuales se encuentran las siguientes: Que se os debe dar a todos el salario justo no solamente por la existencia vuestra, sino para la existencia de vuestra familia; medios de educación justa y necesaria para que vuestros hijos puedan aprender por lo menos lo suficiente para la vida; una vivienda sana e higiénica para que podáis vivir como hombres y no como animales; unos seguros sociales que os aseguren a vosotros, a vuestras mujeres y a vuestros hijos de todos los riesgos que vuestra muerte y vuestro paro os puedan acarrear, siempre que vosotros queráis trabajar con honradez, y siempre que estos accidentes sobrevengan por una causa superior a vuestra propia voluntad.»

Las palabras del Papa proponen un plan en el orden social como no se ha propuesto absolutamente nunca. El mismo plan inglés de Beveridge, que está ya en manos del Gobierno, y con el que se pretende que ningún inglés, cualquiera que sea, no pueda no solamente morir de hambre, sino dejar de estar asegurado en todos los riesgos que la vida le pueda traer, es menor que este del Papa, porque el Papa se fija no solamente en el individuo, sino en la familia, enseñando que el hombre, en el organismo social, es un ser social; se fija en la mujer y en los niños del trabajador, porque todos por él están al propio tiempo asegurados.

Yo pienso que si a un joven de 18 años, en la plenitud de la vida, cuando no tiene para el trabajo más que sus brazos, se le ofrece este contrato: Tú vas a trabajar 8 horas con honradez, y yo, si cumples ese contrato de trabajo con honradez como corresponde a un hombre de bien, te aseguro en primer lugar el salario, en segundo lugar el subsidio para tu mujer e hijos, la vivienda sana, te aseguro de vejez, de accidentes, de enfermedad, de paro; y se le pregunta: ¿Aceptas este contrato?; yo creo que no habría un solo hombre que recapacitando sobre él lo dejara de firmar inmediatamente, porque al fin y al cabo se le está diciendo: tú no tienes más que una obligación, trabajar honradamente, y yo, siempre que puedas trabajar, te aseguraré tu jornal permanente, porque aunque no puedas trabajar, cuando haya un paro que sobrevenga, tú estás seguro y recibirás tu jornal; y lo mismo cuando sobrevenga un accidente, cuando sobrevenga tu vejez, tu enfermedad, una operación quirúrgica, tú estás asegurado y tendrás también la certidumbre de que tu joven mujer va a estar atendida, y tus niños pequeños van a tener lo suficiente hasta que tengan la edad de trabajar. Yo entiendo que no habría ni uno solo que no quisiera aceptar este contrato con la sinceridad, con la llaneza que corresponde a un hombre cristiano, llámese patrono o llámese trabajador, llámese rico o pobre.

Pues bien, este es el contrato que propone el Papa Pío XII. En esta alocución de 13 de junio de 1943, no dice otra cosa, sino que las reivindicaciones de la Iglesia son ese salario, ese subsidio, esa vivienda, esa educación profesional de los niños, esos seguros, para que efectivamente no pueda haber nadie que no pueda trabajar y que pudiendo trabajar no trabaje, y que, por consiguiente, no reciba el justo premio y el justo galardón de su trabajo, y que si no puede trabajar por enfermedad, por paro, por causas ajenas a él, entonces será el patrono, la sociedad, el Estado, todos juntos, los que a ese hombre le aseguren de tal manera que, mientras no pueda trabajar, no pase por lo menos necesidad alguna.

¡Qué programa tan sencillo y tan firme en sus líneas, tan definido en sus contornos, que deja un gran espacio a todas las elaboraciones de la técnica, de la economía y de la ingeniería, en las cuales la Iglesia no puede ni quiere meterse porque no es su campo!

¡Si efectivamente surgiera de esta concepción cristiana una sociedad española en que no hubiera ninguno que muriera de hambre, ninguno envidiado ni envidioso, en que no hubiera ningún parado, porque o habría de ser asistido si efectivamente él quisiese trabajar, o, si fuera rebelde al trabajo, habría de ser necesariamente constreñido por la sociedad a que trabajara en un campo de trabajadores! No habría parados porque la primera necesidad de la misma sociedad sería verse constreñida a destinar grandes cantidades para los obreros parados; sería crear trabajo y obras para que esos obreros pudieran emplearse, y de esa forma podría hacerse más fructífera toda la sociedad, la industria y el comercio. ¡Maravilloso programa que no tiene más que dos puntos: el punto de la propiedad y el punto del trabajo!

 
Elevación material

Pues bien, llegamos ahora al punto central del tema: Hay que elevar el proletariado.

¿Y cómo lo vamos a elevar? El proletariado yace en el fondo de una sima de miseria y de necesidad. Es preciso elevarlo primero materialmente, sacándolo de aquella necesidad para hacerlo vivir al menos humanamente, dándole lo que necesita en bienes materiales. Es decir, que el primer peldaño, si no en importancia, si no en trascendencia, sí en conveniencia urgente, es el peldaño de la elevación material del proletariado. ¿No decía el mismo Santo Tomás, en una ocasión, que el hombre tiene que alimentarse antes de instruirse? Pues he aquí la necesidad de esta elevación material del proletariado, elevación que esta predicada por los Sumos Pontífices, cuando hablando del salario del proletariado indican claramente que aquel salario tiene que ser remunerador. No solamente lo que en justicia corresponde al trabajo, sino algo que está por encima de ella, dejando al hombre un sobrante de ahorro para que ese hombre pueda adquirir una pequeña propiedad privada que pueda legar a los hijos para que estos puedan ir subiendo en la escala profesional.

Este programa de la elevación material del proletariado, predicado siempre por la Iglesia, pero abandonado por la economía, que en estos casos no ha querido ver más que el estricto cambio del trabajo por el salario, y del salario por el hombre (sin tener en cuenta las necesidades de la familia, como si el hombre fuera un ser aislado que no tuviera derecho al matrimonio y a formar hijos, y como si no fuera más que un paria al cual se le da lo que ha convenido y el contrato ha quedado terminado); este programa, digo, que aseguraba que el salario ha de ser remunerador, fue expuesto por León XIII y continuado por todos los Papas; este programa es el de la doctrina católica; solamente que ni a León XIII ni a los Papas, no digo los no católicos, ni siquiera los católicos les han hecho ningún caso.

 
Elevación profesional

Pero hay por encima de este peldaño material, que supone la suficiencia de dinero del trabajador, otro peldaño que es la elevación cultural del hombre. No es eludible elevar al hombre en su cultura y en sus mismos medios de trabajo. Pensemos en una Providencia, al menos así la califico yo, de Dios nuestro Señor, que se opera en estos tiempos sobre todo. Después de la guerra de liberación la mayor parte de las empresas españolas se encontraron faltas de esos elementos técnicos (término medio entre el ingeniero y el peón), que eran los verdaderos pilares de la industria, y los que sabían suplir perfectamente al ingeniero en muchas de sus actuaciones y ayudarle en la práctica de los planes que él trazara. Como aquellos hombres más técnicos y especializados, en España, eran en su mayoría socialistas, que se habían pasado al campo rojo, estaban fuera de España, o habían muerto, o estaban acaso en las cárceles; las empresas se encontraron entonces sin estos elementos esencialísimos y no tuvieron más remedio que formarlos por sí mismos, dando a los obreros unas enseñanzas con sus propios capitales. Y así, en estos seis años, en casi todas las empresas grandes de nuestro país se han ido formando escuelas profesionales, dirigidas por los mismos ingenieros de aquellas grandes empresas, escuelas de hijos de aquellos obreros, que durante cuatro años están estudiando en la misma fábrica o en el mismo taller, y al final de ellos han podido decir a sus padres: «Padre, yo puedo ganar más que tú a los 45 años, yo soy un perfecto tornero, un gran calderero, un completo forjador, soy un técnico, no has sabido formar y crear estas piezas indispensables de la industria y yo puedo hacerlo».

Y son miles y miles de niños los que van formándose de esta manera en las empresas españolas, porque hay empresas que tienen 400 de estos muchachos en sus escuelas; ahí están Cartagena, El Ferrol, Madrid, Bilbao, Barcelona, con sus muchas industrias. Y si hoy se pudiera hacer una completa estadística, ésta sería verdaderamente aleccionadora de cómo todos los años esos muchachos que van saliendo al campo del trabajo se van manifestando en un nivel cultural más alto que sus padres, y van subiendo poco a poco de tal forma que un día, pasado mañana, podrán desprenderse de la empresa y poner sus talleres y vivir solos con la independencia de su trabajo.

Y al mismo tiempo, muchas órdenes religiosas, sacerdotes, grupos de Acción Católica en diversas poblaciones se han cuidado también de formar esas escuelas profesionales, de manera que hay hoy en día una verdadera acumulación de ellas.

Existen 62 escuelas elementales de trabajo de pendientes del Ministerio de Educación, que en 1942 tenían 22.000 alumnos matriculados, con 1.000 plazas de profesores. En 28 ciudades hay Escuelas de Artes y Oficios con 574 plazas de profesores y un total de 17.817 alumnos matriculados en 1942.

La Compañía de Jesús dirige unas 20 Escuelas Profesionales para hijos de obreros en diversas ciudades de España y hay otras en proyecto en varias ciudades, como Valencia, Tudela, Sevilla. Los Padres Salesianos tienen en España unos 53 talleres, 3 escuelas agrícolas y 6 escuelas nocturnas.

Tendríamos que añadir aquí las muchas empresas que en estos últimos años han fundado propias Escuelas de Aprendices.

Es decir, que hay una verdadera creación de bienestar en este orden de elevación cultural del obrero, que, además, por singular coincidencia y providencia del Señor, hoy en día está en manos de los católicos, porque casi todas estas escuelas profesionales tienen sacerdotes que instruyen más o menos en Religión a aquellos muchachos, y hacen que salgan buenos cristianos; si no todo lo buenos que seria de desear, al menos muy distintos de los antiguos técnicos y profesionales que antes teníamos en España. Empresa hay que al terminar los alumnos el cuarto año, los lleva a ejercicios cerrados para que así puedan empezar a vivir en el campo de lo material.

¿No es verdad que es una elevación cultural preciosa, la que van a tener esos hombres? Y esa elevación cultural, ¿quien la puede dar? El patrono, el empresario, el ingeniero, las grandes empresas y los que pudiéramos llamar semipatronos: el Estado, las Diputaciones, los Ayuntamientos, en una palabra, todas aquellas entidades de cualquier orden económico o político, que necesitando hombres especializados, vayan formándolos en sus propias escuelas, con sus propios profesores, con sus propios métodos, seguros de que van a aprender lo que necesitan para que el día de mañana puedan ser esos muchachos verdaderos técnicos, hoy tan necesarios. Es la Providencia de Dios, no cabe duda, a la cual más o menos los hombres debemos cooperar y por la cual tenemos que dar gracias porque parece que el Señor, a pesar de nuestras propias faltas y de nuestros propios atrasos, también nos quiere empujar muchas veces hacia arriba y nos quiere hacer ver que Él está con nosotros para levantarnos en nuestros negocios.

 
Elevación moral y religiosa

¿Pero es que estas dos elevaciones de orden material y orden cultural serían suficientes si no viniera como complemento de ellas, la tercera, la elevación moral y religiosa del proletariado? Recuerdo ese texto del 18 de enero de 1901, en que decía León XIII: «Aumentad el salario al obrero, disminuid las horas de trabajo, reducid el precio de los alimentos; pero si con esto dejáis que oiga ciertas doctrinas y se mire en ciertos ejemplos, que inducen a la corrupción de costumbres y a perder el respeto debido a Dios, sus mismos trabajos y ganancias resultaran arruinados». De 1901 a 1945 hay un paso de tiempo en que la Historia nos ha enseñado que es una realidad tan maravillosa lo dicho por León XIII, que no podemos quejarnos de no haberlo conocido. Han ido subiendo los salarios, la vida material ha mejorado, las leyes de trabajo y seguros sociales han tomado un incremento extraordinario, han funcionado los Tribunales y Magistraturas del trabajo; pero como no ha habido una reacción espiritual, el socialismo es el que ha ido recogiendo cada vez más adeptos y, al mismo tiempo, conculcando los fundamentos de toda la sociedad. Esta realidad, la que marca León XIII, es la que nos tiene que enseñar y no puede pasar inadvertida después de las tristes experiencias pasadas en todo el Mundo y en España en 1936. La elevación religiosa y moral del proletariado compete a todos, aun a los padres de familia, para las muchachas de servicio, para los gañanes del campo.

 
A la acción

«Pero es que no estamos preparados para esto», dirá alguno. Esa dificultad está ya prevista por León XIII y por Pío XI, que contestó con estas palabras tajantes: «Si hoy en día no se puede hacer, es preciso y necesario que todos se preparen para que el día de mañana eso pueda ser una realidad». De manera que la obligación no desaparece, sino que subsiste, pues si no puede realizarse hoy, hay que hacer para que se realice en el porvenir, no puede darse pábulo al no hacer nada, al diferirlo al mañana, hay que ponerse inmediatamente a hacerlo.

¿Es que todo esto no va a costar grandes gastos? Es verdad. Prescindamos de que estos gastos sean en gran parte o totalmente reproductivos, prescindamos de casos como el del gerente de una gran empresa que me decía: «Mi escuela profesional me cuesta 300.000 pesetas, pero estoy seguro que con ella, al cabo de cuatro años, me ahorraré más de millón y medio». Pensemos que efectivamente nos cuesta más gastos. ¿Cuál es el exceso de gastos que vamos a tener con respecto a los gastos que teníamos hace diez años? ¿No serán lo mismo que los mayores gastos que tenemos en nuestra propia familia, en nuestro propio hogar, en nuestros lujos, en nuestros recreos, en nuestros casinos? Si pensamos que solamente en espectáculos, calculados por el impuesto, se gastan en España mil millones de pesetas al año aproximadamente, podemos considerar todo lo que se podría recoger con que redujéramos un poco este capítulo a favor de los pobres y los miserables.

Otros dicen que el negocio es el negocio, frase que si no es inmoral, por lo menos es amoral, completamente liberal, pues tenemos que partir siempre de esta base: que en la vida económica no hay más remedio que ser cristiano o no serlo, que el que lleva en sus manos la vida de una empresa tiene que formarse bajo los principios cristianos, que los contratos son justos o injustos, inicuos o equitativos.

De manera que esta elevación del proletariado se ha de hacer de modo que no quede al rico poder decir: voy a prescindir de todo esto y estaré encerrado en mi casa. Este aislamiento no es posible.

 
Un ejemplo para los patronos

Quiero poner un ejemplo para terminar, que quisiera que los ricos lo tuvieran muy presente. Hoy todo el mundo está con los ojos fijos en la Conferencia de San Francisco. Allí se va a crear un orden jurídico para que mantenga la paz en todas las naciones. ¡Ojalá sea así! Allí se va a pensar que por debajo de este orden jurídico hay necesariamente un orden social que tiene que establecerse de una manera firme, como tiene que estar firme el suelo para el cimiento de un edificio, de tal manera que lo social siempre tiene que ser la base de todas las políticas y de toda la estructura externa de formas de gobiernos.

Pero en las delegaciones que se reúnen en San Francisco y que cooperan en la Conferencia hay dos clases, dos grupos: hay representantes de naciones ricas, y los hay de naciones proletarias. Y no podremos negar que nosotros tendremos que decir que somos una nación pobre, una nación proletaria. Porque si empezamos a mirar lo que necesitamos para nuestra vida nos encontramos con un problema de trigo deficitario; nos encontramos con que el algodón nos falta para el trabajo de la fábrica; que la lana no es suficiente para los paños que pueden fabricarse; nos encontramos con que nuestro carbón es de muy poca potencia y realmente muy escaso, que no tenemos petróleo, ni tenemos hierro suficiente, y sólo quedan unas minas que poco a poco van extinguiéndose; no tenemos manganeso, no tenemos celulosa para el papel y las fibras. En una palabra, nos encontramos en un régimen de nación deficitaria, de nación realmente pequeña, que no puede compararse con esos enormes colosos de Norteamérica, que tienen todos esos elementos dentro de su terreno y al alcance de su mano.

Y si al hacerse la paz de las naciones y al quererse arreglar el orden social que todo el mundo ansía se dijeran esas grandes naciones: «Nosotras vamos a vivir tranquilamente, no vamos a dar nada de lo que nos sobra a las demás naciones pobres, allá ellas se arreglen. El petróleo no saldrá ni de Rusia, ni de América, ni de Rumania; el trigo quedará en el Canadá o la Argentina; el manganeso en el centro de Europa o en América; la celulosa en Noruega y Suecia; el algodón en los campos de América, el caucho en Asia y en el Brasil». ¿No podríamos nosotros rebelarnos y decir: Esta paz no es justa, esta paz no es de hermanos? Si tenemos que tener un denominador común porque todas las naciones procedemos de la misma fuente, ¿no es verdad que tenemos derecho a una más justa distribución en esta hora? Si todos tenemos que vivir, ¿no es verdad que tenemos que tener acceso a las primeras materias, a fin de que las podamos comprar o cambiar con otras mercancías nuestras y podamos vivir en paz? Una paz así, ¿sería justa para nosotros, nación proletaria? No sería justa. Sería totalmente injusta. Porque esos hombres, aunque sean de lenguas y razas distintas, son hermanos nuestros, esas propiedades son propiedades para todos, porque Dios las ha destinado para que todos los hombres tengan lo suficiente para la vida, y justo es que después de que dispongan ellos de lo necesario den a los demás lo sobrante para que puedan subsistir. Esa es la paz justa, la que realmente de acceso a todos a las primeras materias para que todos puedan alimentar a los suyos y evitar la creación de pobres y miserables.

Pues cambiemos los términos. En vez de ser la nación proletaria somos el patrono, los otros son los proletarios. ¿Y vamos a decir que es justo para la paz social el que los ricos se mantengan dentro de sus palacios sin tener en cuenta para nada la pobreza de los hombres, cuando podríamos ir levantándolos, poco a poco, y hacerlos subir por esos peldaños de la elevación material, cultural y religiosa de que hemos tratado? ¿No es verdad que no sería justo ni cristiano este proceder?

 
Exhortación del Papa

Nuestro Papa Pío XII, en la misma alocución de 1 de septiembre de 1944, nos dice estas palabras: «Nos confiamos en que nuestros hijos e hijas del mundo católico, heraldos de la idea social cristiana, contribuirán, aunque les cueste notables renuncias, al avance hacia aquella justicia social de la que deben tener hambre y sed los verdaderos discípulos de Jesucristo». Aunque nos cueste notables renuncias, es preciso avanzar hacia esa justicia social de la que han de tener hambre y sed los discípulos de Jesucristo.

Los que me leéis pensad que si colaboráis efectivamente en esta elevación del proletariado, podéis colaborar no solamente en esta elevación material y cultural, sino en la otra más grande, en la espiritual. Que podéis cambiar, si queréis, esta palabra de elevación por otra más sublime y más cristiana, que parece que está indicando a Jesucristo Nuestro Señor: la redención del proletariado. De tal manera, dentro de la idea católica, sois verdaderos redentores de este proletariado, y me atrevería a decir que, en el aspecto cristiano y dentro naturalmente de los límites de lo humano, sois corredentores del trabajador con Jesucristo. Tenéis una misión delegada de aquel mismo Señor que efectivamente quiere que obren todas las causas segundas para que el mundo reviva y el mundo se salve y se vivifique. Esas causas segundas sois vosotros, los que de la mano de Dios habéis recibido vuestra educación, vuestros estudios, vuestras fortunas, sois los corredentores con Jesucristo, que tendréis muchas veces que sufrir, que trabajar y padecer, que tendréis que sentir en vosotros mismos notables renuncias, pero que si las sabéis llevar podréis los que me leéis, repitiendo las últimas palabras del Papa en día venturoso, que ojalá sea un mañana próximo, decir a Pío XII: «Santidad, vuestro programa en España se ha cumplido».

FIN

Publicado por Editorial Vicente Ferrer - Barcelona


Colección popular Fomento Social

Primeros títulos

N.° 1.– Pío XII y la cuestión obrera, por M. B.

 »  2.– Demostración científica de la existencia de Dios, por Ignacio Puig.

 »  3.– La elevación del proletariado, por Joaquín Azpiazu.

 »  4.– Por qué está mal el mundo, por José A. de Laburu.

 »  5.– La dignidad del trabajo, por Martín Brugarola.

 »  6.– Demostración científica de la existencia del alma, por Jesús Simón.

 »  7.– Obrero y creyente ¿por qué?, por J. C.

 »  8.– Entre obreros. Hablemos del amor, por J. V.

 »  9.– La reforma social, por Alberto Martín Artajo.

 »  10.– ¿Quiénes son los Curas?, por Andrés Casellas.

 »  11.– Dom Bosco y los obreros, por Aresio González de Vega.

 »  12.– Cómo pasé del error a la verdad, por Luis Nereda.

 »  13.– Los Obispos y la cuestión obrera, por M. B.

 »  14.– Obreros mártires del Cerro, por Florentino del Valle.

 »  15.– De comunista a católico, por Enrique Matorras.

 »  16.– La felicidad en el hogar, por Ernesto Gutiérrez del Egido.

 »  17.– Un modelo de participación en los beneficios, por José M. Gadea.

 »  18.– Los milagros de Jesucristo ante la ciencia, por Antonio Due Rojo.

CON LICENCIA ECLESIÁSTICA

Es propiedad de Editorial Vicente Ferrer - Barcelona

[ Versión íntegra del texto y las imágenes impresas sobre un opúsculo de papel de 32 páginas, formato 120×170mm, publicado en Barcelona en 1945. ]