Memorias de Fray Servando Teresa de MierJosé Servando de Mier Noriega y Guerra

Fray Servando Teresa de Mier

Memorias

< Primera parte >

 
VI
Informes enviados al rey, al general de mi Orden y al prior de las Caldas

Desde la conquista es un apotegma en la boca de los mandarines de América, «Dios está muy alto, el rey en Madrid, y yo aquí. Que si algo llegare a España, informes reservados y oros son triunfos.» Pero si Dios manda en el cap. XIX del Deuteronomio, verso 15, Non stabit unus testis contra aliquem quidquid illud peccati et facinoris; fuerit; sed in ore duorum aut trium stabit omne verbum: [171] ¿qué debieran valer los de uno solo, contra quien se apela como injusto? En el hecho mismo de enviar informes sin pedírselos está ya la sospecha, porque satisfacción no pedida, acusación manifiesta. El mismo nombre de reservados es una prueba de que son calumnias que se confían al secreto, porque en público no podrían probarse.

La desgracia es que nuestra Corte vive en continua alarma sobre América, y toda delación contra americanos, lejos de castigarse, si no se premia, se agradece como un efecto de celo; y por sí o por no, Lázaro siempre padece. Así el arte de los delatores para asegurar su efecto está en mezclar algo que huela a cosa de Estado. Sobre todo el oro da valor a lo que en sí nada vale, y lo que quieren los venales de los Covachuelas y Consejos son algunos pretextos con que encubrir la victoria del soberano cohecho sobre su alma. ¡Y qué pretexto tan aparente los informes de un obispo! Es verdad que el catálogo de los obispos malos es inmenso en los fastos de la Iglesia; pero esto es tan contrario a la idea que nos da el nombre de obispos que deben estar abrazados en caridad del prójimo, y a la santidad que juran en su consagración como que deben servir a su grey de modelo de perfección (imitatores mei estofe fratres, sicut est ego Christi), que inducen sus informes generalmente una presunción fuertísima.

Nadie creería que un obispo hubiese atropellado los Cánones, las leyes, el patronato de su soberano, y todas los reglas de la equidad y la justicia, para deshonrar, desterrar y sepultar a dos mil leguas a un consacerdote suyo, sin la necesidad de castigar en él un demonio incorregible. A lo menos si no lo es, es menester que el obispo tenga una opinión muy mala de la Corte y de sus tribunales, para enviar a la fuente del poder y la justicia al mismo sacerdote oprimido, y a quien no se le pegaba la lengua para nada.

Esto era puntualmente; y el arzobispo me envió a España, fiado en las intrigas e influjo de sus agentes, que ni [172] me dejarían llegar a la corte, suministrándoles en esos informes pretextos con que disfrazasen sus violencias, y tomando de instrumentos venales algunas calumnias miserables y ridículas sugeridas por el visir del Santo Domingo en alguna fermentación del mosto.

Decía, pues, el arzobispo, lo primero, que yo era propenso a la fuga. Y ¿en qué cárceles había estado antes de su persecución, para saber esa propensión? No tuvo más fundamento para semejante aserción que haber dicho quise tomar asilo en un convento contra su opresión y para recurrir a la Real Audiencia, un fraile corregido desde joven por el Santo Oficio a causa de su irregularidad, concubinario y envenenador. ¡Qué testimonio tan respetable para informar sobre él un obispo a un soberano! Lo que el arzobispo intentaba con esta calumnia era disculpar la injustísima prisión en que me tuvo, sin poder alguno sobre mí, y ministrar pretextos sobre que continuarme en Europa las cadenas. Y lo consiguió.

Decía lo segundo, que me había condenado porque mi retractación no había sido sincera. Ya dije antes que ¿de dónde lo sabía, si me condenó a otro día de haber publicado su edicto; y en éste aseguró que me había retractado voluntariamente? Yo no tenía de qué retractarme, pues ni negué la tradición, ni había en mi sermón cosa ninguna digna de censura. El arzobispo sabía que todo había sido violencia, intriga y engaño; y como antes dije, también en el edicto decía que me retracté voluntariamente para paliar ante el público la falta visible de audiencia, y al rey informaba que no había sido sincera mi retractación para disculpar la atrocidad de la sentencia, como si por todas partes no fuese bárbara, absurda y nula.

Decía lo tercero, que yo era soberbio. Los frailes de tan baja extracción como era Gandarias, nacido de una familia infeliz de Yuste, llaman soberbia al pundonor de una alma bien nacida, que no son capaces de sentir ni conocer. Levantados de entre el último fango del pueblo a las prelacías monacales, se hinchan como ranas con estas [173] piltrafas, y no pueden tolerar que algún religioso de nacimiento distinguido, que por yerro de cuentas cae en la pocilga, deje de arrastrarse a sus pies con mil adulaciones y bajezas, como otras sabandijas de su clase, y tienen el mayor empeño y deleite en avergonzarlo, humillarlo y afrentarlo. ¿Cómo he de ser soberbio, si nunca he conocido ni la ambición, ni la envidia, compañeras inseparables del orgullo? Lo que tengo, a pesar de mi viveza aparente, es un candor inmenso, fuente de las desgracias de mi vida. Y con él me parece que todo lo que es bueno, justo y verdadero, se puede decir, defender y ejecutar. Y como los déspotas no quieren sino que se haga ciegamente su voluntad, aunque sea la más tuerta, a mi franca desaprobación llamaban soberbia, y no lo era sino la suya. Alguna ha de tener, como todos los hijos de Adán, pues somos pecadores, y dice el apóstol initium omnis peccati est superbia, de la cual en todo el mundo estaban tachados los españoles. Pero ni las pasiones son pecados graves sino cuando por ellas se quebranta algún mandamiento de Dios, ni toca a ningún juez del mundo juzgar los afectos interiores, ni hay ley que los castigue. Lo que se podía asegurar al arzobispo era que en su corazón, donde anidaba un odio implacable y una venganza inexorable, allí estaba emboscado el monstruo de la soberbia.

El último cargo es el que suena más grave y valía menos, aunque mis enemigos hacían gran misterio, y por lo mismo debo sobre él extenderme más. Decía, pues, que yo había sido procesado por dos virreyes, y no especificaba más para que abultase más el preñado. Pero, ¿qué quiere decir procesado? Porque Jesucristo lo fue, lo fueron sus apóstoles, doce millones de mártires y la mayor parte de los santos y de los hombres grandes, pues para un proceso no se necesita más que la calumnia de un pícaro, y ésta siempre muerde donde hay algo que envidiar. El éxito es el que puede decir algo; y si salí mal, ¿cómo no me habían castigado los virreyes?, y si bien, [174] ¿de qué me acusaba el arzobispo? Voy a contar lo que fueron estos procesos.

Primer proceso. Todo el mundo sabe que el conde de Revillagigedo recibía anónimos en una cajita puesta a la entrada de su palacio, y que quitó su sucesor por ser contraria a las leyes y al reposo público. En efecto: es dar pasaporte franco a los malévolos para hacer perjuicio sin temor de recibirlo. Si la cosa es verdadera pierden a uno, si no, siempre tiznan; lo primero, porque en estas averiguaciones secretas se indaga la vida de uno, y como pocos son los santos, resulta regularmente por otra parte alguna lacra. Lo segundo, porque a los hombres inclinados siempre a juzgar mal del prójimo, les basta el dicho de alguno, a lo menos para sospechar, y si son enemigos hacen uso de la acusación y del proceso (como el provincial de Santo Domingo y el arzobispo contra mí), cualquiera que haya sido el éxito.

En este reinado de los anónimos se constituyó anónimo de Santo Domingo un fraile bajo, ignorante, envidioso, tal cual debe ser un autor de anónimos, y a quien en la Orden llamaban diente frío, por su buena mordacidad. Acusó gravemente al virtuoso doctor Arana y al mismo provincial Gandarias. Ambos satisficieron al virrey plenamente casi en el mismo día que fueron reconvenidos, porque las delaciones eran calumnias manifiestas. Luego me acusó a mí de haber sugerido a los estanqueros, por medio de algunos que conocía, el recurso inocente que gritando ¡viva el rey! hicieron en cuerpo ante aquel virrey contra su administrador, y vomitó al mismo tiempo toda la negrura de su envidia, tan importuna y descarada contra mí, que el doctor Enríquez, siendo provincial, tuvo que reprochársela públicamente en el coro. Cuando poco después el colegio de Porta-Coeli atrajo a su seno esta víbora, yo respiré en Santo Domingo, porque día y noche no cesaba de perseguirme, aunque, como hombre vil, siempre a traición.

No necesitaban los estanqueros para su recurso otro [175] móvil que el perjuicio inmenso que se les seguía de haberles quitado su administrador el papel para los cigarros, que estaban en posesión de llevarlo a su casa y acanalarlo con la ayuda de su familia, llevando así avanzada para el día siguiente la mitad de su trabajo. Ni habían menester otro inductivo que su propio ejemplo, pues habían hecho otro recurso igual ante el conde de Galves, quien los recibió riéndose, porque conocía las costumbres de América. Los indios se amontonaron para pedir algo, como nosotros amontonamos todos los santos en un día, ut multiplicaris intercessoribus largiaris. Y aún creen que honran con ese cortejo a la persona ante quien van a pedir. Pero el conde Revillagigedo, cuyo genio era suspicaz y severo, lo llevó a mal, y aunque concedía su petición, los estanqueros se volvieron a su estanco como habían venido, desarmados y gritando ¡viva el rey!, hizo que la tropa apalease algunos. El mismo conde, diciéndole yo en Madrid que aquel había sido un recurso inocente, me respondió que era verdad; pero que lo llevó a mal por las circunstancias en que estaba la Europa con la revolución de Francia.

Recibido el anónimo del fraile contra mí, nombró para inquirir, según costumbre en el caso de sus anónimos, un comisionado secreto, que fue el Sr. Valenzuela. Este prendió todos aquellos estanqueros que aparecían haber influido en el recurso. Les tomaron declaraciones, y nadie me mentó, porque a nadie le podía ocurrir lo que no había sucedido. Así se despreció el anónimo, como siempre se debía haber despreciado, y ni se habló palabra; y el virrey se fue a España. Si esta averiguación es un proceso, y este proceso un delito, lo sería del virrey, que recibía anónimos contra las leyes, y del fraile infame que se valía de medios tan ilícitos y viles para calumniar su propio hábito. Ya que Revillagigedo los recibía, resultando calumniosos, los hubiera debido entregar al fuego, y no archivar estas maldades para que sirviesen de fundamento a otras nuevas, como sucedió. [176]

Ya se me había escrito de México a San Juan de Ulúa que el arzobispo quería unir a sus informes lo que había pasado en el virreinato; pero en Burgos fue donde supe positivamente que, en efecto, se había valido de ello informando al prior de las Caldas. Escribí al conde a Madrid, suplicándole me enviase una carta sobre esto, capaz de ser presentada en un tribunal. Me la envió, certificando que nada había pasado respecto de mí durante su virreinato; antes siempre había tenido buenas noticias de mi talento y literatura. Y luego me escribió otra carta diciendo que se le presentase mi agente a recibir algún socorro para mí, que, dándole las gracias, no quise recibir. Y esta carta, con el mismo agente, se la envié a D. Francisco Antonio León, covachuelo de la mesa de México, a quien se la entregó.

Segundo proceso. Sucedió a Revillagigedo, Branciforte, italiano, acusado y procesado ante el Consejo por haber robado la tesorería de Canarias, pleito de que sólo salió por su casamiento con la hermana de Godoy, y el infeliz tesorero estuvo preso hasta el otro día. Por el mismo casamiento fue virrey de México (aunque por extranjero no podía serlo, según las leyes) para que hiciese su casa, es decir, que se le enviaba a robar; y, en efecto, fue un verdadero caco. Estaba deseosísimo de hacer algún servicio para congraciarse con la Corte, donde por el pleito del Consejo estaba desacreditado. Y acreditó o creyó que algunos franceses infelices domiciliados acá querían hacer alguna revolución; los atropello y prendió, informando a la corte que había libertado a México. Y los envió a España, aunque casados los más, y hallados enteramente inocentes por los tribunales. Ante este bribón me acusó el boticario Cervantes de que yo había dicho en la Alameda que primero sería soldado del turco que de España, como si hablando seriamente pudiese un sacerdote serlo de ninguno. No pudo probar la delación, porque dos testigos que citó dijeron no acordarse de tal expresión; y añadió uno de ellos, europeo (que era el [177] médico Warmis), que si acaso la había dicho, sería en el mismo tono en que ellos, por quemarme la sangre, estaban blasfemando de los criollos como de unos grandísimos cobardes. Esta circunstancia había callado el caritativo delator. ¿Quién me había de decir que mientras éste se rascaba la panza, enriqueciéndose en México con su botica de monopolio, y Branciforte servía a José Napoleón, yo había de estar voluntariamente exponiendo mi vida en continuos combates durante cuatro años, por defender a España y los derechos de Fernando VII? Así por bagatelas pierden los picaros a los corazones más fieles.

Añadióse a esta delación otra de un jumento acerca de un argumento que puse en la Universidad sobre la conquista. Llámolo jumento, porque es necesario serlo para no saber que el que arguye hace un papel de comedia en que representa a los herejes, deístas, ateístas y a los demonios mismos, según lo exige la contradicción que debe hacer a la conclusión. Este es como un ejercicio militar, donde unos soldados figuran al enemigo para ver cómo se sabría defender de su verdadero ataque.

Branciforte agregó a estos chismes el anónimo del fraile, y sobre estos grandes procesos mandó al provincial de Santo Domingo informar reservadamente. Este, aunque era mi enemigo, respondió que no había motivo en mi conducta para sospechar; que si había dicho la proposición delatada, sería alguna ligereza; y en cuanto al argumento de la Universidad, había sido una necedad acusarme, pues arguyendo no se habla de propiamente. El virrey pasó todo al real acuerdo, quien consultó que nada resultaba contra mí. Y cuando más, S. E. podía advertir que ni arguyendo hablase sobre la conquista, porque ya se ve no se debe mentar la soga en casa del ahorcado.

El virrey me lo dijo con mucho secreto, y diciéndole mi provincial (que estaba conmigo) que estando para predicar de Hernán Cortés, allí podía decir cosas que [178] desmintiesen las especies, el virrey añadió que, en efecto, era una bella ocasión, y haría bien en alabar a los reyes, principalmente actuales, por lo que hubiese transpirado en el público, aunque por el honor del hábito se había tratado todo con sigilo. No lo guardó el provincial de Santo Domingo, como que era mi enemigo, y el vino tampoco guardaba secreto. Yo hice en la oración fúnebre de Hernán Cortés lo que el virrey me mandó; pero antes practiqué otra diligencia.

Había quedado admirado de ver el caso que se había hecho de una bicoca, contra un hombre que había predicado a favor del rey dos sermones enteros con el mayor entusiasmo. El uno fue en Santo Domingo, ante la nobilísima ciudad, el día de la elección de alcaldes, el año que salió electo Castañeda, a principios de la revolución de Francia, impugnando con todo género de argumentos la famosa declaración de la Asamblea o el sistema de Rousseau. Y el otro, domingo de Pascua de Espíritu Santo, en la catedral, al otro día de haber llegado la noticia del regicidio de Francia, contra el que declamé, tomando por asunto que la obediencia a los reyes era una obligación esencial del cristianismo. Como este sermón estaba más fresco y fue sumamente aplaudido, cooperando mucho a la liberalidad de los donativos que se hicieron para la guerra contra la Francia republicana, tomé éste y lo llevé al arcediano Serruto, obispo entonces electo de Durango. Certificó que por el entusiasmo con que lo dije y por lo que me conocía, podía asegurar que eran expresiones de mi corazón.

Luego lo presenté al virrey con un escrito en que pedía se me oyera, porque nada me redargüía mi conciencia, y sobre semejantes asuntos no convenía dejar ni sombra. El virrey me llamó, y después de decirme que el sermón era excelente, me aseguró que no había sobre que oírme; que había resultado perfectamente inocente; si no, se me hubiera castigado; así que por lo ocurrido nada tenía que temer. [179]

¿Con qué alma, pues, con qué conciencia pudo el arzobispo Haro acusarme ante el rey de estos procesos, dándolos por motivo de haber atropellado su patronato, los Cánones y las leyes? ¿No creería precisamente que yo había resultado con algún crimen de lesa majestad? Así fué que siempre se me trató como reo de Estado, y al cabo se me acusó como a tal, sin más fundamento ni prueba que el dicho informe preñado del arzobispo, y casi se me hizo morir en una prisión horrorosa, donde si salvé la vida, perdí un oído, salí cano y destruída toda apariencia de la juventud.

¡Ah, obispos, obispos! Decís que sois sucesores de los apóstoles, y ojalá lo fueseis siempre de sus virtudes, sin que ninguno se propusiese por modelo al maldito apóstol Judas Iscariote. La mitra y el poder que os dan las rentas, que sacada una moderada sustentación pertenecen de rigurosa justicia a los pobres de cada obispado, no os han de acompañar más allá del sepulcro, sino para haceros entrar en un juicio durísimo. Judicium durissimum his qui praesunt, fiet. Exiguo enim conceditur misericordia; potentes autem potenter tormenta sustinebunt. Non enim subtrahet personam cuiusquam Deus, nec verebitur magnitudinem cuiusquam; quoniam pusillum et magnum ipse fecit, et aequaliter est illi cura de omnibus. Fortioribus autem fortior instat cruciatio. (Sap. C. VI, versículos 7, 8 y 9.)

Y ¿había ofendido yo en algo a este prelado? Jamás de mi vida, por pensamiento, palabra ni obra. De él había recibido recién profeso la confirmación en su oratorio y todas las órdenes. Ni me había oído ni me conocía, sino en estas ocasiones, de vista y en montón. Pero para ser aborrecido de este hombre, a quien Dios en su cólera había permitido ser nuestro pastor, bastaba ser tecomate, como él nos llamaba, esto es, ser de sus ovejas naturales; y si este tecomate brillaba por su talento, el aborrecimiento declinaba en furor, y al lucimiento lo hacía objeto de su venganza. [180]

Ya he dado a conocer la máquina infernal que construyó su odio para mi perdición. Resta contar cómo sus agentes, activados con sus cartas, la hicieron detonar para obstruir, corromper los canales de la justicia, impedirme su consecución y completar mi ruina.

Memorias de Fray Servando Teresa de Mier

[Editorial América, Madrid 1917, páginas 170-180.]

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