Memorias de Fray Servando Teresa de Mier | José Servando de Mier Noriega y Guerra |
V
Las pasiones acriminan la inocencia con un pedimento fiscal, que él mismo no era sino un crimen horrendo. Y la condenan con una sentencia digna de semejante tribunal; pero en que se tuvo la cruel irrisión de llamar piedad y clemencia a la pena más absurda y atroz
Esto es lo que se sigue probar en el orden de los sucesos, porque está dicho que a otro día de la publicación del edicto se me vino a intimar la sentencia a hora que la Real Audiencia había entrado en vacaciones de Semana Santa, para tomarse tiempo mientras de frustrarme la apelación o sus efectos, si la interpusiese. Con la sentencia se me leyó el pedimento fiscal sobre que se fundaba.
El arzobispo había nombrado de propósito para fiscal de mi causa al cura Larragoiti, tuerto, para ser bueno, y conocido por su poca delicadeza de conciencia en servir a las intrigas del palacio eclesiástico. Puntualmente se decía que había logrado el curato del Sagrario por la violación de las formas canónicas en la elección de secretario de la Universidad, que recayó, a despecho de los doctores y a costa de mil escándalos y violencias, en un familiar europeo del arzobispo. Ahora esperaría Larragoiti una canonjía por la entera prostitución de su alma.
Pidió, pues, «que en atención a que me había retractado voluntariamente, pedido humildemente perdón, ofrecido toda satisfacción, aun la de componer e imprimir a mi costa una obra contraria a mi sermón, y con respecto a la larga prisión que había sufrido, S. I., por piedad y clemencia, me desterrase a España, a estar recluso por diez años en el convento de las Caldas, que está en un desierto cerca de Santander, para que aprendiese humildad, con [157] perpetua inhabilidad para toda enseñanza pública en cátedra, pulpito y confesonario!!!
…………lumine laesus
Rem magnam praestas, Zoile, si bonus es.
Debía el fiscal tuerto, para justificar su pedimento, probar tres cosas: Primera, que el arzobispo tuviese jurisdicción sobre un regular exento de ella; segunda, que la tenía para desterrarle y castigarle a dos mil leguas de su Arzobispado, y la tercera, fundar una sentencia tan exorbitante y bárbara; porque decir que habiendo pedido humildemente perdón, &c., se me desterraba para que aprendiese humildad, es como si dijera, respecto de que este niño lee muy bien, pido se le envíe a la escuela para que aprenda a leer.
La prueba de que el arzobispo tenía jurisdicción sobre mí fue esta única, a la letra: «que el Concilio de Trento, Sess. 25 de Reformatione manda a los obispos procedan en forma de derecho, como delegados de la Silla Apostólica, contra el predicador que predicare errores o escándalos, aunque sea exento, con general o especial privilegio».
Mintió el tuerto y corrompió sacrílegamente el Concilio de Trento, uniendo el principio con el fin del decreto citado y suprimiendo el medio, para hacerle decir precisamente lo contrario de lo que dice. He aquí el decreto a la letra en la sesión veinticinco de la reformación: «Si algún predicador diseminare errores o escándalos en el pueblo, aunque predique en un monasterio de su orden o de otro, el obispo le vede la predicación. Pero si, lo que Dios no permita, diseminare herejías, el obispo, como delegado de la Silla Apostólica, proceda según forma de derecho contra él, aunque entienda está exento con general o especial privilegio. Guárdense empero los obispos de perseguir a los tales predicadores so pretexto de herejías o errores.» [158]
Esta última cláusula, como el fiscal no veía derecho, se le quedó a un lado. Pero, ¿quién no ve que este mal hombre, no pudiéndome acusar de haber predicado herejías, aplicó lo que el Concilio dice en este caso, al de haber predicado errores o escándalos? Lo peor para él es que tampoco me hallaba yo en este último caso, porque el Concilio habla de errores y escándalos teológicos, no de errores en puntos de hechos particulares, porque en éstos ni la Iglesia universal es infalible. Ni de escándalos llamados impropiamente tales, o alborotos del populacho ignorante y supersticioso, o seducido de propósito; escándalos farisaicos o pasivos, recibidos y no dados. Porque éstos también los causó la predicación de Jesucristo y la de sus Apóstoles. El sapientísimo obispo Melchor Cano, tratando a propósito de las notas teológicas, enseña que no se deben reputar escándalos teológicos los alborotos del populacho, que en tocándole a sus imagencitas y supersticiones, levanta los gritos al cielo. Él mismo cita al caso la excomunión que hay para el que dijere que negar la Concepción de María en gracia es error, escándalo, impiedad, temeridad o pecado mortal. ¿Cómo había de ser, pues, nada de eso negar, si yo la hubiese negado, una tradicioncilla popular que sólo tiene de la Congregación de Ritos una aprobación hipotética, del más ínfimo rango, dicen y cuentan; una mera permisión acordada sobre informes falsos y engaño manifiesto, como ya lo tengo demostrado?
Veamos ahora cómo prueba el fiscal tuerto que el arzobispo tenía facultad para desterrarme y castigarme a dos mil leguas, caso de estarle yo sujeto. Su prueba única es «que las leyes de Indias 49 y 50 (no me acuerdo de qué título) y otras mandan que sean enviados a España con acuerdo de los obispos los religiosos que causaren escándalo».
Mintió el tuerto; la ley primera dice: «que respecto de que hay en Filipinas algunos religiosos que habiendo dejado sus hábitos viven escandalosamente, se les envíe a México.» [159] No habla palabra de obispos, y aunque hablase, trata de apóstatas de una vida escandalosa, que como los vagos están sujetos a los obispos. Y habla de enviarlos a México, no a España. ¿Qué tenía que ver esto conmigo ni mi caso?
La ley segunda que cita dice: «que respecto de que varios religiosos se han venido de España sin licencia y andan vagos por las Indias, donde sus Ordenes no tienen conventos, causando escándalos en los pueblos, los envíen a España los virreyes, con acuerdo de los obispos.» ¿Qué tenía nada de esto que ver conmigo, que soy criollo e hijo de Santo Domingo de México, donde enseñaba pacíficamente?
Es ley constante de Indias que todo el que se viene de España sin licencia debe ser preso, confiscados sus bienes si los tiene y enviado a España para ser castigado. Aquí se añade que sea con acuerdo de los obispos, porque se habla de religiosos vagos, y los tales, según el Concilio de Trento, están sujetos a los obispos. Hasta para sacar un negro de la casa de su amo y enviarlo a un presidio, la justicia le toma a éste la venia, sin que de ahí se siga que el amo tiene el mismo poder que la justicia para enviar el negro a presidio, como quería inferir aquí el fiscal, pues no era el virrey quien quería enviarme a España con acuerdo del arzobispo, sino éste con acuerdo del virrey.
Dice el bribón fiscal que había otras leyes. ¿Por qué no las citaba? Si las que especificó, sin duda por ser las mejores a su propósito, eran tales, ¿cuáles serían las en globo? Si las hubiese, le diría al fiscal que eran leyes temporarias, dadas reciente la conquista para arrancar de entre los indios catecúmenos o neófitos los ministros de costumbres escandalosas. Hablan de religiosos, porque ese era el clero de entonces, y de enviarlos a España porque de allá eran, y allá están sus conventos, así como la ley que primero citó el fiscal habla de enviar los religiosos apóstatas de vida escandalosa de Filipinas a México, [160] porque de acá eran reciente la conquista de aquella isla, y acá tenían sus conventos.
Tales leyes, habiendo cesado su fin por la variación de tiempos y circunstancias, han caído de su propio peso. De otra suerte resultarían de peor condición los regulares, que los clérigos seculares, en recompensa de deberse a sus sudores y su sangre la fundación de la Iglesia americana y filipinense. Y sería un absurdo que cuando los clérigos de vida escandalosa se envían a los conventos para su corrección, se hubiesen de sacar de ellos sus religiosos para enviarlos a España, gravando a los conventos con gasto de su transporte y de la manutención en España de miembros inútiles.
Esto es tan ajeno del espíritu de las leyes, que a los mismos vagos que la segunda ley citada manda volver a España, los llama así, y manda volver porque sus Ordenes no tenían conventos en Indias. En una palabra: haberse visto obligado Larragoiti para atribuir a su arzobispo jurisdicción sobre mí a tales medios como corromper un Concilio general, falsificar unas leyes de Indias y suponer otras inexistentes, es haber confesado plenamente que no tenía ninguna.
Antes las leyes de Indias condenan enteramente el poder que usurpaba sobre mí. «Ordenamos –dice una ley– y mandamos que a los regulares se guarden sus privilegios conforme al Concilio de Trento, y sobre esto velen los virreyes y audiencias.» Es así que, según el Concilio de Trento, sólo puede un obispo proceder en derecho contra un predicador exento en caso de haber predicado herejías, de que no se me acusaba, ni era posible acusarme. Luego la sentencia y todos los procederes del arzobispo contra mí eran contra las leyes de Indias y el Patronato Real. Y lo era también el auxilio que sacó del virrey, que a mí era a quien, según la ley, debía haber acordado la protección real.
Y ¿en qué, por último, fundaba Larragoiti una sentencia tan atroz y exorbitante? En nada. ¿Cómo era posible [161] fundar un absurdo semejante? Porque, ¿qué mayor absurdo que un obispo, cuyo poder es espiritual y circunscripto a su diócesis, arrogarse la facultad de desterrar a dos mil leguas los vasallos de su soberano y los súbditos inmediatos del Sumo Pontífice, que en mudando de diócesis, mudan de domicilio, y ya nada tienen que ver con el diocesano anterior? ¿Qué mayor absurdo, por lo mismo, que querer tenerme suspenso y para siempre de toda enseñanza pública en cátedra, pulpito y confesonario a dos mil leguas, es decir, a súbdito ajeno, en diócesis ajena, y más siendo un doctor público que tengo la facultad de enseñar en todas partes, por el papa y por el rey, superiores del arzobispo, y de la cual no podía privarme ni mi Universidad, sino en caso, no sólo de herejía, sino de obstinación y contumacia en ella? ¿Qué mayor absurdo que querer tenerme recluso por diez años en un convento de mi Orden, a dos mil leguas, como si fuese el general de la Orden, y los dominicos, dondequiera que se hallen, y sus conventos, estuviesen bajo la férula del Arzobispado de México? ¿Qué mayor absurdo que después de publicar que me retracté voluntariamente, pedí humildemente perdón, ofrecí toda satisfacción, y aun la de componer e imprimir a mi costa una obra contraria a mi sermón, venirme aplicando una pena que apenas el tribunal exorbitante de la Inquisición aplicaría a un hereje convencido de tal? Y esto después de haber destrozado mi honor, atribuyéndome falsamente errores, blasfemias e impiedades en un edicto publicado en un día festivo inter misarum solemnia en todas las iglesias de América, reimpreso para su venta, e insertado en la gaceta civil. Y esto después de haber solicitado que la Inquisición tomase conocimiento del asunto (paso que por sí solo ya infama), y de que mi Universidad me borrase de la lista de sus doctores. Y todavía dice el fiscal que esto es por piedad y clemencia. Con que por haber errado sin obstinación, si es que erré, en un punto de historia particular, absolutamente inconexo e indiferente a la religión, lo que yo [162] merecía era la horca, porque sólo eso faltaba. Y sólo eso hubiera satisfecho la caridad del arzobispo, porque no contento con afirmar el pedimento fiscal, me suprimió como en virtud de su sentencia el título de doctor; como si pudiera, y la Universidad no se hubiese negado a su solicitud. Si el arzobispo hubiese creído la tradición de Guadalupe, este hubiera sido el fanatismo en rabia. Pero como no la creía, era el antiamericano en delirio, el odio en furor, que este mal obispo tenía a sus ovejas precisamente porque lo eran, pues si no fuesen mexicanas, él no sería arzobispo de México. No de en balde se le aplicó aquel epitafio:
Si mei non fuissent dominati...
tune emundaret a delicto máximo.
¿Qué bien hizo este prelado?
Su familia enriqueció
Del vellón que trasquiló,
Aunque aborreció el ganado.
Su paisano fue su amado,
El criollo su encantador
Que persiguió con furor:
¿Dónde se iría Don Quijote?
¿A España? Al infierno al trote.
¿Dónde ha de ir un mal pastor?
Lo que más admira es el empeño con que todos sus paniaguados y laterales se ingeniaban para discurrir cada uno alguna cosa con que acriminarme y colorear, si fuese posible, la atrocidad de su patrón. Como los censores se habían metido a fiscales, el fiscal, lo mismo que el redactor del edicto, se metió también a censor, y a los cargos que aquéllos me hicieron añadió de su propio cuño que se me condenaba por haber negado que la imagen de Guadalupe era de la Concepción.
¿Qué pecado era éste? ¿Qué autoridad lo ha definido? La imagen de la Concepción tiene una corona de doce estrellas, la de Guadalupe tiene una corona real, y sólo en el manto tiene, no doce, sino cuarenta y seis estrellas. [163] Aquélla tiene el manto azul y la túnica blanca, ésta el manto verde y la túnica rosada; aquélla está sobre el lomo de una luna plateada, y ésta dentro de los cuernos de una luna negra; aquélla pisa una serpiente, y ésta pisa un ángel; aquélla tiene alas, y ésta no; ésta tiene una cruz al cuello, y aquélla no; ésta está dentro de una penca de maguey, y aquélla no. En lo único que se parecen es en tener rayos alrededor; también los tiene la de la Asunción y no es de la Concepción. En una palabra: no se llama imagen de la Concepción, sino de Guadalupe. ¿No es cosa de risa que el Concilio de Auch prohíba las advocaciones de las imágenes, porque dice que no se dirigen sino a acreditarlas para sacar limosnas, y Larragoiti me haga un crimen de negar a la de Guadalupe el título de Concepción?
Pero, ¿dónde negué yo tal cosa? No hay absolutamente otra cosa en todo el sermón a que pudiese aludir este cargo, sino a que, explicando conforme a las ideas de Borunda la imagen de Guadalupe como un jeroglífico mexicano compuesto, dije que representaba la Encarnación. Esto no era negar que la imagen fuese de la Concepción, pues ésta también la representa, según que dicen es conforme a la mujer del Apocalipsis, la cual estaba, no sólo preñada, sino de parto. ¡Qué miserias para acriminarme!
El tuerto fiscal juntaba a la malignidad la ignorancia. La Virgen de Guadalupe está pintada como se pintó siempre a la Virgen María. Así están todas las imágenes suyas atribuidas a San Lucas; así está mandado que se pinten en un Concilio Oriental, y así está la Virgen de Guadalupe del Coro de Extremadura, de que la de México es una copia exacta, y se puso allí desde el siglo XV, antes que hubiera imágenes de la Concepción. Éstas tuvieron origen de una visión de la monja de Agreda en el siglo XVI. Y de ahí provino que los franciscanos de indias mudaron en azul su hábito pardo, pues los que vinieron a México eran menores conventuales de la Provincia de San Gabriel de Extremadura, que habían admitido [164] algunos capítulos de reforma de San Pedro Alcántara. Y no les ha imitado en Europa sino la cabeza de los valencianos, que se han vestido de azul celeste. De ahí vinieron también las monjas concebidas que en el siglo XVI fundó una portuguesa en Toledo, y se extendieron en América. De ahí el manto azul de la Orden de Carlos III, a sugestión del dieguino fray Gil. Los padres Franciscanos, que hasta suelen llamar segunda Biblia a su Madre Agreda, son dueños de creer lo que se les antoje; pero yo también soy dueño de creer más bien a la Sorbona y a la Silla Apostólica, que han prohibido sus obras, y aún mucho más dueño de decir con sobrada razón que Larragoiti era un bribón.
¿Se ha comprendido el objeto de este falso, ridículo y extraño cargo? Había oído que los dominicos han sufrido en España grandes persecuciones sobre el punto de la Concepción, especialmente cuando franciscanos han ocupado los confesonarios de los reyes. Y quiere decir este hombre que yo por dominico había negado que la de Guadalupe era imagen de la Concepción, para tener así pretexto en la corte de continuarme la persecución. ¿Se habrá visto maldad semejante, cuando la especie que yo prediqué era de Borunda, y como doctor de la Universidad tenía prestado juramento de defender la Concepción?
He demostrado la injusticia, atrocidad y nulidad de la sentencia, según las leyes de Indias y la disciplina actual o moderna de la Iglesia. Voy a demostrar la nulidad también, según la disciplina antigua, porque hay muchos que piensan como el abogado que consulté, que los regulares están o deben estar sujetos a los obispos como sucesores de los apóstoles. Estos lo creen de tal suerte, que no pueden soportar ni que se hable de los privilegios de los regulares, que miran como usurpaciones de la corte de Roma sobre sus derechos de jure divino.
Pero, desde luego, no son sucesores de los apóstoles en la facultad de encarcelar, engrillar ni desterrar, porque [165] ellos y los obispos, sus primitivos sucesores, no conocieron otras cárceles, grillos ni destierros que los que sufrieron por Jesucristo. Este declaró que su reino no era de este mundo, ni tenía poder para ser juez y dividir una heredad entre dos hermanos. Es decir, que todo el poder de su misión era sólo espiritual, y éste es sólo el que comunicó a sus apóstoles y vicarios. La data del poder coactivo de los obispos existe en el Código de los emperadores y en el de nuestros reyes godos con respecto a España. Así quien pudo dárselo pudo quitárselo, y mucho más restringírselo. Y se lo restringieron efectivamente por las leyes de Indias respecto de los regulares.
En cuanto a que los obispos son sucesores de los apóstoles, no hay duda; pero tampoco la hay en que lo somos también los presbíteros. A algún padre le ocurrió la alegoría de que los obispos son sucesores de los doce apóstoles, y los presbíteros de los setenta y dos discípulos, y ahí se han fijado los escolásticos, como si otro sentido que el literal de la Escritura prestase argumento sólido en Teología. ¿Quis audeat –dice San Agustín– sensum in allegoria positum pro se interpretari? ¿Cómo hemos de ser los presbíteros sucesores de unos legos? A lo menos no consta que los setenta y dos discípulos fuesen sacerdotes. San Felipe el diácono fue uno de ellos y no era más que diácono. «A vosotros os pertenece –dice el obispo a los presbíteros en su ordenación– presidir, enseñar, predicar, bautizar, &c.» Y ¿no son estas las principales funciones del apostolado? Somos, pues, también sucesores de los apóstoles, aunque no en la reunión de poderes de los obispos, como ni ellos en toda la plenitud de los poderes apostólicos.
En la primitiva Iglesia era común el nombre de obispos (a la letra, superintendentes) y de presbíteros o ancianos a unos y otros, y más veces se halla en la Escritura dado a los presbíteros que al revés. Cuando San Pablo dijo Attendite vobis et universo gregi, in quo vos Spiritus Sanctus possuit Episcopos regere ecclesiam Dei, hablaba [166] con los presbíteros de Efeso; vocavit majores natu ecclesiae; y claro está que en una iglesia no había muchos obispos. Cuando escribe a Timoteo y a Tito de las obligaciones y poderes de los obispos, de los presbíteros hablaba, y no los distinguía de ellos, pues inmediatamente sigue similiter Diaconos. Sobre eso mismo dice San Jerónimo: «Los presbíteros, para que hubiese orden, eligieron uno de ellos que presidiera, y este es el que llamamos obispo.» Y ¿qué hace éste, excepto la ordenación, que no haga el presbítero? Y cierto no les ha estado siempre en la Iglesia reservada sino la ordenación de presbíteros y diáconos, en que también imponemos las manos. Masdeu prueba que en la antigua Iglesia de España los presbíteros daban las demás órdenes y la confirmación y consagraban el crisma. En el Concilio general de Calcedonia, compuesto de 630 obispos, debiéndose castigar a uno de ellos, propuso uno que se le depusiese de obispo y quedase de presbítero. ¿Cómo, exclamó el Concilio, después de obispo ha de quedar de presbítero, si es lo mismo? ¡Qué modo de pensar tan distante del de nuestros escolásticos! Pues qué, se me dirá, ¿no hay diferencia? Paululum differt episcopatus a presbiteratu, dice San Crisóstomo sobre las epístolas citadas de San Pablo. Es cierto que los obispos son superiores a los presbíteros; pero el Concilio de Trento se negó a definir que lo sean de derecho divino. No hay de fe otro sacramento de orden en la Iglesia que el presbiterado.
¿De dónde, pues, viene esta prepotencia a los obispos, ante quien los presbíteros hoy no se atreven a presentarse sino temblando, como los esclavos ante su amo? Muchas causas podría señalar; pero dos han sido las principales. La primera el poder coactivo que les han dado los reyes, especialmente en Europa, donde les concedieron feudos y señoríos para que les ayudaran a domesticar los bárbaros del Norte. Y la segunda las falsas decretales que se introdujeron como una peste en la Iglesia a mitad del siglo VIII, trastornando toda su antigua y santa disciplina [167] conforme a sus verdaderos y legítimos Cánones, y sobre cuyo ruinoso fundamento, apuntalado por el monje Graciano con sutilezas escolásticas, Concilios supuestos y obras apócrifas de los padres, se levantó todo el edificio del moderno Derecho canónico.
El autor de esta perniciosa impostura fue seguramente el arzobispo de Maguncia, hacia la mitad del siglo VIII, el cual tuvo cuidado de hacer a sus colegas en el obispado casi impunes por la dificultad de los recursos a Roma, etcétera. Y desde entonces, a consecuencia los obispos fueron soltando los cables que ataban la nave de su poder hasta echarla a plenas velas sobre su presbiterio, contra el mandato del apóstol de no dominar al clero. Ab initio autem non fuit sic. No soy yo el solo que me quejo: léanse los Concilios celebrados desde entonces, y se verán sentidas y repetidas quejas en sus Cánones contra la sevicia y prepotencia con que los obispos oprimen, atropellan y persiguen a los presbíteros. Ab initio aupem non fuit sic.
Los obispos se quejan de que Roma les ha usurpado su jurisdicción, exceptuando de ella a los regulares, como que en los bellos días de la Iglesia les hayan siempre estado sujetos. Pero comenzaron las religiones, a lo menos con las formalidades de hoy en el siglo IV, y consta por testimonio de San Cipriano que en este siglo todas las monjas de África estaban sujetas a sólo el primado de Cartago. El Concilio de Agde en el siglo V ya concede o reconoce los privilegios de los monjes de Lerins, y San Gregorio Magno exceptuó muchos monasterios en el siglo VI. En ese siglo, el VII y VIII en Irlanda y Escocia era casi lo mismo decir abades, que obispos, porque todos los abades lo eran, y, por consiguiente, no estaban sus monasterios sujetos a los obispos del territorio. No habría tampoco gran inconveniente en que los monasterios o conventos de monjes estuviesen sujetos a los obispos, aunque éstos suelan ser sus enemigos, y no entender nada de la disciplina monástica, porque al fin cada monasterio [168] compone una Provincia. ¿Pero cómo podrían estar sujetos a los obispos, sin los mayores inconvenientes, los mendicantes de que sólo una Provincia de 150 frailes, como la de Dominicos de México, suelen ocupar un reino como está toda la Nueva España (excepto los obispados de Puebla y Oaxaca), extendiéndose también a 700 leguas en la California? ¿Qué sacaría un obispo con un conventillo de siete frailes, sin noviciado, ni casa de estudios donde se reclutasen, disciplinasen e instruyesen? ¿Cómo se proveería a las misiones en los países de gentiles adyacentes? ¿Cómo correrían entonces a las naciones de gentiles y extranjeras, para introducir en ellas la religión, o sostenerla en las de los protestantes como lo hacen? Esto sería destruir toda su utilidad, que el Concilio II general de León llama evidente respecto de los predicadores y menores, por una etiqueta de jurisdicción, y causar a la religión y a la Iglesia un perjuicio inmenso. Las Ordenes mendicantes son los batallones de infantería ligera de la Iglesia de Dios, y necesariamente han menester para sus evoluciones otra táctica que la de la tropa de línea, o de caballería pesada. No parece que los obispos tienen que dar a Dios estrechísima cuenta de cada uno de sus súbditos, según el empeño que muestran de extender su jurisdicción.
Ciertamente cuando se quejan de las usurpaciones de Roma no se acuerdan de que ellos se han desquitado bien sobre su presbiterio. Y les sucede lo que algunos reyes de Europa, que habiendo suprimido las Cortes de las naciones, creen suyos los derechos que sólo les convenían presidiendo las asambleas de la nación. Volvamos, señores obispos, a la antigua disciplina, pues que están descubiertos los fundamentos espurios de la disciplina moderna; pero volvamos por entero como Dios lo manda, no invocando de la antigua sólo lo que les favorece, sin querer abandonar nada de lo que han agarrado en la nueva bajo títulos apócrifos, y dejando sólo a los presbíteros la punta del embudo en una y otra. No; esto sería jugar [169] con dos barajas, cosa tan detestable a los ojos de los hombres, como a los de Dios, que abomina dos pesos y dos medidas.
Volvamos (y veremos a quién pesa) a aquellos antiguos y verdaderos Cánones que rigieron la Iglesia de Dios hasta mediados del siglo VIII, Cánones que San León llamaba Spiritu Dei conditos, et totius orbis reverentia consecratos: qui nulla possunt auctoritate convelli, nulla temporum praescriptione deleri. Entonces se vería que Jesucristo no estableció monarcas por obispos. Principes gentium dominantur earum; vos autem non sic. Se vería que los obispos no son más que unos jefes de compañía. Se contaría para alguna cosa y más que para aterrarla con edictos, con la plebe cristiana que compone la Iglesia definida por San Cipriano Sacerdote plebs adunata. Se le daría cuenta de todo como se la daban San Cipriano y San Agustín, porque ella es el tribunal a que Jesucristo remitió a los Apóstoles mismos: Dic ecclesiae; si ecclesiam non audierit sit tibi sicui ethnicus ei publicanus. Ella elegiría sus obispos en compañía del clero, y no tendría, a pesar suyo, obispo alguno.
Se reconocería en cada iglesia un Senado. No el Senado de las falsas decretales, o el Cuerpo de los canónigos religiosos o regulares (que eso quiere decir canónigos) hoy secularizados, de San Crodegando o de San Agustín, que desde el siglo X se levantaron con los derechos de legítimo Senado, y apoderados de los diezmos se han sabido mantener a la frente de los obispos. No; el verdadero Senado es el Presbiterio, compuesto de los presbíteros y diáconos de cada iglesia. Y como los regulares mendicantes son verdadero clero y no monjes, entrarían a componer el Presbiterio, y no necesitarían privilegios de Roma, porque según los verdaderos Cánones, toda determinación del obispo, sin deliberación y consentimiento de su Presbiterio, es irrita y nula. Ellos componen con el obispo lo que se llama Sede, que no es el obispo sólo, porque como dice San León: aliud est Sedes et aliud Sedens. [170] Se tendrían dos Concilios cada año, y en ellos serían juzgados y depuestos los obispos sin necesidad de recurrir a las Cortes de Roma y Madrid, recursos largos y difíciles, donde jugando los empeños y el dinero, el remedio es tardío o ninguno, y crece con la impunidad la prepotencia. Los presbíteros tendríamos en los Concilios no el voto consultivo inventado modernamente, sino deliberativo, como lo hemos tenido en los mismos Concilios generales, porque somos verdaderos jueces de la fe dentro y fuera de los Concilios. En fin: no se podría juzgar a un presbítero sino en un Concilio de doce obispos. Con que según esto la sentencia del arzobispo de México contra mí era también nula según la antigua, santa y legítima disciplina de la Iglesia.
Haro conocía muy bien todo el atentado que cometía contra mí; y después de haber usado acá del engaño y la violencia, teniéndome con un candado a la boca, recurrió para prevenir los espíritus y obstruirme los canales de la justicia en España, al recurso de todos los poderosos cuando cometen una injusticia chocante, que es calumniar a su víctima con informes reservados. Voy a dar noticia de ellos, y correr el velo a esta nueva iniquidad.
Memorias de Fray Servando Teresa de Mier
[Editorial América, Madrid 1917, páginas 156-170.]