Memorias de Fray Servando Teresa de Mier | José Servando de Mier Noriega y Guerra |
Relación de lo que sucedió en Europa al doctor D. Servando Teresa de Mier, después que fue trasladado allá por resultas de lo actuado contra él en México, desde julio de 1795 hasta octubre de 1805
I
Desde mi arribo a Cádiz hasta que mi negocio pasó al Consejo de Indias
Se me detuvo, como ya conté, dos meses en el castillo de San Juan de Ulúa, para dar mientras noticia a España y armar en ella contra mí la maroma correspondiente. Efectivamente: cuando habiendo zarpado de Veracruz un día infraoctava de Corpus de 1795, arribé a Cádiz, a los cincuenta días, ya me aguardaba orden real en la Audiencia de la contratación de Cádiz, y un escribano fue a hacer entrega de mí al prior de Santo Domingo. Éste dictó al escribano por respuesta que no podía hacerse cargo de mí si no se le daba orden de ponerme preso. Y como si su respuesta valiese la orden, mandó delante de mí barrer inmediatamente la cárcel, sin saber ni preguntar de orden de quién ni por qué causa se me desterraba a España. Yo que vi semejante exabrupto le dije al escribano pusiese la cabeza de un poder para un agente de la [182] corte, a quien me recomendaba el licenciado Prieto, mi tío, canónigo de Monterrey, mi patria. Cuando el prior acabó de oír mis títulos, revocó su orden carcelaria y me pidió perdón de ella, disculpándose con los pillos que suelen enviarse de Indias. Le conté la causa de mi destierro, se me dio una buena celda y quedé libre y paseante en Cádiz.
El doctor fray Domingo Arana, mi lector que fuera, procurador en España de nuestra Provincia mexicana, estaba en el Puerto de Santa María, y luego que le avisé mi llegada vino a verme. Le pregunté si había interpuesto ante el Consejo de Indias el recurso que le supliqué desde el castillo de San Juan de Ulúa, y me respondió que no, creyendo que mediaba alguna causa de Estado, porque Gandarias, el provincial de México, le había escrito que yo había ensuciado el hábito ante el Gobierno, desde que éste le mandó informar reservadamente sobre los ridículos procesos ya mencionados. Véase qué sigilo había guardado y qué malignidad la suya, cuando yo había salido bien y él mismo había informado a mi favor. Arana se apesadumbró de no haberme servido cuando entendió lo que había sido, y más cuando habiendo leído el sermón lo halló inocente, y sólo verdaderamente escandaloso el edicto del arzobispo.
Si este religioso, enemigo de negocios e intrigas de la corte, hubiese aprendido alguna práctica de ella, me hubiera dicho lo que valía un covachuelo u oficial de las secretarías del rey, y me hubiera aconsejado de partir luego a la corte. En ella D. Juan Bautista Muñoz, oficial de la secretaría de Indias y autor de la disertación citada de Guadalupe, me hubiera recomendado al ministro de Gracia y Justicia, Llaguno, y al oficial mayor, Porcel, ambos amigos suyos; se me hubiera hecho en el momento justicia, y hubiera causado una gran pesadumbre al perseguidor arzobispo.
Yo estaba con los ojos tan vendados como la pobre gente que me escribía de América recurriese al rey por [183] la vía reservada, que es el peor de todos los recursos, como después diré. El mundo vive engañado bajo de nombres. Así me estuve mano sobre mano, muy satisfecho con haber escrito a mi gente interpusiese recurso al Consejo, en virtud de habérseme condenado sin oírme y haber sido todo el proceso ilegal. Pero dicho agente era hombre de bien, y, por consiguiente, valía muy poco. Los agentes de Indias, para ser buenos, han de ser unos picaros consumados, sin alma ni conciencia. El Sr. Haro tenía tres, y a lo menos uno venía como anillo al dedo.
Estos tenían compradas las llaves de la corte y del Consejo de Indias, excepto al incorruptible fiscal de la América Septentrional, D. Ramón Soto Posadas. Por eso el arzobispo no envió al Consejo sus informes reservados, sino a la covachuela de Indias, donde tenía el negociado de Nueva España D. Francisco Antonio León, hombre ignorante, tropellón, corrompido y venal, en quien confiaba que no me dejaría llegar a la corte ni al Consejo. A la misma vía reservada, o covachuela, que es lo mismo, recurrió mi agente, por consejo de un abogado a quien consultó, y fue acabar de echarlo a perder todo.
El prior de Santo Domingo, de Cádiz, había respondido en recibiéndome, como ya vimos, que no podía hacerse cargo de mí si no se le daba orden para ponerme preso. Esto fue pedirla, y León la envió al cabo de un mes, advirtiendo que se me tuviese preso a buen recaudo, por haber informado el arzobispo de México que yo era propenso a la fuga. Ya comienzan a obrar sus calumnias. ¡Ojalá hubiese sido verdad! No me hubiese estado en Cádiz paseando sin tomarla. El presidente de la Contratación, que mandó, por la orden recibida, ponerme preso, luego que supo que la causa de todo era un sermón, insinuó al prior que disimulase, y éste tenía motivo en mi quietud anterior para no hacer novedad. Pero los frailes tienen complacencia especial en oprimir a sus semejantes, y aun creen que en esto consiste su prelacía, por lo [184] cual estuve en una prisión, que, aunque no era la cárcel, era bastante incómoda, hasta que salí de Cádiz, a fines de Noviembre de 1795.
Mientras, el doctor Arana fue a la corte y visitó a León, con el intento de saber si había informes reservados contra mí, tocante a lo sucedido en el virreinato; según que se me escribió, a San Juan de Ulúa intentaba enviarlos el arzobispo, para informar yo entonces la verdad. No se dio León por entendido; sabía el pícaro que estos informes reservados y no pedidos no son más que calumnias ilegales, cuyo valor consiste en un pérfido secreto. Son naipes de contrabando, que se reservan para cuando no hay otro recurso aparente con que perseguir a la inocencia. Se verá que León los iba jugando conforme le faltaban otros medios, y cuando llegó la ocasión desesperada, echó todo el resto.
En fin: con gran sorpresa mía, que creía, como tantos otros buenos americanos, que bastaba tener justicia y exponerla al rey para obtenerla, se contestó a la demanda interpuesta por mi agente de pasar a la corte y ser oído en justicia ante el Consejo de Indias, que obedeciese al arzobispo en ir al convento de las Caldas, y a los dos años recordase mi pretensión por mano del prelado local. Esta orden no estaba dada para realizarla, como después se verá, sino para ganar tiempo, a estilo de corte, cuando la cosa que se pide no se puede negar redondamente sin una injusticia manifiesta.
Yo pedí testimonio de la orden y salí de Cádiz en una calesa, escoltado de un pintor con su par de trabucos y un mozo de a pie. Este comisionado, aunque de nueva data, era un buen hombre, y aunque no podíamos pasar por Madrid como yo quisiera, porque León había tenido la precaución de mandar lo contrario, estuvimos tres días allí cerca en uno de los Carabancheles. El mismo mozo de a pie fue a avisar a mi agente, que a pesar de estar todo cubierto de nieve o hielo vino a verme con el abogado su amigo. No tenía influjo, ni supo darme siquiera [185] el consejo de que llamase al Sr. Muñoz, que al momento hubiera venido y estaba el viaje terminado. Mi desgracia en América y en España fue mi inexperiencia, y haber carecido de quien bien me aconsejase. Así me fue preciso seguir para las Caldas en medio de un riguroso invierno.
Mientras llegamos contaré lo que son estas famosas Caldas. Como en la Provincia de Dominicos de Castilla no se vive vida común, algunos religiosos de buen espíritu pensaron establecer un convento de vida común que sirviese de prueba y modelo para otros. El venerable Marfaz puso, pues, un conventillo en las montañas, al pie de un monte entre Cartes y Buelna, a orilla del río Masaya, y como en su ribera hay una fuentecita termal, que entonces quedaba al lado del conventillo, tomó el nombre de ella y lo dio después a otros tres conventos fundados a su ejemplo. Ya degeneraron de su primitiva institución, y no se distinguen en la observancia de los demás conventos, pues tienen también su depósito de particulares y no merecen la fama que tienen. Este de que hablo se mudó después arriba del monte, quedando abajo un mesón para hospedar peregrinos y una ermita con una imagen de Nuestra Señora de las Caldas, uno y otro a la orilla del camino real que hoy pasa por el antiguo sitio del convento.
Vigilia de Navidad por la noche llegué al mesón, y luego me contaron que Nuestra Señora de las Caldas era célebre hasta en las Indias; que apareció sobre un picacho elevado que estaba a la vista, donde está por eso una cruz, y que cuando hicieron arriba el convento, ella se bajaba, hasta que le fabricaron abajo una ermita. Con tenerla abajo se debió de contentar, porque la imagen principal está arriba. Y ¿por qué se venía abajo, si el picacho donde apareció queda arriba? A otro día que subí al convento, los frailes de misa y olla me confirmaron el cuento. Pero el ministro Martín de Dios, buen religioso e instruido, me dijo: no consta tal de los papeles del convento; [186] la cruz la puso un lego por ser el picacho tan elevado y sobresaliente a la orilla del camino, que como el primer convento estuvo abajo, y dicen que Santa Rosa recién canonizada hizo allí un milagro, por lo cual se le da memoria después de completas, cuando hicieron el camino real se suplicó hiciesen allí una capilla para memoria. Así se trastrueca todo con el tiempo, para confirmar apariciones, de que el vulgo es amiguísimo, como si sin ellas las imágenes no fuesen dignas de veneración o ellas se la debiesen aumentar. Lo que aumentan es la concurrencia y limosnas y hoc opus.
No hay prior en aquel convento, sino vicario del provincial de Castilla, que por ficción de derecho se supone prior de él y se le da cuenta de todo. El vicario, que era un pobre hombre, me recibió bien, y como era pascua de Navidad y se trata tres días a los huéspedes en nuestros conventos con mucha cortesía y agasajo, los pasé muy bien con los otros religiosos, que eran once, contando dos franceses de Vannes, un loco, un solicitante in confessione predicador del rey, enviado allí por el Santo Oficio; dos otros pájaros dignos de jaula, y cuatro legos, de ellos uno enfermísimo, por haberlo tenido cinco años, a causa de apostasía, en un subterráneo muy húmedo.
Al cabo de tres días, aunque la sentencia del arzobispo no mandaba sino reclusión en el convento, se me puso preso en una celda, de donde se me sacaba para coro y refectorio y me podían también sacar en procesión las ratas. Tantas eran y tan grandes, que me comieron el sombrero, y yo tenía que dormir armado de un palo para que no me comiesen. La culpa de esto la tenía el arzobispo con sus informes reservados, enviados al provincial de Castilla, a quien decía que ya había escrito al general de la Orden, porque bien veía que había excedido todas sus facultades. Yo habría también escrito al general, que era el padre Quiñones; pero tenía éste por máxima no abrir ninguna carta, y así todo era inútil. Agregóse para este atentado la malicia de León, que por si yo no estaba [187] bien recomendado del arzobispo, o los frailes extrañaban su sentencia como contraria a nuestros privilegios, arrancó de los autos el escandaloso edicto y se lo mandó para que aquellos idiotas me tuviesen por un impío y libertino, especialmente no habiendo estado en América para poder comprender hasta dónde puede llegar el antiamericanismo, el despotismo y la persecución de un obispo. El provincial también excedía sus facultades, pues tampoco tenía sobre mí otra autoridad que de mera policía, por ser un religioso forastero que no iba allí por autoridad de la Orden, y ni ésta, por nuestras constituciones, tenía facultad para ponerme preso. Los frailes ignorantes del derecho hacen tantas alcaldadas como los alcaldes de monterilla, y el provincial de Castilla era segundo tomo del de México.
No obstante todo esto, mi causa era tan disparatada y tan nulo el poder del arzobispo mexicano sobre mí, que yo creía libertarme presto por medio de mis cartas a Madrid, cuando oyendo entre los frailes algunas de las especies que yo vertía en mis cartas, averigüé que las abrían todas, y se las enviaban a su provincial. Es cierto que según nuestras constituciones el prelado puede abrir las cartas de sus súbditos, menos si son maestros en teología; pero yo no era súbdito de las Caldas, soy doctor en Teología, grado recibido en la Provincia de México por las constituciones, y esta constitución de las cartas está anticuada y no se observa en ninguna parte del Orden.
Entonces vi que no había otro remedio contra mi persecución, que lo que Jesucristo aconsejó a sus discípulos: cum persecuti fuerint vos in hac civitate, fugite in aliam. Las rejas de mi ventana asentaban sobre plomo, y yo tenía martillo y escoplo. Corté el plomo, quité una reja, y salí a la madrugada cargado con mi ropa, dejando una carta escrita en verso y rotulada ad fratres in eremo, dando las razones justificadas de mi fuga. Pondré aquí la primera décima, para muestra: [188]
Mi Orden propia, ¡oh confusión!
Que más me debía amparar,
Siquiera por conservar,
Su fuero y jurisdicción,
Aplica con más tesón
La espada de su hijo al cuello;
O presta para el degüello
La cruel madre su regazo;
Me ata el uno y otro brazo;
Que es de la barbarie el sello.
Como yo no sabía camino ninguno, iba more apostólico incertus quo fata ferrent, y sin más viático que dos duros, me estuve todo el día por entre los matorrales de aquel monte, mientras un lego, como llaman de agibilibus, corría a caballo buscándome por el camino de Madrid. Por la tarde bajé a una casa inmediata al monte, y un hombre por los dos duros me condujo a Zaro de Carriedo, a casa de un indiano que fue embarcado conmigo. Si yo hubiera tomado el camino de Cartes, presto hubiera llegado a Buelna de Asturias, donde está la casa solariega de mi familia, y ella me hubiera amparado. Pero el mismo mozo que me condujo a Carriedo, asombrado por decirle que yo estaba en las Caldas de orden del rey, avisó mi derrotero; y como llevaba el hábito patente, luego se me halló. Se presentó la orden real al alcalde mayor del Valle de Carriedo, y tuve que volver a ser archivado en las Caldas, como un códice extraviado.
Había escrito en mi fuga a mi agente, y también escribió el provincial de Castilla al Ministerio que no había en aquel convento resguardo suficiente para un criminal tan grave y tan tremendo. ¡Lo que puede hacer creer un mal obispo! Añadía al visir de Castilla, para malquistarme, que yo hablaba mal de personas de alto carácter, porque en una de las cartas para México que me abrieron los frailes, decía a un amigo que en mi travesía había oído hablar muy mal de Godoy y su querida. ¡Qué indignidad valerse de lo que había leído en una carta privada y cerrada, para ponerme en mal con el Gobierno, cuando [189] toda España hablaba mal de tales personas! Si las especifica, me pierde. Aun así en grueso guardó la especie León, a quien hacía grandísimo provecho lo más mínimo mal que se dijese de mí, para aprovecharse en tiempo oportuno, a falta de otros medios. Concluía el provincial proponiendo que se me trasladase al convento de San Pablo de Burgos, y el Gobierno envió la orden.
Se levantaba tres varas la nieve del suelo cuando caminé a mi nuevo destino con un lego caldeo, y llegué la semana antes de Domingo de Ramos, al año puntualmente de haber salido de México. Se me recibió en una prisión, aunque el prior, que estaba enfermo en cama, se admiró de verme tan fino y menudo, cuando se me había pintado como un facineroso, y aún decían los frailes de las Caldas, por haber yo levantado la reja, que debía de tener pacto con el diablo; cosa que les parecía creíble, atendidos los informes del arzobispo y el edicto en que me atribuía errores, blasfemias e impiedades.
Luego que el prior de Burgos se mejoró, levantó y vio los papeles que le trajeron de las Caldas, dijo que los caldeos eran unos bárbaros, y yo había tenido razón para escapar de una prisión injusta. Me dejó, pues, libre en el convento, que yo quedaba cuidando cuando la comunidad salía a recreaciones.
Hay extramuros de Burgos un famoso monasterio, llamado de las Huelgas, todo de vírgenes nobles, cuya abadesa es de horca y cuchillo, tiene tratamiento de ilustrísima, usa báculo pastoral, y con autoridad cuasi episcopal da dimisorias para órdenes, licencias de confesar y predicar, dispensa sobre matrimonios, establece ayunos, días festivos, &c. Y aún se atrevieron sus primeras abadesas, infantas de Castilla, a bendecir y confesar, como consta en el Derecho Canónico, donde se manda a los obispos cohibeant superbiam regiae faeminae. Le están sujetos varios monasterios de vírgenes, que en otros tiempos salía a visitar; y profesan en sus manos, como del Orden de Calatrava, los comendadores y comendadoras del rey que [190] cuidan un rico hospital, llamado del rey, e instituido para recibir los peregrinos que iban a Santiago.
Dos primas mías habían sido allí abadesas, y la tercera aún vivía. Con esto los comendadores comenzaron a visitarme, se esparció la voz de que yo era noble, y con tanta sorpresa mía como de las gentes del país, decían: ¿Cómo es fraile si es noble? Tan baja es la ralea de los reverendos de España. Son algunos infelices que, como ellos mismos dicen, van a hacer harina en los conventos, aprenden allí a ponerse y quitarse el trapo puerco de la capilla, a dar gritos en solfa, y algunos párrafos arabescos de Aristóteles. Es cosa admirable que tienen por religiosidad no usar de servilleta ni cubierto para comer. En Burgos lo había introducido el prior actual Rubin, que siendo de una mediana familia de la Montaña, tenía alguna educación, y por eso fue allí el único convento donde se me trató con decencia. Toda la nobleza, o como llaman, los primos de Burgos, que se creen la primera de España, me visitó; los eclesiásticos franceses emigrados, de que estaba llena la ciudad, me dieron mucho crédito de literatura; y como yo por divertirme diese lecciones de elocuencia a los jóvenes que venían de las Universidades a vacaciones, adquirí tanta fama, que se me consultaba en todo asunto literario.
Pero mi salud a los principios, con el rigor del invierno (que es cruel y tan largo en Burgos, que dicen sólo dura allí el verano de Santiago a Santa Ana), era tan poca, que el prior, compadecido, empeñó a una penitente suya, hermana del ministro Llaguno, que iba a la corte, para que se me mudase a clima más análogo. Yo acompañé un memorial, puesto (aunque con el debido respeto) con la vehemencia natural de mi estilo, y que debía ser mayor en mi triste situación. El ministro mandó dar cuenta al oficial León, el cual informó que comía demasiada pimienta, como si hallarme a dos mil leguas de mi patria, sin honor, sin bienes, sin libertad y sin salud, hubiese de ser algún sorbete refrigerante. En esto paró todo. [191]
Fue necesario aguardar a que se cumplieran los dos años de la Real orden enviada a Cádiz, que yo contaba desde el 12 de Diciembre de 1794, en que había predicado y comenzó mi persecución. Representé entonces por medio del prelado local, como la orden rezaba, pidiendo pasar a Madrid, para que se me oyese en justicia ante el Consejo de Indias. Se contestó pidiendo informe reservado de mi conducta, y el prior lo envió muy bueno, con gran sorpresa de León, que según la perversa idea que de mí le habían hecho formar el arzobispo y sus agentes, creía que se diría tal cual lo había menester para negar lo pedido. No halló el hombre otro arbitrio que encerrase en la cartuja ocho meses. Yo no caía en el gato que aquí había encerrado, porque no sabía yo que los verdaderos reyes de España son los covachuelos, y los ministros nada saben sino lo que ellos les dicen y quieren que sepan. Yo le echaba la culpa al ministro Llaguno, cuya caída entonces no me pesó; y no era él culpable, sino el oficial León, hombre venalísimo y comprado para ser mi enemigo inexorable.
Sucedió a Llaguno el célebre Jovellanos, quien tenía un amigo íntimo en Burgos, D. Francisco Corbera, comendador del mismo Orden de Calatrava, que profesaba Jovellanos. Me recomendó a él, advirtiéndole que no era dominico, porque bajo este nombre en Castilla se entiende un hombre de instrucción tan grosera como su trato; meros escolásticos rancios, sin ninguna tintura de bellas letras u otros conocimientos amenos y substanciales. Es frase entre los literatos de Castilla para expresar que alguna pieza está muy tosca y macarrónica, decir que está muy dominica. Y algunos dominicanos emigrados de Francia me decían que habiendo salido de ella a fines del siglo XVIII, estaban atónitos de hallarse en España a mediados del siglo XIV. Sólo había en el convento de San Pablo de Burgos un literato tal cual, y era el padre ministro Martínez, que había traducido la historia del antiguo y nuevo testamento de Calmet; pero estaba tan despreciado [192] y perseguido de los frailes, que me daba compasión. En una palabra: los dominicos españoles han abandonado absolutamente el estudio de las humanidades, que son el fundamento de escribir bien. De aquí es que en doscientos años no han podido dar a luz nada de provecho, sino algún panarra, como Theologia sacratiss. Rosarii, ¡y al infeliz que, como yo, trae las bellas letras de su casa, y, por consiguiente, se luce, pegan como en un real de enemigos, hasta que lo encierran o destierran!
A la recomendación que de mí hizo Corbera a Jovellanos añadí un sueño poético, que voy a poner aquí, no porque tenga algún mérito particular, sino porque habiendo llegado la noticia de la exaltación de Jovellanos un domingo a las siete de la mañana, a las once ya fue el poemita por el correo, y esta improvisación le dio celebridad.
Tendido el negro manto de la noche,
Imagen de la vida que yo vivo,
A tiempo que descansan brutos y hombres,
Yo sucumbí a mi dolor activo;
Tal es el sueño, sí, tal es el sueño,
De un mísero mortal desfallecido
A fuerza de llorar males inmensos,
Y de regar con lágrimas sus grillos:
En un acceso de su desventura,
Que el alma no bastando a resistirlo,
Se rinde, sin que hórridos fantasmas
Dejen adormecer el dolor mismo.
Así dormía yo, cuando un perfume
Embalsamó mi olfato peregrino,
Y la ambrosía misma de los dioses
Me fingió luego el sueño en su delirio.
Un susurro de ahí a poco suave
Como el céfiro de alas conmovido,
Cada vez entendiéndose más claro
Enteramente despertó mi oído.
Revine un poco, y estregué mis ojos
De dolor y tristeza obscurecidos.
Una luz, cual aquella con que Venus
Usa anunciar el alba en el estío, [193]
Me deslumbró, y sorprendido exclamo:
¿Cómo me dormí tanto? Ha amanecido.
Sonrióse entonces la belleza alada
Que al punto divisé; numen divino,
Empuña un cetro, lleva una balanza,
Una diadema sobre el frente lindo.
Desplegando dos labios más bermejos
Que rosas de vergel alejandrino,
Descubriendo dos órdenes de perlas
Encadenadas en coral subido,
–Yo sé que a ti –me dice– en otro tiempo
Deleitaron de Apolo los sonidos:
Toma la lira, ensaya con tus dedos
Acordar los acentos consabidos.
Rota está de una vez la que tocaba,
Mis manos yertas han perdido el tino;
No concuerdan los ecos armoniosos
Con el tosco chillido de los grillos.
Nunca las gracias visitaron, nunca,
Un albergue tan sucio y tan sombrío;
Las Musas no inspiraron corazones
Tan maltratados y tan mal heridos.
En el Anáhuac, en mi amada patria
Era libre y canté; hoy es distinto:
El nevado Arlanzón que me aprisiona,
El fuego mismo helara de Narciso.
Soy náufrago infeliz que una borrasca,
La más obscura que exhaló el abismo,
Arrojó hasta las playas de la Hesperia,
Donde en vano el remedio solicito.
Créeme Diosa, o lo que eres, que mi canto
Sólo deberá ser el de gemidos,
Para que vuelva la justicia al suelo,
La justicia no más, justicia pido.–
Entonces dijo, alzando su balanza:
–¿Es posible no me hayas conocido,
Servando– ¿A no saber que al cielo,
Huyendo de los hombres corrompidos,
Se voló, te hubiera por Astrea
Adorado ya yo desde el principio.–
–Lo soy de facto, que ahora bajo a España
A establecer en ella mi dominio,
Sentándome con Carlos en el trono:
Para eso es Jovellanos su ministro, [194]
Sabio, virtuoso, incorruptible, justo,
Es de mis manos la obra que ha salido
Más a mi gusto: le formé en la patria
De donde traes origen distinguido.
Recurre a él con confianza, nada temas,
Él te hará la justicia, yo le fío.–
Desaparece, y levánteme al punto
Dudando si despierto o aún dormido.
Era día claro, y yo les conté a todos
El sueño que me había acontecido.
Todos dijeron ser verdad el caso;
Todos me confirmaron, ¡oh prodigio!,
En las dotes que adornan eminentes
Al que los poetas cantan por Jovino.
Leí ansioso las obras con que había
Su pluma a la nación enriquecido,
Y allí le hallé con los colores mismos
Que dijo Astrea, retratado al vivo,
Conforme, pues, la diosa me dictara.
A él dirijo los pobres versos míos,
Esperando que un sueño se realice
Fundado en su virtud, así confío.
Jovellanos, con ánimo de realizar mi sueño, mandó a León que diera cuenta; pero este tuno, desentendiéndose de mi última instancia para ir a que se me oyera ante el Consejo de Indias, informó ahora que ya estaba bien aclimatado en Burgos: que lo que yo pedía era mudar de clima, petición hecha un año antes. El ministro mandó que eligiera el convento que quisiera de toda la Península, y el maldito León puso la orden, añadiendo de su caletre que no se me permitiese salir solo y cada seis meses se diese informe reservado de mi conducta. ¿No se creería que yo tenía algún otro gran delito? León se respaldaba para estas maldades con los informes del arzobispo, que reservaba para el caso de pedírsele la razón. Sus medios para hallarme siempre culpable y hallar arbitrio sobre que eludir mis instancias de ser oído, eran infalibles, porque además de que cuando uno va tan malignamente recomendado al rey se interpretan mal todas sus acciones, los [195] frailes se hinchan viéndose honrados con esta confianza, siendo gente tan baja, y se creen en obligación de despepitar y acusar a su hermano cuanto pueden. Y ya desde entonces se les pasea por la cabeza un Obispado, que es su delirio favorito.
Yo elegí, como era natural, un convento de Madrid para proporcionar el ser oído; pero el provincial de Castilla, que estaba entonces de visita en Burgos, me dio la exclusiva, o por sugestión de León, pues no me dejó ver la orden, o por su malevolencia natural con que ya me hizo poner preso en las Caldas, y aun me dio a entender que no quería tener en su provincia un fraile de quien ser tan responsable. Yo lo entendí todo y elegí el convento de Cádiz, con ánimo de pasar por Madrid, de maniobrar y componer las cosas. A cuyo efecto saqué recomendaciones para los amigos de Jovellanos.
Me despedí del convento y me fui a la posada pública, donde se aguardaba por momentos un coche que debía retornar de Vizcaya. Aunque la posada estaba fuera de la ciudad y no salí de ella sino para tomar algunas recomendaciones para Jovellanos, el día siguiente mandó el provincial a las oraciones de la noche dos religiosos con un escribano para traerme al convento, como si fuese ilícito a un religioso pernoctar fuera de él. No lo es in via o cuasi in via, y más fuera de poblado. A más de que todos tienen vacaciones en las ciudades mismas y debía hacerse cargo aquel déspota que después de casi tres años de prisión, la idea sola de estar fuera del convento era un consuelo. Me dijo que me retirase a la celda y no saliese del convento hasta salir para ponerme en camino. Yo, que había traído la llave de mi posada y dejado en ella todas mis cosas en desorden, salí del convento otro día por la mañana, tomé en la posada una mula y me puse en camino. A la noche me alcanzó el coche de Vizcaya.
¿Se creerá que el provincial informó luego al Ministerio que yo no tenía espíritu religioso y que era necesario sujetarme, porque no fui a besar la correa de este sultán [196] extraño antes de salir? La servilidad y el abatimiento llaman ellos espíritu religioso, y no reflexionan en su soberanía y ambición. La de aquél era tanta, que habiendo llegado entonces la noticia de la muerte de nuestro general, se empeñó en que él le debía sustituir, porque según nuestras leyes debía ocupar su lugar el provincial del convento para donde estuviese designado el futuro capítulo general, y lo había sido para el convento de Toledo. Pero no advertía que en el precedente capítulo no hubo actas donde esta designación constase auténticamente, y de costumbre inmemorial es en el caso vicario general el provincial de Lombardía. Así, por su ambición, quería turbar la correspondencia de un orden extendido en las cuatro partes del mundo. León almacenó este informe en su gazofilacio de imposturas para continuar mi persecución.
Luego que llegué a Madrid fui a verlo, y como buen cortesano me trató con mucha urbanidad y cortesía, diciéndome que siguiese a mi destino, que ya se vería lo que se podía hacer, como si todo no dependiese de su mano y mediase acaso otro perseguidor. Se le escapó, no obstante su estudiado disimulo, decirme que el Sr. Muñoz había hecho diligencia para ver los autos; pero que no los vería ni se imprimiría su disertación sobre Guadalupe. Luego, encontrándome, me dijo que marchase presto, porque si no pondría una orden. Entonces supe que los covachuelos ponen las que se les antoja, el ministro firma como en barbecho, y ellos son los verdaderos reyes de España y de las Indias. Sospeché por lo dicho dónde estaba mi mal; fui a ver a Muñoz, con quien pocos meses antes había entrado en correspondencia desde Burgos, y él me confirmó que, en efecto, había procurado ver los autos; pero que León tenía tanto interés en ocultarlos, que los tenía encerrados con una llavecita que se tenía en su casa.
Cognitio morbi inventio est remedii. Aunque acababa de caer mi favorecedor Jovellanos, un amigo de Corbera [197] me dio una fuerte recomendación para el nuevo ministro, Caballero, y otro y Muñoz me la dieron para el Sr. Porcel, oficial mayor de la secretaría de Gracia y Justicia, que estaba a su lado, y que, por consiguiente, valía más que el ministro mismo. La Corte estaba en El Escorial, distante de Madrid seis leguas y media del rey, y yo llegué estropeadísimo, por que no tenía dinero y las hice a pie. Entregué mis recomendaciones y fui tal cual recibido del Sr. Porcel; logré hablar al ministro, porque también llevaba recomendación para el portero. Hasta esto es necesario, y cada ministril está tan majestuoso como si tuviera al rey de las orejas. Me quejé al ministro de León, y dijo que se le quitarían los papeles; pero ni lo habría hecho, ni se habría acordado, sin estar a mi favor el oficial mayor. Este me recibió a otro día con el mayor agasajo: «Acabo de recibir carta del Sr. Muñoz –me dijo– de que la recomendación es verdadera.» Regla general: algo vale una recomendación que va cerrada, especialmente con sello; si abierta, nada, hasta que por el correo se advierte que es sincera y no para zafarse de alguna importunidad o empeño. «Vaya usted luego descuidado –prosiguió Porcel–; yo le quitaré a León los autos, y con una orden fuerte exprimiré el apoderado de su provincia de México, que está en Cádiz, para que ponga en Madrid fondos suficientes a su manutención.»
A continuación escribió a Muñoz, avisándole que ya tenía los autos en su poder y se estaba imponiendo; que le enviase su disertación de Guadalupe para agregarla al expediente, acabarse de instruir y hacerme dar una satisfacción rotunda de una persecución tan atroz por haber negado una fábula semejante como la aparición de Guadalupe. Pero soy desgraciadísimo: a poco cayó Porcel, es decir, pasó al Consejo de Indias; esta es la caída de un covachuelo de la secretaría de Indias. Y, en efecto, pasar a cualquier Consejo llaman en Madrid ir al Panteón, porque es sepultar a un hombre con honor; allí terminó su carrera. Muñoz le escribió que antes que llegase su sucesor [198] pasase los autos al Consejo de Indias para que se me oyese en justicia, y se puso la orden.
Memorias de Fray Servando Teresa de Mier
[Editorial América, Madrid 1917, páginas 181-198.]