Memorias de Fray Servando Teresa de MierJosé Servando de Mier Noriega y Guerra

Fray Servando Teresa de Mier

Memorias

< Primera parte >

 
IV
Las pasiones infaman la inocencia con un libelo llamado edicto episcopal

No es el arzobispo Haro a quien llamo jumento, aunque siempre lo tuve por ignorante, a pesar del crédito que le daban sus paisanos y paniaguados, porque jamás dio una prueba de merecerlo. El fue el primer arzobispo que dejó de argüir en los actos capitulares de las religiones, bajo el ridículo pretexto (según me contó el [122] maestro León, su consultor) de que valiéndose de la licencia escolástica, le podían negar algún supuesto, cosa intolerable para el doctor universal de la Iglesia mexicana. Así como se le podían negar sin desdoro las proposiciones directas, se le podían negar las supuestas, porque arguyendo no se habla de propia mente. Si no se pusieran a rebuznar, sin duda impondrían más los burros por su seriedad y sus orejas.

Con lo que nos estuvieron majando sus aduladores en las dedicatorias y arengas, durante su largo obispado, fue con haber merecido la recomendación de un Benedicto XIV. Pero éste, que aún retenía su Obispado de Bolonia, las daba de fórmula a los colegiales españoles más bolonios que de allí pasaban a besarle el pie, y Carlos III las atendía, porque se gloriaba de ser su amigo. Con Haro vinieron igualmente recomendados uno que por tonto fue hecho canónigo de Covadonga, y Tomé, que fue arcediano de Burgos por lo mismo. Este solía decir con gracia que él no creía la gran sabiduría de Benedicto XIV, pues en su recomendación había dicho de él que estaba adornado de sabiduría y virtudes, cuando andaba en dos pies, para oprobio de la Humanidad. No exageraba mucho, pues para poner alguna postdata en latín, en sus cartas a Roma, era necesario ir dictando letra por letra, y avisarle el fin de la dicción para que comenzara otra. Esto era público en Burgos.

Los edictos de Haro o prueban su ignorancia, o nada prueban, aunque el adulador de su elogio fúnebre haya comparado su elocuencia con la del Crisóstomo. Se podía hacer a S. I. la misma pregunta célebre que el poeta Pirron hizo a un obispo de Francia que le preguntó cómo estaba. —Bien, monseñor, ¿y usted? —Bueno. ¿Ha leído usted mi pastoral? —Todavía no, monseñor, ¿y usted?–. Cada edicto suyo variaba de estilo y género de estudios. Mientras vivió el dominicano León, eran teológicos y llenos de textos, conforme al estilo de aquel religioso. Luego fueron de un nuevo canonista, como era Conejares, y [123] luego, de un inquilista, cual era Bruno, que, como buen manchego, robaba de acá y acullá algunos retazos y los hilvanaba, con algunos palos de ciego, porque la ignorancia siempre ha sido tropellona. Este es el mismo caballo bruno que cuando le tocaba predicar de tabla en catedral le daba dolor de tripas, o se le torcía una pata, y si alguna vez predicaba fuera, era un sermón impreso, como yo se lo oí en la Concepción. El mismísimo que siendo cura de Santa Catalina sacó en procesión al Santísimo Sacramento contra la aurora boreal que se vio hacia fines del siglo pasado en México, y del cual concluía un soneto del tiempo

…¿Cuánto va, dije, cuánto
a que saca mi cura con el susto
la pila bautismal y el Óleo Santo?

Hete aquí el redactor del edicto en cuestión, que me contaron revisó otro que tal, Monteagudo por antífrasis, de la grey manchega que comía pan en el palacio arzobispal, en lugar de darle paja. El edicto mismo le hará la ejecutoria. Puede dividirse en narración de los sucesos, la censura del sermón, las pruebas de la tradición de Guadalupe, y la exhortación al pueblo; que vienen a ser como las cuatro patas del jumento que dio un rebuzno semejante.

Hacemos saber, comienza, por caridad para causar segundo alboroto a los tres meses de estar ya apaciguado el primero que levantamos; hacemos saber, dijo, episcopalmente dos mentiras. –Primera. Que el padre doctor fray Servando de Mier de esta Provincia de Dominicos de México en el sermón que predicó en el Santuario el día 12 de Diciembre del año pasado 1794, negó la tradición de Nuestra Señora de Guadalupe. –Segunda. Afirmando que estaba en la capa de Santo Tomás.

Tengo demostrado que no negué la tradición, y haber dicho solamente que tal vez se podría decir, [124] aunque con muy ínfima probabilidad, que estaba en la capa de Santo Tomás, apóstol de este reino, no es haber afirmado, sino haber aventurado una conjetura, advirtiendo que era debilísima. El edictero omite con todo cuidado el expresar que yo hablaba de Santo Tomás apóstol como que lo fue de este reino, para que el pueblo no cayese en la cuenta de la gloria que yo le daba, y del verdadero motivo del edicto, sin embargo de lo que sobre esto habían confesado los censores en su dictamen. Y se deja así equivocar al pueblo, que creía que yo, por dominico, quería atribuir a Santo Tomás de Aquino el timbre de estar en ella pintada la imagen de Guadalupe.

No deja de causar admiración que habiendo hecho el arzobispo meter tanto ruido en los pulpitos con la capa de Santo Tomás, y recalcando en eso ahora como si fuese el punto principal del sermón, Uribe no se dé por entendido en su censura. Vio, sin duda, que era una chirinola impertinentísima a la substancia del sermón, y puramente conjetural. Pero el arzobispo la pendoleaba porque era el punto más flaco; me hacía ridículo suprimiendo los términos de debilísima conjetura, y sonándole al pueblo en contradicción con la capa de su Juan Diego, le hacía creer que se había negado enteramente la tradición; lo alborotaba, lo indignaba contra mí, se encubría bajo aquella capa su injusta persecución y se me veía por criollo sin compasión alguna de mis compatriotas. El tal edicto es una obra maestra de malicia e iniquidad.

Prosigue a decir que afirmé otros errores. Veremos dónde están los otros; ¿por qué éstos lo son? Teológicos se supone, porque nadie había de entender que en un edicto episcopal publicado con furor inter missarum solemnia en toda la Iglesia anahuacense se trataba de yerros de imprenta, ni aun de yerros históricos particulares, porque no siendo la Iglesia universal infalible en ellos, menos podían ser asunto de condenación en la pastoral de un obispo tan falible en todo como yo. Pero sí negar la Concepción de María en gracia no es error, ni escándalo teológico, [125] ni aun siquiera temeridad o pecado mortal, y el que dijere que es algo de eso, está excomulgado por la bula de Sixto IV, renovada por el Concilio de Trento y otros sumos pontífices posteriores, sin que reyes ni universidades hayan podido avanzar un palmo de terreno en el asunto, ¿cómo había de ser nada de eso negar el romance del indio Valeriano, o sea una tradición popular aún destituida de todo fundamento?

Es una de las conclusiones del sabio obispo Amort en su tratado famoso de revelationibus, apoyada por muchos insignes teólogos que cita, que se pueden negar sin temeridad ni otra nota alguna, las revelaciones, apariciones y visiones, aun de santas canonizadas, como Santa Catarina, Santa Brígida y Santa Gertrudis. Pues las que se llaman sobre eso aprobaciones de la Iglesia, son meras permisiones de poderlas leer, porque nada contienen contrario a la fe. Es un axioma teológico que ninguna revelación privada hace fe en la Iglesia. Pudieron padecer aquellas santas una ilusión del demonio transfigurado en ángel de luz, o de su propia imaginación, vivísima en las mujeres, recalentada en ellas con la continua meditación, los ayunos y la penitencia. Se refiere una revelación de Santa Catarina sobre la Concepción, diametralmente opuesta a otra de Santa Brígida; y Serey prueba que son contrarias a las suyas muchas de la monja de Agreda. La Iglesia no puede certificar hechos particulares de que no ha sido testigo; permite y nada más. Y ¿no se puede negar sin error que es la nota próxima a herejía una visión del indio Juan Diego, o, por mejor decir, una ficción poético-mitológica del indio Valeriano? Error sólo es el que contradice a una cosa tan creíble de fe, que sólo falta la decisión infalible de la Iglesia universal para que lo contrario sea herejía. Y ahora, si tan herejía es negar que es de fe lo que es, como afirmar que es de fe lo que no es, tan error teológico será negar que es error lo que lo es, como afirmar que es error lo que no lo es. Y seguramente no lo son puntos de historia particular sobre que únicamente había [126] girado mi sermón. A lo menos llamar error su negativa es evidente superstición y fanatismo.

Prosigue a contar el edictero que negué las apariciones de Nuestra Señora de los Remedios, del Señor de Chalma, y otras imágenes del reino, diciendo que eran del tiempo de Santo Tomás. Juro, in verbo sacerdotis, que no menté en el sermón a la Virgen de los Remedios, por la brevedad y no mezclarme en otra cuestión que podía chocar tanto; pero lo tenía escrito en mi borrador, porque así me lo dictó Borunda, y lo repetí en la copia del sermón que había sacado de mi memoria para mí.

Y ¿creía el arzobispo esos millares de apariciones de imágenes que se cuentan en el reino, y de que el padre Oviedo ha tenido la bondad de publicar una colección? Bastaría que fueran cosas favorables a la América para que no las creyese. Tampoco creía la de Guadalupe. ¿Hay también sobre alguna otra de esas que nombra informaciones y rezo? ¿A qué alborotarlo, a indignarlo contra mí, a escandalizarlo con un verdadero escándalo activo? Porque tal es, según los teólogos, lo que da ocasión de ruina espiritual al prójimo, y el arzobispo lo incitaba a aborrecerme y maldecirme, lo que no podía el pueblo sin ruina de su alma. El edicto es el verdaderamente escandaloso.

En España se cuentan tantas y más imágenes aparecidas que en América, y las suele haber a cuatro y a cinco en un lugar, porque el populacho en todas partes es aparicionero y supersticioso. Ningún hombre de juicio las cree, y con razón, porque qui cito credit, levis est corde, dice el Espíritu Santo. De algunas suelen persuadirse que son descubiertas de las que los cristianos enterraron u ocultaron en tiempo de los moros, que las perseguían como ídolos. Así la célebre imagen de Guadalupe, de Extremadura, fue hallada en un pozo de Cáceres. Las aparecidas de Nueva España, reciente la conquista, ya he dicho con Torquemada, provinieron en general de que los indios se dieron a pintar muchas, que llevaban y dejaban [127] en las iglesias donde cada día remanecían. Borunda, viendo que las historias de algunas más célebres eran las mismas de las antiguas imágenes de los indios a que los misioneros las sustituyeron, y las cuales él por su excesiva piedad no era capaz de negar, se persuadió a que eran también imágenes descubiertas del tiempo en que hubo cristianismo entre los indios, quienes las habrían ocultado por la persecución de Huémac, rey de Tula contra Santo Tomé. Y esto hablando en general, no se puede negar absolutamente, pues que nuestros primeros misioneros hallaron imágenes de Cristo y de la Virgen en poder de los indios, y les contaban de otras que habían ocultado a la llegada de los españoles.

Yo lo que creo es a Dios, el cual dice yo soy Dios y no me mudo: ego Deus et non mutor. Y este Dios tan celoso de que no se reparta o equivoque el culto que le es debido, que por primer precepto del Decálogo mandó que no se hiciera imagen ni semejanza alguna (Exodi 20, v. 4); que porque los altares de los ídolos eran altos y pulidos mandó (ibid. 24) que los suyos fuesen de céspedes de tierra, y en caso de ser de piedras no fuesen labradas ni los altares tuviesen gradas; que por lo mismo prohibió se le diese culto en las alturas y montes donde lo solían tener los dioses falsos; que se dio un nombre particular para que como a ellos no se llamasen Real o Señor; y que en el Deuteronomio (Cap. 4 ; §§. 15 y 16) dice a su pueblo que no se le dejó ver en Oreb para que no hiciesen alguna imagen de él en figura de hombre o de mujer; este Dios, digo, mudó tan diametralmente de conducta con los indios, no menos groseros y propensos a la idolatría que los hebreos; y él mismo, cuando estaba humeando aún la sangre de las víctimas y el incienso de los demonios, y los indios aferrados con sus ídolos, les anduvo presentando a cada paso sus imágenes y las de su madre en los mismos montes y lugares donde habían estado aquéllos, buscando hasta la analogía en el nombre y en la historia con ellos. El mismo Dios hubiera sido el [128] autor de la idolatría, pues ésta no consiste precisamente en el objeto (tanto se puede idolatrar en una imagen de Jesucristo como en una de Júpiter), sino en la intención y manera; y ésta no la sabían los indios, ni nadie se las podía enseñar, reciente la conquista, por la ignorancia de su lengua.

Y como si todo esto aún no bastase, la Virgen Santísima también andaba presentando sus imágenes no sólo en el antiguo traje del ídolo que estaba antes en su lugar, no sólo con rasgos mitológicos inductivos a error, sino también en la planta favorita del vicio común de los indios, que es la embriaguez. El código criminal de una nación es el registro más auténtico de sus inclinaciones, y las leyes de los aztecas contra la embriaguez, que pueden verse en Herrera y Torquemada, eran terribles. Al noble le derribaban la casa como indigno de vivir en sociedad y le rapaban la cabeza, afrenta tan atroz como lo era entre los godos de España. Al macehual le costaba la vida una borrachera. Apenas a los viejos y gentes de guerra se permitía una o dos tazas de pulque. Faltando el freno de estas leyes con la conquista y aturdidos con las desgracias que les sobrevinieron, se entregaron con tal furor a la embriaguez que murieron infinitos; de suerte que emanó cédula real mandando arrancar todos los magueyes, y prohibiendo absolutamente el pulque. Esta remoción absoluta y de un golpe les causó otra mortandad, y fue menester volvérselo con limitaciones y precauciones, como la publicidad de las pulquerías, &c., pero hasta hoy el pulque es la causa de la miseria de los indios, de riñas, incestos y otros pecados y desórdenes. Y en medio del furor de su embriaguez, reciente la conquista, la Virgen presentaba su imagen de Guadalupe figurada dentro de la penca de un maguey, como puede verse por su orla, y entre una mata de él aparecía la de los Remedios, como Baco entre los pámpanos, canonizando así la planta favorita de la pasión más criminal de los indígenas.

Ya es necesario hablar claro. Los conquistadores y los [129] primeros misioneros, quitando los ídolos, sustituyeron a los más célebres, y en los mismos lugares montuosos imágenes del cristianismo, análogas en los nombres y la historia, para que prosiguiesen celebrándose las fiestas antiguas con la misma analogía y concurrencia, como ya se lo oímos contar al padre Torquemada. Esta práctica no sólo era contraria a la conducta de Dios con su pueblo en el Antiguo Testamento, sino también en el Nuevo a la de los apóstoles con los gentiles de nuevo convertidos, y a la de la Iglesia primitiva, que no consintió las imágenes (como hoy convienen todos los sabios) hasta que pasados siglos cesó hasta la memoria de los ídolos, y aun por haber sido de talla casi todos, todavía no admite aún hoy la Iglesia griega las imágenes de escultura, ni se introdujeron en la Iglesia latina hasta el siglo de ignorancia, el X. Resultó, pues, en América con una práctica tan contraria lo contrario que en la primitiva Iglesia. En ésta los gentiles llamaban ateístas a los cristianos porque no tenían ídolos, y en América cuenta Torquemada que cuando se reprochaba a los indios de esconder sus ídolos, y no querer abandonarlos, respondían: «ídolos por ídolos, los cristianos también tienen los suyos; y nosotros tenemos experimentado que los nuestros son buenos». Tenían razón; se les sustituía una idolatría a otra, porque ni conquistadores ni misioneros podían entonces, por su multitud y la ignorancia de su lengua, instruirlos en la manera de venerar sin idolatría las imágenes. Ni la prudencia dictaba, aun cuando pudiesen, arrojarse en tamaño peligro de idolatría con neófitos tan groseros, siendo las imágenes tan indiferentes a la religión.

De ahí es que tampoco podían valerse de los argumentos con que los padres de la Iglesia atacaban la idolatría. Porque cuando les argüían de que adoraban piedras y palos, respondían, como a Cortés Maxiscatzin, capitán general de Tlaxcala, que ellos bien sabían que sus imágenes eran de eso; pero que no las veneraban en sí, sino por ser representaciones inmortales que habitaban los cielos. [130] Y cuando se les replicaba que adoraban hombres, respondían que sólo se arrodillaban ante Dios Omnipotente, puro espíritu, y si veneraban algunos retratos de hombres, como Quetzalcohuatl, era porque en ellos había brillado alguna cosa de Dios. Torquemada trae estas respuestas, que hacían enmudecer a los conquistadores.

En fin: obligados a venerar a nuestras imágenes, trampeaban el culto, o lo repartían entre el Dios de Israel y los becerros de Jeroboan, como lo testifica el arzobispo Dávila Padilla, quien cuenta que aun debajo de las cruces enterraban idolillos, para que participasen del culto en su intención, y pocos años antes de mi ruidoso sermón, queriendo renovar el retablo mayor de Xochimilco, se encontraron ídolos colgados por detrás, y pudiera traer otros muchos ejemplares. En fin: los indios atribuyeron a las nuevas imágenes las mismas virtudes que a las antiguas, y aun las mismas apariciones e historias en relaciones escritas en su lengua, que, cayendo después en manos de criollos ignorantes de sus antiguallas, las han publicado traducidas, para gloria de la patria, como verdaderas y de las nuevas imágenes.

Tales son las de Guadalupe, de les Remedios y del Señor de Chalma, que especificadamente me censura el arzobispo haber negado, y de que, por lo mismo, hablaré en particular. Desde luego ya tengo probado que la historia de Nuestra Señora de Guadalupe, en su fondo, no es más que la historia de la antigua Tonantzin que los indios veneraban en Tepeyac y a quien dice Torquemada sustituyeron los misioneros la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe. Síguese hablar de Nuestra Señora de los Remedios.

¿Cuál es su historia? La dio a luz en unas novenas mellizas y gerundianas el mismo Sánchez, autor de la Guadalupe. En un lugarcito al Poniente de México, distante, creo, tres leguas, llamado antes Otancapulco, y hoy de los Remedios, un indio cacique, llamado D. Juan de la Águila, o Quauhtzin, solía divisar por la noche, reciente [131] la conquista, algunas luces por aquel campo, que falsamente se supone despoblado. En pasando de día por él, veía también en un maguey una niña y un niño, que se cree sería San José, que le hacía compañía. Yo no sé por qué el indio no hizo caso de éste, y quizás por la inclinación que nos lleva a favor del bello sexo, se determinó a coger la niña y la llevó a su casa, y creyéndola una españolita, le daba su atolli y tortillas de maíz. ¿Es creíble que un indio noble y de razón, acostumbrado a ver sus imágenes y las nuestras, creyese que era niña española una imagencita como una muñeca de media vara, que no tiene ni figura humana sino hasta la cintura? Estos son cuentos para arrullar niños.

La niña se le escapaba e iba al maguey; el indio la volvía a traer, y aun la encerró a su pesar en una caja; de suerte que en la lucha y porfía perdió las narices con la tapa de la caja, que en vano se ha intentado reponerle. El indio, en fin, hostigado de su ingratitud, la abandonó a su maguey. Pero yendo al Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, ésta le reprochó que viniese a su casa, habiéndola echado de la suya. Entonces conoció que era la misma, agachó las orejas y le hizo como pudo el templito que tiene. La Virgen, en recompensa, le echó desde lo alto un cinto de cuero, que se guarda como reliquia en el Santuario.

Y ¿de dónde vendría la imagen al templo de Otancapulco? Se cree que es la misma que traían los españoles consigo y con licencia de Moctezuma pusieron entre los ídolos en el templo mayor de México, como los filisteos la arca de Dios en el templo de Dagon. Y dicen también que es la misma conquistadora ante la cual, orando Cortés con sus santos soldados, obtuvo una milagrosa lluvia, que cuenta Herrera, habiéndosele quejado los indios de la seca que les destruía los maíces, por haberse prohibido los sacrificios. Y así se pinta al pie de sus estampas un indio presentando una caña de maíz seca. Pero Torquemada dice que la imagen que llevaban consigo los conquistadores, [132] y llamaban la conquistadora, es Nuestra Señora de la Macana, que se venera en San Francisco.

Y caso de ser la conquistadora la de los Remedios, ¿cuándo o cómo se les escapó? No; ellos, con la prisa de la fuga de México, en la famosa noche triste, hacia Otancapulco, la debieron de dejar tirada por aquellos campos. Y ¿de dónde vendría antes a manos de los españoles? Se dice que un soldado la trajo de España en la manga de su capote. ¡Qué manga tan ancha! Y ¿de dónde la cogería el soldado? Becerra (escudo de armas de México) intenta probar que es la misma que ahora once siglos llevaba Don Pelayo en sus guerras contra los moros. ¿Hay paciencia para escuchar tanto desatino como el arzobispo Haro pretendía que creyésemos? No era él quien debía acusar a mí y a Borunda de delirios.

Acosta y Torquemada dicen que los españoles derrotados en la noche de su fuga sobre la calzada de Tacuba, se refugiaron en el templo de la diosa de las aguas que había en Otancapulco, y atribuyéndolo después a favor de María Santísima, reedificaron el templo de la diosa de las aguas, que habían destruido durante el sitio de México, como el de Tepeyac y los de todos los contornos, y pusieron en él una imagen de Nuestra Señora, que al principio llamaron de las Victorias, según Torquemada, o del Socorro, según Acosta, por el que allí habían recibido, hasta que se fijaron en el título de Nuestra Señora de los Remedios, otro Santuario de Extremadura célebre, de cuya imagen eran tan devotos, que a su primer establecimiento (acercándose al Anáhuac) en Cozumel llamaron Nuestra Señora de los Remedios, y con ese título fue su obispo Garcés, que se trasladó a Tlaxcala, y fue el primer obispo consagrado de Nueva España, de donde les vino a los obispos de Puebla el ser delegados de la Silla Apostólica. Al mismo tiempo que el cabildo de los conquistadores de México hizo el templo de los Remedios, Cermeño fabricó otro titulado de los Mártires en el lugar donde se ahogaron en la misma noche triste los soldados [133] de Cortés que no quisieron aligerarse del oro robado a Moctezuma. Como el título de mártires no convenía a tales ladrones, no duró este chistoso Santuario; pero sí el de la Virgen, que cuidaban los religiosos de San Francisco.

Puesta allí la imagen, los indios siguieron venerándola como a la que antes tenían allí por patrona de las lluvias, como veneraban a Nuestra Señora de Guadalupe por patrona de las mieses, título que también tenía la antigua Tonantzin, y por eso la llaman centeotl, según Torquemada, aunque ambas eran de unas y otras, porque lo eran todos los dioses y diosas Tlaloques que estaban en los montes y sierras. Como por la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe al pastorcillo en 1556 se acaloró la devoción y se le hizo un templo, se acaloró también la de los Remedios. El Ayuntamiento de México reclamó el patronato de su Iglesia, puso pleito a los padres franciscanos, que refiere Florencia, les quitó el templo, y desde 1562 puso allí un capellán que es de la ciudad, y conforme a la devoción de los indios, se le venera como a la patrona especial de las lluvias en México, ni más ni menos que por la misma devoción de los indios los labradores de México hacen fiesta especial a Nuestra Señora de Guadalupe.

Esta es la historia verdadera. Lo demás es romance de un indio para probar que una y otra imagen en su gentilidad eran como ahora de una sola Madre del verdadero Dios. Al principio –dice Torquemada– pensaron los misioneros que las diosas de las aguas y las mieses que se veneraban en los montes eran diferentes; pero luego se conoció que no eran sino una sola, bajo diferentes advocaciones. Y eso es lo que quiso decir el indio autor cuando refiere que habiendo ido D. Juan Quauhtzin a ver a Nuestra Señora de Guadalupe, ésta se quejó de que viniese a verla, habiéndola echado de su casa. Cuenta que se apareció dentro de un maguey, porque Nuestra Señora de Guadalupe está pintada dentro de la penca de un maguey, [134] y llama al indio a quien se apareció Quauhtzin, porque Quauhtli en mexicano es Juan, como ya antes probé, y es el mismo Juan Diego, y no cacique D. Juan, porque el término reverencial tzin que ha inducido a creer ese D. y cacicazgo, también se le da a Juan Diego llamándole Quauhtlatoatzin, aunque era macehual. Y no hay más diferencia sino que en la historia de Guadalupe, porque habla como embajador, es Juan que habla, o Quauhtlato, y aquí, que no habla, es puramente Juan o Quauhtli. El tzin se le añadió por respeto a su virtud o su comisión. En orden al origen de ambas imágenes, creo que ambas salieron del taller de pintura que puso para los indios a espaldas de San Francisco Fr. Pedro de Gante, pues allí se hicieron –dice Torquemada– cuantas imágenes había hasta su tiempo en los retablos de Nueva España, y así como la de Guadalupe tiene los defectos anexos al pincel de los indios, la de los Remedios es tan parecida a las de mala talla que ellos tienen en su santocallis, que se conoce ser de la misma mano. O no eran tan hábiles en la Escultura como en la Pintura, o era una manía suya por jeroglífico, como notan nuestros autores, hacer sus imágenes de esculturas feas y aun horrendas, para que inspirasen temor y respeto. Es una necedad, pues, llamar a una criolla y a otra gachupina, y cuando los gachupines han hecho a la de los Remedios generala, en competencia de que los americanos han alzado por pendón a la de Guadalupe, es una superstición. Las imágenes por sí no son nada, y la Madre de Dios es, como decía de Dios San Pedro, in veritate comperi quia non est personarum acceptor Deus; sed in omni gente qui timet Deum et operatur justitiam, accepius est illi. Estos también son entre los cristianos viejos restos del gentilismo, que creía a sus dioses y diosas con pasiones, peleando a favor de sus parcialidades, y que confiaba en sus respectivas imágenes, donde creían que estaban presentes, o les conferían virtud para ayudarles.

Del Santo Cristo de Chalma no he leído la historia; [135] pero tampoco la necesito. Ya se supone que apareció a un indio, reciente la conquista, y dicen que fue en la cueva donde está. Para averiguar su verdadero origen e historia, básteme saber lo que practican hoy todavía los indios cuando van a esta romería. Borunda, que era muy práctico con ellos, los observó, y lo he oído también a otras personas. Antes de llegar reúnen una porción de basura, en mexicano tlasolli; se revuelcan en ella, y luego la queman, creyendo que así quedan destruidos sus pecados. Con esto ya yo sé el ídolo que adoraban allí antes de la conquista. Era el Dios Tlasocotl, o Dios de la basura, de quien Torquemada, llamándole equivocadamente diosa, dice que eran muy devotas las personas deshonestas, para obtener el perdón de los pecados. Los religiosos, buscando, según su costumbre, imagen análoga que sustituirle en la cueva, vieron que a un dios que perdonaba los pecados correspondía la imagen de Jesucristo, y la pusieron. Apuesto las orejas a que esta es la verdadera historia del Señor de Chalma.

Por este tono van las historias de las imágenes aparecidas del reino. Una de las sandeces de Borunda era que San Juan Bautista estuvo y predicó en América. Refutándole yo este desatino, me respondió con el texto de San Juan hic venit in testimonium, ut testimonium perhiberet de lumine, ut omnes crederent per illum. Pero su fundamento eran las relaciones de los indios acerca de San Juan Bautista de Tianguismanalco, donde dice Torquemada que los misioneros sustituyeron su estatua a la del Dios Telpuchtli, que quiere decir joven. Y es que los indios, según su costumbre, han aplicado a San Juan Bautista la antigua historia del dios Telpuchtli, con tanta necedad como la de los misioneros en sustituirle la imagen de San Juan, porque Telpuchtli no era un hombre joven, sino Dios Omnipotente bajo el atributo de Eterno, y por eso siempre joven. Torquemada mismo lo explica así exponiendo en otra parte los nombres que daban a Dios por sus atributos. Si yo siguiera a hablar de las imágenes [136] todas aparecidas del reino, quizás tendría que desenvolver toda la mitología mexicana. ¿Era de un arzobispo en una pastoral solemne ponerse a canonizar por sus quejas contra mí estas fábulas mitológicas, estos restos de superstición y de toda idolatría, ocasionados y permanentes por la errada conducta de los primeros misioneros? Por eso fueron al principio tales los excesos tocante a imágenes, que los tres concilios mexicanos del siglo XVI se ocuparon en reprimirlos, ya prohibiendo las imágenes en que los indios habían mezclado rasgos de su mitología, como el primero y el segundo, ya explicando con toda claridad el culto que se les debe, y condenando como idolátrico el resto que se notaba en la devoción de los indios. Si algunas de estas cosas son capaces de alguna excusa y composición, sólo podría ser en el sistema galante del licenciado Borunda.

Prosigue el arzobispo su narración diciendo que entregué al principio unos apuntes del sermón, y luego el sermón. Ya he contado la verdad, y que lo que entregué al principio fue el sermón en un borrador completo, que era lo único que tenía. Y continúa a referir que voluntariamente me retracté, confesando que había errado, pidiendo humildemente perdón, ofreciendo toda satisfacción, y aun la de componer e imprimir a mi costa una obra contraria a mi sermón.

Ex ore tuo te judico, serve nequam. Si hice todo eso, que es más de lo que pudiera y debiera pedirse en un punto de hecho, particular, inconexo con el dogma, e indiferente a la religión, ¿cómo me aplicaste una sentencia que apenas el tribunal exorbitante de la Inquisición aplicaría a un hereje convencido de tal? ¿Cómo me condenaste en el edicto con mi nombre, apellido, grado, profesión y provincia? No ha hecho jamás tal la Iglesia de Jesucristo con los herejes aún obstinados años, y ya convencidos en concilios, mientras prometieron que se sujetarían al juicio de la Iglesia. Estaba ya convencido en concilios Gilberto Porretane, lo estaba Alberto de Bruis. [137] Años había que turbaba la Iglesia Lutero con sus herejías, y la Iglesia callaba sus nombres, como el del abad Joaquín, en sus condenaciones, mientras prometieron, como dije, que se sujetarían a su juicio. Al juicio digo de la Iglesia, que es infalible en puntos de dogma: ¡cuánto más debiera imitarla un obispo tan falible en todo como yo, y en un punto de hecho, en que ni la Iglesia es infalible, habiéndome yo retractado voluntariamente sin convencimiento ninguno, etc.! La Iglesia sabe muy bien que a ninguno se debe desacreditar sin necesidad, y que la caridad ordena, como dice San Agustín, matar los errores y amar las personas: Diligite homine, interficite errores. ¡Cuánto menos debiera deshonrar tan solemnemente un obispo a un sacerdote hermano suyo! El gran Constantino decía que si viera pecar a un sacerdote, le cubriría con su manto imperial para que el pueblo no le viese, y por lo mismo la Iglesia nunca sujetó los sacerdotes a la penitencia pública.

Pero, ¿qué había que pedir moderación y caridad a un Haro, cuando todo lo que estaba diciendo y haciendo era una mentira, una calumnia, y una maniobra de las pasiones en rabia? En sus informes reservados al rey le dice que me condenó, a pesar de mi retractación, porque no había sido sincera. Y ¿de dónde lo sabía, si yo estaba incomunicado absolutamente, y me intimó su sentencia a otro día del edicto, en que aseguraba que me retracté voluntariamente? Él sabía muy bien que todo había sido violencia, intriga y engaño. Y en el edicto decía que mi retractación había sido voluntaria, porque así le convenía para excusar ante el pueblo la falta visible de audiencia. Y al rey escribía que no había sido sincera, para excusar el exceso bárbaro de la sentencia, como si por todas partes sin eso no fuese injusta, atroz y nula.

No fue menos inicua la censura del sermón que publicó en su edicto. Después de pendolear los títulos de los dos canónigos que escogió a su paladar para censores, a fin de conciliar más respeto a la censura, como si los títulos valiesen siempre lo que suenan, afirma que, según ellos, [138] contenía el sermón errores, blasfemias e impiedades, fábulas y delirios, sin rastro ni sombra alguna de verosimilitud. Y de ahí, sobre la negativa supuesta de la tradición de Guadalupe, me planta entera y verdadera la censura del covachuelo mentecato contra el doctor Ferreras sobre la negativa, también supuesta, de la tradición del Pilar, según la referí y refuté anteriormente.

Ninguna cosa me labraba más desde que leí el edicto, que el cuento de los errores, blasfemias e impiedades, y estaba en una suma curiosidad de ver cómo se habían valido para hallar tamañas notas, que ni el doctor Alcalá, ni otros teólogos con quienes había consultado el sermón, ni el Cabildo de la Colegiata, ni yo con ser teólogo y no peripatético, habíamos mirado. Así, cuando el Consejo de Indias me pasó los autos en Madrid, leí primero con ansia el dictamen de los censores. Viendo con sorpresa que tampoco ellos habían encontrado nada de eso en mi sermón, en el cual, resumiendo su dictamen, después de algunas excursiones escolásticas para forrajear materia de censuras, aseguran que nada habría reprensible sin la negativa de Guadalupe, que suponen y no prueban, porque no eran capaces de probarla, imaginé que podría hallarse en la obra de Borunda algo de lo que el edicto decía. Podría ser que me hubiese reunido entonces con él en la censura, para disculparse si yo reclamaba, cargándole de lo más pesado del fardo. Me puse a consecuencia a leer la obra de Borunda, que también se me pasó con los autos, y que en México no había visto. Eran unos borradores que en el traslado componían un tomo delgado en folio.

Desde luego, nunca creí hallar errores, impiedades y blasfemias formales, aunque la falta de caridad de Haro no lo especifique, porque Borunda era un hombre piadosísimo, sino tal vez materiales, por su ignorancia teológica. Pero sólo hallé disparates, boberías y aun delirios entre algunos granos de oro. En su obra, como tampoco en mi sermón, nada encontraron los censores digno de la [139] censura que les atribuye el edicto haber dado. Es, pues, tan calumnioso contra ellos como contra nosotros. En una palabra: es un libelo infamatorio, supersticioso y escandaloso, digno de las llamas públicas, a que lo condenan nuestras leyes de partida. Y las del Derecho romano no son menos terribles contra sus autores.

Espantan las eclesiásticas. Nuestro Concilio Nacional iliberitano, tan antiguo y tan célebre en la Iglesia, prohíbe dar la comunión aun en la hora de la muerte a los que publicaren libelos en las iglesias, lo mismo que a los que levantaren crímenes a sacerdotes. Y por esta comunión entienden gravísimos teólogos la absolución sacramental. ¿Qué merecería el que, reuniendo ambos delitos, añadiese el haber hecho todo esto con el sello de la autoridad episcopal, en medio de los sagrados misterios, en un día festivo, en todas las iglesias de América, reimprimiendo aparte su pastoral infamatoria, e insertándola hasta en la gaceta civil? El infierno en sus más profundas cavernas, si moría sin restituir el honor, porque, como dice San Agustín, non remittitur peccatum nisi restituatur ablatum. El arzobispo, no sólo no me lo restituyó, sino que añadió nuevas calumnias en informes reservados, y gastó las rentas del Obispado, que es la sangre de los pobres, para cohechar y obstruirme los canales de la justicia e impedir que ésta me restituyese el honor. Me ha perdido para siempre. Dudo mucho de su salvación y aun de la de sus cómplices.

Benedicto XIV, en su bula Sollicita et provida, manda que no se prohíba ninguna obra sin haber oído a su autor o alguno que haga sus veces, caso de una ausencia larga y sin poderle avisar. Y que si se hallaren en ella cosas notables, de notas tan graves como error o herejía, se reserve la censura al juicio de la Silla Apostólica. Y con razón, porque aun en sus concilios provinciales y diocesanos está prohibido a los obispos meterse a decidir cuestiones de fe. Las herejías más principales han tenido por autores obispos, y casi todas muchos por [14] fautores principales. Los conciliábulos en que han prevaricado son casi tantos y tan numerosos como los concilios. A cada página de la historia eclesiástica se encuentra la prueba de todo esto. Aun cuando el par de teólogos que se escogió el arzobispo a su placer hubiesen juzgado mi sermón erróneo, blasfemo e impío, no por eso debía S. I. anunciar esta censura al pueblo como una verdad. No digo el dictamen de dos escolásticos ramplones, que, por otra parte, eran muy recusables en Derecho; el dictamen de una Universidad tan célebre como era la de París, juzgando una proposición contraria a la fe, apenas la podía hacer temeraria, en cuanto lo es preferir su propio juicio al de tantos sabios. Los escolásticos califican mutuamente de erróneas y heréticas las doctrinas contrarias de sus escuelas, y no por eso lo son. Sólo el juicio de la Iglesia universal, que es infalible de fe, puede obligarnos a que miremos, sin duda, como errónea o herética alguna proposición, y sólo en materia de dogma y de moral. ¿Para qué es fatigarme más? Ninguna utilidad saca el pueblo cristiano de censuras generales y vagas que no le determinan lo que debe creer sobre cada punto. Sólo se dirigen, cuando se dan por necesidad, a desacreditar alguna obra impresa, a fin de que, prevenido el pueblo, se abstenga de beber en una fuente sospechosa. Pero cuando no existe o no se ha publicado obra ninguna, censurarla tan acremente y con el nombre del autor, se dirige sólo a desacreditar su persona, lo que es absolutamente ilícito y criminal.

Siguen ahora las pruebas de la tradición de Guadalupe, o, por mejor decir, un tejido de plagios los más desatinados, necedades manifiestas, vulgaridades y mentiras pomposas, para alucinar y recalentar al populacho imbécil, relincho del caballo bruno para alborotar la yeguada.

Comienza con el plagio ya citado de Florencio, diciendo «que en 1666 se hicieron informaciones de Nuestra Señora de Guadalupe con más de veinte testigos, de los cuales algunos conocieron y trataron a los mismos que [141] habían intervenido en el milagro». Ya dejo probado que en este plagio hay tantas mentiras como palabras.

Dice que Nuestra Señora de Guadalupe se venera con devoción en España, Italia, Francia, Rusia, Prusia, Sajonia, Holanda, Inglaterra, &c. ¿Había viajado todo eso el redactor del edicto? Es un plagio literal de la relación de la fundación de la Congregación de Nuestra Señora de Guadalupe en Madrid, impresa anónimamente entre los opúsculos pertenecientes a Guadalupe, impresos (como ya dije) a costa de los canónigos Torres. D. Teobaldo, benditísimo clérigo, nuestro paisano, viendo la miseria y desamparo que tenían los americanos en Madrid, pensó en fundarles un hospicio y una congregación que lo sostuviese, con el título de Nuestra Señora de Guadalupe. Para calentar las imaginaciones y exprimir, al efecto, las bolsas, especialmente de los americanos de una y otra América, escribió esa relación de ciego demandante, en que reunió todas las especiotas brillantes que pudo adquirir o imaginar.

Así, entre otras falsedades, cuenta que la imagen de Guadalupe se pintó con las rosas que llevaba Juan Diego en su capa, en la cual, al desplegarla delante del obispo, quedaron prendidas, formando con las hojas verdes el manto, y con el capullo la túnica y demás de la imagen. Cuando ya vimos que, según el manuscrito original, el licenciado Lazo, capellán del Santuario, y Becerra Tanco, ya estaba la Virgen pintada cuando se trajo al obispo, y hasta Sánchez, primer historiador impreso, copia de la paráfrasis de Alva, dice que cayeron al suelo delante del obispo los mazos de flores que llevó Juan Diego.

Sueña también D. Teobaldo que cuando se comenzó el Santuario actual apareció una cantera de piedra color de rosa y desapareció el día que se acabó, sin sobrar una piedra. ¿Con que no tendremos sólo que creer apariciones de la Virgen, de la imagen y las flores, y desaparición de Juan Diego, sino también aparición y desaparición de la cantera color de rosa? Confieso que no son tan anchas [142] mis tragaderas. No se puede negar que la imaginación de mis paisanos es muy florida; pero ciertamente no es menos impiedad dejar de creer los verdaderos milagros que fingirlos.

¡Qué autor!, ¡qué crítica!, ¡qué texto para un arzobispo en un edicto dogmático! Y D. Teobaldo, ¿para asegurar la devoción de Guadalupe en toda Europa la había viajado? Nunca salió de Madrid. Lo que sucedió fue que, celebrando en Madrid capítulo general el Orden de San Francisco, D. Teobaldo imprimió un triduo, en el cual embutió la historia de Guadalupe y la llevó a los religiosos del capítulo, suplicándoles se encargasen de promover la devoción en sus respectivos destinos. ¿Qué habían de responder los religiosos a semejante demanda, si acaso entendían castellano, sino que lo procurarían? Y como si este cumplimiento probase el hecho, y que, en efecto, la devoción prendió en todas partes, contó los países a que pertenecían dichos religiosos, y dio por asentada en todos ellos la devoción de Guadalupe. D. Teobaldo no sabía que los más eran países protestantes, donde abominan las imágenes como ídolos; pero no debía ignorarlo un arzobispo. Y ¿cómo hubiera pendoleado estos dislates de D. Teobaldo, si hubiera sabido que murió electo arzobispo de Manila, para aturrullar al populacho que se paga de nombres y títulos? Pero las mitras suponen, no dan sabiduría, y un gorro puntiagudo no mejora una cabeza por su naturaleza infeliz. Por lo que dice el venerable y sabio Gerson, que vale más el dictamen de un lego instruido en las Sagradas Letras que el de un Papa ignorante.

¿Qué dirían los ministros protestantes a sus ovejas si cayese en sus manos el edicto del Sr. Haro? «Ved aquí cómo los obispos católicos engañan a su pueblo. Ved cómo el culto católico-romano no se sostiene sino a fuerza de imposturas». Así es como con esas exageraciones y mentiras que, lejos de necesitar, detesta nuestra religión, se le hace un perjuicio inmenso.

Prosigue nuestro arzobispo a contar que se dio a luz [143] la historia de Guadalupe en 1648 por el Br. Sánchez, quien la sacó de los papeles de un indio. Como quien dice de un evangelista. Y los concilios mexicanos quieren que ni jurado se admita su testimonio. Ainda mais, el indio era anónimo para el arzobispo y para el gerundísimo Sánchez. Es admirable el contraste entre el primer obispo de México y el último de mi tiempo. Aquél quemaba todos los manuscritos y bibliotecas de los indios como hechicerías y demonios, y éste quiere que se tengan por textos de la Escritura.

Dice que la imagen se trasladó el año 1533 a una ermita provisional que hizo Zumárraga. Cátate de un golpe de pluma en tierra todos los ponderados testigos de 1666 y todos los autores guadalupanos que acaba de llamar gravísimos, porque unos y otros afirman que se trasladó el año de 1531, a los quince días de aparecida. Es verdad que el arzobispo con razón tomó esto de Cabrera –escudo de armas de México– que alega para eso una inscripción mexicana antiquísima que hay en el Santuario; y ciertamente en quince días no podía estar suficientemente seca una ermita de tierra para meter allí una alhaja tan preciosa. Pero también es verdad que el año de 1533 lo pasó todo en España Zumárraga, y, por consiguiente, tampoco es verdad que trasladó la imagen. Y Haro se queda sin prueba alguna de que hizo la ermita, porque no consta sino del dicho de esos autores y testigos que desmiente en la otra mitad del hecho. En conclusión: dos años desde la aparición de la imagen es demasiado tiempo para hacer una ermita provisional de adobes, cuando en dos años fabricaron los indios, de piedra, 24.000 casas en México. Ya dije que también Zumárraga antes de irse a España fabricó de piedra su palacio y el hospital del Amor de Dios, y el año de 1534, que volvió a México, el colegio de Santiago, y que entonces el edificar no costaba más que mandar. Con todo lo cual se prueba que ni antes ni después de su regreso hizo caso de la imagen; lo que es imposible si la aparición hubiese sido verdadera. [144]

Sigue a decir que las informaciones de Guadalupe fueron examinadas dos veces por la sagrada Congregación de Ritos para la concesión del rezo. Mentira, porque la segunda vez en tiempo del padre López ya se le habían perdido, y la primera vez sólo consta por testimonio de Nicoselli que se presentaron. También se presenta un burro en un teatro, y nadie dirá por eso que está examinado y aprobado.

Pero donde el redactor desplega su elocuencia popular es sobre el rezo, porque resonó, dice, desde el alto solio del Vaticano que non fecit taliter omni nationi. Así se aturde a la plebe. Debía saber Bruno que cuando se habla del Papa no se habla del solio, sino de cátedra, y desgraciadamente no se expidió el breve del oficio guadalupano del monte Vaticano, sino del monte Caballo, porque si mal no me acuerdo está datado apud Sanctam Mariam majorem. El Papa se figura escribir en la Basílica inmediata, aunque diste medio cuarto de legua, como Santa María la Mayor del palacio del monte Caballo. Pero este nombre sonaba tan feo, y Bruno quería alucinar al populacho, que se deslumbra con nombres. Mas también Vaticano, traducido al castellano, no significa monte de poetas o adivinos. Y ¿qué dijo el Papa desde el monte de los agoreros? Que no hizo cosa semejante con otra nación.

El padre Florencia dice que este medio versículo se antojó a un devoto ponerlo al pie de la imagen. Y de él hizo después la antífona del Benedictus el compositor del rezo, que suele ser el mismo postulante, si tiene talento para ello, u otro a quien él paga su trabajo. Bruno, que había oído que después se examina el rezo, creyó que este versículo también se había examinado desde el alto solio del Vaticano; pero no se examinan las lecciones, responsorios, &c., cuando son de la Escritura, porque dondequiera que se pongan sus textos, no tienen ni pueden tener otro sentido literal que el que tienen en el lugar de donde se tomaron. El medio versículo en cuestión [145] es el último del salmo 147, Lauda Jerusalem Dominum, donde el Profeta exhorta a los israelitas a alabar a Dios por haberles escogido entre todas las naciones del mundo para darles su ley y manifestarles sus misterios. «Que anuncia –les dice– su palabra a Jacob, sus justicias y juicios a Israel. No hizo cosa semejante con otra nación, y no le manifestó sus preceptos.» La segunda parte del último verso es la explicación del primero, porque en la poesía hebrea cada verso contiene un precepto bajo dos frases, de que la una se explica por la otra. Y no soñó el Profeta hablar de los mexicanos, ni de la Virgen de Guadalupe. A Bruno le sucedió lo que a la monja Agreda, que oyendo en todas las festividades de la Virgen por Epístola el capítulo VIII de los Proverbios Dominus possedit me, &c., se lo aplicó literalmente. Pero esa es, puntualmente, una de las cuarenta y ocho proposiciones que le censuró la Sorbona, y nada menos la llama sino errónea, porque dice que aquel capítulo sólo se debe entender literalmente de la sabiduría increada.

Los textos de la Escritura se aplican a los rezos en el sentido místico, para lo cual bastan ciertas alusiones y relaciones generales. En el mismo oficio de Guadalupe tenía Bruno la prueba. En una antífona o verso se pone aquel de los cantares Flores apparuerunt in terra nostra, con lo que el redactor del rezo intentó aludir sin duda, a las flores de Guadalupe; pero si se entendiera a la letra, ni las flores serían milagro, ni la aparición hubiera sido en Diciembre, porque el texto entero dice: «ya pasó el invierno; la lluvia recia huyó y se fue, aparecieron flores en nuestra tierra». Se aplica también a la Virgen de Guadalupe el capítulo XII del Apocalipsis, de la mujer que apareció en el cielo coronada de doce estrellas, y la luna debajo de sus pies; y ni la Virgen de Guadalupe está coronada de estrellas, ni aquel capítulo se puede entender a la letra de la Virgen sin negar su virginidad en el parto, porque dice que estando preñada la mujer que vio San Juan, daba de gritos con los dolores de parto. Et in utero habens, [146] clamabat parturiens, et cruciabatur ut pariat. Es a la letra la Iglesia con sus doce apóstoles a la cabeza, que parió a los cristianos con los dolores del martirio y la persecución. Si a la letra, como los entiende Bruno, se hubiesen de tomar los textos de la Escritura aplicados en el Breviario a las festividades de los santos, sería este el registro de las herejías, los desatinos y los absurdos.

¿Y no sería un desatino claro entender en el caso que la Virgen no había hecho un favor mayor que el de Guadalupe a nación alguna? ¿Tendría comparación un favor al fin de los siglos, después de habernos abandonado diez y seis a la perdición eterna, con haber ido la Virgen en carne mortal a Zaragoza y dejar allí su imagen por gaje de que nunca faltaría la religión en España? ¿Con haber venido por los aires desde Nazaret a Loreto la casa misma donde se crió María Santísima, y encarnó el Verbo? ¿Con haber escrito de su puño a los de Mesina, prometiéndoles su protección, si todas estas cosas fuesen verdad? Lo que sobra en las historias de las viejas de España y otras naciones, son imágenes aparecidas a pastores, religiosos, ermitaños, &c., de que en América se ha sacado muchas copias.

¿Pensaría acaso Bruno que este hemistiquio era una gran cosa, porque en la catedral al cantarlo se hace una gran tintinarra de todos los instrumentos, y las gentes corren a este reclamo como perdices? No todo lo que hacen los canónigos es bueno. También se les pasa por hora canónica, para recibir la contribución, la asistencia a los toros, y es un espectáculo tan indecente a la mansedumbre y caridad eclesiástica, que aún estaba prohibido al clero con excomunión, y haberla levantado un Papa para el clero secular, a instancia de nuestra corte, no lo ha hecho más decente. Americanos imbéciles, los europeos del arzobispo se burlaban de nosotros, y lejos de creer que la Virgen os ha hecho más favor con Guadalupe que a ellos con el Pilar, uno de los motivos de mi persecución fue que yo os procuraba un favor igual y os igualaba con ellos. [147]

La exhortación del edicto, en fin, se reduce a dos puntos: el primero es exhortar al pueblo a que crea la tradición de Guadalupe, y a los eclesiásticos a que la sostengan con cuantas razones puedan, para que si con el tiempo se descubre su falsedad (y siempre se llegan a descubrir las fábulas), los sacerdotes sean mirados como impostores, y el populacho, razonando como lo hace razonar Uribe, infiera que el resto de la religión con la cual se ha confundido es igualmente falso, cuando nada tiene que ver con estas tradiciones o cuentos populares, a quienes no se debe prestar más fe que la que merezcan los fundamentos en que estriben. Nada se le añade a la Virgen con nuestras invenciones, ni necesita de inciensos falsos. Falso non eget honore virgo regia veris cumulata honorum titulis, dice San Bernardo. La verdadera doctrina que debía dar un obispo es la que yo di al fin de la refutación del dictamen de los censores. Me alegraría tener a la mano la pastoral ya citada, sobre imágenes, del obispo de Ávila, ministro del rey Fernando, entonces príncipe, y allí se vería una doctrina diametralmente opuesta a la de Haro, y apoyada en el Concilio de Trento, el Concilio III Mexicano, y el confesional del doctísimo obispo Tostado.

El segundo punto a que exhorta el arzobispo es a que no hablen los mexicanos de los principios de la Iglesia americana como el licenciado Borunda. Esto es, nos prohíbe que hablemos del antiguo cristianismo de nuestra patria y la predicación en ella de Santo Tomé. Y no me mienta a mí, aunque esta fue la base de todo mi sermón, para que el pueblo no se apercibiese que yo lo prediqué, y recibiese la cosa algún crédito con el mío, o para que no comprendiese que esa era la verdadera causa de tanto escándalo y de mi persecución. No se explicó más claro para que al cabo no se descubriese este pastel, y por respeto al dictamen de los censores.

Y ¿qué autoridad tenía el arzobispo para mandarnos que no hablemos de una cosa tan gloriosa a nuestra Patria, defendida por gravísimos autores, aun obispos, [148] arzobispos y cardenales, la más conforme a la Escritura y a los padres, la más digna de la misericordia de Dios, la más propia para sofocar las blasfemias de los incrédulos contra la religión, y apoyada en documentos irrecusables? Es increíble el despotismo con que algunos obispos quieren dominar hasta las opiniones más indiferentes. Multum erigimini filii Levi. Y es muy extraño que cuando los obispos de Europa escarban toda la antigüedad para hallar a sus cátedras algún rastro de origen en los tiempos apostólicos, los de América no sólo recusan este honor que se les viene a las manos, sino que prohíben se les dé, y persiguen con rabia a quien se los procura. El negocio es que la América no tenga alguna gloria, que el cielo también se haya reunido al odio que ellos le profesan, y no importa cuánto honor les pueda provenir de lo contrario a sus cátedras.

Haro sólo amaba de la América los pesos duros, para enriquecer su familia. Fue necesario con una orden real quitarle la sobrina del lado, pues por confiar a la rapacidad de su marido la administración del Hospital del Amor de Dios, el más rico de México, se perdió éste, y fue necesario, para sostener sus reliquias, trasladarlas a San Andrés, sujetar todas las monjas al monopolio de una botica, y destruyendo la concordia de los estanqueros, sujetarlos a sepultarse en sus enfermedades dentro del nuevo hospital. Su sobrino clérigo partió para España con 62.000 pesos de capellanías. Y allá D. Juan Bautista Muñoz, que manejaba los intereses de su casa, me decía: «Me consta que el arzobispo no da, sino que derrama el dinero sobre su familia.» En México se decía también públicamente que no se daban en el Arzobispado otros Sacramentos que los que valían dinero, porque nunca faltaban órdenes, y en todo el Arzobispado estaban años y  años sin confirmación, como si fuese un sacramento de cumplimiento. Aun las aras llegaron a escasear, porque es trabajosa su consagración, y hubieran faltado si los obispos que se consagraban en México no hubieran suplido. [149]

¡Y tal obispo afectaba un celo furibundo por un punto de historia en favor de América! Yo era quien hacía favor a mi patria, y por eso a desacreditarme y perderme se dirigía ese favor con apariencia de celo. Delante de un obispo que no solía predicar sino cuando más un sermón cada doce años, no podía un americano brillante predicar algo que no cuadre enteramente con sus ideas, sin que al momento tratase de echarle la zancadilla para perderlo, como hizo conmigo y procuró hacerlo con el arcediano Zerruto a costa de mil escándalos.

Los edictos, cuya impresión por costumbre se tolera a los obispos, eran su recurso para alborotar al populacho y avasallar a todo el mundo, por temor del descrédito y el escándalo. Con el nombre de edictos, usurpado en la América a los decretos de la autoridad civil, porque los edictos siempre fueron de los cesares y pretores, había olvidado él y la turba manchega, necia y tropellona que le rodeaba, que las pastorales de los obispos no deben ser palos de ciego ni vómitos de cólera, sino exhortaciones llenas de caridad y dulzura, conforme a la de aquel Maestro divino que exhortaba a sus Apóstoles a aprender de él, que era manso y humilde de corazón; que les reprobó como contrario al espíritu que debía animarlos el querer hacer bajar fuego sobre Samaría, porque no vino a perder los hombres, sino a salvarlos; que como buen pastor, cargó sobre sus hombros amorosamente la oveja que se había extraviado, para reconducirla al redil; no le dio de palos, ni le echó los perros, ni alborotó al rebaño. Pero casi cada pastoral de Haro estremecía al suyo, pueblo y clero secular y regular, y principalmente éste, al cual tenía particular aversión, porque no respetaba personas ni cuerpos, privilegios apostólicos ni costumbres inmemoriales. Especialmente fue tempestuoso en este género el virreinato del conde de Revillagigedo, porque este señor, por una parte, dominante, y por otra, alebrestado con la revolución de la Francia, pedía al arzobispo reformas sobre algunos puntos que no sabía [150] remediar sino con el lanzón de los edictos, de que entonces hubo un turbión.

Citaré para ejemplo sólo tres, por su celebridad:

1.º Un soldado en el Puente de Palacio atropello al clérigo librero Jáuregui, y éste, vestido de negro, pero corto, subió a quejarse al virrey. Este insinuó al arzobispo que para hacer respetar al clero usase de su vestuario distintivo. Bien pudiera haber respondido el arzobispo que vestido negro con cuello y con corona abierta lo es muy bastante, como en Roma, y que ya era costumbre inmemorial en América. Pero ya que al cabo de veinticuatro años de obispado, en que no había hablado palabra sobre el vestuario, mandase al clero vestirse de largo, a él debía dirigir su pastoral, y no hacerla publicar en los pulpitos ante el pueblo, que en lugar de edificarse, se escandalizaba de los defectos de los eclesiásticos. Y no se paró en los hábitos sólo, sino que también mandó que llevaran sombrero de canalón y copa de bacín, cosa inaudita en el clero americano, salvo los jesuitas y los felipenses. Los clérigos se preguntaban: ¿quién sugeriría al arzobispo que nos embacinara? Su ignorancia, o la del redactor, que no sabía más que copiar. Es casi a la letra una pastoral del Sr. Beltrán, obispo de Salamanca, y nos la encajó, como si acá no hubiese que respetar costumbre alguna del clero. Fortuna fue que no diese con alguna pastoral de un obispo francés o italiano, donde el clero lleva rizos, polvos y manteca; hubiera tenido nuestro clero que andar en pos de los peluqueros.

2.º Un sastre muy amigo de las gentes de Iglesia consiguió que a las cinco de una tarde se diese un repique general a vuelta de esquila, en celebridad de la Real orden que concedía una congregación de cocheros en la parroquia de Santa Catalina mártir. El virrey se quejó al arzobispo de este desorden, y, ya se supone, edicto al canto, plagiado sobre las pastorales de Lambertini. Está bien que se corrija el exceso y los abusos en el toque de campanas; pero el arzobispo excedía siempre sus facultades, [151] y lo llevó todo por un rasero, sin acordarse que las campanas de los regulares son exentas, como sus iglesias, y la de Santo Domingo es una iglesia Real, exenta aun por sólo eso de su jurisdicción. Y mandó que no se pudiesen repicar las campanas a vuelta de esquila sino en las fiestas reales, esto es, cuando el rey ha concedido a alguna cofradía, aunque sea de zapateros, que le llame hermano mayor, cosas piadosas a que nunca se niega; cuando el arzobispo fuese a alguna iglesia, o dos o tres religiosos secularizados de San Crodegando o de San Agustín (no son otra cosa los canónigos) con el nombre de capítulo, que todavía conservan. Y ¿por qué cánones se establece esta regla? ¿Y dónde hablan de campanas a vuelta de esquila? Y ¿han de venir abajo las torres de los conventos por esas causas, y no han de poder repicar en las fiestas de sus patriarcas, especialmente de Santo Domingo, San Francisco y San Agustín, que hasta el otro día fueron de fiesta, y con razón, porque son patriarcas verdaderos de la América, pues sus hijos fundaron esta Iglesia con su sudor y su sangre? En toda la Iglesia siempre se reputó fundado por los maestros lo que fundaron sus discípulos; y por haber fundado San Marcos, discípulo de San Pedro, la Iglesia de Alejandría, era superior a todas las del Oriente, y aun a la de Antioquía, cuya cátedra ocupó San Pedro en persona. Y ¿tampoco podían repicar a vuelta de esquila en la fiesta principal del Patrocinio de la Virgen en su Orden, como la del Rosario, la Merced, el Carmen, ni los dominicos el día de Santo Tomás, que es la gloria de su Orden, &c.?

Pero todavía fue mayor atrevimiento el de tachar de ignorancia el toque de alguna campana el Viernes Santo, reprensión dirigida a los dominicos que tocaban a la una del día una campana para convocar al pueblo a la celebración de la sepultura de Cristo, a que concurre el Ayuntamiento con todos los gremios. Y los cobardes prelados de Santo Domingo se dieron por entendidos. Pero el toque de esa campana, como la procesión de ese día, era [152] un resto de la celebérrima Congregación de la Magdalena, coetánea a la conquista. No pudiéndose convocar a los principios de otra suerte la inmensa multitud de los indios gentiles, neófitos y catecúmenos a celebrar la sepultura de Cristo, donde concurría el Ayuntamiento, fue preciso tocar una campana; y llamar ignorancia una costumbre introducida con tan legítima causa y continuada por trescientos años sin reclamo de los Concilios celebrados en México, ni de los obispos, incluso Haro, en veintidós años, es la verdadera ignorancia. Si bastan cuarenta años de una costumbre legítima para prescribir contra una ley eclesiástica, ¿cómo no ha de bastar una inmemorial? Los regulares en América usan de lacticinios sin bulas, porque cuando vinieron éstas (como dice Torquemada) ya no se juzgaron necesarias, por haber prescripto la ley con la costumbre. En el Concilio Mexicano IV se agitó este punto y no se atrevieron a condenarla. Todo el pueblo usa el día de ayuno, por lo mismo, la grasa de puerco. ¿Cuánto menos debía condenar la otra un manchego ignorante? En España tocan en Viernes Santo una campana las monjas basilias, en Toledo, y en Ávila, los franciscanos. En Roma andan los coches y están las tiendas abiertas.

3.º Las beatas dominicas y carmelitas, &c., llevaban la cara enteramente cubierta con su manto. A Revillagigedo le pareció que bajo él se podía ocultar algún revolucionario francés y pidió remedio al arzobispo. Con sólo llamar éste a los prelados de las Ordenes estaba todo remediado, sin escándalo ninguno. Pero no estaba la mansedumbre en el genio de nuestro caballero de la Mancha; era menester ruido, atropellamiento y exceso. Mandó, pues, en un edicto a propósito, no sólo que se descubriesen las caras, sino que cualquier soldado que encontrase por las calles a estas pobres mujeres virtuosas las obligase a descubrirse. Y añadió que se quitasen las tocas que llevaban, porque se confundían con las vírgenes consagradas a Dios en los conventos. ¿Quién había de confundir [153] a una monja encerrada con una beata que va por las calles? Las tocas, además, son muy diferentes de las de las monjas aún novicias o legas, porque las de las profesas son negras y las de las beatas blancas. Más idénticos son los hábitos, y no se los quitan, porque también son verdaderas religiosas consagradas a Dios, ni se les pueden quitar las tocas, porque están en sus constituciones aprobadas por la Silla Apostólica; y las llevan las beatas en todas partes, y en España todas las labradoras de Castilla casadas, a distinción de las doncellas. Si yo hubiese sido prelado de Santo Domingo las hubiera hecho vestir como deben estarlo y lo están en Italia, donde las llaman mantellatas, porque llevan la capa larga y con un gran velo sobre las tocas, tan grande como el de las monjas, y entonces sí que lo parecerían. Y ¿qué importa? Las monjas no siempre han estado encerradas, y en el reino de Nápoles hay monjas encerradas, y monjas que llaman de casa, que van por las calles idénticamente vestidas, y lejos de ser atropelladas se les da en las iglesias el lugar preferente que siempre se les dio en la Iglesia a las vírgenes consagradas a Dios.

No dejaron de juntarse los prelados de las religiones sobre el asunto de las beatas, ni tampoco los padres de Consejo en Santo Domingo, sobre las campanas, principalmente la del Viernes Santo. Poco importa, dijeron al cabo, tocar una campana o que las beatas lleven tocas; pero importa mucho evitar la cólera del arzobispo. Si este prelado se informase u oyese razones, se le podrían alegar; pero comenzando por edictos que ya comprometen públicamente su autoridad, es señal que quiere ser obedecido, y ha de reputar la resistencia un crimen, que vengará por mil medios. No le hacían honor estas respuestas al arzobispo.

El sabía bien que excedía sus facultades; pero también sabía el poder de sus agentes en España, y entendía la tecla del Consejo de Indias. Así, para hacer obedecer sus órdenes injustas, enviaba sus edictos al Consejo, esto es, [154] a la sala de gobierno que llaman allá de los corbatas, porque se compone en su mayoridad de caballeros de capa y espada. Pase al fiscal: esto es de cajón. El fiscal, o venal, o ignorante, o que no puede estar instruido en toda la disciplina especialmente local, y que, por otra parte, está agobiado con el peso de toda la América Septentrional, viendo que nadie reclamaba, porque no se atrevía, creía al obispo en regla, y venía luego una Real orden atropellando las bulas apostólicas, los privilegios de los regulares y los usos inmemoriales de las iglesias.

Algunos extrañan ver el clero en Nueva España a la frente de la insurrección, cuando en todas partes es el que unce los pueblos al carro de los reyes. Haro es el que lo ha puesto. Preguntado un virrey por qué no había construido castillos y fortalezas en Nueva España, respondió al rey que las mejores fortalezas acá eran las iglesias y los conventos, y siempre fue nuestro clero el mejor baluarte del dominio español en las Américas. Pero Haro trabajó incesante, durante veintinueve años, en volarlo con el desprecio, la postergación y la persecución. Todos los débiles y perseguidos se reúnen, como los arbustitos se entretejen para resistir a la tempestad; se va formando un espíritu, y un espíritu comprimido sacude hasta la tierra.

Las leyes de Indias sobre pactos onerosos de los reyes con nuestros padres dan la preferencia a los nacidos en Indias para todos los empleos. Pero excluidos casi enteramente de los civiles, militares y políticos, por intriga política o casualidad, se habían refugiado a la Iglesia con los estudios correspondientes, porque para sus empleos, no sólo tienen en su favor las leyes de Indias, sino los pactos de los primeros obispos con los reyes y los cánones que excluyen a los que no son naturales de los obispados. Pero Haro, con colonias sucesivas de europeos, tenía, no sólo poblado exclusivamente su palacio, sino llena la catedral, la Universidad, las mayordomías de monjas; y para ocupar los curatos estaba creando una gran colonia en el Seminario, contra la naturaleza de su institución. [155] Y teniendo los europeos también el poco comercio que se permite, ¿qué se les deja a los hijos de esos mismos europeos empleados y comerciantes? ¿Un lazo para ahorcarse? Y ¿se espera prosperidad, cuando se reduce a la desesperación a la parte más distinguida de la nación, la más instruida en sus derechos y de mayor influjo? Dada la ocasión, han de salir como los vientos encadenados en las cavernas de Eolo: Qua data porta reuunt, immane ac murmure perflant. Haro, pues, preparó todo el combustible para la insurrección de América, cuando la de la Península aplicó la mecha a la mina.

Escribía ya Torquemada en su tiempo que las cosas de América no tenían remedio, por estar tan apartadas de los ojos de su rey. Pero éste por eso ha hecho cancillerías a todas las Audiencias de América, cuando en España sólo hay las de Valladolid y Granada, y a los virreyes sus lugartenientes, cuando en España sólo lo es el de Navarra. El Vicepatronato no es para mandar a la Iglesia, es para protegerla. Y ¿por qué cuando los obispos abusan de la costumbre que se les tolera de imprimir sus edictos para publicar libelos, no se les había de quitar o restringir? No es más un obispo que un Concilio, y ni el Diocesano se puede imprimir sin consentimiento del virrey y Audiencia, ni el Provincial sin el del Consejo de Indias. No es más que el Papa, y desde que éstos comenzaron a abusar de sus pastorales o bulas, todas las naciones se proveyeron con el exequatur Regio. Volvamos a tomar el hilo sobre mi persecución y hablemos ya del pedimento fiscal.

Memorias de Fray Servando Teresa de Mier

[Editorial América, Madrid 1917, páginas 121-155.]

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José Servando de Mier Noriega y Guerra
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