José España Lledó, Discurso inauguración del curso 1891 a 1892 en la Universidad de Granada
Discurso
leído en la
solemne inauguración del curso académico
de 1891 a 1892
en la

Universidad de Granada

por el
 
Doctor José España Lledó

Catedrático numerario de Metafísica, &c.

 
 
 
 
 

Granada
Imprenta de Indalecio Ventura
1891


Excmo. e Ilmo. Sr.:
Señores:

La filosofía moderna, a guisa de nave sin timón ni brújula, sortea penosamente deshecha borrasca y ora cae en el monismo positivista, ora se inclina a la desesperación desgarradora de Bansen, ora se refugia en las doctrinas de Búdha. Esto sucede en el último tercio de este siglo. ¡Cosa digna de maravillar a los entendimientos reflexivos!

A través del polvo que levanta el vertiginoso ciclón que a todos nos envuelve, descúbrese, que hoy como ayer, la filosofía discute dos cuestiones fundamentales: la del conocimiento, cuestión eterna, valga la frase, de la que necesariamente depende la del método, y la no menos pavorosa cuestión de que nos habla Guizot, la entablada entre los que admiten y los que niegan un orden sobrenatural cierto y supremo, por mas que sea impenetrable a la razón humana.

Si paramos mientes en lo que sucede, entra en nuestro pecho el desaliento. ¿Estará la filosofía destinada a navegar como el Buque fantasma de la leyenda, sin hallar jamás el ansiado puerto? ¿No hay medio, o el escepticismo, cuya forma científica es el panteísmo transcendental y el monismo positivista, o el tradicionalismo, escepticismo al fin y a la postre? ¿Para la filosofía no hay otro amparo que buscar incesantemente la verdad sin descubrirla jamás?

A estas interrogaciones, la historia de la filosofía parece contesta en sentido afirmativo. Opiniones contrarias, dice el Cardenal González, con igual tesón y con igual apariencia de verdad defendidas y atacadas; hipótesis, y teorías que se levantan hoy briosas y prepotentes para desaparecer [4] mañana, cual hoja arrebatada por el viento; luchas, victorias y derrotas alternadas entre el monismo hylozoista y el dualismo cósmico, entre el panteísmo inmanente y el teísmo trascendente, entre la concepción idealista y la concepción positivista, entre la moral estoica y la moral epicúrea, entre el dogmatismo y el escepticismo, entre la tesis materialista y la espiritualista; épocas históricas informadas y dominadas, ya por una, ya por otra de estas tendencias y teorías tan opuestas y diferentes; escuelas que nacen, se desarrollan, dominan, decaen y mueren en sucesión monótona y desesperante; sistemas que se alzan, chocan y se precipitan unos sobre otros con rapidez vertiginosa, y alguna vez con imponente estruendo.

Ante semejante espectáculo ¿qué de extraño tiene que la niebla de la duda envuelva nuestra mente? Y sin embargo, si con atención se mira, a pesar de las luchas del pensamiento y de tanta y tanta antinomia, la movilidad, la inconstancia y la esterilidad de la filosofía, no son tan completas y efectivas, como creen algunos. Los sistemas filosóficos dejan de continuo huellas más o menos profundas de su paso por la historia, y cuando, después de reinar en ella por más o menos tiempo, decaen y mueren, esparcen siempre en pos de sí estelas luminosas, que sirven de guía a otros pensadores, y que a la vez vienen a formar parte del capital intelectual de la humanidad. Así, pues, en el fondo de la filosofía y de su historia, como dice el Cardenal González, palpita un dogmatismo real, y la esterilidad que, juzgando por impresiones, pudiera achacarse a la ciencia filosófica, se resuelve en vida fecunda.

Palpablemente demuestra la verdad que acabo de proclamar, lo acaecido con la filosofía tomista, en mal hora desterrada de las escuelas en este siglo, y considerada por los eruditos a la violeta como buena a lo sumo para sacristanes y monagos. Esa filosofía es hoy la única esperanza de los pensadores serios; no hay medio, o acudir a Santo Tomás y recibir del filósofo del siglo XIII luz y enseñanza, o encerrarse en el pesimismo o el materialismo.

Afortunadamente, la restauración de la filosofía tomista avanza a pasos acelerados, gracias a los trabajos de Sanseverino, Prisco, Liberatore, Zigliara y Taparelli en Italia, y a los esfuerzos del Cardenal González, Orti Lara, Mendive y otros varios en España, cabiéndole la honra a esta Escuela de haber sido la primera Universidad Española, que en estos tiempos ha renovado la enseñanza del tomismo en sus cátedras.

No es mi objeto, Excmo. Sr., demostrar esta tesis, porque no me sería posible encerrar en el breve espacio de un discurso lo que pudiera con razón llamarse el problema filosófico, y únicamente me propongo examinar la metodología aristotélico-cristiana, en sus principios capitales, comparándola con la de los principales sistemas filosóficos. [5]

Aun así, grande es la empresa y mis fuerzas pequeñas para acometerla y llevarla a cabo, y jamás por mi voluntad hubiera ocupado esta tribuna, a no obligarme a ello mi cargo y la obediencia debida al digno Rector interino que tuvo la bondad de nombrarme para que leyese la oración inaugural del curso que hoy comienza. Anímame, sin embargo, cuando desde aquí dirijo una mirada a esos escaños, la consideración de que solo veo amigos de toda la vida y sabios y respetables maestros, y que en este trance no me han de negar la amistad y el paternal afecto, la indulgencia que a todos ha concedido siempre vuestra cortesía.

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El entendimiento humano, potencialmente infinito, está ordenado por Dios a la verdad y a la adquisición del saber, y por ende, la Providencia le adecua a fin tan excelso, dotándole de los medios e instrumentos al efecto necesarios y de ciertas leyes naturales e inviolables, que allanándole el camino, le conduzcan con seguridad a su cabo.

Se denomina método al arte científico, que basándose en las indicadas leyes del conocer, facilita el progreso del entendimiento, guía sus pasos, los endereza cuando se extravían, y es, en suma, la dirección que se imprime a las facultades cognoscitivas, conforme a la naturaleza de ellas, encaminada a obtener fácil y seguramente la ciencia.

Al examinar esta noción del método, descúbrese que son tres sus elementos esenciales: el principio, o punto de partida, el proceso, o séase el camino, y el fin, o séase el término. En efecto, el método es la vía y marcha que debe seguirse para alcanzar la ciencia, y forzosamente ha de tener un punto de donde parta y un término al cual se dirija. Pero, como observa Prisco, ninguno de estos dos puntos constituye la esencia del método; ya porque el principio de donde éste arranca tiene que ser previamente conocido y darse por presupuesto antes del método mismo; ya porque la ciencia, fin al cual se encamina el método, se supone en vía de alcanzarse y no alcanzada. Así pues, la esencia del método consiste en el procedimiento que se ha de seguir, partiendo de un principio, para llegar a la ciencia.

Lo que acabo de afirmar, por su sola enunciación demuestra, que la diversidad en el procedimiento de los métodos corresponde a la que haya en sus principios respectivos; y al tocar este punto, séame, permitido, [6] Excmo. Sr., examinar, siquiera sea con brevedad, los sistemas escogitados por los filósofos para conseguir la determinación del principio de la ciencia, punto de partida del método.

En lo tocante a esta cuestión, dibújanse desde luego en el campo de la historia de la filosofía dos tendencias: la empírica, que niega existan principios absolutos y a priori, como consecuencia natural de proclamar en el orden ideológico, que los sentidos son fuente única de conocimiento, y la idealista, que comprendiendo mal la naturaleza de la luz inteligible que nos infundió el Hacedor Supremo, prescinde de toda realidad.

Además de estas dos tendencias o direcciones, tenemos la escéptica, que niega la certeza de todo principio, y con la certeza de todo principio rompe, destroza y pulveriza la ciencia, que es para ella vana fantasmagoría, producto de un sueño en el sueño mismo soñado, según la gráfica frase de Fichte.

Grecia fue el cerebro de la humanidad en la Edad Antigua; allí la filosofía, que había vivido hasta entonces en el Oriente oculta en el templo y siendo patrimonio de las castas privilegiadas, se vulgariza y se hace humana; y en Grecia hay que buscar los precedentes de todos los sistemas filosóficos.

La tendencia empírica tuvo, como era natural, iniciadores y representantes en la patria de Tales de Mileto y Pitágoras, entre los cuales figuran en primera línea Leucipo, Demócrito y Epicuro. Todo lo explicaba el primero por átomos y movimiento, sujetos a leyes necesarias e inmutables. El segundo, trató de completar y desarrollar la doctrina de Leucipo, haciendo aplicaciones de la misma a la psicología y a la moral, no sin incurrir en el vicio que corroe y corroerá siempre a la escuela materialista y atea, cual es el de basarse en la hipótesis gratuita de un movimiento sin principio, sin causa y sin razón alguna suficiente, unida a otras hipótesis no menos gratuitas, ni más razonables. En cuanto a Epicuro, su doctrina ha sido servilmente copiada por los materialistas y positivistas modernos, los cuales, llenos de modestia, se llaman a boca llena sabios, y no contentos con el propio elogio, que, aun siendo justo, envilece, dicen que los católicos estamos incapacitados racionalmente para pensar. Cuanto estos sabios, no les discutiré el calificativo, discurren en orden a la creación, a las causas finales y a la inmortalidad del alma humana, lo discurren con el cerebro de Epicuro, a quien visten de frac y corbata blanca para disimular el plagio, llevándoles su estrabismo, que raya en ceguera, al extremo de abrevarse en las charcas más pútridas de la filosofía helénica. Más aún; tan cierto es lo que acabo de decir, que el transformismo, única parte del materialismo contemporáneo que reviste cierta novedad, fue profesado por el hijo de Neocles. En efecto, en la concepción de Epicuro, el movimiento, como fuerza interna y esencial a los átomos, [7] es el origen, el fondo y la causa primera de todas las demás fuerzas y manifestaciones que aparecen y desaparecen en los cuerpos, de la misma manera que para los positivistas todas las manifestaciones de fuerza y actividad, desde la simple atracción hasta el pensar, son transformaciones del movimiento, el cual se encuentra en el fondo de todas ellas, no solo como su condición, sino como su esencia.

Zurdo en demasía pareció en los tiempos del Renacimiento el sensualismo atomístico de los Leucipos, Demócritos y Epicuros, sustituyéndosele con el sensualismo dinámico, representado en lo antiguo por Protágoras y modernamente por Locke y Condillac.

El hombre, decía el filósofo de Abdera, es la medida de todo, y solo existe lo que se manifiesta por los ojos, siendo, pues, y para decirlo en una sola palabra, la percepción sensible, la razón o causa de la realidad objetiva de las cosas; llegando a sostener, que cuanto se percibe por los sentidos es verdadero, y añadiendo como los modernos sabios, cuando hablaba de Dios, «que la obscuridad del asunto y la brevedad de la vida, no le permitían afirmar si existen o no, copió sus propias palabras, los Dioses, y cual sea su naturaleza, caso que existan».

Locke, sigue a Protágoras, y su doctrina tiene dos aspectos fundamentales: el sensualista y el crítico ideológico. En su aspecto sensualista, representa una evolución complementaria del empirismo baconiano, y es la premisa histórica y natural de las teorías sensualistas y materialistas del siglo pasado y el presente, en todas sus fases y matices, desde el sensualismo rígido de Condillac y el positivismo moderado de Compte, hasta el evolucionismo darwinista y el naturalismo de Büchner. En su aspecto crítico ideológico, la doctrina de Locke es el antecedente racional y entraña el fondo del criticismo kantiano por una parte, mientras que por otra gravita hacia el idealismo de Berkeley y el escepticismo de Hume.

Toda la teoría de Condillac se encuentra en su Tratado de las sensaciones. Esfuérzase en probar en la citada obra, que en el hombre, o si se quiere, en el alma humana, todo es sensación, y que de ésta proceden, no solamente todas las ideas, sino todas las facultades.

Las conclusiones lógicas de la teoría del abate francés fueron las que debían ser: en Francia produjo el materialismo, del cual desciende en línea recta la escuela positivista, y en Inglaterra y Francia el idealismo. Si, aunque parezca extraño, el sensualismo de Condillac, hijo del de Locke, como el de Locke era hijo del de Protágoras, engendró estos dos monstruos, aparentemente tan diversos y sustancialmente tan idénticos: engendró el idealismo, porque desde el instante en que proclamó que la sensación era fuente de toda realidad y principio de todo saber, como quiera que la sensación es una mera modificación subjetiva, no podía pararse sino en negar la realidad de los cuerpos; y engendró el materialismo, [8] porque desde el momento en que considera a la sensación, como mero efecto de la acción del objeto sensible sobre los sentidos, la ley de las analogías obligó a considerar el alma como un mero sujeto material, modificado por la huella que en él gravase un agente exterior, y al pensamiento como una especie de secreción.

Augusto Compte es el fundador del positivismo. Este filósofo niega la metafísica como ciencia de las primeras causas y como investigación de lo absoluto, porque lo absoluto es inaccesible al espíritu humano, como lo son igualmente las causas eficientes y finales de las cosas. Observar, analizar y clasificar los hechos particulares, reconocer y fijar por inducción las leyes que presiden y determinan la existencia de los fenómenos sensibles, negando y excluyendo la intervención de las ideas abstractas y metafísicas, he aquí la función propia y el método único para llegar al conocimiento de la realidad, según el patriarca de la escuela positivista. Robin, médico y amigo de Augusto Compte, y sobre todo Littré, se encargaron de establecer relaciones más directas entre la tesis positivista y la tesis propiamente materialista.

Cuando se sostiene que el espíritu no es más que una propiedad de la materia, como afirma entre otros Littré, y cuando se añade, que para la ciencia positiva no existe otra cosa que materia y propiedades de la materia, es difícil mantener la línea de separación entre el materialismo y el positivismo.

En vano Stuart Mill pretendió establecer la distinción necesaria entre ambas direcciones, advirtiendo que el modo positivo de pensar no lleva tras de sí la negación de lo sobrenatural; la lógica se impone, y hoy puede decirse que la última palabra del método experimental es la filosofía materialista, que se resume en la siguiente tesis: «Todo cuanto existe es materia o movimiento de la materia, la cual es infinita y eterna. El movimiento se verifica en virtud de leyes universales y necesarias; el alma, tanto de los brutos como del hombre es una fuerza inherente y esencial a la materia organizada; la inmortalidad es una quimera, el libre albedrío una ilusión, y Dios un mito, engendrado por el temor y la ignorancia de los fenómenos de la naturaleza.»

Heraldos de esta perniciosa doctrina han sido Büchner, Vogt, Littré, Lefévre, Broca, Moleschot, Herzen, Mantegazza, Virchow, Tyndall, Huxley, Jacquot, Burmeister, Bois-Regmond, Dühring, Veberwerg, Haecke1 y tantos otros, siervos de la gleba de Epicuro, por no llamarlos con las gráficas frases con que a sí propio se calificó Horacio, que a ella estaba adscripto.

Dentro de las huestes del materialismo tienen su natural puesto, toda vez que niegan la espiritualidad e inmortalidad del alma humana, aseguran que los fenómenos psíquicos y los físico-fisiológicos proceden de la [9] misma causa, y son dos fases o manifestaciones de una misma sustancia material, Strauss, Feuerbach, Stirner, Renan y Vachierot, representantes de la extrema izquierda hegeliana.

No nos molestemos, Excmo. Sr.: por doquiera que nuestras miradas de dirijan, solo verán hoy al materialismo y a la filosofía cristiana , únicos sistemas que en la actualidad dominan en Europa y que riñen entre sí descomunal batalla.

La doctrina de Darwin tiene estrecha afinidad con el materialismo y el ateísmo, hacia los cuales con irresistible impulso gravita.

La teoría de la descendencia, dice Oscar Schmidt, es el único recurso para el hombre a quien no satisfacen la fe en milagros, ni la hipótesis de la revelación. Por eso, y nada más que por eso, ha tenido éxito tal el darwinismo en nuestro tiempo. Los incrédulos siéntense atraídos hacia un sistema que niega la revelación y suprime lo sobrenatural y divino, llamado por Haeckel preocupación teológica. De aquí nace también la marcha paralela y uniforme de la corriente darwinista y de la materialista, siendo a veces difícil discernir cuál de las dos predomina en los partidarios de estas dos escuelas, cuyos escritos contienen por lo común principios tomados de uno y otro sistema.

Cuantas doctrinas filosóficas acaban de desfilar por ante nuestros ojos, con la misma rapidez que se desvanecen ante el viajero que marcha en un tren los horizontes, coinciden en la cuestión capital del método. Desde Leucipo hasta Haeckel y desde Epicuro hasta Herver Spencer, todos han pretendido fundar la ciencia humana en la experiencia de los hechos tan solo, universalizados luego por la inducción.

Ya Aristóteles refutó a los empiristas de su época, porque solo podían conocer «que las cosas son», quod sunt res, mas no «el por qué de ellas», cur sint, limitándose a percibir lo que en la ciencia se llama objeto material, mientras se escapaba a su comprensión el objeto formal.

Observa Leibnitz, que aunque los empíricos lleguen por medio de la inducción a proposiciones universales, estas proposiciones no tienen entre ellos razón de principios, pues no las emplean para conseguir con ellas el conocimiento de las cosas en sus causas.

El uso exclusivo del método experimental depende del error ideológico de transformar los sentidos en inteligencia, ¡Qué absurdo!

Dos facultades se han de tener por distintas cuando sus operaciones y objetos respectivos no sean mútuamente reducibles, es así que los respectivos objetos y actos del entendimiento y de los sentidos no son de manera alguna mútuamente reducibles; luego no es lícito identificarlos. En efecto, objeto propio del entendimiento es lo inmaterial y universal, y objeto propio de los sentidos lo concreto y material; y en cuanto a las operaciones de estas dos potencias, son irreducibles, pues las del [10] entendimiento consisten en reflexionar sobre sus propios actos, juzgar y raciocinar, mientras que los sentidos ni son capaces de reflexión, porque este acto es reiteración del acto mismo intelectual, ni pueden juzgar, porque el juicio presupone la idea universal del predicado, que ellos son impotentes para percibir, ni mucho menos alcanzan a raciocinar, porque siendo ministerio del raciocinio el deducir de dos juicios un tercero, presupone capacidad de juzgar, de la que hemos visto carecen. Es decir, que los empíricos en el mero hecho de reducir el entendimiento a los sentidos, se inhabilitan para explicar las operaciones intelectivas, y por ende no pueden hallar el principio de la ciencia.

Mentira parece, y sin embargo nada hay más cierto; esta filosofía sin método, porque no hay método posible sin principio de donde parta; esta filosofía para la cual sólo existen las ciencias de la materia; esta filosofía que niega a Dios y cree en el movimiento sin motor inmóvil; esta filosofía que proclama la eternidad de lo perecedero, y que convierte al hombre en un animal parlante, especie de implume papagayo, sin libertad y sin responsabilidad; esta filosofía que funda su moral en el deleite, y como el deleite no existe, acaba por caer en la desesperación del pesimismo, levántase hoy de todos los puntos del horizonte y amenaza apoderarse de la sociedad en todas sus partes y elementos.

No se concibe esa fuerza avasalladora del materialismo contemporáneo, porque si se prescinde de sus relaciones con la teoría darwinista y del barniz científico que le presta, el materialismo de hoy, no se distingue del vulgar del pasado siglo, hundido en el descrédito y en el olvido.

En mi concepto, dos son las causas principales que contribuyeron y contribuyen al desarrollo sorprendente y universal que presenta el movimiento materialista. La primera es el principio de secularización religiosa adoptado y practicado por estos gobiernos que nos desgobiernan, porque desde el momento que la sociedad no está influida por la Iglesia de Dios, y que Jesucristo no vive, no reina, no impera en ella, esa sociedad es arrastrada por el naturalismo, empieza a descender y cae al fin y a la postre en el despeñadero materialista. La segunda causa del materialismo contemporáneo es la estrecha alianza establecida entre éste y el radicalismo político; porque el ardor febril de propaganda que caracteriza a los partidos que se disputan la gobernación del Estado, y con especialidad a los más radicales, refluye, se comunica y se deja sentir en las ideas profesadas por la mayor parte de sus adeptos, en armonía con sus aspiraciones y costumbres, a la vez que estos preparan el camino y facilitan el triunfo de las huestes revolucionarias. De aquí, la solidaridad que existe entre el radicalismo político e irreligioso y la idea ateo-materialista.

No son tampoco cosas extrañas al crecimiento y desarrollo del sistema que nos ocupa, la facilidad relativa de los goces materiales, el sensualismo [11] y afeminación de las costumbres, los progresos de las ciencias físicas y naturales, que sirven de pretexto a deducciones en las cuales tiene más parte el odio sectario que las reglas de la lógica, y la esterilidad del espiritualismo ecléctico y racionalista.

Barrunto para mis adentros hace muchos años, y hora es ya que lo diga muy alto desde esta tribuna, que estamos en el principio del fin, y que tanto delirar va a recibir cuando menos se piense su castigo. Materialistas y positivistas de todos linajes y cataduras: habéis dicho que el hombre es Dios; que el hombre es todo, y que ha nacido para vivir y gozar; perfectamente: pero como este mundo, a pesar de los filósofos al uso, ha sido, es y será un valle de lágrimas, es lo cierto, que pocos gozan y los más padecen. Mientras la humanidad conservó la creencia en Dios, y vio su modelo en Nuestro Señor Jesucristo, que padeció y murió por redimirnos, sufrió con paciencia sus dolores; pero hoy que habéis arrebatado a las infelices muchedumbres toda creencia, y que no les mostráis otro horizonte que el estrecho y menguado de esta vida, las muchedumbres no pueden ver resignadas que las insultéis con vuestro lujo, y el día de las grandes reivindicaciones se acerca: ya lo anuncia con siniestros fulgores la fiesta obrera del primero de Mayo; en un primero de Mayo será cuando caerán rotas por las manos del pueblo las cátedras de los sofistas, purgando de esta suerte tanto y tanto delito intelectual los blasfemadores de oficio, como la monarquía pagó sus deudas a Dios y sus errores a los hombres en la plaza de Withehall y en la de la Greve.

Quizá, Excmo. Sr., y porque es largo el camino que he de recorrer, debiera dedicar breves palabras al método idealista. Hoy esta dirección del pensamiento, ya lo he dicho anteriormente, va, permítaseme la frase, de capa caída. A pesar de la profundidad de Kant y de lo grandioso de la concepción hegeliana; a pesar de lo poético de la teoría de Schelling, y de lo trascendental del sistema de Fichte; aunque la filosofía krausista tiene importancia relativa para nosotros por haberla propagado D. Julián Sanz del Río en nuestra patria, con tan intrincadas razones y alambicados conceptos, que hicieron bueno al famoso Feliciano de Silva y clara la obscuridad más tenebrosa, es lo cierto, que el edificio levantado por esos pensadores, es hoy una ruina, que solo falta que el tiempo la convierta en venerable y la cubra de yedra y jaramago.

Sin embargo, reviste tal importancia histórica la escuela idealista, es tan perniciosa su doctrina y ha contribuido tan poderosamente a la perversión y al trastorno de las ideas, que no puedo menos de llamarla a la barra, pidiéndole estrecha cuenta de la marcha que imprimió a la ciencia, llevándola sin querer a la sentina del materialismo.

Dos direcciones existen en la escuela idealista: la dinámica o crítica y la automática. En cuanto al ontologismo y al eclecticismo, pueden y [12] deben considerarse como naturales consecuencias de estas dos ramas del idealismo, que surgen del afán de conciliarlas y completarlas.

Kant es el fundador del idealismo dinámico, y siguieron sus huellas Fichte, Schelling, Hegel y Krause. Claro está que para nada cito aquí a los pensadores de segunda fila, que a semejanza de los chacales, que solo se mantienen de los desperdicios del león, merodean en torno de los grandes maestros de la ciencia y recogiendo los retales que arrojan, se visten con ellos.

Sin exagerar la importancia de Kant, sin afirmar, como lo hace Vacherot, que la filosofía anterior a Kant solo conserva valor histórico, es indiscutible que Kant es el padre de lo que se llama filosofía contemporánea.

El error capital del criticismo y a la vez su fundamento, es la teoría de los juicios sintéticos a priori. Estos juicios, que son los que constituyen la ciencia, y en los cuales al sujeto conviene el predicado de una manera necesaria y universal, sin que esta conveniencia se funde en la idea misma del sujeto, ni en la experiencia, no existen realmente, pues los que Kant cita como tales, (7+5=12), la línea recta es la más corta entre dos puntos determinados, lo que se efectúa o comienza a ser, tiene alguna causa &c., son en realidad juicios analíticos, porque en ellos el predicado está contenido en la idea del sujeto.

Caída esta base, el criticismo se derrumba, con tanto más motivo, cuanto que su doctrina acerca de las categorías del entendimiento y las ideas de la razón pura, como formas subjetivas, no tiene otro objeto que el de explicar la naturaleza de estos juicios sintéticos a priori, y dar razón de su posibilidad, la cual coincide y se identifica con la posibilidad del conocimiento científico.

He aquí como Kant plantea la cuestión de las categorías: «Pensar, dice él, no es otra cosa sino juzgar; luego los elementos a priori del pensamiento son idénticos a los que nos ofrece el análisis del juicio: es así que los elementos del juicio son cantidad, cualidad, relación y modalidad, pues en todo juicio cabe investigar: 1º Si el sujeto es uno, o varios, o todos. 2º Si hay que afirmar o negar de é1 alguna cualidad. 3º Qué relación hay entre el sujeto y la cualidad. 4º En qué modo esta cualidad se refiere al sujeto; luego cuatro son las formas generales del pensamiento, a saber: cantidad, cualidad, relación y modalidad.»

Como se ve, el fundador del criticismo pretende deducir sus categorías de las formas del juicio, y asegura que las categorías representan los elementos simples y necesarios de dicha operación intelectiva. Pero ¿por ventura demuestra la realidad y legitimidad de esta deducción? De modo alguno, y a poco que en ello se pare mientes, se descubre que en la deducción y ordenación de las categorías, si existe algo racional y científico, hay también mucho artificial, hipotético y gratuito. [13]

Otro tanto puede decirse de las ideas puras de la razón, las cuales son en el fondo deducciones y aplicaciones artificiosas de las formas del raciocinio. Hay arte y ciencia aparentes, pero nada más que arte y ciencia aparentes, cuando por medio de procedimientos sutiles y laboriosos se deduce la idea del alma del raciocinio categórico, la idea del universo del raciocinio hipotético, y la idea de Dios del raciocinio disyuntivo. Estas disquisiciones acerca del origen y naturaleza de las categorías e ideas, arrastraron al filósofo de Koenisberg al idealismo dinámico, terreno en el cual debía ser y fue aventajado por sus discípulos.

Una vez convertidas las categorías del entendimiento, las ideas y hasta las intuiciones puras de la sensibilidad (espacio y tiempo) en leyes a priori, en meras formas subjetivas vacías de contenido real, era inevitable la tesis escéptico-idealista, que representa la conclusión general y última del criticismo kantiano.

La fase idealista de la tesis de Kant dio origen a las construcciones a priori y esencialmente idealistas de Fichte, Schelling, Hegel y Krause; y lo que es en verdad extraño, por más que el objeto que se propuso autor de la Crítica de la razón pura, fue la refutación del sensualismo materialista, puede y debe ser considerado como padre del materialismo contemporáneo, aunque semejante prole estuviera muy lejos de su intención al engendrarla.

En efecto, Kant no considera cosa imposible que el mundo externo, el Etwas nouménico que afecta y obra sobre nuestros sentidos, sea a la vez el sujeto del pensamiento, idea casi idéntica, o por lo menos, muy en armonía con la tesis del materialismo contemporáneo. Demás de esto, sí las concepciones del entendimiento y de la razón pura no son otra cosa que leyes, formas e ideas a priori, sin valor real objetivo, el materialismo y el positivismo están en su perfecto derecho cuando pretenden que la experiencia es la que puede alcanzar la realidad de las cosas; que toda tesis teológica se resuelve en una hipótesis ideal, y que las verdades metafísicas equivalen a combinaciones de ideas sin valor objetivo.

El pecado mortal de la concepción kantiana es y será siempre la contradicción absoluta y la antinomia esencial e insoluble entre la razón teórica y la razón práctica, entre la metafísica y la moral. En una palabra, el sistema de Kant es grandioso considerado como revelación del genio y de la fuerza analítica de su autor; pero bajo el punto de vista de sus relaciones con la verdad y la realidad, es sofístico y gratuito, fecundo para el mal y estéril para el bien.

Al rudo golpear de la crítica implacable del filósofo alemán, todo se desvanece en la sombra, el mundo, el hombre y Dios. La ciencia conviértese en sus manos en un conjunto de intuiciones problemáticas, de categorías y leyes a priori sin valor real objetivo, y aparte de los fenómenos sensibles, [14] en cuanto son determinaciones subjetivas del espíritu, no hay realidad alguna trascendental y metafísica; solo existe una realidad confusa e indeterminada, mejor dicho, la posibilidad de un Etwas nouménico, X incógnita e incapaz de ser por nosotros conocida.

Fichte, discípulo de Kant, pretendió, como de ordinario acontece, enmendar la plana a su maestro, y sostuvo que Kant se había equivocado al desconocer que el principio de la ciencia debía ser único. «Es preciso, dice Fichte, prescindir del objeto, o séase del no yo y explicar por la mera actividad del yo, es decir, del sujeto pensante, todo el génesis del conocer humano.

Este yo activo y libre, fuente original del conocimiento, no debe ser empírico; o de otro modo, no debe consistir en la mera conciencia que el sujeto pensante tenga de sí mismo y de algo exterior a sí propio, pues cabalmente el problema radica en la explicación de este doble conocimiento; así, pues, lo que tenemos que encontrar, es el yo puro y transcendente, despojado de esa doble conciencia. El yo, en cuanto lo consideramos como, tal, es indemostrable, porque el yo puro es un juicio cuyos términos son idénticos entre sí, a saber: el yo y yo, el A y A, o séase A=A. Pero como juzgar es obrar y obrar es crear, síguese de aquí que el yo puro, en cuanto es resultado de un juicio, implica una creación que realiza de sí propio, lo cual se expresa con la siguiente fórmula: el yo es porque se pone, y se pone porque es. Aunque el yo puro se ponga sin conciencia de sí, ni de cosa alguna exterior a sí mismo, siente, sin embargo, que no puede menos de pensarse a sí propio, como a sujeto que a sí mismo se piensa y como objeto pensado: en calidad de objeto pensado es el no yo, o séase el mundo sensible. Más claro, el yo en cuanto se le contrapone un no yo, puede ver de sí propio que por un lado es sujeto y por otro es objeto; y de consiguiente, advierte que el no yo es el yo mismo, en cuanto se piensa a sí propio, adquiriendo en este acto cognoscitivo la conciencia de sí. El yo, pues, tiene, en nuestra conciencia tres momentos: en el primero, se afirma como tesis; en el segundo, se contrapone como antítesis, y en el tercero, se concilia e identifica como síntesis.»

Por mi fatiga comprendo la vuestra, Excmo. Sr. En verdad que marea exponer estas confusas logomaquias, tanto como cansa oírlas; pero si despojamos al sistema de Fichte de todas estas fórmulas cabalísticas, en resumidas cuentas lo que quiere decir el filósofo de Rammenau, es que el yo puro es Dios, el no yo el mundo sensible, y el yo consciente el espíritu humano, y que Dios, el mundo y el espíritu, son meros fantasmas de nuestra mente.

Ya lo veis; en esta doctrina no hay más que afirmaciones gratuitas y afirmaciones contradictorias. Con razón dice Tennemann, que el sistema de Fichte, no hace otra cosa que sustituir a ciertos misterios [15] otros misterios, y que termina declarando inexplicable su propio principio.

Si como hemos visto para Fichte solo existe el yo, para Schelling no hay otra realidad que la del ser absoluto, esencia y subsistencia de todas las cosas, las cuales no son en sí mismas y por sí mismas más que fases y grados diferentes de la evolución de lo absoluto, aspectos varios del mismo, como esencia una e idéntica de todo cuanto es.

Claramente se percibe que esta doctrina es puro panteísmo, con sus corolarios legítimos, la negación de la libertad y la negación del orden sobrenatural.

El vicio que daña en sus fundamentos la construcción del filósofo de Leomberg, es el de la carencia de toda base racional y científica. Con decir que Schelling pretende fundar la ciencia en la intuición de lo absoluto en su esencia íntima y en sus manifestaciones, o de otra manera, como unidad del pensamiento y del ser, como identidad de los contrarios, como indiferencia de los diferentes, y que esa intuición solo existe en su entendimiento, habiendo que presuponerla sin condición alguna, queda hecho el proceso de su sistema, con razón calificado de pura poesía por Grohmann.

El principio fundamental de las especulaciones de Hegel, es el pensamiento puro, o séase destituido de toda relación con el sujeto pensante y el objeto pensado. Pero oigamos al filósofo de Stuttgardt: «El pensamiento puro es un resultado final, o séase término de la reflexión y de la abstracción que ejercitamos sobre el pensamiento determinado por su relación con el sujeto y con el objeto; es así que en el orden de la reflexión, por el mero hecho de constituirse el pensamiento en objeto de sí mismo, resulta que el sujeto pensante es al propio tiempo objeto pensado; luego el pensamiento puro es el mismo objeto pensado; luego la idea es lo mismo que el objeto. Y es así igualmente que al término del pensamiento se le llama ser; luego el pensamiento, la idea y el ser, todo es lo mismo.» De aquí la fórmula fundamental de la filosofía hegeliana: lo que es ideal es real, y lo que es real es ideal. Salvo esta modificación que Hegel cree haber introducido en el sistema de Fichte, la verdad es que conviene con él en reducir a meras determinaciones de la actividad del pensamiento puro las ideas de lo absoluto, del mundo y del yo. En efecto, para Hegel el pensamiento puro, en cuanto se produce no limitado de manera alguna por la conciencia de sí mismo, ni de cosa exterior a sí propio, es lo Absoluto, o séase la Idea en sí misma; considerado en cuanto se opone a sí propio para contemplarse como diverso de sí mismo, es el mundo sensible, o séase la Idea fuera de sí misma; y últimamente, en cuanto llega a advertir que esta Idea fuera de sí misma es el propio pensamiento producido antes sin limitación alguna, conoce que es el mismo espíritu humano. [16]

¿Qué decir, Excmo. Sr., de esta concepción, falsa en su fundamento, pero que constituye un gran organismo informado por un método riguroso, idéntico y universal? ¿Qué decir de ese gran organismo al que vivifica una idea matriz que contiene la razón suficiente, la explicación de la naturaleza y del espíritu, de Dios y del hombre, de la historia de la humanidad y de la historia de la Filosofía, de la historia de las religiones y de la historia de los Estados, de la libertad y de la felicidad, y finalmente, del arte, de la ciencia y de la religión? Aquí sí que viene como anillo al dedo aquello de ¡Lástima grande que no sea verdad tanta belleza!

El sistema hegeliano es como la gran pirámide de Egipto: el viajero contempla lleno de admiración y asombro el monumento; pero cuando penetra en su interior y recorre penosamente todas sus encrucijadas y pasillos, creyendo hallar a su cabo inestimable tesoro, en la cámara central solo encuentra un ataúd, y en el ataúd un fétido esqueleto.

En el fondo de la concepción de Hegel la mirada penetrante y escrutadora descubre solo la nada, el cero personificado, como decía Hamilton, sirviendo de base a toda ella, y su ley interna es el absurdo o la contradicción, cuya esencia íntima y verdadera se resuelve en un panteísmo ateo con todas sus consecuencias y derivaciones lógicas.

Quisiera no ocuparme en el sistema krausista; pero D. Julián Sanz del Río, como antes indiqué, enviado en 1843 por D. Pedro Gómez de la Serna, a la sazón Ministro de la Gobernación, a Alemania, nos hizo el favor de importarlo y propagarlo en la Universidad Central, fundando escuela, por lo cual no puedo darlo al olvido, aunque por fortuna hoy es cadáver putrefacto, y de él reniegan los mismos que en otro tiempo más fervorosamente le siguieron.

Las líneas generales de la filosofía de Krause pueden reducirse a lo siguiente: La ciencia debe ser una y entera, y constituir un todo orgánico, informado y vivificado por un solo principio del ser y del conocer; porque la unidad de la ciencia solo puede ser unidad verdadera a condición de que su objeto fundamental sea también uno y solo uno; pero no debe creerse por eso que la ciencia y su objeto excluyen o niegan la pluralidad y la variedad; porque en un todo orgánico, la unidad del principio vital y de la ciencia no empece la variedad de manifestaciones de la vida, ni la pluralidad de fenómenos, ni siquiera la de miembros.

Infiérese de aquí, que la función propia, o digamos, el constitutivo de la ciencia, consiste en el conocimiento de la cosa que es principio uno y fundamental del ser y del conocer, o sea de todas las verdades, como derivadas y contenidas en una verdad científica, y de todos los seres, como derivados y contenidos, o fundados en un ser.

El método para constituir esta ciencia una y entera, apellidada también por Krause, armonismo y sintetismo absoluto, abraza dos procedimientos: [17] el analítico o subjetivo, y el sintético u objetivo. Con el auxilio del primero, nuestra razón se eleva desde el yo puro e indeterminado, primer principio cronológico y elemento subjetivo del movimiento constructor de la ciencia, hasta Dios, principio uno y lógico, objeto uno fundamental y universal de todo saber.

Analizando, determinando y comparando lo que la razón y la conciencia descubren dentro y fuera del yo, adquirimos, según Krause, la convicción científica de la existencia de la Razón o Espíritu, de la Naturaleza y de la Humanidad, las cuales constituyen tres esferas o reinos del ser, infinitos en su género, y conteniendo cada cual un número infinito de seres de su orden.

Este triple concepto del Espíritu, la Naturaleza y la Humanidad, al cual se llega por evoluciones lógicas, aunque precientíficas, hace surgir espontáneamente la presunción o presentimiento de la necesidad de un ser infinito, absoluto y superior a los tres seres expresados, en el cual y por el cual tengan su fundamento uno y su esencia, ser denominado Dios, cuya esencia es toda esencia, y fuera del cual nada es, o solo existe la nada.

Aquí termina el proceso analítico, o sea el subjetivo-analítico, y comienza el objetivo-sintético. Sin saber por qué, que esto no lo explica Krause, ni sus secuaces españoles y belgas, el simple presentimiento de Dios se convierte en intuición de Dios, esencia una, infinita y absoluta, de la cual son meras determinaciones la Naturaleza, el Espíritu y la Humanidad; de suerte, que Dios, como ser uno y absolutamente infinito, es todo lo que existe.

Adquirida la intuición de Dios, término del proceso analítico, y principio a la vez del sintético, y por consiguiente, lazo común de los dos, Krause y sus discípulos marchando por la vía sintética, esfuérzanse en transformar en conclusiones científicas las anteriores presunciones, mientras que por otra parte se lisonjean de construir la ciencia una, entera y total, cuyo fundamento es Dios.

Imposible parece, Excmo. Sr., que esta construcción filosófica, que en resumidas cuentas es un puro panteísmo, adquiriese importancia tal en nuestra patria, y sin embargo, nada hay más cierto. Es un hecho, un hecho incontestable, que el krausismo, que nació aquí merced a la protección oficial, que se desarrolló a pesar de una persecución inhábil, y que llegó a su apogeo con la revolución de Septiembre, acabó por dominar del modo tal en la enseñanza, que aspiró a que la Enciclopedia de Krause fuese el plan de estudios. Pero la muerte de D. Julián Sanz del Río, quien a falta de otras cualidades más positivas, tenía la de atraer prosélitos, la dispersión de sus discípulos que en poco tiempo asaltaron las cátedras de nuestras Universidades e Institutos, los embates del positivismo y la misma [18] demedrada flaqueza de la doctrina, dieron al traste con ella en términos tales, que hoy apenas si tiene representación vergonzante en nuestras cátedras.

Como puede observarse, el idealismo dinámico, enmedio de la variedad de teorías de sus adeptos, mantiene su unidad, afirmando que las ideas emanan del fondo mismo de nuestro pensamiento. Esta doctrina es irracional: irracional, esta es la frase, y las cosas deben llamarse con su verdadero nombre, sin hacer al lenguaje galeoto, corriendo sobre el error y hasta sobre el crimen el tapiz de la palabra. En efecto, es innegable que todo ser obra según y conforme su naturaleza propia, y por ende que el entendimiento no puede producir sus actos propios sin conocer el término de su producción; luego si las ideas fuesen a la vez término y medio de la actividad del sujeto pensante, tendríamos que serían menester ideas para producir ideas, lo cual es absurdo. Por otra parte, para que las ideas emanen del fondo de nuestro pensamiento, hay que admitir una de estas dos hipótesis: o que son objeto directo del pensamiento, o que son medio en cuya virtud el sujeto pensante se representa algo distinto de él. Según la primera de estas dos hipótesis, nuestro conocimiento no sería ya representación del ser de las cosas; y en ese caso, no conoceríamos sino nuestras propias hechuras y nuestros modos puramente subjetivos, siendo de ello consecuencia el nihilismo y el escepticismo. Para que prospere la segunda hipótesis, habría que demostrar cómo es posible que mediante las ideas emanadas del fondo del sujeto pensante, se reproduzca en la mente el ser de las cosas: pero esto no se puede probar sin caer en mil delirios; pues como quiera que toda causa ha de precontener en sí de un modo idéntico al menos, cuando no superior, el ser del efecto correspondiente, síguese de aquí, que para que el espíritu humano pudiera sacar de sí propio ideas capaces de reproducir, en sí el ser objetivo de las cosas, sería menester que poseyera en sí mismo el ser de las cosas reproducido por las ideas. Pero si el espíritu humano contiene en sí la realidad de las cosas, entonces puede sacar de sí propio las cosas mismas reales, pues toda causa puede producir un efecto, cuyo ser contiene actualmente en sí misma. Por lo tanto, que cuando esta filosofía nos habla de ideas que reproducen el ser de las cosas, lo que realmente quiere afirmar y afirma, es que el hombre es creador de la naturaleza, y que el espíritu humano es idéntico a la mente creadora de Dios. Y en efecto, ya hemos visto como Fichte, Hegel y Krause sacaron esta conclusión a la que no se atrevió a llegar Kant.

Prescindiendo de todo objeto, Fichte, Hegel y Krause trataron de demostrar como el conocimiento íntegro se deriva del yo puro; es decir, de un pensamiento sin relación alguna con el objeto pensado. Ante todo, conviene notar, que un pensamiento a quien se despoja de esta doble [19] relación esencial, es cero, igual a cero. Pero aunque este pensamiento puro no fuese un puro nada, nunca podría ser el principio de la ciencia y el punto de partida del método. Voy a demostrarlo. Principio científico se llama una proposición universal a la que se refieran las demás de la ciencia respectiva, y de la cual sean como expansión y ampliación. Pues bien: el yo puro, la idea, el yo anterior a todas sus determinaciones, como quiera que lo llamen los grandes maestros de la escuela idealista, en cuanto se le considere producto de la abstracción y de la reflexión sobre el mi empírico, es decir, sobre el pensamiento acompañado de la concepción de sí propio como sujeto, y del conocimiento de un algo puesto fuera de él, es un mero abstracto que presupone algún concreto, y por consiguiente, no es primario. Dado que pudieran existir semejantes entelequias, tendríamos siempre que para servir de principio científico, era menester que de él diese testimonio la conciencia; pues por el hecho de ser la conciencia resultado de un acto reflexivo, sería indispensable que la mente, al tener conocimiento del principio científico, tuviera conciencia de ese conocimiento: pero es así que según los mismos filósofos citados, el yo puro está fuera del dominio de la conciencia; luego nunca podría ser principio científico. Demás de esto, el yo puro es un mero abstracto, y solo engendraría en todo caso conocimientos abstractos; de donde resulta que tomarle como principio es querer el cadáver, y menos que el cadáver, el esqueleto de la ciencia, no la ciencia viva y verdadera.

Y ahora, ¿nos asombraremos al contemplar los resultados del método idealista-dinámico de que haya hecho progresos tales y de tal cuantía el materialismo? La filosofía que personifica el cero, que le adora, y que cree que contempla la absoluta realidad, cuando apacienta sus ojos en la absoluta privación, por sí misma conduce al escepticismo, y por lo que pudiera llamarse ley de la reacción de las ideas, al positivismo y materialismo, de la misma suerte que la demagogia de los tribunos nos lleva a la tiranía de los césares.

¡Orgullosa puede estar la filosofía moderna de sus triunfos! No hay para ella remedio desde que en mal hora renegó de la tradición aristotélico-cristiana; o refugiarse en el materialismo, retrocediendo a los tiempos de Demócrito y Epicuro, o confesar su impotencia exclamando por labios de Fichte: «Yo razón humana no puedo ni aun conocerme a mí propia, pues no soy sino un sueño en el mismo sueño soñado.» A lo cual añade Enrique Heine: efectivamente, todos nosotros nos desvanecemos, hombres y dioses; todos nos sumimos en la nada; todo se pierde en la sombra.

Ved, pues, señores racionalistas de qué manera el racionalismo en que comulgáis vindica los fueros de la razón humana, y permitidme que ante semejante espectáculo exclame con Horacio: ¡...risum teneatis, amici!

Así como muchos filósofos imaginaron que el alma crea en sí propia, y [20] con su mera actividad las ideas de las inteligibles, así también otros echando por el opuesto camino, aseguran que el alma no sería capaz de conocimientos intelectuales, si Dios en el acto de crearla no la infundiese todas las ideas, al menos una sola, de la cual, por obra de reflexión ulterior, fuese recabando las demás. Esta doctrina la llama con gran exactitud Prisco idealismo-automático.

Su principio capital se reduce a la afirmación de que el pensamiento es esencial al alma, de donde saca la consecuencia que el alma ha pensado siempre, o sea desde el primer instante de su creación. Pero como quiera que sin ideas no hay pensamiento posible, síguese de aquí que la mente ha debido poseer en sí, desde el primer instante de su ser, algunas ideas, a las cuales, por consiguiente, es necesario llamar innatas.

No puedo detenerme, ni cumple tampoco a mi propósito examinar detenidamente el sistema de Descartes, el de Leibnitz, ni el de Rosmini, apóstoles del innatismo, en cuyo fundamento esencial comulgan, si bien discrepan al determinar la naturaleza y número de las ideas existentes en el fondo de nuestro espíritu.

Bien quisiera, sin embargo, decir algunas palabras de Descartes, llamado el padre de la filosofía moderna, cuyo método parte del conocimiento inmediato que el sujeto pensante tiene de sí y de sus propios actos, y examinar su duda metódica, de la cual solo eximía su propia duda; pero solo tengo tiempo para calificar de absurda una duda que se extiende a toda clase de verdades y principios, aun de aquellos de que no puede dudarse sin ciega temeridad, como es, por ejemplo, el principio de contradicción, sin el cual el mismo «pienso, luego soy», no podría sostenerse, y de contradictoria una doctrina que admite el testimonio de la conciencia y rechaza o poco menos el de los demás medios de conocer, cuyos objetos no son menos evidentes que los hechos anímicos.

Aunque la filosofía de Leibnitz puede considerarse como una concepción ecléctica, en la cual predomina el elemento aristotélico-cristiano, no por eso está libre de errores y defectos, no siendo los de menor cuantía el fatalismo y determinismo que la afean, la ancha puerta que abre a la teoría evolucionista y su doctrina ideológica que se reduce a sostener que las ideas innatas están en nuestra mente como bosquejos y embriones, líneas vagas, en fin, de un dibujo al cual la inteligencia da luego colorido.

Rosmini juzga extremados el innatismo de Descartes y el de Leibnitz, y, solo admite para explicar el origen de nuestros conocimientos, la idea innata de ente posible.

Pero el idealismo automático, cuyos distintos matices dejo expuestos, es, como dice Prisco, falso en sus principios, en sí mismo, y en sus conclusiones. Es falso en sus principios, que se reducen a tener por imposible que el hombre adquiera las ideas, suponiendo que son innatas, y a [21] colocar en el pensamiento la esencia del alma humana, porque no existe tal imposibilídad de explicar cómo las ideas son adquiridas por nuestro entendimiento, y porque no puede admitirse que el pensar sea esencial al alma sin suponer que la ciencia del sujeto pensante reside actuada en un pensamiento primitivo con la misma extensión que lo está en la representación del pensamiento, a quien se hace uno con la esencia; de donde resulta, que como el pensamiento tiene por objeto adecuado el ser todo entero, y no hay razón alguna para suponer el pensamiento primitivo y substancial del alma limitado a representarse ningún determinado objeto particular, forzosamente el alma habría de contener en su esencia al ser todo entero, o cuando menos, todas sus perfecciones. Es decir, que el alma humana se identifica con la esencia divina, y que venimos a parar, mal que nos pese, al panteísmo.

Si absurda, pues, hallamos en sus principios la teoría de las ideas innatas, no lo es menos en sí misma, porque cabalmente la doctrina del innatismo explica el conocimiento de un modo contrario a las leyes esenciales del conocer humano. Cuéntase entre ellas, la de que la inteligencia no puede entender sin la acción de los sentidos, que con anterioridad le suministran materia propicia en que ejercitar su virtud intelectiva, y la hipótesis de las ideas innatas viola esa ley, como quiera que, ora supone en la mente un total conocimiento preformado, ora un total bosquejo de la preformación del conocimiento, ora, por último, una sola idea, en virtud de la cual se forman las demás; y todo esto sin dependencia de los sentidos, y solo con suponer en el alma un acto intelectivo, con el cual tome posesión de las ideas que Dios le infunde al crearla.

Las consecuencias del sistema de las ideas innatas, son las mismas que las del idealismo dinámico; el escepticismo, el panteísmo y al fin y a la postre, por ley de reacción, el materialismo. Véase por qué, con razón se apellida a Descartes padre de la filosofía moderna, y verdadero progenitor del criticismo. En efecto, una vez proclamado por el filósofo francés que la esencia del sujeto pensante radica en el pensamiento, lógicamente Kant pudo decir que las ideas son determinaciones a priori del pensamiento mismo, engendradas por la mera actividad psíquica del yo, y Fichte sostener, que siendo las ideas formas subjetivas y meras representaciones tan solo del sujeto a quien modifican, identifícanse sujeto y objeto en unidad, substancial e indivisa. Demás de esto, si la esencia del sujeto pensante es el pensamiento, como asegura Descartes, entonces la libre actividad del pensar basta para producir toda representación del yo, del no yo, y de Dios.

Ved, pues, demostrado, Excmo. Sr., cómo los errores se encadenan y con voces desesperadas se llaman los unos a los otros, abyssus, abyssus, vocat, y de qué manera el pan-egoismo de Fichte, el absoluto de Schelling, [22] la idea de Hegel, la voluntad de Schopenhauer, lo inconsciente de Hartmann, el ser de Krause y la materia de Büchner se ligan, pasando por Kant, con las ideas innatas de Descartes y con su famoso cogito, ergo sum.

Por la sumaria exposición que he hecho del idealismo dinámico y del automático, se ve que el vicio radical de uno y otro sistema consiste en desconocer la objetividad de las ideas. Advirtiendo tan grave y substancial defecto, pensaron algunos filósofos, entre los cuales el principal fue Gioberti, evitarlo, restituyendo a las ideas la objetividad de la que las había desnudado con mano aleve el innatismo y criticismo; pero dando, como suele acontecer en casos tales en el extremo opuesto, arrebataron a las ideas su carácter de subjetivas y supusieron que éstas solo en Dios radicaban, y que solo en Él podía verlas la inteligencia humana con intuición inmediata y directa. A este sistema se le denomina ontologismo, y su principio fundamental se reduce a tener por increada la luz inteligible con la que conocemos, por cuya razón el entendimiento humano contempla las ideas divinas desde el instante mismo de ser creado; y como quiera que no es posible ver la acción creadora de Dios sin ver al mismo Dios, como causa del acto creador, y al mundo y al alma como términos de esta acción, de aquí que el alma, en esa intuición primitiva, tendrá que conocer todo cuanto conocer le es dado, y por ende tendrá que conocer a Dios y el universo y el modo con que adquieren existencia los seres de que el universo se compone. De todo esto infirió Gioberti que el principio de la ciencia es la visión de la fórmula ideal: el Ente crea lo existente, si bien, ¡cosa extraña por cierto! el ánima embargada con la intuición de Dios, no tiene conciencia de ella, pues ocupada toda entera en mirar al objeto de esa intuición, no le queda tiempo para otra cosa, ni menos para reflejar sus propios actos.

Sencilla tarea es la de refutar este sistema, si se para mientes que siendo la capital afirmación del ontologismo que nuestro entendimiento conoce por las ideas mismas del entendimiento divino, la observación psicológica derriba como castillo de naipes levantado por muchacho travieso semejante principio. Voy a demostrarlo. La luz inteligible por la cual el

hombre conoce ha de ser propiedad de su intelecto; pues como quiera que el acto de entender ha de proceder del sujeto inteligente, como principio intrínseco de él, esto sería imposible, si no existiese en la naturaleza del sujeto mismo todo cuanto sea indispensable para que dicha operación tenga efecto; y es así, que la luz inteligible es el natural medio por quien la intelección se efectúa; luego tiene que ser propiedad de la naturaleza del inteligente como forma o cualidad del mismo. Si la luz inteligible es necesaria para el conocimiento intelectivo, y si tiene que ser propiedad de la naturaleza del inteligente, claro está que la luz inteligible por quien [23] entendemos no es la luz inteligible de Dios, porque si lo fuese, la luz inteligible divina sería una pertenencia de nuestra alma, y como la luz inteligible divina es la propia esencia de Dios, o la esencia de Dios es una pertenencia del alma humana, o la esencia del alma humana es una pertenencia de Dios.

¿Y qué diré de la visión de Dios, o cuanto menos de las ideas divinas? La tal visión se funda en el falso supuesto de que la mente humana puede aprender naturalmente la esencia de Dios por intuición inmediata, y como este supuesto ni aun los mismos ontólogos lo admiten, a excepción de Gioberti, su autor, toda la teoría cae por tierra. Demás de esto, la intuición natural de Dios, es decir, como acto intelectivo del hombre, es contradictoria. En efecto, si nuestra alma pudiera lograr la tal visión, ejercitaría un acto intelectivo independientemente de las potencias sensitivas, y tendría por objeto primario al absolutamente inteligible, que es Dios. Es así que esto no lo puede hacer el hombre en su condición actual, puesto que tiene que abstraer del mundo sensible lo inteligible, y pronunciar mediante las primeras ideas que abstrae del mundo sensible, juicios de evidencia inmediata, derivados, por consiguiente, de simple análisis y comparación de ideas, y no de otros juicios anteriores; luego el ontologismo es contradictorio en su fundamento capital, amén de falso, porque lejos de tener nosotros conciencia de la intuición de Dios, lo que esa testigo fiel proclama en altas e inteligibles voces, es que la idea de Dios es idea deducida que arranca nuestra mente a la contemplación del mundo.

Los idealistas enseñaron que las ideas eran formas subjetivas de nuestra mente, los ontólogos las pusieron en Dios para hacerlas objetivas, Cousin, fundador del eclecticismo contemporáneo, afirmó que las ideas ni residían en la mente humana, ni eran vistas en la razón de Dios, sino en otra razón intermedia entre Dios y el hombre. «La inteligencia humana, dice el filósofo de la Sorbona, es individual y mudable, y por consiguiente, no puede adquirir ideas universales e inmutables, si no es por medio de una razón, que no pudiendo ser atribuida a persona alguna, tiene que ser impersonal. Esta razón hállase enmedio de la de Dios y la del hombre, y en calidad de luz inteligible por quien conocemos se nos comunica desde el primer instante de nuestro ser, y nos pone en posesión de las ideas inmutables y universales, por donde, recibiendo espontáneamente lo que esa razón impersonal dicta, adquirimos el primero de los órdenes de conocer, que es el espontáneo. En este período no cabe que incurramos en el error, porque siendo exterior la razón impersonal, no puede menos de ser objetiva y real. Pero aunque conozcamos por ministerio de esta iluminación espontánea, no advertimos nuestro propio conocimiento hasta que llega la reflexión. Esta reflexión, se ejercita sobre el conocimiento espontáneo, siempre verdadero; pero aquí puede suceder, y sucede, que el hombre [21] limite su reflexión a un solo lado de la verdad, y caiga en el error, que es la verdad incompleta.»

Tal es la filosofía de Cousin, falsa en sí misma, y falsa por el principio en que se apoya. Es falsa en sí misma, porque al elegir entre lo verdadero y lo erróneo, que anda mezclado en los varios sistemas, tiene que presuponer conocido el de la verdad, por lo cual da por supuesto, no ya solo ese sistema previamente formado, sino un método, pues sin haber seguido precisamente un método, capaz de encontrarlo, jamás habría sido hallado. Ahora bien, si el eclecticismo presupone formado el sistema de la verdad, es evidente que le encuentra por camino distinto: luego el eclecticismo por sí no sirve para dar ciencia, pues que no puede darla de otro modo sino suponiéndola ya adquirida.

Los principios en que el eclecticismo se apoya, valen lo mismo que su método. Irracional es suponer, que la razón humana, individual y mudable, no puede alcanzar conocimientos universales e inmutables, y más irracional todavía es la hipótesis de la razón impersonal , que para ser algo, tiene que ser substancia o accidente, y que no es ni lo uno ni lo otro, y por ende es un puro nada sin valor objetivo. Ni tampoco puede admitirse que el error es una verdad incompleta, porque entre el error y la verdad no hay medio, como no le hay entre la nada y el ser. No es de extrañar, pues, que Cousin haya caído en el panteísmo, acabando por decir al verse estrechado para dar cuenta de la naturaleza de lo que llama razón impersonal, que la razón humana es idéntica a la divina.

Ante el singular espectáculo de estos sistemas, ocurrió un fenómeno frecuente en la historia del pensamiento humano. La lucha entre el sensualismo y el idealismo; la contradicción y la oposición de sus doctrinas, direcciones y tendencias; las especulaciones abstractas de Kant y sus secuaces, a la vez que la negación radical de la experiencia y los sentidos; la doctrina diametralmente opuesta de los materialistas, junto con las sutilezas de Cousin, han conducido los espíritus al escepticismo en una sociedad admirablemente dispuesta a prescindir de la verdad y de la virtud.

Sexto Empírico definió el escepticismo diciendo que era la oposición de los fenómenos a los noumenos, o séase de las apariencias a la realidad. Este mal llamado sistema, no es una concepción filosófica, es una enfermedad moral, con la cual no se puede discutir; lo que se hace preciso, es remediarla. Porque, ¿cómo discutir con quienes niegan todo principio, no prueban la legitimidad de su duda, y a sí propios se contradicen? Contra los escépticos solo cabe el argumento ad hominen ¿dudáis de la verdad? ciertos estáis de vuestra propia duda, que es un hecho interior de que da testimonio la conciencia. Reconocer, pues, el hecho de la duda, es reconocer la verdad con que habla nuestra conciencia, que la atestigua, y confiar en este testimonio equivale a admitir que hay algo cierto. Por lo demás, [25] o el escepticismo es verdadero o falso: si fuera verdadero, algo se podría con certeza afirmar; si falso, no puede sostenerse.

Aunque los escépticos negasen el testimonio de la conciencia, cuando grita que dudan, su doctrina no puede admitirse, porque renegando de la conciencia hasta la misma duda desaparece, puesto que solo puede ser percibida por ella, como evidenció San Agustín. {(1) Libro II, De Civitat. Dei, cap. XXVI.}

Para terminar esta precipitada reseña de los distintos sistemas filosóficos escogitados a fin de encontrar el principio de la ciencia, punto de partida del método, diré algunas palabras del tradicionalismo, forma teológica del escepticismo.

Cuando a los comienzos de este siglo, calmadas las pasiones que suscitó la revolución francesa, comenzaron a retoñar las ideas católicas, víctimas de sangrienta persecución, apareció en Francia un escritor insigne, fervoroso cristiano y profundo filósofo, que poniéndose a la cabeza del movimiento restaurador, que entonces se operaba en el seno de aquella sociedad, propúsose afirmar y reconstruir en el terreno de las ciencias morales, cuanto el filosofismo volteriano y enciclopédico había negado y pretendido demoler. Tal fue el vizconde de Bonald, antítesis de Juan Jacobo Rousseau.

Comprendiendo que del problema sobre el origen de las ideas penden todos los demás problemas filosóficos, y que éstos a su vez, según que se resuelvan acertada o desacertadamente, encierran la vida o la muerte moral de los individuos y de los pueblos, abordó su solución sosteniendo que el punto de partida de la ciencia es el origen divino del lenguaje humano. Y como quiera que la palabra es, por su misma naturaleza, expresión de ideas y verdades determinadas, síguese de aquí que el hombre recibió de Dios, por medio del lenguaje, ciertas ideas y verdades, y que la palabra es la que originariamente ilumina al espíritu, la que produce la idea, la que sirve de base al conocimiento humano. Luego la verdad, considerada en sus formas universales y primitivas, y principalmente las verdades que se refieren al orden moral y religioso, la existencia de Dios, la vida futura, la espiritualidad del alma, la religión o culto de Dios, la ley moral, &c., son verdades anteriores e independientes de la razón individual; son verdades que el hombre recibe de la sociedad por medio de la palabra; son verdades que se conservan, transmiten y comunican en la palabra y con la palabra; son verdades inmanentes y como encarnadas, por decirlo así, en el lenguaje.

Como de ordinario acontece en tales casos, el tradicionalismo, de que fueron glorioso ornamento Riambourg, Bautin, Augusto Nicolás, Bonnetty, Luis Veuillot, Gaume, el P. Ventura de Ráulica y otros muchos, ha [26] experimentado, corriendo los años, varias modificaciones, sugeridas a sus defensores, ya por la propia meditación, ya por el estudio de doctrinas distintas, ya en fin, por la polémica, que ha puesto de manifiesto los inconvenientes de las teorías de Bonald.

De aquí, que esta escuela se haya subdividido en varias ramas, según el mayor o menor alcance dado a su dogma común, siendo ya muy contados los que en un todo siguen al ilustre filósofo de la Restauración. Pero ora afirme el tradicionalismo con Bonald que nuestra mente todo lo recibe del exterior y que nunca puede discurrir sin el intermedio de la palabra, ora conceda con el P. Ventura ciertos fueros a nuestra inteligencia, y sostenga que la tradición solo es indispensable para obtener las ideas de los objetos, de quienes los sentidos no pueden transmitir fantasmas al espíritu, su error consiste en proclamar cómo el escepticismo, la impotencia de la razón humana individual en orden a la investigación y conocimiento de la verdad. Como si esto no fuera bastante, el tradicionalismo confunde la revelación cristiana y sobrenatural con esa revelación primitiva de la palabra y de las ideas, que constituye su principio fundamental.

Refutado el tradicionalismo por la filosofía aristotélico-cristiana, solo le faltaba ser reprobado por la Iglesia, como efectivamente lo ha sido en el Concilio del Vaticano. ¡Cosa extraña! Los racionalistas caen en el desfallecimiento y acaban por renegar de la razón, exclamando por labios de Fichte: «Yo razón humana, no puedo ni aún conocerme a mi misma, pues no soy más que un sueño en el sueño mismo soñado», y la Iglesia católica vuelve por los fueros de nuestro pensar, aun contra sus propios apologistas, a los cuales excomulga si perseveran en su escepticismo. Véase, pues, con cuanta justicia ha dicho Salmerón que la Iglesia ha petrificado el pensamiento humano.

¿Pero estará destinada la mente humana, como decía a los comienzos de este discurso, a vagar constantemente como la nave fantasma de la leyenda, sin acertar jamás con el rumbo, cayendo unas veces en el idealismo, otras en el empirismo, y a la postre rindiéndose en brazos del escepticismo, haciendo de esta guisa confesión general de su impotencia? Ciertamente que no, Excmo. Sr., ruin sea, quien por ruin se tenga, y nuestro entendimiento lleva en sí aquel soplo divino de que nos habla el Génesis, soplo por el cual es potencialmente infinito, y del polvo de la tierra elévase a las esferas del cielo, de lo particular induce lo general, ve los hechos comprendidos en los principios, y relaciona entre sí las verdades que conquista, y en suma, construye la ciencia, escala de Jacob, paralela a la de la fe, pero perfectamente de ella distinta, puesto que la escala de la fe comienza en Dios y termina en el hombre y la de la ciencia parte del hombre y va hasta Dios.

A mi entender, el sistema propuesto por Aristóteles, seguido, ilustrado [27] y reformado por Santo Tomás, ocupa el medio entre los viciosos extremos del empirismo y el idealismo, y conduce la nave de la filosofía a seguro puerto.

No podemos explicarnos cómo adquirimos los primeros principios, si no sabemos cómo procede el conocer intelectual, lo cual equivale a inquirir cómo la mente, partiendo de su primer objeto proporcionado, llega a conocer otros objetos. Nuestro conocimiento se compone de conceptos y de juicios. Los conceptos implican ideas, y los juicios, como expresión de la relación mutua de las ideas, constituyen principios. Reduciéndose, pues, nuestro conocer a conceptos y juicios, y dándosenos por los primeros las ideas y por los segundos los principios, debemos investigar, en primer término, si las ideas preceden a los principios o los principios a las ideas; o lo que es igual, si los conceptos preceden a los juicios, o los juicios a los conceptos. Problema es este, aunque a primera vista muy complicado, de sencillísima resolución. Efectivamente, el entendimiento como toda fuerza cuya índole propia consiste en ejercerse pasando de la potencia al acto, solo alcanza su complemento y perfección por vía sucesiva.

Despréndese de aquí, que siendo índole propia de nuestro entendimiento el estar en potencia para conocer, por el mero hecho de pasar de la potencia al acto cognoscitivo, no alcanza un conocimiento perfecto, desde el primer instante en que se actúa; y como quiera que el juicio implica un acto de conocer perfecto, pues de cualquier modo que se verifique ha de expresar siempre la noción de lo que convenga o no al sujeto, no puede ser operación primitiva de la inteligencia. Por otra parte, resultado del juicio ha de ser que se conozca la conformidad o repugnancia entre dos términos, lo cual no puede lograrse si no es conociendo los términos mismos.

Asentado que las ideas preceden a los juicios, dedúcese de aquí, que en el proceso del entendimiento se comienza por el análisis y se sigue con la síntesis y no vice-versa. Sin embargo, no se olvide, que si bien el análisis precede a la síntesis, como condición del conocer, sin embargo, aquel tiene su fundamento en una síntesis real, como quiera que los objetos que la experiencia nos ofrece están real y naturalmente conexos entre sí; ni pudiéramos nunca descomponer con el análisis, sino es aquello que estuviese real y naturalmente unido.

La adquisición de las ideas, como dice Prisco, contiene ya en germen la de los principios, pues conocer los primeros principios, tanto vale como percibir aquellas relaciones que nuestra inteligencia descubre inmediatamente en las ideas de las cosas. Llámanse inmediatos a esos principios, continúa el autor citado, o verdades per se nota, en razón a que para conocerlas no hay que apelar a concepto alguno intermedio, ni a discurso o séase raciocinio alguno subsiguiente, sino que basta con analizar una idea para ver lo que conforme a sus respectivos principios está en ella [28] afirmado o negado. Podemos, pues, definir los principios con Santo Tomás {(1) In lib. Sent., dist. XII, q. I, a 8 ad 4.} diciendo, que son aquellas proposiciones cuyo predicado se encuentra en el análisis mismo del sujeto. De ser origen de los principios el inmediato cotejo de las ideas, se comprende la variedad con que hemos visto a los filósofos explicar el punto de partida de la ciencia según como han entendido y resuelto la cuestión del origen del humano conocer. Ahora bien, ¿cómo entendemos la relación entre las ideas? Oigamos a Prisco acerca de este particular. Dos condiciones son necesarias para que conozcamos la relación entre dos ideas: la primera, que el entendimiento pueda reflexionar sobre las ideas para advertir la relación que entre sí guarden; la segunda, que pueda percibir el hecho de esta relación. Es así, que de una y otra operación es capaz la inteligencia: de la primera, porque es facultad reflexiva, y de la segunda, porque de suyo está ordenada para percibir lo que se le muestra como evidente y que no es dado poner en duda; luego el conocimiento de los primeros principios se obtiene por medio de la reflexión que la inteligencia ejerce sobre los conceptos que adquiere.

Esta explicación, ya lo veis, equidista del sensualismo y del idealismo: se aparta del primero, porque afirmamos que los sentidos no aprenden los principios, sino el entendimiento, que analizando las nociones que adquiere, y percibiendo inmediatamente la relación que entre sí guardan, la sintetiza luego en el oportuno principio. También difiere la explicación aristotélico-cristiana del idealismo, ya porque damos a los primeros principios valor objetivo, y no los tenemos en absoluto por independientes de la experiencia, puesto que los conceptos se abstraen de los objetos sensibles, ya porque negamos que sean innatos, o mero producto instintivo de nuestra mente, y creemos que son resultado de la reflexión que nuestra inteligencia ejerce sobre los conceptos adquiridos, así como su conocimiento se determina conforme a la naturaleza misma de las esencias representadas por los conceptos.

Los primeros principios son evidentes e indemostrables, y de estos caracteres ontológicos nacen otros dos, que son la certeza y la imposibilidad de que sean erróneos.

Sentado esto, ¿cuál es el primer principio de la ciencia? Advertiré ante todo, que no existe para nosotros en esta vida un primer principio de conocimiento, primario y universal, que comprenda todas las verdades. Únicamente Dios puede apellidarse con razón principio transcendental de la ciencia, toda vez que solo Él, como dice el Cardenal González, es la verdad primera, absoluta e infinita, y contiene todos los grados del ser, o mejor dicho, la realidad y perfección de los seres actuales y posibles; pero [29] como a Dios no lo conocemos por intuición ni de manera comprensiva, es claro como la luz del día que no existe para nosotros el primer principio transcendental de la ciencia. Sin embargo, hay un primer principio de demostración y presuposición, sin el cual, como apuntó Aristóteles, la ciencia no sería posible, porque tendría que proceder en serie infinita, y este principio es el de contradicción, que no se apoya en otro principio, que cuando cae, todos los demás se derrumban, y que, permaneciendo firme, puede, ser reducido el adversario a la verdad por demostración, a lo menos indirecta, hallándose a la vez como incluido implícitamente en las varias proposiciones y juicios que constituyen el raciocinio.

La razón de ser el principio de contradicción primitivo, fundamental y anterior a los demás, es obvia: sus elementos son las ideas de ser y de no ser, y la idea de ser es la primera en el orden cronológico y lógico del conocer humano.

La crítica de los pensadores modernos se ha estrellado como encrespada ola contra roca de granito, enfrente de esta teoría aristotélico-cristiana. Kant pretendió eliminar del principio de contradicción el elemento temporal, consiguiendo tan solo darle una forma idealista, por no ver que la idea de tiempo es insuprimible, porque es claro que puede muy bien repugnar en un momento dado un atributo a un sujeto, y en otro convenirle.

Hegel sostuvo que el principio, o mejor el punto de partida necesario y general para todas las categorías del pensamiento, es el ser puro, abstracto, y absolutamente indeterminado; pero este ser, por lo mismo que es absolutamente abstracto e indeterminado, excluye toda realidad y se identifica con la nada; es a la par el mismo y su contrario, y en virtud y a causa de esta contradicción que encierra, se halla necesitado a moverse para destruir esta oposición contradictoria, lo cual se verifica por medio del venir a ser (Werden), que entraña en su concepto el ser y el no ser en unidad de verdad y de identidad. Contra esta doctrina la razón humana se subleva. La negación de la distinción radical y absoluta entre el ser y el no ser, entraña la negación del principio de contradicción, y el principio de contradicción es no solo la base fundamental de la ciencia, sino la ley misma del pensamiento. A pesar, pues, de todas las explicaciones, comentarios y atenuaciones de los discípulos de Hegel, ésta teoría demoledora del venir a ser y la afirmación de la identidad entre el ser puro y la nada, hieren de muerte la gigantesca concepción del que en la historia de la Filosofía solo tiene por rivales a Aristóteles y Santo Tomás.

También D. Julián Sanz del Río ha dicho algo, aunque no de propia cosecha, porque lo tomó de Krause, sobre la cuestión que nos ocupa. Para el difunto profesor de la Universidad Central, si el principio de contradicción encierra algún sentido útil, significa que un ente no puede contener en sí cualidades contrarias, o que puesta en él una cualidad, se niega [30] su contraria, sin que haya entre ellas término medio. Grande fue en este punto la equivocación del filósofo krausista, porque el sentido más útil del principio de contradicción es el de la Escolástica, en cuanto éste se extiende al mismo ser. Tampoco es exacto, como enseñó el profesor citado, que por el principio de contradicción se elimine de la realidad y de la ciencia la mitad negada, contraria a la mitad afirmada. La mitad negada, diga lo que quiera Sanz del Río, no se elimina de la realidad y de la ciencia, sino de un mismo concepto o idea, y de un mismo sujeto al mismo tiempo, lo que es muy diferente.

Dejemos, pues, a un lado a Kant, Hegel y aun a D. Julián Sanz del Río, intentando vanamente derribar el principio de contradicción, y completemos la admirable teoría aristotélico-cristiana, cuya exposición me ocupa, indicando como el entendimiento puede pasar del orden abstracto de las ideas y de los principios al orden real.

Sabido es que las ideas representan esencias desnudadas de las notas reales que las individualizan, y por otra parte, los principios, bien que absolutos en sí mismos, son, sin embargo, hipotéticos en orden a la realidad, por lo cual no tienen virtud intrínseca para transportar a la mente del mero orden abstracto e ideal al orden concreto y real. Este tránsito, como dice Santo Tomás,{(1) Qq. dispp. De Magistro, a I.} no puede verificarse sino en virtud de percepción inmediata de algo, en donde el entendimiento halle realizada la esencia que contempla en la idea, y a cuya realidad puede aplicar los principios abstractos que adquiere, elevándose por el ministerio de esos principios a las causas de que dependa dicha realidad, próxima o remotamente. Ese algo que de manera inmediata puede percibir el alma es, o la existencia de los cuerpos, o la de sí misma, porque la existencia de Dios se conoce por raciocinio, y la de los ángeles por la Revelación. Para resolver el problema empezaré por descantar cómo el alma a sí misma se conoce; sabido es que de que ella existe da la conciencia claro testimonio, y que su naturaleza la aprendemos por vía del natural discurso, y lo que resta averiguar es cómo el alma puede por obra del entendimiento conocer los cuerpos. Nuestra inteligencia no tiene percepción directa de los cuerpos; pero en cambio los conoce indirectamente, en cuanto aprende los actos de los sentidos, que son la potencia perceptiva de los cuerpos. Veamos cómo. Tan luego como el entendimiento reflexiona sobre nuestros actos sensitivos, no podemos menos de adquirir a la vez la percepción intelectual de los cuerpos; y la razón de esto es que el entendimiento en el conocer los actos sensitivos tiene que percibirlos tales como en realidad existen, pues la percepción de un acto, en cuanto es tal percepción, no implica abstracción alguna. Ahora bien; siendo como son las sensaciones [31] inseparables de los correspondientes términos sentidos, o séase de los cuerpos, es evidente que en el acto mismo con que el alma percibe la sensación, con ese mismo acto percibe también el cuerpo, término de la sensación, solo que a ese acto, uno e idéntico, le llamamos reflexión en cuanto aprende la sensación como modificación de nosotros mismos, y le llamamos percepción intelectiva del singular corpóreo en cuanto se extiende al objeto que ha sido término de la sensación.

Hasta aquí he estudiado el principio de la ciencia, punto de partida del método, y ahora voy a ocuparme en el procedimiento, que es lo que propiamente constituye su esencia.

La filosofía aristotélico-cristiana ha proclamado la primera y mas universal ley del método, que prescribe a la mente encaminarse al logro de la ciencia, conforme al orden mismo que su naturaleza pide para alcanzar este fin. Derívanse de esta primaria y universal ley del método otras muchas especiales, pero solo mencionaré dos que son, a mi juicio, las más importantes: el procedimiento metódico exige partir siempre de lo más conocido a lo menos conocido, y el método pide que se proceda con orden. Contra estas leyes pecó la escuela crítica inaugurada por Kant, cuando presumió llegar a las últimas conclusiones, sin haber recorrido las precedentes y asegurádose bien de todos los pasos sucesivos, que no puede eximirse de dar la inteligencia humana, error en que también cayeron los sensualistas antiguos y el positivismo moderno.

La clave de la cuestión, en cuanto al procedimiento metódico se refiere, consiste en determinar de qué manera ha de proceder la mente para adquirir la ciencia. La filosofía aristotélico-cristiana ha proclamado en orden a este punto una gran verdad: el método no puede ser exclusivo, debe servirse lo mismo del análisis que parte del hecho y va a la razón del hecho, que de la síntesis, que arranca de la razón para llegar al hecho mismo. En efecto, la inteligencia humana pide descomposición de lo particular para reducirlo a una ley genérica y recomposición de las partes en su todo respectivo, pues el procedimiento metódico no puede ser exclusivamente analítico, ni exclusivamente sintético. No puede ser exclusivamente analítico, porque la adquisición de la ciencia, objeto final del método, no se consigue con solo el análisis, ni hay ciencia sino allí donde hay conocimiento de las causas y principios de las cosas y del modo con que dan origen al ser, objeto de ella. Y es así, que este conocimiento del modo en que los compuestos resultan de sus componentes y los efectos de sus causas, lo da la síntesis, que reuniendo las partes y los componentes, pone de manifiesto el vínculo que los enlaza con el todo y la manera con que este todo resulta de esa reunión; luego ni la ciencia puede ser resultado del solo análisis, ni el método que a ella nos encamine puede ser exclusivamente analítico. [32]

¡De cuantas censuras ha sido blanco en estos tiempos esta gran concepción de la filosofía Escolástica! Háse dicho que ella ha originado el atraso en que se encuentran las ciencias morales y políticas, así como a la adopción del puro análisis y a la afirmación de que las leyes de los fenómenos son la única parte de la naturaleza accesible al espíritu, mientras espesas e impenetrables sombras envuelven las causas eficientes y finales de las cosas, deben las ciencias físicas sus admirables progresos.

Que las ciencias morales y políticas se han estancado y paralizado, y que en realidad y al fenecer el siglo XIX no sabremos más en orden a los problemas de la filosofía, de la moral y el derecho, que lo que sabían San Agustín y Santo Tomás, es innegable; y por otra parte, ni la misma malicia puede poner en duda las grandes conquistas y provechosas aplicaciones de las ciencias naturales; pero si esto es así, no es exacto que se deba tal fenómeno a los diversos procedimientos metódicos empleados en estos dos distintos órdenes de disciplinas científicas. La explicación es, a mi entender, sencillísima. Las ciencias de hechos, ciencias imperfectas e impropiamente así llamadas, porque solo lo universal es objeto de la ciencia, acrecientan su caudal con la experimentación, y por eso obedecen de una manera ostensible a la ley del progreso. Demás de esto, cada época tiene su especial carácter y sus naturales tendencias, y en este siglo toda la actividad humana háse enderezado principalmente hacia las ciencias experimentales y sus aplicaciones prácticas, por lo cual abundan los Edisson y escasean los Aristóteles y Platones.

Grave, pues, ha sido el error del positivismo, que, cerrando los ojos a una verdad tan clara, y transformando de una manera insensible, aunque poco lógica, en imposibilidad perfecta, la mayor o menor dificultad de investigar y conocer las causas, ha pretendido aplicar a las ciencias filosóficas el método de las naturales, creyendo que de esta suerte aquellas realizarían en breve espacio los progresos de éstas. Pero los positivistas pecan más gravemente contra la lógica, que con ellos anda a la greña, cuando de la dificultad mayor o menor de conocer las causas y substancias deducen la imposibilidad de este conocimiento. Si les pedimos los fundamentos de semejante afirmación, nos dirán que la experiencia solo nos suministra el conocimiento de los fenómenos y de sus leyes, y que, por consiguiente, las substancias y las causas, si es que existen, no están contenidas en la esfera experimental y científica.

Equivócanse los hierophantes del positivismo al discurrir de esta suerte; la ciencia, en el sentido estrecho que ellos usan esta palabra, no es la única manifestación de la razón del hombre. Aunque se prescinda de las verdades reveladas, no es posible desconocer que la metafísica y la lógica significan y representan su papel en el mundo intelectual, y son manifestaciones tan legítimas de la razón humana, como las ciencias naturales, [33] aún en la hipótesis de que las substancias y las causas no pudieran ser conocidas por la experiencia.

Semejante hipótesis, Excmo. Sr., no tiene nada de exacta, antes por el contrario, bien puede decirse que en el conocimiento de las causas y principalmente el de las substancias, consideradas en cuanto a su existencia y realidad, corresponde a la experiencia en mayor grado que a la pura razón. Otra cosa sería si la escuela positivista se limitara a decir que el método experimental es insuficiente por sí solo para adquirir un conocimiento más o menos perfecto, íntimo y filosófico de las substancias, y con mayor razón de las causas. Porque la verdad es que esta especie de conocimiento que penetra hasta la esencia íntima de las substancias y causas, que investiga y determina sus propiedades y atributos, las relaciones que entre sí guardan y con los fenómenos y efectos, no puede obtenerse con la experiencia sola, y exige la oportuna combinación del método experimental con el racional. El positivismo estaría en lo firme si se concretase a decir que el poder de nuestra inteligencia, inmenso como el mar, como el mar tiene sus limites y valladares; pero su pecado, no consiste precisamente en admitir la existencia de objetos incognoscibles y de problemas insolubles para la razón, sino en establecer a priori y de manera tan gratuita como inexacta una línea divisoria absoluta entre lo cognoscible y lo incognoscible, línea muy difícil de señalar por la misma multiplicidad, complexidad y naturaleza diversa de objetos. De todas suertes, su afirmación, cuando nos presenta como cognoscibles todos los fenómenos y sus leyes, y como incognoscibles todas las substancias y causas, es tan gratuita como arbitraria.

Los positivistas, bueno será decirlo, se apartan con frecuencia de su teoría de la incognoscibilidad de las causas. Recórranse sus escritos y se verá como una buena parte de la moderna grey de Epicuro entra por el camino de afirmaciones y negaciones referentes a substancias y causas y especialmente a la primera causa y substancia primera.

De esta contradicción, lógica porque en ella incurrieron a impulsos de la humana naturaleza, de la cual ni aun los más refinados sofistas pueden desprenderse, nació el monismo, última evolución de la escuela positivista. Para el monismo, al menos en sus primeras manifestaciones, como para el positivismo, las substancias y las causas son incognoscibles, y el objeto de la ciencia que el hombre puede alcanzar, se reduce a los fenómenos y sus leyes. Solo que el monismo avanza con resolución por tan extraviado sendero, y transforma lo incognoscible en quimérico y la abstención positivista en negación absoluta, formulando al cabo su tesis principal en los siguientes términos: «Las substancias y las causas no existen realmente, y sus conceptos son ilusiones del espíritu. La realidad cósmica se compone tan solo de fenómenos y leyes que el hombre conoce por [34] medio de la experiencia; leyes, por lo demás, fatales y necesarias, que sujetan al Universo a un determinismo general y absoluto.»

El método no puede, pues, ser exclusivamente analítico, y desconoce su naturaleza quien así lo proclama, y lo que es más, tiene que, contradiciendo su propia doctrina, recurrir a la síntesis; así es que juzgado el positivismo y el monismo a la luz de la sana crítica, se ve que emplea contra la intención de sus autores el procedimiento sintético, llegando con Büchner y Haecke1 a admitir un ser único, que puede llamarse Naturaleza, Cosmos, Idea, Materia sobre todo, u otra cosa cualquiera, siempre que entrañe la unidad substancial de los seres y la identidad real de las cosas, junto con su evolución o proceso necesario y fatal.

Pero si el método no puede ser exclusivamente analítico, porque la ciencia no se constituye por el mero análisis, tampoco puede ser exclusivamente sintético. Es indudable que la ciencia, aunque es efecto de la síntesis, tiene que emplear el proceso analítico, elevándose de los hechos a sus razones y de los efectos a sus causas, llamándose el método analítico o sintético, no porque lo sea con exclusión total del otro modo de investigar, sino porque el análisis preceda o subsiga a la síntesis; así, pues, razón tiene Santo Tomás cuando dice que todo método es siempre analítico-sintético o sintético-analítico, y con no menos razón asegura Leibnizt, que los más grandes filósofos han unido al arte de hallar el de juzgar.

Conviene advertir, por más que es cosa sabida, que la filosofía aristotélico-cristiana, rechaza la unidad de método, preconizada por el filosofismo moderno. El empeño de unificar el método condujo a la ciencia al panteísmo y al idealismo, así como Descartes al aplicar a todas las disciplinas del saber el método geométrico, vinculó en ellas la materia de la geometría, convirtiéndolas en abstractas e hipotéticas, y Bacon erró al sostener que el método común era el inductivo, abriendo de par en par las puertas al materialismo, quizá sin quererlo.

Las ciencias, Excmo. Sr., son diversas, y diverso tiene que ser su método respectivo. Habiendo éste de determinarse por el principio que se tome como punto de partida, claro es que no puede existir un método único, común a todo saber sistemático y científico, sino presuponiendo que universales y comunes son los principios de donde parten todas las disciplinas y enseñanzas; y es así que cada ciencia parte de un principio propio, acomodado a la diversa materia de que trata; luego no puede ser único el principio o punto de partida de las ciencias.

He examinado el método aristotélico-cristiano en sus principios y en sus procedimientos, y réstame exponer cómo concibe Santo Tomás la ciencia. Para el Ángel de las Escuelas es la ciencia el conocimiento de las cosas por sus causas y se divide en divina, humana y mixta. La primera es el conocimiento de las cosas divinas, procedente, de una revelación [35] especial de Dios; la segunda es e1 conocimiento científico de las cosas humanas, mundanas y divinas que el hombre adquiere o puede adquirir por su razón, sin necesidad de auxilio alguno, y la mixta abraza verdades conocidas por la revelación y la luz natural.

La verdad, objeto de la ciencia, y hasta fin general y supremo del Universo, o es superior a la razón humana, o puede ser percibida y comprendida por ella. De la primera clase de verdades nos da testimonio la revelación; la segunda, la aprendemos por nosotros mismos. A esta última clase pertenecen, no solo las verdades inferiores que se refieren al hombre y al mundo, sino muchas que se refieren a Dios, como son su existencia, su unidad, su omnipotencia y demás atributos, y la creación ex nihilo, las cuales, lo mismo que la espiritualidad, la libertad y la inmortalidad del alma humana, en rigor no es absolutamente necesaria la revelación para alcanzarlas, siendo más bien condiciones y bases precisas para la fe sobrenatural. Aunque las verdades indicadas no constituyen artículos de fe para los sabios, para la generalidad de los hombres forman parte de la fe, porque asienten a ellas en virtud de la autoridad de Dios, siendo la razón de esto, que si bien no exceden de las fuerzas de nuestro entendimiento, superan a las de la mayor parte del género humano, el cual, salvo raras excepciones, es moralmente imposible que las conozca de una manera científica. Así es que en el asenso del filósofo cristiano a la existencia de Dios, la inmortalidad del alma y los premios y castigos de la otra vida, a la fuerza de la razón se añade la fuerza de la autoridad divina, que afirma, robustece y rectifica los datos de aquella.

Infiérese de aquí, la armonía y necesaria dependencia que existe entre la filosofía y la teología. La luz de la fe no destruye la luz de la razón, sino que más bien la completa y perfecciona. Si entre la fe y la razón hubiera antinomia, sería necesario suponer, o que Dios no existe, o que Dios se engaña; toda vez que ambas traen su origen de Dios mismo, autor y principio de la naturaleza y de la gracia. La filosofía y la teología, diga Draper lo que quiera, se auxilian mútuamente, se quieren como hermanas que son; pero para ello es preciso que la filosofía reconozca la primogenitura y supremacía de la teología, como superior que le es por la nobleza de su objeto, y por la certeza inconmovible de sus afirmaciones.

Sentados estos principios capitales, Santo Tomás, después de afirmar que en el orden cronológico y pedagógico, la lógica es la primera de las ciencias humanas, coloca a la cabeza de ellas a la metafísica, porque es la que investiga las primeras causas y razones de las cosas, y es la que suministra a las demás disciplinas del saber los primeros principios.

La dignidad e importancia de las ciencias está en relación con la dignidad e importancia intelectual de los seres que les sirven de objeto, y esta diversidad de objetos es la que determina también y constituye la [36] diversidad específica de las ciencias. La diversidad genérica de las mismas se halla en relación, o mejor dicho, depende del grado de abstracción y universalidad a que se encuentra subordinada. Fundado en esta teoría divide el Angélico Doctor la ciencia humana en tres géneros, que son:

1º Ciencias físicas, en las cuales el entendimiento hace abstracción de la singularidad o condiciones individuales del objeto.

2º Ciencias matemáticas, en las cuales se hace abstracción de las cualidades o modificaciones sensibles, además de la abstracción de la singularidad.

3º Ciencias metafísicas, en las cuales la inteligencia considera su objeto con abstracción de la singularidad, de los accidentes sensibles, y también de la extensión que se denomina cualidad o materia inteligible.

He analizado y expuesto los medios que la mente humana debe emplear para adquirir la ciencia, junto con el modo con que debe coordinarlos, siguiendo fielmente la lección de Santo Tomás y de sus expositores. Réstame para dar una idea completa de la metodología del Ángel de las Escuelas, tratar, siquiera sea ligeramente, del método de enseñanza. He aquí lo que dice Santo Tomás sobre punto tan importante: «Entre el método de invención y el de enseñanza, no hay otra diferencia sino la que media entre la naturaleza y el arte, puesto que el primero de esos métodos se realiza ejercitando el discípulo su propia razón para encontrar la verdad, y el segundo presupone el arte por cuyo medio el maestro ha comunicado al discípulo la ciencia; y es así que el arte ha de imitar a la naturaleza; luego el método de enseñanza debe ser paralelo al de invención.»{(1) Qq. Dispp. De Magistro, q. CXVII, a I.} Como se ve, Bacon repite la doctrina de Santo Tomás cuando asegura que la ciencia debe ser enseñada por el propio método que ha sido adquirida.

Tres acusaciones se han formulado contra la filosofía aristotélico-cristiana, que trataré de desvanecer con la mayor concisión posible. Es la primera y más importante, que Santo Tomás, siguiendo las huellas de algunos padres de la Iglesia, absorbe la razón en la fe, y por ende su filosofía, como toda la filosofía escolástica, no tiene otra misión que la de explicar, justificar y desarrollar el dogma. Precisamente mi digno colega D. Nicolás Salmerón no ha mucho que consagró un artículo a este tema en el Boletín de la Institución libre de Enseñanza. Pero el Sr. Salmerón ha leído de prisa a Santo Tomás, pues de haberlo hecho con detenimiento, no hubiera afirmado que su filosofía se reduce a una explicación del dogma. Lo que dice el Angélico Doctor es que no estando nuestro fin en esta vida, ha sido necesario para que el hombre pudiera conseguir su salvación eterna, que aparte de las ciencias filosóficas que se adquieren con las luces naturales, hubiera otra que ayudada por la Revelación, enseñase [37] al hombre las cosas que son superiores a su inteligencia, y aún algunas de las que la razón puede descubrir.{(1) Summa 1ª p. q. 1ª a lº.}

Santo Tomás, no confunde, pues, la ciencia y la fe; las distingue cuidadosamente, pero afirma, y esto es sin duda lo que molesta al filósofo de Almería, la existencia del orden sobrenatural y la de la ciencia a él correspondiente, así como que la ciencia humana ha de subordinarse a la divina y rendirle el debido acatamiento.

Esta necesidad de una ciencia sagrada, superior por su grado de certeza a la filosofía, solo el ateo puede negarla. El Sr. Salmerón quiere una ciencia independiente y secularizada; así al menos lo reclama en su artículo, y aun dando por resuelta la cuestión dice, si mal no recuerdo, porque no lo tengo a la vista, que ya la ciencia ha conseguido desprenderse de la Iglesia, que la asfixiaba al encerrarla entre las paredes del templo.

¡Desgraciada ciencia y desgraciada sociedad si tal aconteciese! Pero dejando esto a un lado, que su examen y discusión me llevaría lejos de mi propósito, la razón demuestra a mi juicio que la autoridad de Dios es infalible y que se dignó revelarnos ciertas verdades, y por consiguiente, no es posible rechazar esas verdades en nombre de la libertad de la ciencia, solo porque no se vea su fuente original en el entendimiento humano. Lo único que en mi concepto esclaviza nuestra mente, como dice Prisco, es el error, ora engendrado de un falso raciocinio, ora recibido gratis, es decir, como una prevención o una preocupación.

La ciencia revelada, ya lo he dicho anteriormente, nos suministra al par de las verdades sobrenaturales, las verdades religiosas del orden natural, y aun todos los grandes principios de la moral; y para quien sepa la acción directa, necesaria y continua que aquellas verdades y estos principios ejercen sobre la parte más preciada de la Metafísica, de la Psicología, de las ciencias jurídicas y otras de la misma especie, no ha de serle difícil comprender el grande auxilio que el espíritu humano recibe de las verdades reveladas, las cuales son siempre y en todo caso resplandeciente luminar que nos guía por el áspero camino del saber.

¿Ignora por ventura el Sr. Salmerón las vacilaciones, los desmayos, decaimientos y los delirios de los filósofos paganos y con cuánta dificultad lograron entrever algunas verdades? Preciso fue que resonara repentinamente en sus oídos la voz de ciertos hombres obscuros, que, sin títulos ni conocimientos académicos, enseñaban verdades nuevas, extrañas y hasta desconocidas en las diferentes escuelas filosóficas que hasta entonces habían aparecido. El origen del mal y la rehabilitación del hombre explicados por la caída original y por la encarnación del Verbo de Dios: la comunidad de origen y de destino final por parte del género humano; la consiguiente igualdad [38] y fraternidad entre todos los hombres sin distinción de razas, condiciones y estados; el principio de la humildad, de la mortificación y de la caridad cristianas; la triple personalidad de Dios, sin perjuicio ni menoscabo de su unidad de esencia y substancia, y sobre todo, la grande idea de la creación ex nihilo; he aquí, como dice el Cardenal González, las verdades traídas a la ciencia por los rudos pescadores de Judea, jamás pensadas ni imaginadas por los filósofos y gentiles.

Lejos, pues, de merecer las censuras del Sr. Salmerón, merece mil plácemes la filosofía tomista al abordar y resolver el problema de las relaciones entre la ciencia y la fe. Tertuliano, que solía llamar a la filosofía haereticorum condimentarium, y a los filósofos en general haereticorum patriarchas, propendía a anular la ciencia filosófica. En cambio los racionalistas, como el Sr. Salmerón, predican la autonomía absoluta de la razón humana. La filosofía de Santo Tomás, apartándose de estos escollos, proclama, por un lado, la subordinación relativa de la filosofía a la palabra de Dios, y por otro, la distinción real y la independencia relativa entre la filosofía y la teología. Tertuliano suprime uno de los términos del problema: el elemento humano y racional; el racionalismo suprime el elemento religioso, otro término del problema; el tomismo conserva, armoniza y concierta a la vez los dos términos del problema.{(1) Cardenal González, Elementos de Filosofía, t. 1º, p. XXIX.}

También se ha dicho de la filosofía aristotélico-cristiana, que rendía demasiado acatamiento a la autoridad humana en materias científicas, y sobre todo a la autoridad de los maestros, especie que constituye la segunda acusación que contra la misma se ha formulado por el filosofismo moderno. No negaré que el tomismo degeneró como degeneran todas las cosas humanas, y que en su decadencia y postración pecó rindiendo culto excesivo a Aristóteles; pero nada más lejos de la mente y de la enseñanza expresa de Santo Tomás que semejante corruptela. Oigamos acerca de este punto al sabio Cardenal González.{(2) Elementos de Filosofía, t. 1º p. XX.} «Ni los derechos de la razón, dice, estaban tan olvidados y absorbidos por el principio autoritario como se afirma y supone generalmente, ni la especulación escolástica es una especulación uniforme y rutinaria como pretenden muchos, sin parar mientes en que semejante aseveración está desmentida por los principales representantes de la filosofía escolástica. El estudio de la filosofía, escribe Santo Tomás, no tiene por objeto saber lo que opinaron los hombres, sino conocer la verdad de las cosas en sí mismas: Studium sapientiae non est ad hoc quod sciatur quid hominis senserint, sed cualiter habent veritas rerum. Ni se crea que este es un pasaje aislado de aquellos que se escapan, por decirlo así, de la pluma de un escritor, porque este mismo [39] pensamiento se halla repetido en muchos lugares de sus obras. Unas veces nos dice que la verdad debe ser preferida a toda autoridad humana, como una derivación que es de la razón, la cual pertenece a todos los hombres, y que si esto es exacto, por regla general, lo es con especialidad con respecto a los que se dedican al estudio de la filosofía: Specialiter tamen hoc oportet facere philosophos, quit sunt professiones sapientiae, quae est cognitio veritatis. Otras veces enseña que en las ciencias filosóficas y naturales, la autoridad humana ocupa el último lugar en la resolución de los problemas e investigación de la verdad, debiendo preferirse la doctrina que es conforme a la misma razón: Locus ab auctoritate, quae fundatur super ratione humana, est infirmussimus... Doctrina ostenditur esse vera ex hoc quod consonat rationi.»

«Cuando se trata de las ciencias físicas y naturales, reconoce que se hallan sujetas a un desenvolvimiento progresivo en atención a que dependiendo principalmente de la experiencia y de la observación, pertenece a los que vienen después añadir y perfeccionar lo que descubrieron sus antecesores: ad quem libet pertinet superaddere id quod deficit in consideratione praedecessorum; y esto por la potísima razón de que la filosofía natural (lo que hoy se llaman ciencias físicas y naturales) estriba sobre la experiencia, la cual exige y lleva consigo el progreso del tiempo naturalem philosophiam, propter experientiam, tempore indigere.»

Hasta aquí, el sabio dominico, honra de España y estrella de nuestra filosofía, a quien apellido y tengo por mi maestro en estas disciplinas y enseñanzas. Por lo demás, excusado será decir que Santo Tomás practicó lo que enseñaba, y que si hemos de seguir fielmente su doctrina, obligados nos encontramos a continuar investigando, aprendiendo las cosas en sí mismas, y no lo que los demás pensaron y dijeron.

Lo extraño es que se haya achacado a la filosofía tomista y cristiana el pecado de dar la mayor y mejor parte a la autoridad humana y doctrinal de los maestros por los que llamó Campoamor caballeros de la lenteja y por los que bajo la fe de Haeckel creen a puño cerrado en el proceso infinito de la materia. ¡Tal es el hombre, dispuesto siempre a no ver la viga en su ojo y sí la paja en el ajeno! No estará demás advertir para escarmiento de incautos y enseñanza de desapercibidos, que lo que los racionalistas llaman originalidad y propio pensar, consiste únicamente en el fiero desdén con que rechazan las enseñanzas de la Iglesia católica, y en el odio sectario que su corazón encierra para cuantos profesan la doctrina del que murió por redimirnos en afrentoso madero.

Finalmente, acúsase a la filosofía cristiana de llevar en su seno el monstruo del dualismo. Si por dualismo se entiende la distinción y separación más absoluta y radical entre el espíritu y la materia, entre Dios y el hombre, [40] a gloria tiene el ser dualista la filosofía de Santo Tomás, lo cual no empece que esta filosofía haya afirmado y afirme antes y después de aparecer Kant, Hegel y Krause, que hay un ser en el cual todos los demás seres encuentran su fundamento y su razón de ser; solo que mientras la filosofía moderna enseña que este ser divino y absolutamente infinito es el fundamento interno y substancial de los seres, a la vez que la razón necesaria de su ser o existencia, la filosofía tomista proclama que este ser divino o infinito es el fundamento interno inteligible, pero externo por parte de su existencia física, propia e individual; que no es coexencial ni consustancial con los seres, a los que sirve de fundamento; que este ser divino es la razón de ser libre, pero no necesaria de los seres infinitos en su existencia propia. Más todavía: hasta cabe en los principios de la filosofía cristiana la afirmación de que en este ser en sí y por sí debe encontrarse la raíz de esos opuestos, que solo son opuestos relativamente.

He concluido, Excmo. Sr., y hora es ya de que con vuestra venia, antes de abandonar esta tribuna, dirija algunas palabras a los jóvenes escolares que asisten a esta solemnidad literaria.

Enmedio de los tiempos perturbados en que vivimos, desquiciada la enseñanza pública por mil diversas causas, acudís a estos centros del saber ganosos de recibir el pan del entendimiento, no menos necesario al hombre que el pan corporal, y antes de que penetréis en nuestras aulas, solo una prevención tengo que haceros: huid de la ciencia atea e impía, que al infiltrarse en vuestro espíritu, pudiera apagar en él la luz radiante de la fe católica; cerrad vuestros oídos a la voz de los sofistas, que a semejanza del enemigo del género humano os dirán: seréis como dioses, y pensad que los frutos del árbol de la ciencia, con que os brindarán, son como los frutos de la leyenda del lago maldito, agradables a la vista, pero por dentro solo contienen podredumbre y ceniza.

Poned los ojos en las decadencias actuales, engendradas por el filosofismo imperante, y recordad que el período más glorioso para las Universidades y para la ciencia española, fue justamente aquel en que los católicos se agruparon en torno del Ángel de las Escuelas. Entonces floreció en esta tierra bendita de Granada el eximio Suárez, verdadero gigante del saber, a cuyas poderosas armas ningún enemigo pudo resistir; entonces brilló en Valencia Luis Vives, en Salamanca Melchor Cano, y otros muchos que en este momento no puedo enumerar. Todos ellos se formaron en la filosofía cristiana; todos ellos pelearon contra los herejes de su tiempo, y nos indican el camino que debemos seguir para oponernos y arrollar gloriosamente a los del nuestro.

Jóvenes escolares: no oigáis las insidiosas frases de los racionalistas que en nombre de la civilización y del progreso, hermosas palabras que con mentira en sus labios, os pintan como fautores del oscurantismo a los que [41] os señalan el peligro de sus enseñanzas. La civilización y el progreso, nada tienen que temer de la restauración de la filosofía de Santo Tomás, porque como dice Su Santidad León XIII en su admirable Encíclica Aeterni Patris, los hechos y la experiencia comprueban que cuando se guardó el honor debido a la sana filosofía, entonces florecieron principalmente las artes liberales, y por el contrario, que perdieron su lozanía y acabaron por aniquilarse cuando la filosofía, torcida por el error, degeneró en necedad.

Armonizad, pues, sin vacilación alguna los documentos de la fe y los dictámenes de la razón, uniendo al par en admirable consorcio la excelsa majestad de la filosofía con las flores del arte. De esta suerte contribuiréis a renovar, engrandecido y perfeccionado con los adelantos positivos de la edad presente, el siglo de oro de la ciencia patria; de esta suerte seréis fieles a las tradiciones ilustres de esta escuela granadina, donde la mano de los Suárez escribió en el pórtico de este paraninfo: Non plus sapere, quam oportet sapere, sed sapere ad sobrietatem, lema que debéis grabar en vuestro corazón, ya que por desdicha ha sido borrado de la puerta de este templo del saber; de esta suerte, por último, quizá llegará el día en que vuestros nombres se escriban con letras de oro en el libro de nuestra historia, habiendo desplegado las alas de vuestro pensamiento, como dijo el poeta...

...en golfo tan remoto
que no descubran sino mar y cielo.

He dicho.

Transcripción íntegra del texto contenido en el opúsculo de 41 páginas correspondiente a la edición impresa de este Discurso, cuya imagen digitalizada nos ha sido facilitada amablemente por la Biblioteca Universitaria de la Universidad de Granada (a partir del ejemplar catalogado como documento 244934, copia 244980).


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