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  El Basilisco, nº 19, 1995, páginas 88-97
  
Lecturas de El animal divino.
Respuesta a Gonzalo Puente Ojea


Alfonso Tresguerres
Oviedo
 

1

En su obra Elogio del ateísmo (Siglo XXI, Madrid 1995) expone Gonzalo Puente Ojea las que parecen ser –tras largo periodo de reflexión– sus conclusiones definitivas sobre El animal divino, el escrito fundamental de Gustavo Bueno en el campo de la filosofía de la religión.

Ahora bien, la lectura de Puente Ojea no tiene lugar desde un punto de vista totalmente ajeno a la filosofía materialista de la religión, no se coloca –diríamos– en una posición de completa exterioridad respecto a ésta, sino que quiere configurarse a partir de la aceptación de lo que Puente Ojea denomina la metodología de Bueno; término, a mi juicio, excesivamente blando y tibio para referirse a lo que constituyen un conjunto de radicales exigencias de carácter gnoseológico y ontológico establecidas por el materialismo filosófico a la reflexión sobre la religión, siempre que ésta quiera presentarse como verdadera filosofía, y no solamente como una serie de opiniones u observaciones de tono psicológico, sociológico o histórico, más o menos pertinentes o atinadas, sobre el asunto. Y obsérvese que he escrito «establecidas por el materialismo filosófico», y no «establecidas por Gustavo Bueno». Con el matiz, que pudiera parecer meramente retórico (¿acaso no es Bueno el creador del materialismo filosófico?), quiero llamar la atención sobre el hecho de que detrás de El animal divino se encuentra todo un sistema filosófico, constituido, entre otras cosas, por una Ontología, una Gnoseología, una Antropología filosófica y una concepción de la misma Filosofía. Y si la Filosofía de la religión no es (como suponemos) una disciplina exenta, sino que depende directamente de las posiciones ontológicas, gnoseológicas y antropológicas que previamente se hayan adoptado, entonces resulta que tampoco El animal divino puede ser leído de forma exenta, con abstracción del sistema filosófico del que brota (o si leído, no, desde luego, seriamente analizado ni criticado). Yo no sé si Gonzalo Puente Ojea tiene estas cuestiones todo lo presentes que sería de desear, ni tampoco sé si su trato con el materialismo filosófico le ha hecho lo suficientemente avezado como para llegar a una plena comprensión de la obra que analiza. Leyendo su crítica, uno se siente tentado, por momentos, a resolver en sentido negativo ambas interrogantes: de otro modo no se alcanza a entender que Puente Ojea parezca llegar a dudar, algunas veces, que el materialismo y el ateísmo de Bueno sean, por lo menos, tan radicales y terminantes como los suyos propios; ni que se considere autorizado a constatar, con profundo escándalo por su parte, que la filosofía materialista de la religión se encuentra «en tan buena compañía con los apologetas de la fe» (pág. 92). El escándalo no es para nosotros menor; pero motivado, en este caso, por el hecho de que Gonzalo Puente Ojea (cuya inteligencia, honradez intelectual y profunda erudición histórico-filológica sobre la génesis del cristianismo y su historia no vamos a descubrir ahora) haya podido llegar a semejante conclusión.

Yo creo que la razón es la siguiente: Puente Ojea se ha percatado muy bien del sentido y alcance de algunos aspectos de esa metodología a la que él dice ser fiel: en especial, de la exigencia que obliga a la Filosofía de la religión a dar cuenta de la génesis de ésta (de la religión), y de aquélla que la impide permanecer neutral ante el material religioso (exigencias que, diestramente manejadas, permiten a Puente Ojea realizar una crítica bastante atinada a la teoría de la religión de Alfredo Fierro; crítica a la que, con todo, nosotros añadiríamos algunas cosas y matizaríamos otras, lo que, desde luego, no viene al caso en este momento). Pero, en cambio, de otros aspectos no se ha apercibido con similar precisión: en concreto, Puente Ojea [89] no entiende (o lo hace de manera muy deficitaria) lo que supone la tesis de que la Filosofía de la religión ha de comprometerse con el problema de la verdad del material fenomenológico que analiza, o lo que es lo mismo, que ha de pronunciarse sobre la verdad de la religión (consecuencia obligada de su no neutralidad). Y digo que no lo entiende porque, desde su perspectiva, no cabe que el ateo se sitúe frente al problema de la verdad de la religión más que para negarla (haciendo depender la religión misma de mecanismos psicológicos de proyección, según tesis que él cree hallar firmemente establecida en Tylor y Feuerbach). En caso contrario, es decir, en el caso de que se esté dispuesto a conceder algún fundamento de verdad a la experiencia religiosa, Puente Ojea teme que se esté abriendo una puerta a lo sobrenatural. No ha de sorprender, por ello, que experimente escalofríos al leer en El animal divino que la religión tiene una verdad propia; verdad que se encuentra en la relación real con los númenes animales reales de la religión primaria. Para él esto implica un desfallecimiento de la posición materialista y atea, y la apertura de una brecha por la que quién sabe si no acabará por «colársenos» el mismísimo Dios. Este temor (infundado, sin duda) de Puente Ojea tiene su origen en una grosera confusión que despunta por doquier en su escrito: Puente Ojea parece entender que al afirmar que los animales son númenes reales se está afirmando, al mismo tiempo, que los animales son realmente númenes. Pero si esto fuese así, entonces El animal divino no sería un tratado de Filosofía de la religión, sino el catecismo de la religión primaria. Nadie, que yo sepa, ha leído tal obra como si se tratase de una especie de profesión de fe. Quiero pensar que tampoco él.

Ahora bien, si éstas nuestras primeras observaciones sobre su crítica son atinadas (y porque creemos que lo son las hemos escrito), entonces tenemos que llegar a una conclusión terminante: Puente Ojea no ha comprendido El animal divino.

2

Mas para que la conclusión a la que acabamos de llegar pueda considerarse sólidamente establecida, no basta con lo dicho hasta aquí: es preciso, sin duda, desplegar una argumentación más detallada, y esto no sólo en extensión, sino también en profundidad. Es lo que trataré de hacer a continuación.

En este párrafo procuraré resumir las principales objeciones de Puente Ojea a la filosofía materialista de la religión, así como la teoría alternativa que él propone (teoría construida, como ya hemos indicado, vía Tylor y Feuerbach). En los tres siguientes intentaré responder a dichas objeciones y a dicha teoría.

Esas objeciones son fundamentalmente dos: la primera sostiene que la tesis fundamental de El animal divino, según la cual el núcleo de la esencia de la religión, la génesis de ésta, se encuentra en los númenes animales y en la relación del hombre con ellos, no se halla bien establecida, incluso podría verse como absolutamente gratuita, porque Gustavo Bueno no consigue, en ningún momento, responder a la pregunta decisiva: ¿cómo se produce el paso de los animales a su condición de animales numinosos, de númenes? Y Bueno no consigue hacerlo porque tal fenómeno de numinización animal es el resultado de una proyección animista (auténtica génesis de la religión, según Puente Ojea). Sin tal mecanismo psicológico nunca podrá comprenderse no ya el origen de la religión, sino tampoco la misma numinización animal (fenómeno que Puente Ojea no niega que haya podido darse, aunque, desde luego, siempre como fenómeno secundario y derivado –del mismo modo que han podido verse como numinosos contenidos radiales, tales como piedras, plantas o ríos–, pero en modo alguno como el fenómeno primario y nuclear de la experiencia religiosa, que –como decimos– no es otro que la proyección animista de carácter psicológico).

Ahora bien, Gustavo Bueno no habría podido percatarse de esto –según Puente Ojea– porque el prejuicio ontológico que acabamos de exponer (la admisión de la existencia de númenes animales) le ha conducido finalmente (y ésta es la segunda objeción) a otro prejuicio, esta vez de carácter metodológico: la recusación de las virtualidades de la Psicología para convertirse en la clave explicativa de la religión y de la experiencia religiosa. Partiendo del supuesto (infundado y apriorístico, como se ha dicho) de que existen animales numinosos, Bueno ha tenido que apartarse (sin mayor justificación, a decir de Puente Ojea) de cualquier explicación de la religión en términos de ilusión psicológica, optando, así, por su teoría angular, lo que supone, al tiempo, el rechazo de las concepciones circulares.

Por su parte, y tal como ya hemos sugerido, a Puente Ojea no le cabe ninguna duda de que sólo la teoría psicológico-circular posee sólidos fundamentos para dar cuenta de la génesis de la religión, poniendo de relieve, al mismo tiempo, su carácter puramente ilusorio. Por ello, frente a la tesis defendida en El animal divino de que el misterio de la Teología es la Etología, Puente Ojea no dudará en afirmar que «la ilusoria 'verdad' de la religión hay que buscarla en la Antropología (es decir... en el seno de las relaciones de los seres humanos entre sí y con su entorno natural y social, y en el seno del ser humano en sí mismo)» (pág. 101). Como ya se ha indicado, esta hipótesis permanece enteramente fiel a la explicación animista de E.B. Tylor, para quien diversas experiencias alucinatorias, así como sueños y visiones de distinto tipo, habrían llevado al hombre primitivo a la creencia en el alma o ánima, como principio explicativo no sólo de tales visiones, sino también de la diferencia, por ejemplo, entre la vida y la muerte. Esta creencia evolucionará posteriormente hasta comprender la existencia de espíritus, concebidos como seres sobrenaturales capaces de explicar distintos fenómenos y acontecimientos, y, por último, de esta suerte de politeísmo, se pasará al monoteísmo, postulando la existencia de una sóla deidad. Tal es la explicación de la experiencia religiosa que Puente Ojea acepta plenamente, sin quitar ni añadir nada, y a la que, a lo sumo, busca complementar acudiendo a Feuerbach y a su concepto de alienación religiosa, resultado del despojarse el hombre de su propia naturaleza y objetivarla en Dios (el hombre creó a Dios a su imagen y semejanza). Según Puente Ojea, Tylor habría descubierto los orígenes de la religión en la proyección animista (proyección inicialmente de las propias capacidades psíquicas en el concepto de «ánima», y proyección, más tarde, del ánima en el resto de los seres naturales), en tanto que a Feuerbach le habría correspondido el mérito de analizar las consecuencias de ese animismo primitivo en el hombre civilizado, creador de los monoteísmos religiosos, y las consecuencias, también, del origen antropológico de la religión, para denunciar ésta como falsedad radical. [90]

La construcción teórica de Puente Ojea se complementa, por último, buscando un punto de apoyo en la ciencia, quien sabe si queriendo indicar, acaso subliminalmente, que lo anterior no son explicaciones más o menos fantasiosas, sino que estamos tratando de cuestiones que cuentan con un importante respaldo científico; y para ello acude a Jacques Monod, como si el ser un eminente bioquímico confiriese al científico francés alguna autoridad en cuestiones de Psicología, de Religión o de Psicología de la religión. Monod, según Puente Ojea, habría venido a descubrir el carácter finalista del animismo (el hombre proyecta sobre el resto de la naturaleza no sólo ánimas, sino también finalidades) y habría demostrado (suponemos que «científicamente») que la proyección animista-finalista constituye un principio universal del psiquismo humano.

¿Qué más se puede pedir? La teoría postulada no sólo posee una sólida fundamentación antropológica y filosófica, sino que, además, acabamos por caer en la cuenta de que está «científicamente demostrada».

Las objeciones de Gonzalo Puente Ojea a la filosofía materialista de la religión son, sin duda, mucho más ricas de lo que podría sugerir el resumen que nosotros acabamos de hacer. Esperamos, no obstante, que en las páginas que siguen tal riqueza no se vea traicionada; mas por el momento era necesario resumirlas en sus líneas esenciales, al objeto de percatarnos de cuáles son las claves de la crítica y orientarnos sobre el modo como hemos de proceder a fin de organizar nuestra respuesta.

La primera objeción es –como fácilmente se puede ver– una «enmienda a la totalidad» de la parte ontológica de El animal divino, ya que desautorizada la tesis de los númenes animales como núcleo generador de la esencia de la religión, se vienen inmediatamente abajo tanto el cuerpo como el curso de ésta. La segunda, en cambio, es de carácter básicamente gnoseológico, y tiene que ver con la negativa de Bueno a aceptar las explicaciones de la religión en términos psicológicos. Ahora bien, la ontología y la gnoseología de la filosofía materialista de la religión se presuponen mutuamente, y por ello no resulta sencillo decidir a cuál de las dos objeciones hemos de responder antes. Es cierto que en El animal divino, Gustavo Bueno expone en primer lugar la fase gnoseológica de la filosofía de la religión para a continuación pasar a la ontológica. Y yo, en mi respuesta a Puente Ojea, voy a optar por seguir ese mismo orden. Entre otras cosas, porque dado que, según él, es el prejuicio ontológico el que da lugar al metodológico (al gnoseológico), intentaré mostrar que no hay tal prejuicio metodológico, y sí una sólida construcción filosófica, de carácter gnoseológico, acerca de los saberes sobre la religión, y para ello me referiré lo menos posible a las cuestiones ontológicas, a fin de que pueda comprobarse que no son ellas las que están actuando como prejuicios contra la Psicología y la Antropología de la religión, sino que la recusación de éstas es consecuencia obligada de la constatación de que el problema de la esencia de la religión es un problema filosófico, y que, por tanto, no puede ser resuelto en términos científicos, esto es, por ninguna de las ciencias de la religión, y, por consiguiente, tampoco por la Psicología o la Antropología. Tras esto, centraremos de lleno la discusión en el ámbito ontológico, respondiendo así a la otra gran objeción de Puente Ojea. Al hilo de ambas respuestas, confío en que, al mismo tiempo, se vayan perfilando los elementos esenciales de mi propia crítica a la teoría alternativa que se nos presenta.

3

El animal divino se abre con la distinción entre filosofía verdadera y verdadera filosofía; distinción que (suponemos) no presenta mayores dificultades: en el primer caso el acento se pone en el contenido doctrinal; en tanto que en el segundo se alude a la forma misma de la argumentación. O dicho de otro modo: si la primera acepción se perfila en el contexto de la Epistemología, la segunda es estrictamente gnoseológica. Y lo que se pretende (Gustavo Bueno lo declara expresamente desde el principio) es examinar las condiciones que harían posible una verdadera filosofía materialista de la religión (y también una filosofía no materialista), y, por consiguiente, de lo que principalmente se trata es de dar cuenta de los rasgos que han de configurar una reflexión materialista sobre la religión que aspire a presentarse como verdaderamente filosófica. Este es el objetivo fundamental de la obra; más aun que el contenido doctrinal propuesto (la tesis sobre los númenes animales como núcleo de la religión), lo que no significa, desde luego, que se abdique de tal contenido ni que haya de ser considerado producto de una propuesta absurda e ijustificada. Veremos que si se llega a él es como resultado de una rigurosa argumentación filosófica en la que se adoptan importantes compromisos de carácter ontológico y antropológico.

Pues bien, entre las condiciones que ha de satisfacer una verdadera filosofía de la religión se encuentra la necesidad de reconocer una verdad propia a los fenómenos religiosos: sólo si la religión puede ser considerada verdadera en algún sentido, cabe hablar de verdadera filosofía. Se podría objetar (y por ahí va parte de la crítica de Puente Ojea, aunque no sé si es plenamente consciente de ello) que, aun admitiendo esto, la cierto es que la religión es esencialmente una ilusión psicológica y que, en consecuencia, su resolución compete a la Psicología, [91] y si ello hace imposible una filosofía de la religión, peor para la Filosofía. El asunto desemboca así en un ámbito estrictamente gnoseológico: ¿es la religión un problema científico, capaz, por lo mismo, de ser resuelto por alguna ciencia particular, sea la Etnología, sea la Psicología? La respuesta, tajantemente, es no. Y ello por diversas razones: ante todo porque «Religión» es una Idea, no una Categoría, y hablar de religión implica tomar contacto con otras múltiples Ideas que desbordan cualquier ámbito categorial (científico) determinado. ¿Dónde colocar el cierre de cualquiera de las ciencias que se ocupan de fenómenos religiosos?, ¿dónde se encuentra, por ejemplo, el cierre de la Antropología o el de la Psicología?

A decir verdad, las ciencias de la religión ni siquiera están en condiciones de delimitar el ámbito de los fenómenos religiosos: ¿cuáles son éstos exactamente?, ¿cómo decidir ante un fenómeno dado si es o no religioso? Ninguna de las ciencias de la religión pueden responder a estas preguntas, y no pueden hacerlo porque en la respuesta se encuentra ya implicada una determinada filosofía de la religión –bien espiritualista, bien materialista–, y sólo desde ella cabe ensayar tal respuesta –sea adecuada o inadecuada, esa es otra cuestión–. De donde se deduce que las ciencias de la religión han de partir de los fenómenos religiosos como algo ya dado –y que no se nos diga, como hace Puente Ojea (pág. 87), que el antropólogo o el psicólogo pueden replicar que ellos se acogen a las concepciones tradicionales, a las definiciones de diccionario, porque eso es una ingenuidad acrítica de un calibre insoportable–. Para hablar de religión se hace, pues, obligado comenzar por reconstruir el campo extensional de los fenómenos religiosos, y esto es algo que no puede hacerse más que en términos filosóficos.

Pero es que, además, tales fenómenos religiosos se presentan intencionalmente como verdades, ante las que no cabe adoptar una posición de neutralidad, siendo obligado tomar partido ante ellas. Y esto sí lo ha comprendido bien Puente Ojea; pero dudo de que haya caído igualmente en la cuenta de que esa toma de partido es en sí misma filosófica, porque sólo puede llevarse a cabo desde determinadas premisas ontológicas. ¿Con qué autoridad van a negar el antropólogo o el psicólogo la existencia de seres espirituales o sobrenaturales, negar, incluso, la existencia del mismísimo Dios terciario? Las ciencias de la religión están obligadas a permanecer en el plano fenomenológico; y en ese ámbito, las aportaciones que suministran en orden a la clarificación de la fenomenología religiosa son no sólo importantísimas, sino también de obligada presencia en la construcción filosófica. En este sentido, nadie duda de que la Psicología puede prestar servicios notables a la teoría de la religión, mas no dar cuenta de la esencia de ésta, porque su análisis por fuerza ha de mantenerse en un contexto fenomenológico y genérico, señalando aspectos de los fenómenos religiosos que no son específicos de ellos, sino comunes con otros fenómenos no religiosos. Pero a la teoría de la religión le es necesario pasar de ese plano fenomenológico (en el que todos los fenómenos religiosos están dados a un mismo nivel) al plano esencial, en el que es preciso comprometerse con el problema de la esencia y la verdad de la religión. Pero es justo ese paso el que se halla vedado a las ciencias de la religión (a la Antropología, a la Psicología), en la medida en que implica importantes compromisos de carácter filosófico (ontológicos, antropológicos). Sin tales compromisos (que constituyen los Preambula fidei de la filosofía de la religión) no cabe decir una palabra sobre el asunto.

Mas no se trata de posicionamientos gratuitos, de meras opciones personales, de simples opiniones o de meros prejuicios. A quien los tilde de prejuicios habría que replicarle que su opinión (porque eso sí es una opinión) nada vale, en tanto no presente la confrontación en términos ontológicos y gnoseológicos, y que prejuicios (y bien auténticos) son los suyos propios, que cree (ingenuamente) poder enfrentarse, inmaculado y libre de supuestos, a la fenomenología religiosa, esperando que de ella brote la respuesta a la pregunta por la religión. Quien no parte de unos supuestos, parte de otros (explícitos o implícitos), y quien crea enfrentarse con fría y serena objetividad científica a los hechos, lo que verdaderamente está haciendo es un ejercicio de rotunda ingenuidad, porque lo que él considera ausencia de prejuicios es, seguramente, el prejuicio por excelencia en materia de religión, a saber: que bajo el rotulo «Religión» se puede acoger todo fenómeno o comportamiento «extraño», exótico o supersticioso, como si a mayor amplitud del término, mayor cientificidad.

Denominar «prejuicio metodológico» a la recusación que El animal divino hace de la Psicología (también de la Antropología de la religión), es, a su vez, un prejuicio: el prejuicio de quien no disponiendo de una Gnoseología y una Ontología alternativas, parte del supuesto (éste sí) infundado y gratuito de que los fenómenos religiosos son meros contenidos de conciencia, ilusiones o proyecciones de carácter psicológico. Pero el cuerpo de las religiones consta de pinturas rupestres, de templos y basílicas, libros sagrados y teologías, oraciones y sacrificios, mitos y ritos... Ninguno de esos elementos es un simple contenido de conciencia, y sí realidades tangibles, pertenecientes a la cultura material y objetiva. La vaca Hathor no era un contenido de conciencia, ni lo fue la ceremonia del taurobolio, que consistía en una relación real con un toro real. Acaso Puente Ojea se decida a explicarnos algún día los pasos que conducen desde la génesis de la religión como ilusión psicológica al sacrificio del toro (en el taurobolio o en nuestra moderna corrida). Tales fenómenos (esa es la tesis de El animal divino) tienen una génesis y una verdad propia, y es hasta ellas hasta donde (partiendo de una situación en la que ha sido dado ya el Dios terciario) pretende remontarse la filosofía materialista de la religión.

Seguramente Puente Ojea persistirá en su argumento, insistiendo en que, si bien los fenómenos religiosos que acabamos de mencionar no son, desde luego, meros contenidos de conciencia, sí lo fue, sin embargo, el origen de la religión misma, con independencia de cual haya sido su curso posterior y el cuerpo que la ha ido conformando. Pero ante esa sugerencia, que nada resuelve ni en nada se funda, nos permitiremos permanecer absolutamente insensibles; al menos hasta que no se tenga a bien explicarnos por qué esa ilusión ha engendrado unas formas de religiosidad y no otras, por qué las religiones son las que son, por qué son como son y por qué se han sucedido según un orden y no otro, cuál es, por ejemplo, el hilo conductor que une a la ilusión psicológica con el buey Apis, o por qué esa ilusión se ha configurado con tanta frecuencia como ilusión zoomórfica. Es significativo que desde la teoría que defiende, Puente Ojea no pueda decir ni una palabra sobre el cuerpo y el curso de la religión. La única indicación al respecto se encuentra al final de la pág. 104, y allí se nos dice sencillamente que la evolución de la religión es el resultado de una «incesante labor de remodelación y redefinición» de los «conceptos ilusorios». [92]

Ahora bien, que los animales son meros contenidos de conciencia pudo ocurrírsele a Descartes, cómodamente instalado junto a una estufa, pero es seguro que no lo eran para el hombre del Paleolítico, que tenía que vivir, convivir y sobrevivir contando con ellos: ¿por qué calificar de ilusión psicológica, de proyección animista o de contenido de conciencia a la relación establecida entre ellos y el hombre; relación en la que el materialismo filosófico busca el origen y la verdad de la religión? La respuesta de Puente Ojea es que si bien los animales eran reales, su conversión en númenes sí es un mero contenido de conciencia, resultado de una proyección e ilusión psicológicas. Y esto nos conduce a proseguir la discusión en un contexto ontológico, lugar donde, según Puente Ojea, se perfila el segundo prejuicio de Gustavo Bueno: la admisión de la existencia de los númenes animales.

4

Hemos visto las razones por las que se hace obligado concluir que la teoría de la religión es, obligadamente, de naturaleza filosófica (no científica), y hemos señalado también que una verdadera filosofía de la religión ha de reconocer a los fenómenos religiosos una verdad propia, o si se quiere decir de otro modo, ha de contemplar la existencia de una genuina experiencia religiosa. Mas por lo pronto se hace obligado, antes de nada, delimitar el campo mismo de la religión. Sin embargo, eso no puede hacerse optando por una definición entre otras que pudieran ofrecerse, porque dada la heterogeneidad del material religioso, no cabe una definición analítica, unívoca o porfiriana, una definición –diríamos– por género y diferencia específica. Y de hecho las definiciones de este tipo que frecuentemente se proponen, unas veces son vagas y abstractas, otras excesivamente rígidas, unas veces desbordan la propia fenomenología religiosa y otras no la cubren en su totalidad. De lo que se trata, por el contrario, es de proponer como génesis de la religión alguna experiencia religiosa en cuyo desarrollo puedan ir estableciéndose los nexos capaces de unir causalmente los diversos fenómenos religiosos. Ello conduce a entender la esencia de la religión como una esencia genérica compuesta de un núcleo, un cuerpo y un curso. De este modo, la definición de religión, que tendrá la forma de una totalidad sistemática, sólo nos será dada, como tal, en el desarrollo de sus partes.

La tesis propuesta en El animal divino sobre el núcleo de la esencia de la religión, y, por tanto, sobre la génesis y la verdad de la experiencia religiosa, es la relación (la religación, si se quiere) del hombre con los númenes; pero con númenes finitos, toda vez que un numen infinito no es propiamente un numen personal con el que cupiera establecer relaciones de ningún tipo. Ahora bien, un numen personal que no exista, no es personal, y si no hay númenes personales no hay relación ni experiencia religiosa. De donde se deduce que un numen personal que no exista no sólo no es personal, sino que ni siquiera es numinoso, ni siquiera es un numen. Esta es la clave del argumento ontológico-religioso que Puente Ojea no entiende. No se trata ni de un argumento circular ni de una petición de principio (pág. 92). No se trata de que se haya decidido a priori y de forma fideistamente determinada que existen los númenes. El asunto es bastante más radical: sencillamente, si no existen los númenes no hay experiencia ni relación religiosa, no hay religión. Y tendríamos que volver nuevamente a la explicación psicologista que nada explica en realidad –ni podría hacerlo tampoco.

El núcleo de la religión se perfila así entre los contenidos del espacio antropológico, y reúne dos condiciones absolutamente obligadas y necesarias: por un lado, está presente en la fenomenología religiosa (emic). De no ser así, proponerlo como tal no sólo sería –esta vez sí– completamente apriorístico, sino también extravagante y gratuito. Pero, además, puede ser reconocido como realidad extrarreligiosa (etic), porque en caso contrario la propuesta sería ahora absolutamente metafísica.

La tesis, de otro modo, suena así: el núcleo de la esencia de la religión, su génesis, se encuentra en la relación con númenes finitos, personales y realmente existentes. Pero la tesis es, obviamente, de naturaleza filosófica, y resultado de una construcción especulativa, no de una demostración científica. Lo que no significa, desde luego, que carezca de rigor: su fuerza y su verdad hay que buscarlas en la capacidad que muestre para reconstruir y dar cuenta de la fenomenología religiosa, y, por lo pronto, para dar cuenta de la misma religión, pues lo que quiere decirse es que fuera de ese marco no cabe hablar de experiencia religiosa.

El paso siguiente es determinar quiénes son esos númenes reales que se encuentran en el núcleo y en la génesis de la religión. Según la filosofía materialista de la religión se trata de los animales. Aquí es donde se localiza el grueso de la crítica de Puente Ojea. Según él, la tesis sobre los númenes animales es inadmisible, y ello por varias razones: 1) hablar de númenes reales, en general, y de númenes animales, en particular, es una decisión ontológicamente infundada e injustificada, una simple opción subjetiva, una mera opinión sin mayor fundamento; 2) en la medida en que los númenes han de ser concebidos como centros de voluntad e inteligencia (de lo contrario no habría relación numinosa), los animales no pueden desempeñar esas funciones; y 3) En El animal divino no se consigue explicar en ningún momento cómo se produce el paso de los animales realmente existentes a animales numinosos.

Procederé a responder a las tres objeciones en el mismo orden en que han sido expuestas.

En El animal divino se dice que una vez expuesta la tesis sobre el núcleo numinoso de la religión, es preciso efectuar una clasificación de los númenes, y dentro de ella decidir cuáles de ellos pueden ser considerados reales, «según los criterios de realidad ontológica que cada cual presuponga». Puente Ojea interpreta estas palabras (págs. 89-90) como una declaración de descarado subjetivismo; entiende que lo que Gustavo Bueno quiere decir es que cada cual tiene sus propios criterios de realidad ontológica, sus Preambula fidei, de los que no tiene por qué dar cuenta a nadie. El error de la lectura hecha por Puente Ojea es, otra vez, de una magnitud tal, que de nuevo nos vemos obligados a dudar seriamente de que haya entendido la obra que critica.

La filosofía de la religión (ya lo hemos dicho) no es una disciplina exenta, sino que se encuentra en estrecha dependencia de una Ontología y de una Antropología filosófica (de otro modo, sencillamente no habría filosofía de la religión). Y esos criterios de realidad ontológica, a los que alude Bueno, no son otra cosa que la Ontología de la que se parte y que previamente [93] ha debido ser confrontada con otras ontologías alternativas. Son, sí, Preambula fidei, mas no en el sentido de «creencias» de las que no hubiera que dar explicaciones, sino en el de posicionamientos filosóficos (ontológicos, más en concreto) que obligadamente hay que adoptar (de lo contrario no cabe decir una sóla palabra sobre religión) tras la contraposición con otros opuestos. Lo que Puente Ojea interpreta como subjetivismo y fideísmo buenista no es, en resolución, otra cosa que la Ontología desarrollada en otros lugares de su obra, aunque no en El animal divino, desde luego, donde necesariamente se presupone. Interpretar esas palabras de Bueno como una profesión de fe relativista (que deje, además, abierta la puerta a los apologetas de la religión), es o retorcida intención (en modo alguno atribuible a Puente Ojea) o profundo desconocimiento del materialismo filosófico.

Y, desde luego, esos presupuestos ontológicos que sustentan El animal divino son materialistas (sin que Gustavo Bueno niegue –y esto es importante subrayarlo– la posibilidad de construir una verdadera filosofía de la religión partiendo de una ontología espiritualista); y que sean materialistas, implica que se niega de plano la existencia de seres sobrenaturales, sean divinos, angélicos o demoníacos. O lo que es lo mismo: implica que los númenes no pueden ser equívocos (divinos o demoníacos), sino análogos (o humanos o zoomorfos). La filosofía materialista de la religión optará –como es sabido– por los númenes zoomorfos o animales como núcleo de la religión, frente a la alternativa circular de colocar en la génesis de la experiencia religiosa a los númenes humanos. Pero tal decisión –nuevamente– no es una simple «opción personal», vanal y subjetiva, como parece suponer Puente Ojea, sino el resultado, una vez más, de un importante compromiso filosófico, ahora de carácter antropológico y político-moral. La relación con los númenes implica distancia y asimetría entre ellos y los hombres; en cambio, las relaciones humanas (las relaciones circulares) son (esencialmente) relaciones de igualdad: por tanto, las relaciones circulares no pueden ser numinosas. Cierto que podría argüirse que, con todo, eso no impide que de hecho se hayan dado casos de numinización de seres humanos. Es verdad. Pero cuando así haya sido, tal fenómeno debe ser considerado él mismo (desde una perspectiva filosófico-ontológica) como pura apariencia, puesto que la relación establecida con el hombre numinizado o adorado no es una relación humana en sentido específico, no es, estrictamente hablando, una relación circular, sino angular: éste, más que como hombre, se presenta, a ojos del adorador, como un animal. Dicho de otro modo: el numen humano lo será no por lo que tiene de hombre, sino por lo que se percibe en él de animal.

Este argumento le ha pasado completamente desapercibido a Puente Ojea en su lectura de El animal divino, al menos no lo menciona ni una sóla vez a lo largo de su crítica. Esa es seguramente la razón por la que piensa que el rechazo de las filosofías circulares de la religión es motivado por los Preambula fidei, subjetivos e infundados, de quien previamente ha decidido que existen los númenes animales.

En consecuencia (si no me equivoco), ha resbalado sobre la argumentación filosófica que se encierra en El animal divino, sin entenderla y, por tanto, sin discutirla tampoco: al final, ha pensado que es una opinión entre otras posibles, sin mayor fundamento que muchas y sí más bien con menos fundamento que algunas. Hemos visto, sin embargo, que el establecimiento de la existencia de númenes reales es consecuencia del argumento ontológico-religioso, que sostiene que si no hay númenes reales no hay experiencia religiosa ni religión. Que esos númenes no pueden ser divinos o demoníacos es consecuencia de un posicionamiento ontológico materialista. Finalmente, a la conclusión de que esos númenes reales no pueden ser humanos y sí únicamente animales, se llega desplegando una Antropología filosófica y una determinada Idea de Hombre.

Así pues, la tesis que coloca la verdad de la religión en la existencia de los númenes, y la verdad de la experiencia religiosa en la relación del hombre con ellos, y la tesis según la cual en la génesis de la religión (en el núcleo de la esencia) los númenes son determinados animales, es el resultado de una rigurosa construcción y argumentación filosófica. Y como tales, pueden ser discutidas (¡faltaría más!). Pero para ello es preciso desplegar todo un sistema filosófico alternativo (una Gnoseología, una Ontología, una Antropología filosófica y una concepción de la misma Filosofía). Que en lugar de ello se opte por considerar la teoría toda como apriorística, subjetiva e infundada; y hacerlo, además, sin haber profundizado ni captado el conjunto de la argumentación, es un atrevimiento que causa una cierta perplejidad y alguna indignación (paliada, es verdad, porque quien la motiva es Gonzalo Puente Ojea, cuya buena fe y honradez intelectual en ningún momento ponemos en entredicho).

Según él, en cualquier caso, los animales, no podrían desempeñar funciones numinosas, comportarse como verdaderos númenes reales. La razón, a su juicio, es ésta: el numen ha de ser concebido como centro de voluntad e inteligencia, pero esas capacidades no pueden ser atribuidas a los animales, porque hacerlo supondría concebirlos como capaces de procesos finalistas conscientes y, en suma, convertirlos en seres racionales. Por el contrario, su comportamiento es simplemente instintivo; y pensar otra cosa es puro antropomorfismo. A renglón seguido, la objeción se cierra con la coletilla habitual: verlos como númenes es resultado de una proyección psicológica (págs. 88-89).

La crítica de Puente Ojea a la filosofía materialista de la religión acaba, de este modo, por enfrentarle a la misma Etología. A este respecto, me permitiré sugerirle que en el programa de sus lecturas busque un hueco para poner al día sus conocimientos etológicos. Porque defender tal concepción del comportamiento animal –como puramente instintual– en el momento presente, tras el desarrollo alcanzado por la Etología y la Sociobiología, es, más que candorosa ingenuidad, imperdonable desconocimiento. Espero que se comprenda que no puedo entrar ahora en disquisiciones etológicas, porque hacerlo nos llevaría demasiado lejos y alargaría en exceso esta respuesta a Puente Ojea (pero lo haré con mucho gusto en otra ocasión, si él así lo quiere). Sólo diré que la concepción que tiene del mundo animal lleva tres siglos de retraso, porque se ha quedado anclada en el más puro cartesianismo y en su intelección de los animales como pura res extensa y como simples autómatas; doctrina ésta del automatismo de las bestias que fue defendida, antes de Descartes, por el español Gómez Pereira. La argumentación de Puente Ojea diríase incluso un calco de la del médico español, que negaba a los animales la capacidad de sentir porque, de concedérsela, habría que atribuirles también la de juzgar, y, en consecuencia una inteligencia y un entendimiento como los del hombre. Con la salvedad de que Puente Ojea no parece llegar al extremo de despojar a los animales [94] de la sensibilidad, la idea es exactamente la misma. Ahora bien, después del darwinismo, y sobre todo después del nacimiento y desarrollo de la Etología, una concepción tal es sencillamente insostenible. Esa es precisamente una de las razones por las que una filosofía de la religión que coloque la génesis de ésta en los númenes animales, no resulta, en el momento presente, ni ridícula ni tampoco impertinente, como sin duda lo hubiese sido en el siglo xvii. Y llegados a este punto, empezamos a entender un poco mejor lo que está sucediendo: ocurre que a Puente Ojea la tesis sobre el núcleo zoomorfo de la religión le resulta tan extravagante como podría haberle resultado a Descartes, porque Puente Ojea es, en este punto, un cartesiano del siglo xvii.

Puente Ojea expone su concepción del mundo animal en términos –«finalidad», «consciencia», «racionalidad»– que seguramente han de ser rigurosamente clarificados y acaso redefinidos (y en parte esa labor ya ha sido llevada a cabo en la Antropología del materialismo filosófico), porque dejándolos «caer» sin más, conservan un cierto resabio metafísico. Sólo tras ese análisis estaremos en condiciones de ver cómo y en qué medida tales rasgos pueden ser predicados del animal. Hablar, por ejemplo, de «conciencia» o «racionalidad», como si fuese inmediatamente obvio a qué nos estamos refiriendo, es pura metafísica, y sólo cuando se proceda a su clarificación desde parámetros materiales bien definidos (operatorios, por ejemplo) podremos determinar su alcance zoológico genérico o humano específico. Ahora bien, si lo que se pretende es señalar que existen diferencias significativas entre el hombre y el animal, entonces eso nadie lo discute (al menos, no yo, aunque sí estarían dispuestos a hacerlo algunos etólogos y sociobiólogos); y diferencias no sólo subgenéricas o cogenéricas, sino también realmente transgenéricas. Los procesos voluntarios, inteligentes, conscientes, racionales o finalistas humanos no son idénticos a los animales (entiéndase como se entienda cualquiera de esos conceptos: tampoco podemos entrar ahora en su análisis). Así, por ejemplo, lo distintivo de los procesos finalistas humanos, su carácter de actividad proléptica normativizada a partir de procesos de anamnesis, seguramente es un rasgo transgenérico no atribuible al animal. Pero lo que resultaría sencillamente absurdo es negar a éste la capacidad de desarrollar una conducta operatoria de carácter teleológico. Otro tanto podría decirse de la inteligencia humana, cuya capacidad heurística la distinguiría nítidamente de la inteligencia a animal. Y podríamos continuar acumulando elementos distintivos en lo relativo a los actos voluntarios humanos y animales, o en la actividad consciente y racional (entendiendo la racionalidad en términos estrictamente operatorios) de unos y otros. Pero (insistimos) negar al animal la capacidad para una conducta teleológica, una actividad inteligente, consciente o voluntaria, negar que pueda ser centro de intenciones o deseos, es permanecer preso del dualismo cartesiano, tan metafísico como profundamente equivocado (¿por qué?: consúltese la literatura etológica). A Descartes se le puede disculpar tal equivocación: a Puente Ojea, no.

Sin embargo, a efectos del objetivo perseguido por la filosofía materialista de la religión, no es preciso introducirse en esas disquisiciones. Basta con que se admita la posibilidad de que el hombre se hubiese encontrado frente a los animales como ante seres extraños, ajenos, distintos a nosotros y, sin embargo, no meros elementos impersonales de la naturaleza, sino capaces de una conducta similar a la nuestra y ejercida en las relaciones entre ellos y con nosotros: una conducta amigable u hostil, de acecho o atosigamiento, pero también de apoyo o colaboración. ¿Qué tiene eso de proyección antropomórfica? Quien niegue esos rasgos del comportamiento animal y los considere resultado de una pura proyección es que nunca ha visto un simple perro.

A partir de esa visión que es perfectamente conjeturable que el hombre haya tenido de los animales, es como se puede pensar que tiene lugar el proceso de su conversión en númenes. Pero éste es el paso que Puente Ojea encuentra inexplicable, y por eso inexplicado por Gustavo Bueno en El animal divino.

En la filosofía materialista de la religión, esa conversión de los animales empíricos que rodeaban al hombre a su condición de númenes intenta ser explicada mediante el concepto de «religión natural». Y estamos nuevamente ante un aspecto esencial en la argumentación de Bueno al que Puente Ojea no presta la debida atención.

Por mi parte, confieso que no alcanzo a ver qué tiene de raro –ni de proyección o ilusión psicológica– el que esos animales reales que rodean al hombre, capaces de desarrollar conductas como las anteriormente mencionadas, sean vistos por éste como lo que en realidad eran: seres extraños y poderosos muchas veces, seres con los que ha de vivir y convivir, de los que dependen muy directamente su propia supervivencia y con los que, en consecuencia, se ve obligado a luchar en no pocas ocasiones. Tampoco entiendo qué tiene de fantástico suponer que en esas circunstancias los animales suscitasen en el ser humano un conjunto muy variado de sentimientos: dependencia, por supuesto, pero también amor y odio, admiración y asombro, temor...; sentimientos que acabasen por engendrar un amplio espectro de actitudes y relaciones de carácter «político»: esos seres no son elementos impersonales, [95] sino voluntades e inteligencias por las que el hombre pudo verse envuelto y acechado, y a las que experimentó la necesidad de engañar o adular, ganárselas en beneficio propio o escapar de su radio de acción. Obsérvese que son todos ellos sentimientos y actitudes frecuentemente referidos a la genuina experiencia religiosa; y esa atribución, que sin duda no hay por qué considerar completamente gratuita o infundada, es la que El animal divino permite reinterpretar en términos estrictamente materialistas (no metafísicos); porque esa dependencia, ese asombro o ese temor, esa propiciación o el deseo de huida, no están provocados por lo Absoluto, lo Trascendente, lo Numinoso, lo Santo, el Ser Fundante o la Poderosidad Infinita, sino por seres realmente existentes, finitos y tangibles: los animales.

Tal es el estado de cosas que en El animal divino aparece asociado al concepto de «religión natural», entendida no tanto como religión, en sentido estricto, cuanto como género radical del que brota el núcleo de ésta. ¿Cómo? Puede conjeturarse que del siguiente modo: a medida que se van consolidando las relaciones circulares tiene lugar un alejamiento cada vez mayor del mundo animal, o dicho de otro modo, una disociación creciente entre el eje circular y el angular (y esto supone, al mismo tiempo, ver a la religión como una de los elementos decisivos que determinan la constitución misma del hombre en hombre), y cuando a eso se añade un progresivo agotamiento de la caza (una especie de ocultación de los animales), el animal puede comenzar a ser percibido no ya como animal empírico, sino más bien desde la perspectiva de la esencia, de los símbolos o de los arquetipos. El animal no ha sido trasladado a ningún ámbito espiritual, las relaciones políticas continúan siendo las mismas, pero ahora tienen lugar por mediación de su nombre o de su representación figurativa, pictórica. Con ella podría buscarse –seguramente no sólo, pero sí también– facilitar su reproducción: el animal oculto o escaso no desaparecerá plenamente mientras nosotros poseamos su nombre o su símbolo (ver los «santuarios» pictóricos del Paleolítico asociados a ritos de fertilidad no es delirio ni invención nuestra). Esto es lo que nos introduce en el ámbito de la religión primaria; y en la medida en que nos encontramos ante una relación real con númenes reales, podemos hablar de una verdad de la experiencia religiosa; verdad que se encuentra propiamente en esa religión primaria y que se irá diluyendo paulatinamente en el delirio mitológico y metafísico de las religiones secundarias y terciarias. Por eso vuelve a errar Puente Ojea (pág. 89) cuando considera poco rigurosa la afirmación de Bueno de que si bien lo numinoso es categoría eminentemente religiosa, no es necesariamente divino, si bien lo divino es numinoso y los dioses sean númenes. En efecto. Lo que se quiere decir es sencillamente esto: que lo numinoso (asociado a los númenes animales) es la categoría religiosa por excelencia, aunque no divina, porque los númenes animales no son dioses (los primeros existen; lo segundos, no), pese a que (en el delirio secundario y terciario) lo divino (asociado a los dioses) sea concebido como numinoso y los dioses concebidos como númenes. Se está efectuando ahí (como, por otra parte, en toda la obra) una clara distinción entre la perspectiva filosófico-crítica (comprometida con el grado de verdad que sea preciso conceder a los fenómenos) y la perspectiva meramente empírica. Pero Puente Ojea no advierte (o no entiende) en ningún momento tal distinción.

Insistimos en que la construcción teórica anterior tiene lugar por vía filosófico-especulativa, no es el resultado, desde luego, de una demostración científica o de una comprobación empírica o experimental (¿cómo podría serlo?). Por eso no tenemos ningún inconveniente en admitirle a Puente Ojea que el recurso al material fenomenológico nada prueba (pág. 94) y que, en sentido estricto, la proliferación de representaciones zoomórficas no demuestra por sí misma la existencia de númenes animales (pág. 101). Sí. Pero la teoría angular materialista de la religión puede dar cuenta de ese material y de esas representaciones, lo que no está al alcance de la teoría de Tylor-Ojea. Especulativo –repetimos– no es sinónimo de gratuito, y precisamente la prueba de fuego que ha de superar una teoría filosófica (no gratuita) es la de mostrar su capacidad de aprehender el conjunto fenoménico al que se aplica y explicarlo mediante el establecimiento de concatenaciones causales y esenciales entre los elementos que lo integran. Es en ese incesante movimiento de regressus y progressus (regressus de los fenómenos a las Ideas entretejidas en ellos y la teoría explicativa de los mismos; y progressus de las Ideas y la teoría a los fenómenos, recubriéndolos en su totalidad) donde se muestra el talante de la verdadera filosofía, cuya verdad reside en su capacidad de reinterpretarse en los fenómenos, explicándolos de forma más completa, poderosa y convincente que cualquier teoría alternativa, la cual, al mismo tiempo, ha de quedar reabsorbida y –por así decirlo– fagocitada en el curso de la propia construcción. Volveremos sobre esto un poco más tarde, a propósito de la teoría de Tylor-Ojea.

Ahora bien, es verdad que la constitución de los animales en númenes tiene un carácter antropológico, es decir, es llevada a cabo por el propio hombre (¿quién iba a hacerlo si no?). Y el proceso de tal constitución hemos tratado de resumirlo anteriormente. No tiene por eso mucho sentido que Puente Ojea insista en que los animales son entes naturales (pág. 95) que no poseen en sí mismos misteriosas cualidades numénicas (pág. 100). Naturalmente: ¿o es que piensa Puente Ojea que nosotros somos fieles adeptos de la religión primaria, que creemos que los animales son seres sobrenaturales, poseedores, en sí mismos, de propiedades divinas? Lo que negamos tajantemente es que su conversión en númenes sea producto de una alucinación psicológica o de una proyección animista. Los animales que rodean al hombre no son alucinaciones ni ilusiones psicológicas: son animales reales; y las relaciones establecidas con ellos, los sentimientos que suscitan o las aptitudes y actividades de las que se les ve capaces, no son proyecciones animistas o antropomórficas: son igualmente reales. Tiene razón Puente Ojea en que sentir terror o reverencia por ciertos animales no significa tener vivencias de númenes, y mucho menos de númenes reales (pág. 91). Desde luego. Pero es que la filosofía materialista de la religión no dice eso: no dice que el terror o la reverencia sean suscitados por seres que sean realmente númenes, sino que el terror y la reverencia acaban por convertir a determinados seres (los animales) en númenes reales (y reales quiere decir no ilusorios o alucinatorios, como es el caso de los dioses, porque los animales existen, y los dioses, no); y ello mediante mecanismos antropológicos, sin duda (¿de qué otra forma va a ser?). ¿Quiere Puente Ojea que digamos «psicológicos»? Pues sea: pero no más psicológicos (ni por supuesto ilusorios o alucinatorios) de lo que puedan serlo aquéllos que subyacen a la composición de un cuarteto en re menor.

En realidad, tal como he apuntado al inicio mismo de estas páginas, la gran dificultad que tiene Puente Ojea para poder [96] entender El animal divino es que no alcanza a ver la diferencia que existe entre decir que los animales son númenes reales y decir que los animales son realmente númenes.

Nosotros somos ateos (por lo menos, tanto como pueda serlo Puente Ojea): sostenemos que ni existe Dios ni existen los dioses. Esté tranquilo Puente Ojea: tampoco creemos en la divinidad del gato ni en la del toro (como decía un paisano de estas tierras a los testigos de Jehová: si no creo en el Dios mío, que es el verdadero, cómo voy a creer en el vuestro). Por eso, no decimos, por ejemplo, que el toro sea realmente un numen, en el sentido de que sea un ente divino, con propiedades sobrenaturales. Pero sí afirmamos (y esta es la clave de la filosofía materialista de la religión) que el toro, que es un animal real, ha mantenido con el hombre unas determinadas relaciones igualmente reales e irreductibles a un contexto radial, porque en ellas el toro no es una simple fuente de alimento, o un simple peligro que eludir o esquivar, o sencillamente un semental con el que incrementar o mantener los rebaños (aunque, en tanto que animal numinoso, sus funciones han estado siempre asociadas a la fecundidad). En esas otras relaciones (relaciones angulares), tan reales como puedan serlo éstas de carácter radial, el toro desempeña determinadas funciones de carácter numinoso. Y en la medida en que se trata de un animal real, con el que se mantienen relaciones reales de carácter religioso o angular, decimos que se trata de un numen real y decimos que la experiencia religiosa es una experiencia real y verdadera.

No vemos por ninguna parte el antropomorfismo, la proyección animista ni la ilusión psicológica. Sí vemos la falsedad constitutiva de las religiones secundarias y terciarias, en la medida en que esa relación quiere establecerse con seres que no existen: sean dioses o demonios, espíritus o animas.

5

En las páginas anteriores se ha intentado responder a las objeciones de Puente Ojea, y, al mismo tiempo, han ido despuntando, aquí y allá, nuestras propias objeciones a la teoría alternativa que él presenta. Ya para terminar, trataremos ahora de perfilar con una mayor nitidez nuestra crítica.

La filosofía materialista de la religión se configura como teoría angular (no metafísica) que coloca en la génesis de la experiencia religiosa a los númenes animales, tras la confrontación con otras alternativas posibles. Desde luego, con aquéllas que postulan la existencia de seres demoníacos o divinos, mas también con aquéllas que sitúan en el núcleo de la religión al propio hombre (teorías circulares) o a elementos impersonales de la naturaleza (teorías radiales), dado que la naturaleza no puede comportarse como sujeto personal con quien fuera posible establecer el tipo de relación característico de la experiencia religiosa. Esto supone reconocer a la religión una verdad propia (la existencia de los númenes y la relación del hombre con ellos), sin la cual no habría esencia que determinar ni verdadera filosofía de la religión que construir. Ni tampoco habría (y éste es el argumento más fuerte) posibilidad alguna de explicar la fenomenología religiosa. Se afirma, de este modo, la existencia de la religión como auténtica categoría ontológico-antropológica, y no meramente psicológica o social.

Considerar tal construcción como puramente subjetiva y apriorística, no sólo es una profunda injusticia, sino también una radical equivocación: porque la teoría, lejos de establecerse por medio de un apriorismo, procede y se constituye por eliminación. Sentado el principio de que si en la génesis de la religión no hay una experiencia y una relación ontológica y antropológicamente verdaderas (no alucinatorias) entre el hombre y los númenes, es imposible explicar los mismos fenómenos religiosos, la teoría angular defiende la tesis de que esos númenes son los animales, tras descartar que puedan ser dioses, hombres o cualquier elemento de la naturaleza impersonal. No se trata, por tanto, de que se haya decidido a priori que los animales son númenes: por el contrario, lo que en realidad sucede es que se llega a la conclusión de que los númenes sólo pueden ser los animales; y la tesis, así establecida, se reafirma en el material fenomenológico mismo por el hecho de que la evolución y desarrollo de esa relación inicial se muestra capaz de explicar y dar cuenta de la fenomenología religiosa.

La teoría de Tylor (recogida por Puente Ojea) comienza por negar que haya una genuina experiencia religiosa, y explica ésta como simple fraude o ilusión, resultado de la proyección animista en un mundo de espíritus o dioses. Se trata, por tanto, de una teoría psicológica y acaso también circular (en la medida en que podría entenderse que sitúa el núcleo originario de la numinosidad en el propio hombre). Conviene advertir, de todos modos, que no toda teoría psicológica es necesariamente circular ni toda teoría circular es necesariamente de naturaleza psicológica (y hacemos esta matización porque Puente Ojea parece identificarlas). Es perfectamente concebible (creo yo) la posibilidad de un psicologismo radial: cuando se diga, por ejemplo, que la religión tiene su origen en el temor suscitado por fenómenos naturales e impersonales; y, recíprocamente, el humanismo trascendental de Feuerbach, la explicación sociológica de Durkheim, e incluso hasta el manismo de Spencer, son teorías circulares, sin que por ello hayan de ser vistas obligada ni primariamente como teorías psicologistas. En este orden de cosas, cabría discutir aun si la explicación de Tylor es una teoría circular y no solamente mero psicologismo. Pero, en fin, a efectos de la argumentación que ahora me ocupa, no tengo inconveniente en admitir que pueda ser las dos cosas a un tiempo.

Ya hemos visto las razones por las que el materialismo filosófico rechaza las teorías circulares de la religión y las explicaciones de carácter psicológico. Sería redundante volver sobre ello. Mas centrándonos en la teoría de Tylor-Ojea debemos hacer todavía algunas precisiones.

Cuando Tylor define la religión como la creencia en seres sobrenaturales, ¿qué quiere decir exactamente? ¿Es esa creencia verdadera, es decir, existen esos seres sobrenaturales? Quisiéramos saber cómo podría Tylor responder a esa pregunta sin abandonar el ámbito estrictamente antropológico y psicológico en el que se mueve. Obviamente, de ningún modo, porque la respuesta sólo puede alcanzarse movilizando todo un sistema filosófico y adoptanto compromisos ontológicos muy precisos. Acaso esto bastaría para percatarse de la insuficiencia de las explicaciones psicologistas y antropologistas en materia de religión. Pero es que, además, ni siquiera es inmediatamente claro que todas las religiones incluyan la creencia en seres sobrenaturales o en espíritus, ni mucho menos que el origen de tales seres y de tales espíritus sea la proyección animista. Estamos de acuerdo con Evans-Pritchard cuando califica la teoría de Tylor [97] de «historia demasiado simple» que, además, no dispone de ningún indicio que obligue a concluir que las ideas de alma y espíritu hayan surgido del modo que él sugiere. Porque, en efecto –preguntamos a Puente Ojea–, ¿dónde están las pruebas –empíricas o deductivas– del animismo y de la proyección animista como elemento originario y fundante de la religión? ¿O es que las construcciones filosóficas de los demás son gratuitas, en tanto que el psicologismo de Tylor responde a una intuición privilegiada que se ha instalado, súbitamente, en el centro mismo del «misterio» de la religión?

Ya hemos dicho que la verdad y la fuerza de una teoría filosófica ha de medirse por la capacidad que muestre a la hora de explicar el material fenoménico, afirmándose a sí misma en tal explicación. Ahora bien, ¿cómo reconstruir la historia de la religiones desde la hipótesis animista? Responderemos nosotros: de ningún modo. Sólo insistiendo una y otra vez en la «cámara oscura» de la proyección y la ilusión psicológicas: Anubis y Osiris serían, así, resultado de la proyección animista, y lo serían también Atis y Astarté, Indra y Hanuman, Ahura Mazda y Angra Mainyu, Zeús y Quirino, y, por supuesto, Alá y el Dios judeo-cristiano. Pero, ¿quiénes son esos seres?, ¿cómo han surgido?, ¿cómo han evolucionado las distintas formas de religiosidad?, ¿cómo se ha pasado de unas a otras? Si la religión es el resultado de la proyección animista, ¿por qué con tanta frecuencia el hombre ha concebido a sus dioses como animales, o los ha representado como tales, o los ha asociado a ellos?, ¿por qué comenzó por pintar caballos y bisontes en las paredes de sus cuevas?, ¿por qué imaginó luego a Anubis como un chacal, a Hanuman como un mono, al Diablo como un cabrón y al Espíritu Santo como una paloma?

La teoría angular materialista puede responder a esas preguntas. La hipótesis animista, no. Esa es la cuestión. Las diferencias entre la teoría de Tylor y la de Bueno son muchas, por supuesto, pero no es la menor ésta: que en tanto que la filosofía de la religión de Gustavo Bueno puede reconstruir los avatares de la experiencia religiosa (mediante el desarrollo del núcleo en un cuerpo y un curso), el concepto de animismo de Tylor se dibuja en un plano puramente fenomenológico (aquél en el que cabría registrar la creencia en almas o espíritus como creencia propia de algunas formas de religiosidad), y, consiguientemente, la teoría a la que puede dar a luz es, asimismo, puramente fenoménica, desde el momento en que es incapaz de establecer conexiones causales y esenciales en la fenomenología religiosa.

Pero una teoría no sólo ha de estar en condiciones de reconstruir los fenómenos a los que se refiere, y hacerlo de manera más potente que las teorías alternativas, sino que, además –esto también lo hemos dicho–, tiene que ser capaz de reinterpretar las teorías rivales.

Ahora bien, desde la hipótesis animista, ¿cómo reinterpretar la teoría angular? Respondemos también nosotros: de ningún modo. A lo sumo, mediante el vago reconocimiento de que la proyección animista pudo haber llegado alguna vez hasta los animales (a saber cómo y por qué), pero sin que ello haga menos extravagante, impertinente o vacua la pretensión de colocar en ellos el núcleo de la religión. En cambio, la teoría angular materialista sí permite una auténtica reinterpretación del animismo. O mejor dicho: no una, sino dos. La primera, absolutamente radical: discutiendo (y puede discutirse) que el animismo (igual que el manismo o el espiritismo) sea un fenómeno estrictamente religioso (de donde resulta que difícilmente podría ser considerado el núcleo genético de la religión). La segunda (y supuesto que lo incluyamos en las categorías religiosas), interpretándolo como una forma de religiosidad tardía, propia de las religiones secundarias, en las que la numinosidad se ha desplazado desde los animales hasta el propio hombre, sin que ello suponga la desaparición de las referencias numinosas animales (¿acaso no se ha advertido que las almas adquieren con frecuencia formas animales? Y eso, ¿por qué?). Es en ese momento en el que, como dice Bueno, puede producirse la confluencia de los númenes animales con mitos alucinatorios de índole manista y animista. Afirmación que extraña profundamente a Puente Ojea, quien se pregunta sino sucederá que, en el fondo, son referentes de la misma especie y con el mismo peso ontológico (pág. 86). Pues no. Sencillamente, porque unos son reales y otros no. Y por ello no puede admitirse la confusión entre esos númenes reales y lo númenes ficticios o imaginarios (almas o espíritus) surgidos a partir de aquéllos en el momento en la numinosidad comienza a predicarse del propio hombre. La diferencia no puede ser más obvia: el temor provocado por un animal es un temor real, el provocado por un espíritu es una pura alucinación; los animales son seres reales, lo espíritus no existen. Por eso, en tanto que cabe reconocer un fundamento de verdad a las religiones primarias, esa verdad se diluye en el seno de la metafísica terciaria y también en los delirios mitológicos secundarios, lugar propio del animismo y del mundo de los espíritus, que podrían ser vistos, según esto, como fenómenos derivados de la numinosidad animal y de su transformación en el curso de las religiones.

Coincidimos, así, bien que desde planteamientos radicalmente diferentes, con Robert Marett, quien, en crítica a Tylor, mantiene la existencia de un estadio religioso preanimista. En efecto, desde nuestras premisas, ese estadio preanimista existe (de lo que dudamos, en todo caso, es de que haya un estadio propiamente animista): es el ámbito de la religiosidad primaria y de la relación (religación) real entre el hombre y sus númenes animales reales.

 
 

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