Filosofía administrada

Alfonso García Valdecasas
Hombre y yo
Jerarquía, octubre 1937

 

Dan tentaciones de llamar la época actual de la filosofía, época de sazón del problema del hombre. Se tiende hoy a ceñir, bajo la interpretación antropológica, todo cuanto es y sucede. Vuelve a tener ancha resonancia y rumor de hondura el lema de Protágoras: «El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son, en cuanto son, y de las que no son en cuanto no son.» Y nace y se difunde una nueva disciplina -la antropología filosófica-, que viene, no ya con la mera pretensión de ser disciplina nueva de la filosofía, sino de ser la fundamental. Así, por hacer una sola cita, dice Scheler: «En cierto sentido todos los problemas centrales de la filosofía se dejan reducir a la cuestión de qué sea el hombre, y cuál sea su posición metafísica dentro de la totalidad del ser, del mundo y de Dios.»

El empuje de la nueva disciplina es tan grande que no hay objeción que baste a pararla o a cortar sus ambiciones. Inútil esgrimir en su contra la acusación de recaída en el subjetivismo o empirismo de Protágoras, pues lo que ella pretende es redescubrir en la fórmula del homo-mensura un sentido más profundo del que hasta ahora nos había dejado entrever una crítica trivializadora. En fin de cuentas, puede que el hombre sea la medida de todo, en cuanto es y no es; pero lo que entonces importa y apremia es averiguar lo que es esa medida, lo que sea el hombre.

Y lo que ha de ponernos en camino para saberlo y lo que constituye la cuestión decisiva, es esto otro: Si el hombre es medida de todas las cosas en cuanto son o no son ¿en qué sentido puedo preguntar por el ser del hombre? Porque, aceptando el supuesto, el ser de cuanto es, el animal, el árbol, o la dura piedra, es ya medido por el hombre que pregunta por ellos. Pero si el hombre preguntara por sí mismo, de igual modo que por las cosas que son o no son; si preguntara por sí mismo como vertebrado o como mamífero, habría frustrado el sentido propio de la pregunta por su ser.

Si el hombre «estuviera ahí», de igual modo que la planta o el pájaro, no estaría como medida de ellos.

El hombre, pues, habrá de preguntar por sí mismo de modo totalmente distinto que por todo lo demás; y el problema que ahora se presenta es el de saber cómo preguntar por el hombre. Es la pregunta misma por el hombre la que se hace problemática. Y esto sí que nos hace temer de antemano que una antropología no pueda ser de por sí la ciencia filosófica fundamental. Es problemático el sentido mismo de la pregunta, base de la antropología; para determinarlo habrá, pues, que salir fuera de ella. La cuestión, entonces, es:

¿Cómo hemos de preguntar por el hombre? Y, por lo pronto: ¿Cómo se ha preguntado por él?

Es opinión común que la filosofía moderna, desde su comienzo, se orienta hacia el hombre. Pero hacia el hombre ¿bajo qué concepto? Pues hay por lo menos éstos que juegan con excesiva holgura como equivalentes: hombre, sujeto, persona, yo.

Descartes, dudando de todo, se queda reducido a la pura evidencia del yo; con ello en el creador mismo de la filosofía moderna, el sujeto aparece como centro de gravedad de toda filosofía. Ese sujeto cartesiano se apoya en algo de que Descartes, en el fondo, no se desprende al dudar de todo; en el ideal de la ciencia matemática. Un ideal, como ha observado Husserl, que Descartes, con daño positivo para su obra, aceptó sin crítica previa. En la certidumbre del conocimiento matemático cree Descartes encontrar un fundamento sólido para la certidumbre del yo.

Pero más grave aún es que el yo cartesiano resulte ser una res cogitans, una sustancia pensante. Nos encontramos con que el nuevo eje de la filosofía se construye con los conceptos tradicionales. Cosa de por sí sospechosa. No es sólo que esos conceptos se deslizaran sin una fundamentación nueva, precisa si se parte de una duda radical; es que si verdaderamente se había descubierto una realidad filosófica nueva y distinta no se entiende que sin crítica quedara subsumida en conceptos no hechos para ella.

La concepción sustancial del ego tiene profundo influjo en la filosofía moderna. De ella proviene el nuevo uso de la palabra sujeto, la equiparación kantiana de sujeto a yo. En la filosofía anterior a Kant, subjectum, -[upojeimenon]- significaba propiamente el sustrato, lo que está en la base, la sustancia en su más amplio sentido. Lo subjetivo en cada cosa era lo esencial y sustancial de ella, casi lo que hoy llamaríamos lo objetivo.

Esta identificación de sujeto y yo que aún se maneja como natural y evidente ha sido serio obstáculo en la filosofía moderna para el entendimiento del yo. Y también para el del hombre.

Y es el caso que ya casi al final de su vida, señala Kant mismo por donde abrir una nueva brecha.

En la «Crítica de la razón pura» había creído Kant poder resumir todo el interés de mi razón en estas tres preguntas:

¿Qué puedo saber?
¿Qué debo hacer?
¿Qué me cabe esperar?

Pero años después hace una innovación esencial en el planteamiento. Aquellas tres preguntas importaban al hombre en cuanto «ciudadano del mundo», no en cuanto «ser natural». Y en la introducción a su lección de «Lógica» hablando de la filosofía en su significación cosmopolita, esto es, la que importa al hombre como ciudadano del mundo, la filosofía verdadera y auténtica, en una palabra, dice que todo el campo de la filosofía se deja reducir a las siguientes preguntas:

¿Qué puedo saber?
¿Qué debo hacer?
¿Qué me cabe esperar?
¿Qué es el hombre?

«En el fondo -agrega- cabría computar las cuatro a la antropología, pues las tres primeras preguntas se reconducen a la última.»

Es Heidegger en su libro «Kant y el problema de la metafísica» quien ha atraído la atención filosófica sobre este planteamiento kantiano y el que lo ha hecho objeto de un análisis magistral. Hélo aquí en resumen:

¿Por qué afirma Kant que esas preguntas se pueden reducir a la cuarta? ¿Qué unidad tienen para poderlas reducir a una? ¿Y cómo ha de preguntar esta una para comprender a las otras tres?

... Estas tres preguntas preguntan respectivamente por un poder, un deber, un caber o ser lícito.

Pero si un poder es problemático, es que implica un no poder. Si pregunta qué puede, pregunta también qué no puede; pregunta, en una palabra, sus posibilidades. Un ser omnipotente no puede hacer semejante pregunta. Y ese no poder no es un defecto, sino justamente el estar intacto de defecto y negación. En la pregunta ¿qué puedo saber?, se notifica ya una finitud.

En la pregunta sobre lo que debo hacer, me encuentro situado entre un si y un no. Un ser a quien importe un deber, se sabe a sí mismo en un no haber cumplido aún, desde el cual se pregunta qué debe. De nuevo se revela este ser como finito.

Y finalmente, «ser lícito» supone un conceder o negar al que pregunta. Y todo esperar implica una privación. Finitud.

Pero la razón no sólo traiciona su finitud en estas preguntas, sino que pregunta por ella misma. Se trata de estar en lo cierto de la finitud, de saber a qué atenerse respecto a ella. Hace, pues, las otras tres preguntas porque es finita y pregunta en ellas por la finitud, y por eso las tres se reducen a la cuarta: ¿qué es el hombre? Se reducen; pero cuando éste se entiende como ente finito. ¿Es que esta pregunta entendida así sigue siendo antropológica? ¡No! Sino conexa con el problema fundamental de la metafísica, el problema del ente como ente; condicionada por la pregunta sobre la metafísica y su íntimo ser.

Sería del mayor interés pasar de aquí a exponer el pensamiento de Heidegger: la pertenencia mutua de la pregunta por el ser y la pregunta por la finitud del hombre. Sería incluso preciso hacerlo para que el desarrollo de este trabajo pudiera decirse completo; pero hay que asegurar la continuidad de exposición. Y la de la filosofía de Heidegger exige y merece un estudio aparte.

Volvamos al planteamiento de Kant.

¿Será tan evidente como sostiene Heidegger que las tres preguntas kantianas nos conduzcan con necesidad absoluta y por vía privilegiada a preguntar por un ente finito? ¿Será cierto que al preguntar qué puedo, pregunto también qué no puedo? Es tanto eso como prejuzgar que en parte puedo y en parte no, cuando lógicamente lo mismo puede ser que pueda todo como que no pueda nada. Quiero decir que esa pregunta formalmente se satisface con todo rigor lógico tanto con una respuesta que da todo como una que da parte o que lo niega todo.

Pero, se objetará: ontológicamente esa pregunta sólo es posible en un ser finito. Tampoco es evidente que sea así. ¿Cómo vamos nosotros a coartar las posibilidades de un ser que definimos como omnipotente? Podremos decir que nuestro espíritu se resiste a compaginar esa pregunta con la omnipotencia de un ser. Pero difícilmente de esa resistencia podríamos sacar un conocimiento positivo. ¿Y si el principio de contradicción valiera porque Dios quiere, como ya sostuvo Descartes?

No hay que detenerse en las otras dos preguntas, aunque sólo fuera porque están condicionadas por la primera. Pues lo que pido en ellas es saber qué debo hacer o me cabe esperar, y penden por tanto del poder saber de la primera.

Sólo esta conclusión es lícita: esas tres preguntas se nos aparecen con plenitud de sentido en cuanto referidas a un ente finito. Pero, ¿será éste un privilegio de estas tres preguntas? ¿Y si aconteciera así con toda pregunta? ¿Y si el preguntar mismo denunciara ya el ente finito?

Dejando ahora esto ¿no hay una anomalía, por lo menos formal, en la enunciación kantiana?

Pues Kant, pregunta:

¿Qué puedo saber?... Yo.
¿Qué debo hacer?... Yo.
¿Qué puedo esperar?... Yo.

¿No deberían desembocar estas preguntas en la de «qué soy yo»? ¿Por qué en vez de ello pregunta Kant «qué es el hombre»? ¿Es que es sin más lo mismo? También pudo parecer lo mismo ser yo y ser sujeto; ya se ha visto con qué mal resultado. ¿No hay aquí, al menos, un problema?

¿Qué sentido tiene la pregunta, qué soy yo?

Preguntar ¿qué soy yo? es, por lo pronto, extrañarse de sí mismo.

Desde muy antiguo se ha visto el origen de la filosofía en este extraño movimiento del espíritu: la extrañeza. Así, Platón en el Theetetes: «lo que el filósofo hace de veras es sorprenderse y en ello está el origen de la filosofía.» Y Aristóteles, en un pasaje famoso de su metafísica: «La sorpresa empujó a filosofar a los primeros pensadores»; y luego: «lo primero que les extrañó, fueron las dificultades más manifiestas, después trataron de resolver problemas más importantes, como los fenómenos de la luna, del sol, de las estrellas, y, finalmente, la génesis del universo.» (Metf. A. 982, b 12 sgs.)

Descubre aquí Aristóteles un proceso, casi una ley de desarrollo del pensamiento.

La extrañeza de cosas, de fenómenos nos puede dar, en su grado más perfecto, ciencia.

Es la extrañeza que lleva a los hallazgos de Arquímedes o de Newton.

Cabe llegar más allá, a la extrañeza del universo, del mundo como todo; cabe extrañar qué cosa el mundo sea: cosmología, filosofía ya, en ese lato sentido. Hasta aquí el texto aristotélico.

Pero cabe extrañarse del mundo, sentirse extraño a él. «Cuando el hombre se ha colocado fuera de la naturaleza y ha hecho de ella su objeto se vuelve en torno estremeciéndose y pregunta: ¿Dónde estoy yo? Descubre la posibilidad de la nada y sigue preguntando: ¿Por qué hay un mundo? ¿Por qué y cómo existo yo?» (Scheler).

Y en esta soledad completa en que el hombre es capaz de sentirse extraño a todo y capaz de preguntar el por qué y el cómo de su existencia, se ha creído descubrir la actitud filosófica última.

Pero no es así. Al preguntar cómo y por qué existo yo, se ha pasado como sobre ascuas y sin saberlo por la pregunta y actitud filosófica radical. Al preguntar «cómo y por qué» pregunto por causas y condiciones; por algo, entonces, que está ahí además de mi. Y en mi extrañeza total del mundo sigo en relación con él.

Pero, en la pregunta: ¿qué soy yo? estoy originariamente a solas conmigo mismo, y nada más. Me extraño de mi, y nada más. Y lo primario de esta extrañeza de mi no consiste siquiera en preguntar lo que yo sea sino que es extrañeza de que soy; de ser. Es, antes de preguntar nada, antes de inquirir porqués, la angustia y sorpresa de ser; indecible, huidiza. Ni sé si cabe decirla cuando las palabras son de todos. Sólo se puede aludir, evocar... quien sea sabrá entender.

No sé tampoco si para llegar a esta radical extrañeza fue preciso pasar primero por la de las cosas y del mundo, o si eso fue un azar.

No me importa, estando en ella, de dónde traiga su origen ni en qué medida se la deba a lo que haya podido aprender como hombre; porque no hay más que ella: Mi extrañeza de ser. De la que también ignoro si puede llamarse actitud filosófica, porque la filosofía es del mundo y se ha hecho en él. Pero cuando vuelvo de ella pienso que de ahí, si lo hay, habrá de partir para mi algo así como saber.

De la extrañeza de ser brota la pregunta: ¿qué soy yo? como un primer clavo ardiendo a que agarrarse. Es una pregunta que, en verdad, yo no puedo hacer a los demás. Si no me la sé hacer a solas, si no me atrevo a hacérsela a Quien lo sabe, tendré que renunciar a ella. Dirigiéndome a los otros tendré que preguntar en otros términos por ejemplo: ¿qué es el hombre? Puesto que lo soy y que los hombres tienen yo. Es lo que hizo Kant. Pero por esencial que sea esta otra pregunta, incluso aunque lo fuera para saber que soy yo, no es la pregunta por el yo, ni la suple.

¿Es que se ha hecho alguna vez en la historia radicalmente, como brotando de la extrañeza de ser, la pregunta: qué soy yo?

Se ha hecho. Formalmente, con todo rigor la hizo San Agustín «¿quid ergo sum Deus meus? ¿quae natura sum?» -«¿qué soy yo, Dios mío?, ¿cuál es mi ser?» Y he aquí la respuesta con eco de tempestades y actualidad impresionante: «varia, multimoda vita et inmensa vehementer» (Confesiones lib. X, 17,26).

¿Pero son esas palabras realmente y en la intención de San Agustín una respuesta? ¿Seré yo verdaderamente -o sería para sí San Agustín-, vida varia, multímoda «et inmensa vehementer»? O en su mente pertenecerían esas palabras al enunciado de la pregunta, como si dijéramos: ¿qué soy yo en esta vida, &c.? ¿No expresarán un extrañarse de la propia vida? ¿No serán esas palabras en algún modo descripción de un estado a esa situación radical del yo que he querido evocar en líneas anteriores?

En rigor en las palabras de San Agustín la respuesta está deferida a Dios. ¿No implican esas palabras a Dios como «cognitor meus», según le llama San Agustín en las mismas confesiones? «Cognoscam te, cognitor meus, cognoscam te sicut et cognitus sum.» (Lib. X, pr.)

Cuando de la angustia de ser brota la pregunta ¿qué soy yo?, me sé ya ente que no proviene de propia decisión; me sé ya, por mi misma pregunta, finito; aun sin saber todavía que sea yo. Y hay entonces un trascender de sí mismo, un dirigir la pregunta a quien no padezca mi propia limitación. A la verdad es duro preguntar por el yo y no fácil demorarse serenamente en esa pregunta. Se tiende a salirse de ella irrefrenablemente. Y de todas, la salida hacia Dios, el preguntar a EL, es la única clara, coherente y, en definitiva, practicable. Pero no deja de ser salir de ella. Antes acaso de haberla discernido suficientemente de otras al parecer afines; concretamente de la pregunta por el hombre. En textos anteriores de San Agustín aparecían indiferenciados los problemas del yo y del hombre.

Cuando San Agustín pregunta a Dios no lo hace por un hábito contraído de dirigirse a EL ni tampoco como simple expresión y confesión de su propia fe, sino porque sabe -porque lo ha vivido-, que el preguntar por sí mismo conduce por su propio sentido a trascender de sí. Las confesiones de San Agustín están escritas hacia el año 400. Muchos años llevaba San Agustín buscando la verdad. Del año 388 aproximadamente es el famoso pasaje: «Noli foras ire, in te ipsum redi, in interiore homine habitat veritas; et si tuam naturam mutabilem inveneris trascende et te ipsum.» (De vera religione C. 39, 72.)

Pocos hombre habrán buceado tan apasionadamente en su propio ser como San Agustín en busca de la verdad. Y cuando San Agustín cree haberla encontrado, cuando llega a la certidumbre de que la verdad está en su propio interior son como un sobresalto las palabras que siguen: «Y si encontrases que tu naturaleza es mudable trasciéndete también a tí mismo.» Pero este trascender ¿cómo es y a qué encamina?, pues no quiere sacarme de mi; vuelto a mi mismo y desde mi, sin ir fuera, he de trascenderme. ¿Es esto posible? Las Confesiones y toda la vida de San Agustín nos dicen la posibilidad y el sentido de la trascendencia: ir a Dios. A Dios que es a quien se puede ir -volver si se quiere- sin salir de sí.

En estas palabras de San Agustín hay una expresión desconcertante: «et si tuam naturam mutabilem inveneris...» «Si encontrarás mudable tu naturaleza... ¿qué naturaleza? Será mi naturaleza humana; de hecho, del hombre está hablando San Agustín: «in interiore homine habitat veritas», nos acaba de decir. Pero ¿qué podrá ser una naturaleza mudable? El concepto es lo más audaz que cabe imaginar. Porque naturaleza de una cosa es, precisamente, lo que la constituye de modo permanente. Para Aristóteles es naturaleza el principio del movimiento, lo constante, idéntico en lo que aparece cambiando, aquello que hace que una cosa cambie permaneciendo sin cambiar. Y en el pensamiento moderno, naturaleza es ley invariable en las variaciones; expresión de lo que ocurre siempre de modo igual y necesario.

Hablar de naturaleza mudable parece una «contradictio in terminis», un concepto imposible. Y, sin embargo, ese concepto imposible es quizá la anticipación más fecunda que se ha hecho para aproximarse a entender al hombre. Porque la gran dificultad para entenderle durante siglos, ha sido, precisamente, el concepto en vigor de naturaleza y el empeño de comprender al hombre bajo ese concepto.

En el medio cultural de occidente, la imagen del hombre se nutre, principalmente, de dos ideas que conviven desde siglos siglos y siglos: la idea hebreo-cristiana del hombre como imagen y semejanza de Dios y como ser caído, y la idea griega del hombre como animal locuaz, o en su hoy oscurecida versión latina, como animal rationale.

En el siglo XIX en nuestro mismo medio cultural, madura otra idea del hombre, la darwinista, que le considera como cúspide de la evolución animal. Una visión falsa, de influjo enorme, pero fatalmente transitoria.

Y aún podrían agregarse otras ideas del hombre, más o menos difusas en el ambiente europeo: el «homo oeconomicus», por ejemplo, de hondo surco también, con su baja parcialidad, en la Historia contemporánea.

Y después de esto encontraríamos sociedades actuales y grupos históricos en los cuales ninguna de estas ideas tiene vigencia ni existencia, y épocas en que los hombres eran en su ser y en su pensar algo totalmente distinto de lo que ahora son. La etnología, los estudios sobre mentalidad de los primitivos, sobre el animismo, el pensamiento mágico, la aparición «histórica» de los principios lógicos, &c., &c., no dejan lugar a dudas. El panorama de la historia y de las diversas sociedades humanas es el que lleva a Scheler, por ejemplo, a decir que la razón no puede considerarse como naturaleza del hombre; un enunciado en que hay dos palabras tan cargadas de sentidos posiblemente diversos que no es ésta coyuntura de analizarlos.

Más inequívoca es la otra afirmación a que llega Scheler de que no hay unidad de naturaleza humana, de que no hay una naturaleza de la «especie» humana, afirmación basada siempre en el panorama histórico-social humano.

¿De dónde esta multiplicidad de naturalezas o esta mutabilidad de la naturaleza humana?

Su razón está en la estructura histórico-social del hombre. No cabe tratar este tema en pocas palabras; ténganse las breves que siguen por meras indicaciones no formales.

El hombre nace entre hombres de los que aprende mediante experiencia y lenguaje. Y la acción de cada hombre transforma en algún modo el grupo social, el mundo humano en que se han de encontrar sus sucesores. Esto es lo que hace posible la transformabilidad permanente de las sociedades humanas y el que pueda haber en ellas eso que llamamos historia.

«La corriente del acontecer social fluye en incesante marcha mientras que los hombres, los individuos de que consta, aparecen y desaparecen en el escenario de la vida. Y así se encuentra en ella el hombre individual como elemento que está en acción recíproca con otros. No es él quien ha hecho el todo en que y por el que ha nacido.»

A Dilthey -de quien son estas palabras-, es a quien el pensamiento contemporáneo debe más saber sobre la estructura histórico-social. Obsérvese: «el todo consta de los hombres que lo forman. Y los que nacen en él están determinados por el todo en que son. Pero están en acción recíproca con los demás elementos. Y así cada uno que aparece o desaparece cambia el todo en que es.»

En la misma corriente de pensamiento de Dilthey está el de Ortega Gasset, con una visión más radical. No hay una naturaleza humana. El hombre no tiene naturaleza sino Historia; habría que definirlo como «animal histórico».

De cuanto antecede habrá resultado, al menos, cuán distintas rutas se abren al problema del yo y al del hombre.

Dicho se está que en los mismos temas tratados se silencian cuestiones y dificultades de monta. Dicho también que quedan pendientes otros; así el examen de la llamada filosofía existencial. Quizá la bifurcación del problema hombre y yo nos de un buen ángulo para enfocarla. Todo se andará.

Pero en tanto me importa expresar una esperanza. Desde el comienzo de la llamada filosofía moderna, España queda prácticamente al margen de la especulación filosófica. Demasiado complejo es el problema de nuestra historia durante esos siglos para que queramos improvisar aquí una teoría explicativa de esa inhibición. Desde luego, que llega ya el momento de entenderla. Nuestra Historia la pondrán en claro nuestras nuevas generaciones, las de temple nuevo, porque en ellas vuelve a haber voluntad de Historia.

Yo sólo enuncio aquí una sospecha esperanzada. Quizá el alma española sea demasiado profunda para apasionarse, como con verdades últimas, con verdades «geométricas». O seudo geométricas.

Pero al alma española le importa Dios, y el hombre, y yo. En la nueva sazón de los tiempos, España tendrá su verdad que decir.

Alfonso García Valdecasas

{Transcripción íntegra del artículo publicado en Jerarquía. La Revista negra de la Falange
(en Navarra, número segundo, 1937), páginas 23-40.}


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