Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-diciembre de 1950
Vol. 1, número 6
páginas 33-41

Máximo Castro Turbiano

Presencia de Descartes
en la filosofía contemporánea

Conferencia pronunciada en la Universidad de Oriente el 2 de Junio de 1950,
en el ciclo organizado en honor a Descartes

El día 11 de Febrero de 1650 falleció en Suecia Renato Descartes, la más alta gloria de la filoso francesa y uno de los cinco o seis pensadores insignes que ha conocido la humanidad.

Lo que verdaderamente pone de relieve la genuina grandeza de este gigante de la inteligencia, es que, al conmemorarse el tercer centenario de su fallecimiento, lo esencial de sus concepciones filosóficas no sólo mantiene una singular vigencia, sino también una palpitante actualidad. Es por esto que el tema que nos proponemos desarrollar en esta conferencia tiene por objetivo principal hacer resaltar cómo en la filosofía contemporánea el cartesianismo ha experimentado un resurgimiento que, por lo súbito y vigoroso, apenas si tiene precedentes en la historia de la cultura.

Todos sabemos que el pensamiento moderno se ha desarrollado en virtud del impulso que le imprimió aquel espíritu profundo, y es por eso que muchas de las ideas que Descartes trajo al mundo, y fueron consideradas en su época como atrevidas novedades, han llegado a convertirse en lugares comunes en nuestra concepción actual de las cosas. Tan cierto es esto, que muchas de las páginas de este genuino gran pensador, dan la impresión, al leerlas, de haber sido escritas en el siglo XX. Esto se debe a que el espíritu del cartesianismo se ha difundido tanto en nuestra cultura que ya ésta lo ha incorporado al acervo de sus creencias más generalizadas e indiscutidas.

La libertad de examen, la negación del principio de autoridad, la confianza en la razón, rasgos característicos del pensamiento de nuestros días ¿qué otra son que el sedimento que la filosofía cartesiana ha ido fijando en los estratos más profundos de nuestra cultura?

En el curso de los tres últimos siglos, la evolución de la ciencia y la filosofía europeas llevan el sello, la estampa inconfundible de este espíritu luminoso. La concepción mecánica de la naturaleza, la aspiración cada vez más firme a interpretar todos los procesos físicos del cosmos en función de leyes y a expresar éstas en el maravilloso simbolismo del lenguaje matemático representan el cumplimiento, en gran escala, del programa trazado por el célebre autor del Discurso del Método.

Sin embargo, en el siglo XIX, especialmente en su segunda mitad, se fue produciendo un progresivo alejamiento de los principios capitales del cartesianismo. Esto no quiere decir que en el curso del siglo pasado la ideología cartesiana no circulase por todo el organismo de la cultura occidental vivificándola como una savia. Significa solamente que en esta época, en que desciende sensiblemente el nivel del pensamiento filosófico, aquellas ideas y principios que representan lo más profundo y medular del cartesianismo fueron olvidados o desatendidos. El positivismo, acentuando la importancia de la experiencia sensible en el conocimiento, pasando de lado por los más graves problemas metafísicos y gnoseológicos y desviándose cada vez más de los métodos de todo auténtico filosofar, representó el punto de mayor alejamiento del espíritu de Descartes.

Al alborear el siglo XX, una vez que el positivismo comenzó a ser superado por los investigadores más esclarecidos, aparecieron en Alemania y se difundieron en Europa las obras del representante más insigne de la filosofía contemporánea: Edmundo Husserl. Este gran pensador no sólo estaba llamado a producir en el pensamiento filosófico una de esas revoluciones que hacen época, sino que, por la índole de sus descubrimientos y por su concepción general de la filosofía, estaba destinado también a mostrar como los principios y los métodos asentados por Descartes constituyen la base de granito de todo auténtico filosofar. La fenomenología de Husserl está firmemente anclada en el corazón de la filosofía cartesiana. Así lo reconoció públicamente el gran pensador alemán en las memorables conferencias que pronunció en la Sorbona con el título de «meditaciones cartesianas». En ellas llegó a decir que la fenomenología casi pudiera llamarse un neocartesianismo, ya que ésta consiste en desarrollar radicalmente motivos cartesianos, manteniendo una rigurosa fidelidad a sus principios directrices, cosa que no pudo llevar a cabo el mismo Descartes dentro de la atmósfera cultural de su tiempo, y porque una revolución de esta índole, que es la más grande que se ha registrado en la historia de la filosofía después del milagro helénico, no la podía llevar a cabo un hombre sólo por genial que fuese. Ya era bastante y verdaderamente asombroso que sobre la ruinas de la ciencia antigua, este hombre sin par, colocado a la vanguardia de los arquitectos del nuevo saber, rompiese las cadenas de los dogmas escolásticos que aún inmovilizaban el intelecto europeo y lanzase sobre toda la cultura del porvenir las claridades de una aurora resplandeciente.

En el curso de este trabajo nos proponemos mostrar en qué consiste la súbita ascensión de Descartes a los primeros planos de la filosofía contemporánea. ¿Cuáles son los temas, los principios, los métodos, que la filosofía de Husserl ha vuelto a poner de relieve y cuya raíz es esencialmente cartesiana? ¿Qué es lo que hace que el «padre de la filosofía moderna», cuando ya parecía que iba desvaneciéndose lentamente, quedando sólo como venerable monumento histórico a los ojos del porvenir, [34] se nos muestra de pronto como el guía más seguro para penetrar en el reino del saber?

A fin de apreciar en su justo valor el sentido y significación de este rápido y trascendental cambio en el curso de la filosofía europea, comenzaremos por exponer, comentándolas y analizándolas, las ideas directrices de la filosofía cartesiana, mostrando cómo éstas moldearon y fecundaron en lo temático y en lo problemático la ciencia y la filosofía de los tres últimos siglos. Inmediatamente después haremos ver cómo el siglo XIX, a pesar de llevar en su osamenta ideológica la herencia cartesiana, se fue desviando de aquellos temas capitales que integran el legado más valioso de Descartes a la posteridad. Finalmente mostraremos en qué consiste el retorno al cartesianismo de la filosofía contemporánea, viraje que no se limita a Husserl y la Fenomenología, aun cuando este pensador fue quien de modo más radical hizo retornar la reflexión filosófica al cauce cartesiano.

El escepticismo hipotético o la duda metódica

Lo que distingue claramente la época moderna de la edad media, que tienen por frontera común el Renacimiento, es, de una parte, la catastrófica destrucción de la ciencia que la edad media había tenido por imperecedera, y, por otra parte, el esfuerzo por construir una nueva concepción del mundo en armonía con los descubrimientos de Copérnico, Kepler y Galileo.

La caída de la ciencia antigua tuvo que despertar necesariamente la suspicacia de los filósofos respecto a la capacidad del intelecto humano para descubrir la verdad o, al menos, para distinguir puntualmente entre la verdad presunta y la real, entre la certidumbre subjetiva y la evidencia objetiva.

Es por eso que entre los precursores de la nueva época reaparece el escepticismo representado por notables pensadores como Miguel de Montaigne y Francisco Sánchez. En efecto, si durante siglos las inteligencias más esclarecidas tuvieron por verdades permanentes e indiscutibles los principios en que se asentaba la cosmovisión del medioevo, cuya estructura comenzaba a agrietarse por todas partes, ¿qué garantizaba a los ojos de una sana filosofía que el nuevo saber con que los investigadores intentaban reemplazar la vieja ciencia carcomida, no resultase a la postre una nueva ilusión?

Descartes vivió atormentado durante algunos años por el problema del error, sentimiento que pugnaba en él con una fe ardiente en las posibilidades de la ciencia nueva. Además, la filosofía con que fue adoctrinado en el colegio La Fleche donde cursó sus estudios, a pesar de ser uno de los mejores de Francia, no satisfizo a su espíritu ansioso de evidencias absolutas y dotado de una singular capacidad inventiva y creadora. De ahí que concibiese el proyecto, en extremo atrevido y revolucionario, de desatender todo el presunto saber acumulado por las generaciones anteriores, elaborando en su lugar, desde su misma raíz, una filosofía que sustituyese por completo a la precedente.

Para comprender hasta qué punto era original y revolucionaria la actitud de Descartes, debemos tener en cuenta que durante la Edad Media la tarea de los filósofos consistió casi totalmente en examinar, analizar, discutir, &c. las obras de los grandes maestros de la antigüedad, adaptándolas a las exigencias doctrinales del cristianismo. La mente del estudioso de aquellos tiempos quedaba tempranamente modelada por los moldes del dogmatismo religioso y metafísico. La tradición y el principio de autoridad cincelaban su alma desde la infancia. Por eso en vez de investigar libremente en el gran texto de la naturaleza cada cual se formaba una concepción del mundo tomándola de Platón o de Aristóteles, tal como éstos fueron cristianizados por San Agustín y Santo Tomás respectivamente. «El maestro lo ha dicho»; he ahí una frase célebre a la que el medioevo concedió el carácter de un criterio de verdad, terminando con ella casi todas las disputas que se atrevieron a suscitar algunas mentes dotadas de un singular espíritu inquisitivo.

Pues bien, Descartes se propone llevar a cabo esta grandiosa revolución: desechar todo el presunto conocimiento adquirido, y encontrar por sí mismo, sin otro auxilio que la luz de su inteligencia, todo el sistema de la filosofía. Frente a la actitud dogmática y autoritaria asienta este principio: sólo debemos tomar como verdadero aquello que nuestra razón descubre y reconoce como tal en virtud de aparecer como evidente al intelecto. Nuestra razón es, pues, el criterio último y definitivo en que deben fundarse nuestras creencias, la cual, al menos en el orden filosófico, no está supeditada a ninguna otra autoridad. Lejos de ser la autoridad lo que fundamenta a la razón, es la razón lo único que puede servir de basamento a aquélla.

¿Cómo realiza Descartes esta tarea? Pues de un modo radical, comenzando por poner en duda o negar hipotéticamente todo aquello que en principio puede ser negado o puesto en duda sin contradecirnos, incluyendo en esta duda las creencias más firmes y arraigadas en nosotros, como, por ejemplo, las verdades matemáticas y la existencia del mundo exterior del que nuestro propio cuerpo forma parte. ¿Cómo es posible llegar a dudar de algo al parecer tan indiscutible, tan universalmente admitido como la existencia del mundo exterior? Descartes nos lo dice. Por muy firme que sea nuestra certidumbre en la existencia de un mundo independiente de nuestra conciencia, no tenemos una garantía absoluta de que nuestra convicción sea verdadera. [35] Nada impide, en principio, que se trate de un sueño o de una ilusión a que nos induzca un espíritu maligno.

Aquí encontramos algo de suma importancia que Descartes ha sabido poner de relieve con insuperable maestría, testimoniándonos la profundidad de su genio filosófico. Me refiero al hecho de que para admitir filosóficamente un aserto no podemos basarnos en la intensidad de nuestra convicción, en el grado de certidumbre que la creencia presente en nuestro espíritu, sino en una necesidad de tipo lógico, en la evidencia intuitiva, cuya naturaleza es por completo distinta a la compulsión psicológica. Este deslinde entre la evidencia y la certidumbre tiene un valor permanente y demuestra cómo Descartes refutó anticipadamente las premisas que sirven de base a la filosofía del empirismo inglés que a tantos ha seducido y que todavía no parece erradicada del todo.

Pero a medida que Descartes iba negando hipotéticamente todo aquello que podemos poner en duda sin contradecirnos, su pensamiento se iba acercando a un punto en que toda duda resultaba imposible. Este punto era su propio pensamiento. En efecto, aun cuando todo lo que pensemos sea falso, mientras pensamos no podemos dudar de nuestro pensamiento. Para dudar o negar es preciso pensar, y para pensar es preciso existir. Aun más exactamente: pensar es existir.

Descartes había llegado, pues, a la frontera, al limite absoluto del escepticismo. El pensador escéptico puede negarlo todo, menos la existencia de su propio pensamiento que duda o niega.

Nos encontramos aquí con algo que, por contraste, podemos llamar círculo virtuoso ya que es exactamente el reverso de la conocida falacia que los tratadistas de Lógica denominan círculo vicioso. El círculo vicioso consiste en tratar de demostrar una tesis fundándola en otra que para ser verdadera necesita, a su vez, fundarse en la verdad de la tesis que se trata de probar. Por el contrario, en el círculo virtuoso, del que es paradigma el aserto cartesiano pienso, luego existo, para negar la tesis tenemos que fundarnos en otra que para ser verdadera necesita suponer la verdad de la tesis que se trata de negar, con lo que se evidencia que se trata de un aserto lógicamente irrefutable.

Para la más exacta comprensión de la importancia y significación del principio inexorablemente verdadero a que llega Descartes, y desde el cual se propone construir el edificio de su sistema, conviene relacionar su manera de escapar a la trampa del escepticismo absoluto con los argumentos clásicos que han sido presentados por los filósofos dogmáticos con la mira de refutar al escepticismo radical.

El escéptico dice: no hay verdad. Sus impugnadores responden: Para que el juicio «no hay verdad» sea verdadero es preciso dar por supuesto lo que se trata de negar, es decir, que «algún juicio es verdadero», pues si ningún juicio es verdadero, tampoco puede serlo el juicio «no hay verdad». En consecuencia, el escéptico se mueve en un círculo vicioso.

Si invertimos este argumento, que ha sido reiteradamente utilizado por los dogmáticos contra los escépticos, nos encontramos con que el juicio «hay verdad» se encuentra anclado en lo que hemos denominado círculo virtuoso, ya que cualquier intento de refutarlo tiene que sustentarse en algún aserto que para ser verdadero necesita suponer la verdad del juicio que trata de negar. De aquí resulta que el juicio «hay verdad» es lógicamente irrefutable.

Debo aclarar, como cuestión de hecho, que el escepticismo, tal como éste se ha producido históricamente, no ha afirmado nunca de un modo absoluto que no existan verdades. Se ha limitado siempre a negar o dudar de la verdad de nuestros juicios con respecto a la realidad, esto es, a las cosas; pero del hecho de que yo niegue la verdad de mis juicios con respecto a las cosas, no se sigue que yo niegue la verdad de ellos en cuanto referidos al entendimiento. Nada se opone, en principio, a que cuando mi intelecto se estudia a sí mismo pueda llegar a conocer su potencialidad, consistiendo este conocimiento en el reconocimiento de que nuestra mente no tiene ninguna vía de acceso a la realidad. Por lo tanto, si consideramos la existencia de dos planos o niveles del conocimiento –el ontológico y el gnoseológico– veremos cómo el juicio «no hay verdad», si por los antecedentes de la argumentación viene implícita o explícitamente referido a las cosas, está muy lejos de encontrarse situado en un círculo vicioso, pues lo que afirma y lo que niega corresponden a dos esferas distintas del conocimiento, por lo que elude la contradicción.

Una vez hecha esta observación para salvar el honor intelectual de los escépticos, no cabe duda que la expresión «no hay verdad», tomada en un sentido absoluto, se mueve en un círculo vicioso, al paso que su opuesta «hay verdad», está amparada por un círculo virtuoso.

Lo que diferencia el descubrimiento de Descartes de los resultados obtenidos por la argumentación clásica contra las pretensiones de un hipotético escepticismo absoluto, consiste en que, mientras la argumentación tradicional reveló la irrefutabilidad del juicio «hay verdad», lo hizo de un modo general y abstracto, sin señalar ninguna verdad concreta y precisa. La importancia y grandeza de Descartes, que no sufren mengua por el hecho de que San Agustín llegara en este punto a conclusiones semejantes a las suyas, estriba en mostrar un caso concreto y preciso con su famoso pienso, luego existo. [36]

El realismo crítico representativo

Otro rasgo distintivo que caracteriza nítidamente a la época moderna, distinguiéndola de la medieval, es la actitud que asumieron sus más connotados filósofos con respecto a la naturaleza del mundo físico y al conocimiento que del mismo tenemos. Tres hombres tan diferentes como Locke, Galileo y Descartes coinciden plenamente en su concepción de los objetos materiales. Los tres afirman la subjetividad de las cualidades sensibles, los tres se adscriben al realismo crítico representativo, y los tres admiten como únicas determinaciones de la realidad las propiedades cuantitativas de las cosas. Sobre estas propiedades cuantitativas se edificó la concepción mecánica de la naturaleza que ha servido de molde a la ciencia moderna.

En efecto, únicamente si negamos realidad a las cualidades sensibles, y las relegamos al sujeto, es que puede elaborarse con todo rigor una filosofía de la naturaleza que tenga un carácter rígidamente mecánico y matemático. En esto se advierte claramente el estrecho vínculo entre la filosofía y la ciencia. Los pensadores ubicados en los umbrales de la modernidad plasmaron una teoría del conocimiento que hubo de servir de base y justificar filosóficamente la estructura sistemática del nuevo saber científico.

La famosa doctrina de Locke que distingue las propiedades de las cosas en primarias y secundarias ha gozado de extraordinario predicamento hasta nuestros días a pesar de la severa crítica a que la sometieron Berkeley y Hume. Esto se debe a que la doctrina de Locke conviene admirablemente con los supuestos de la ciencia moderna, cuya filosofía implícita es la del realismo crítico representativo.

Descartes tuvo una visión certera y profética de los principios que han servido de base al espléndido edificio de la ciencia moderna. Plasmó en forma clásica y acabada la teoría del conocimiento en que se asienta la física matemática. Desterró las causas finales y sustituyó las formas de la vieja escolástica por la noción de ley, aun cuando no emplease esta palabra. Su elaboración epistemológica es mucho más profunda y coherente que la de Locke, ya que busca y encuentra con sagacidad impar en las ideas claras y distintas los fundamentos lógicos y la base racional y matemática del realismo y de la filosofía de la naturaleza en él fundada.

La filosofía empírica de Locke tiene una base psicológica. Descartes se esfuerza por superar el empirismo psicológico mediante criterios que justifiquen la validez objetiva del conocimiento. Su teoría de las verdades intuitivas, cuya validez y objetividad es incondicional, entrañan un esfuerzo portentoso por dotar a la ciencia de una plataforma filosófica eminentemente racional. La matemática, que como ha llegado a reconocerse recientemente, es una promoción de la lógica, ocupa en la filosofía de la naturaleza de Descartes el lugar que merece. La filosofía inglesa de la experiencia, fundada exclusivamente en los datos de los sentidos, no pudo elaborar, por su menosprecio de la razón, una teoría de la ciencia concordante con la naturaleza y la evolución de la física. El no haber comprendido el importantísimo papel que desempeña el pensamiento matemático en la plasmación de las ciencias naturales, es la gran falla del empirismo inglés cuya epistemología de base psicológica desemboca inevitablemente en el escepticismo.

El desarrollo de la ciencia moderna ha consistido en la matematización del conocimiento natural. Desde Galileo hasta Einstein cada paso de avance de la física se ha caracterizado por una más amplia aplicación del formulismo matemático en la interpretación de la legalidad fenoménica. Es por esto que la matemática y la física se han desenvuelto paralelamente.

Descartes fue el primer gran filósofo que comprendió plenamente la verdadera naturaleza del nuevo conocimiento científico. Fue el primero que diseñó sus bases filosóficas y dibujó los perfiles de su evolución. Tan estrecho es el vínculo entre el cartesianismo y la ciencia moderna que el destino de ambos se ha hecho inseparable. El triunfo o la caída de la ciencia moderna representa el triunfo o la caída del cartesianismo en una de sus facetas, y decimos en una de sus facetas porque la filosofía de Descartes es tan rica en contenido que aun prescindiendo de su filosofía de la naturaleza todavía queda en ella un inagotable venero de ideas que bastan para inmortalizarla.

La unidad sistemática de la ciencia

Descartes se propuso hacer de la filosofía una ciencia de validez absoluta que sirviera de tronco al árbol del conocimiento. Tuvo la profunda noción de la unidad y encadenamiento sistemático de todas las ramas del saber que concibió como miembros subordinados de una disciplina fundamental: la filosofía.

Su aspiración fue dotar al conocimiento científico de una validez absoluta, desarraigando la más leve incertidumbre en cada una de sus articulaciones. Para ello buscó principios incondicionalmente verdaderos que sirvieran de inquebrantable sostén a la cadena deductiva con cuyo auxilio habría de elaborar la reconstrucción de la ciencia. Vemos, pues, que el programa de Descartes no se limitaba a una reforma radical de la filosofía, sino que incluía la reconstrucción de la ciencia.

Aunque no pudo llevar a cabo cumplidamente esta aspiración, como lo puso de manifiesto la crítica y la evolución posterior de la ciencia, no cabe duda que su propósito ejemplifica el objetivo de los más grandes sabios y filósofos de todos los tiempos. [37]

Fecundidad problemática del cartesianismo

Hasta aquí nos hemos limitado a mostrar aquellos aspectos de la filosofía cartesiana que más han influido en el desarrollo positivo de la ciencia y la filosofía modernas y han dado a su autor una celebridad tan justificada. Pero Descartes no sólo es grande por el núcleo de verdad que tienen sus doctrinas. Tal vez su mayor grandeza consista en haber suscitado todos los grandes problemas que han servido de foco temático a la filosofía en los últimos 300 años. Antes de seguir adelante, conviene mencionar los principales.

En primer término, Descartes fue el primero en sostener la prioridad lógica de la Teoría del Conocimiento sobre las restantes disciplinas filosóficas. Esto representa un viraje en redondo con respecto a las opiniones que prevalecieron en la antigüedad y en la edad media. Pero al colocar la Teoría del Conocimiento en esta posición privilegiada, afloraron a la superficie toda una serie de problemas sobre los que giró la reflexión filosófica durante los siglos XVII, XVIII y XIX, y que no resueltos aún definitivamente, apasionan todavía a los investigadores contemporáneos.

En segundo término, en íntima relación con el problema del conocimiento, aparece como cuestión capital de la filosofía moderna el problema de la existencia del mundo real.

La filosofía antigua y medieval tuvieron por tema central de sus investigaciones determinar la naturaleza de las cosas. Ningún filósofo antiguo o medieval dudó de la existencia de un mundo real. Hasta los escépticos, que negaron al intelecto humano la capacidad de conocer la realidad, admitieron su existencia. En Descartes, con el descubrimiento de la certeza absoluta del ego pensante, se da simultáneamente el reconocimiento de la incertidumbre de la existencia de un mundo real. Es verdad que Descartes, recurriendo al argumento ontológico previamente utilizado por San Anselmo, trató de demostrar la existencia de Dios, y fundado en la veracidad de éste, justificar nuestra creencia en la realidad. Pero tan pronto como se puso de manifiesto la debilidad de esta prueba que ya en la edad media fue refutada y a la que Kant dio un golpe decisivo en la Crítica de la Razón Pura, se hizo patente que el problema capital de la filosofía moderna se centralizaba en la existencia del mundo real. El idealismo, concepción genuinamente moderna y desconocida en la filosofía precartesiana, es la tentativa más genial y profunda realizada por el pensamiento humano para resolver esta tremenda dificultad, eludiendo, las al parecer insuperables dificultades de las teorías realistas.

En tercer término, al separar de manera tajante el mundo físico, cuyo atributo es la extensión, del reino del espíritu, cuyo atributo es el pensamiento, apareció en el horizonte de la filosofía moderna otro problema de capital importancia: el de las relaciones entre el alma y el cuerpo. También en esto Descartes trató de hallar una solución, afirmando que el alma actuaba sobre el cuerpo modificando la dirección del movimiento, pero sin aumentar ni disminuir su cantidad, cuestión ésta imprescindible para él, ya que uno de los principios básicos de su filosofía de la naturaleza afirma la permanencia de la misma cantidad de movimiento en el universo. Este principio es una anticipación imperfecta, pero genial, del de la conservación de la energía, establecido en el siglo XIX, por Roberto Mayer y otros físicos eminentes.

En la física posterior, al ganar ascendiente la teoría del momento que sostiene la permanencia de la misma cantidad de movimiento en cada dirección, la solución cartesiana se hizo insostenible. Además, la opinión de que una sustancia espiritual, inextensa por definición, pudiera actuar sobre la materia, presentaba dificultades insuperables al entendimiento, estando muy lejos de ser una idea clara y distinta, condición que, según el propio Descartes, debía llenar toda idea para merecer el asentimiento de un verdadero filósofo.

Reapareció, pues, en toda su importancia, el problema de las relaciones entre el alma y el cuerpo que fue uno de los temas principales que centralizaron la investigación de los más grandes pensadores, y sobre el cual se produjeron las más variadas tentativas de solución. Famosas son en la historia de la filosofía las tesis ocasionalistas de Malebranche y Geulincx, así como la de Espinosa que considera el alma y el cuerpo no como entidades independientes, sino como atributos de una misma sustancia. Así el esfuerzo cartesiano por distinguir netamente lo físico de lo espiritual generó otro gran problema metafísico cuya solución definitiva no se ha logrado todavía, ya que el positivismo y el fenomenalismo se limitan a escamotearlo sin resolverlo.

La filosofía en el siglo XIX

Como hemos dicho al principio de este trabajo, en el siglo XIX, especialmente en su segunda mitad, se produjo un considerable descenso del nivel de la filosofía, así como un marcado alejamiento de las ideas capitales de Descartes. Dos corrientes filosóficas adquirieron singular influjo en los círculos intelectuales. Estas corrientes fueron el materialismo mecanicista y el positivismo.

A primera vista pudiera parecer que el materialismo mecanicista representa un desarrollo radical del cartesianismo, ya que fue Descartes el gran profeta de la ciencia mecánica de la naturaleza. Pero el mecanicismo cartesiano estaba reducido al mundo físico. Frente a éste colocaba Descartes el reino del espíritu, el yo pensante. Mientras la naturaleza, a juicio de Descartes, está sometida a un inexorable determinismo, disfruta el espíritu de la más completa libertad. [38] No sólo puso Descartes en el yo pensante la fuente de todo conocimiento, sino que le concedió una realidad primaria y jerárquicamente superior.

Puesto que el materialismo mecanicista del siglo XIX pretende eliminar lo espiritual como realidad sustantiva fundamental, reduciendo el espíritu a un mero reflejo o epifenómeno de las funciones cerebrales, lejos de ser una ampliación o radicalización del cartesianismo, debemos considerarle, en lo metafísico y en lo gnoseológico, como la expresión más acabada del anticartesianismo.

La filosofía cartesiana arranca del sujeto y hace del pensamiento la fuente de todo saber, penetrando en los más hondos problemas especulativos que han dado origen a las poderosas corrientes idealistas elaboradas por los sucesores de Descartes. El materialismo, en cambio, tiene su punto de partida en el objeto exterior, en la materia, y trata de explicar por ésta la existencia espiritual como mera función del sistema nervioso. Por eso Schopenhauer en la primera parte de su célebre obra «El Mundo como Voluntad y Representación», dice: «Todo lo que constituye parte del mundo tiene forzosamente por condición un sujeto y no existe más que por el sujeto. El mundo es representación. Esta verdad es muy antigua. En las consideraciones escépticas que forman el punto de partida de la filosofía de Descartes estaba implícita; Berkeley fue el que la consignó explícitamente, por lo que merece un primer lugar en la historia de la filosofía, aunque el resto de sus doctrinas no merezca ser tenido en cuenta».

Aunque el positivismo, al menos en sus más notables representantes, elude la ingenua metafísica del materialismo, participa del alejamiento de Descartes al esquivar los temas centrales de la filosofía, por su ceguera metafísica y por hacer de la experiencia sensible, menospreciando la función del pensamiento, la fuente casi única del conocimiento científico y filosófico.

Mientras Descartes trató de edificar su epistemología penetrando en las grandes cuestiones gnoseológicas y metafísicas en cuyas capas más profundas hay que buscar la raíz y la fundamentación de la teoría de la ciencia, el positivismo se mueve sobre la leve superficie de los fenómenos sensibles, rehusando penetrar en los últimos fundamentos del conocimiento científico, sin cuya dilucidación la teoría de la ciencia es como un edificio construido a flor de tierra.

Husserl y Descartes

Este estado de cosas no podía ser permanente. El espíritu humano tenía que rebelarse contra una filosofa de superficie que negaba al intelecto la capacidad y el derecho de investigar esas últimas cuestiones metafísicas, ontológicas y gnoseológicas cuya eterna profundización es la razón de ser de toda genuina filosofía.

Coincidiendo con el positivismo, y a causa de su menosprecio por el pensamiento, el siglo XIX estuvo dominado por el psicologismo, fruto maduro del empirismo inglés. La lógica, la moral y la estética del siglo XIX fueron psicologistas.

Descartes, con su extraordinaria penetración filosófica, fue el campeón en su tiempo del antipsicologismo. Buscó apasionadamente verdades de validez universal, independientes de toda experiencia, fundadas en la lógica pura y no en la psicología.

Este es el primer punto de coincidencia entre Husserl y Descartes. El célebre autor de las «Investigaciones Lógicas» dedicó la primera parte de esta obra fundamental a refutar el psicologismo desde todos los ángulos y puntos de vista. Como el tema es extraordinariamente difícil, dada la estrecha vinculación entre lo lógico y lo psicológico, el gran pensador alemán volvió reiteradamente en sus obras posteriores a tratar este asunto en busca de criterios cada vez más precisos que le permitieran establecer nítidamente las fronteras entre lo lógico y lo psicológico. Puede decirse que el tema central de toda la obra filosófica de Husserl ha consistido en lograr este deslinde.

Nada más lejos del espíritu de Descartes que tratar de encontrar fundamento a la validez del pensamiento en el hábito o la asociación de ideas que son meros mecanismos psicológicos. Descartes tuvo como Husserl la certera noción de la independencia entre lo lógico y lo psicológico, entre la validez universal y la creencia fundada exclusivamente en los procesos psicológicos de la asociación.

Aunque la argumentación de Husserl es enteramente convincente y sus laboriosos y penetrantes análisis nos hacen inteligible la profunda diferencia entre lo lógico y lo psicológico, no es fácil librarse del prejuicio psicologista profundamente enraizado en cada uno de nosotros. Tan pronto como la reflexión cesa, nos reintegramos espontáneamente al psicologismo. Todos somos naturalmente psicologistas, como todos somos realistas ingenuos. Únicamente por la reflexión podemos superar estas actitudes.

A nuestro juicio, la coincidencia más importante entre Husserl y Descartes consiste en esta actitud fundamental antipsicologista, en el esfuerzo por concebir la lógica y la teoría de la ciencia sobre principios de validez universal, exentos de fundamentación psicológica.

El verdadero punto de convergencia de los dos pensadores en este tema se encuentra en la noción que ambos tienen de la naturaleza de la intuición y del papel que ésta desempeña como fuente de conocimiento.

Hay dos clases de intuición no sensible: la intuición de objetos, y la intuición de verdades. La evidencia que acompaña a las verdades intuitivas es de naturaleza intelectual, es decir, de validez universal y absoluta,[39] por cuanto el intelecto capta en la contemplación de los objetos de una manera inmediata las esencias y las relaciones, y aprehende intuitivamente la verdad de los juicios que expresan estas aprehensiones. Por el contrario, las creencias surgidas mediante el mecanismo psicológico de la asociación, aparecen en nuestra conciencia desprovistas de esa evidencia incondicional y absoluta, pues en el fluir de las representaciones sólo existe una sucesión regular y no una conexión necesaria.

El psicologismo se caracteriza por una completa ceguera para lo ideal. No distingue entre el pensar que es una función psíquica de carácter temporal, y los pensamientos que constituyen un reino de objetos ideales con estructura y esencia propias, y en cuya contemplación el intelecto, mediante una intuición no sensible, capta las conexiones que integran el cuerpo de las leyes lógicas.

El genio matemático de Descartes, cuyos descubrimientos en esta rama del saber bastan para eternizar su memoria, como lo demuestra su invención de la geometría analítica, estaba particularmente dotado para la captación intuitiva de los objetos ideales y de sus leyes, relaciones y conexiones.

Su teoría de que las ideas claras y distintas son las únicas que merecen ser aceptadas como genuinamente válidas, es un ejemplo clásico de su segura visión de los objetos ideales y de sus leyes de conexión. Una idea clara es una idea aprehendida por intuición intelectual, en la que resplandece la claridad que caracteriza a lo inteligible; una idea distinta es una idea intuida con plena captación de sus articulaciones con las otras ideas, lo que nos permite distinguirla nítidamente de las demás.

Aunque el punto de vista antipsicologista, claramente sustentado por Descartes y desenvuelto magistralmente por Husserl, representa la coincidencia más importante entre los dos pensadores, hay otros aspectos que aproximan hasta identificarlas las doctrinas filosóficas por ellos sustentadas.

Una de ellas es la cuestión del método, del procedimiento de investigación que debe adoptar el verdadero filósofo, o, en otras palabras, la magna cuestión del punto de partida del filosofar.

En general, hay dos procedimientos fundamentales que pueden seguirse para adquirir una concepción filosófica del mundo y de la vida. Uno de estos procedimientos es el indirecto. Consiste en examinar críticamente lo que han pensado los grandes filósofos, sometiendo sus obras a un severo análisis, y con vistas del resultado obtenido elaborar el propio sistema. Para que este método sea fructífero es preciso liberar nuestro espíritu de toda clase de prejuicios, de toda simpatía o antipatía previas, de toda presunta verdad prefilosófica a la que anticipadamente debe conformarse la filosofía para ser verdadera. Hasta qué punto se puede cumplir este precepto, es difícil decirlo. Nada tiene de fácil liberar al espíritu de prejuicios ni acallar los sentimientos que nos hacen simpática o repugnante una doctrina antes de haberla examinado a fondo, y ya se sabe que los sentimientos son prismas que descomponen la luz blanca de la verdad en la gama policromada de la creencia. Lo que si podemos asegurar es que un hombre es filósofo en la medida en que el amor a la verdad triunfa en él sobre cualquier otro sentimiento, impidiendo que su intelecto se inmovilice o desvíe por la coacción del prejuicio y de la rutina.

El otro método de filosofar es el cartesiano. Consiste en hallar la verdad por uno mismo, en descubrirla con la luz del propio intelecto. Para seguir este procedimiento la primera medida que hay que adoptar es renunciar, hipotéticamente al menos, a todo el saber adquirido que se ha ido incorporando insensiblemente a nuestro repertorio de creencias, y que por haberse formado antes que nuestra razón hubiese llegado a la madurez fue aceptado por nosotros sin haberlo sometido, en cada caso, a una severa crítica reflexiva. Al despojarnos hipotéticamente de todas estas creencias sólo quedará en nosotros como residuo indestructible aquellas verdades de validez absoluta que no podemos poner en duda sin contradecirnos y renunciar al pensamiento lógico que es el único instrumento con cuya ayuda podemos reconstruir el templo de la sabiduría.

A primera vista este método presenta el defecto de menospreciar la sabiduría adquirida, basándose en una altanera sobreestimación de nuestro yo pensante. Pero nada más lejos de la verdad. En primer término, lo que fundamentalmente ponemos en duda no es el saber acumulado por las generaciones anteriores, sino el sistema de creencias, la concepción ingenua del mundo que cada uno de nosotros va forjando sin crítica. La ciencia es una ampliación, rectificación y profundización de este presunto saber ingenuo, y sólo en este sentido, es decir, en cuanto participa de esta ingenuidad es negada.

Precisamente por esta actitud ante el saber ingenuo se distingue de la ciencia la verdadera filosofía. La ciencia parte de los supuestos del sentido común y los va negando o rectificando a medida que en su marcha los encuentra erróneos o inexactos. La filosofía, en cambio, aspira a ser un saber sin supuestos. En vez de aceptar como la ciencia, a título de inventario, los dogmas del sentido común para irlos rechazando a medida que los encuentra falsos o defectuosos, comienza por negar, al menos provisionalmente, toda creencia que no se muestre como absolutamente evidente, y sobre la base de este residuo se propone reconstruir el edificio del conocimiento. [40] Si posteriormente interpola supuestos o hipótesis lo hace con pleno conocimiento de que son supuestos, o hipótesis y no presuntas verdades indiscutibles.

Tal es para Husserl y para Descartes el ideal de la filosofía que es preciso interpretar en su verdadera significación y profundo sentido.

Pudiera creerse que para pensar a lo Husserl o a lo Descartes el estado perfecto es el del ignorante que tiene su alma libre de creencias, y, por tanto, de prejuicios. Pero la filosofía de Descartes no puede ser interpretada como el método que hace de la ignorancia el camino más seguro para llegar a la sabiduría.

En primer término, no todo el caudal de nuestras creencias es negado. Sólo son puestas en duda, es decir, no admitidas provisionalmente aquéllas creencias cuya validez no resiste la prueba del examen crítico de la razón. Además, la existencia previa de este caudal de creencias es lo que hace posible el ejercicio eficaz del método. La filosofía no es una construcción desde la nada, sino una reconstrucción que opera examinando críticamente el tejido del conocimiento espontáneo. La riqueza y amplitud de este tejido determinan hasta cierto punto las posibilidades arquitectónicas de la reconstrucción.

Este método de filosofar es el que adoptan Husserl y Descartes. Para ellos es el único camino que puede conducir al investigador a las más profundas verdades filosóficas, el único que puede dar a la filosofía una estructura monolítica. Consiste en poner entre paréntesis toda hipótesis. supuesto, interpretación, &c., reduciendo a lo absolutamente evidente el material que ha de servir de cimiento a la construcción filosófica.

Dentro de este método el yo, la conciencia, es el foco central. La evidencia intuitiva el criterio. El análisis crítico el procedimiento.

Claro está que Descartes no hizo más que iniciar este método, y sentar sus bases. No pudo utilizarlo en la infinita riqueza de sus posibilidades, cometiendo además no pocas inconsecuencias. Esta tarea estaba reservada a Husserl. Pero lo que hizo es bastante para inmortalizarlo. Su gloria inmarcesible es haber indicado el único sendero que puede conducir al investigador a las verdades fundamentales de la filosofía.

La gran enseñanza de este método es haber mostrado que las verdades filosóficas no pueden ser simplemente aprendidas. Sólo adquieren sentido y fecundidad operativa cuando el investigador las descubre por sí mismo. Del mismo modo que nadie puede saber lo que es el color rojo si no lo ve con sus propios ojos, tampoco puede comprender plenamente el hondo significado del pienso, luego existo, sino se despoja a sí mismo por un proceso real de pensamiento de todas sus creencias, exceptuando aquellas que ostentan el sello de la evidencia. Por eso una enseñanza filosófica fructífera puede consistir únicamente en conducir al neófito al ejercicio de su propio pensamiento, para que éste, pensando, encuentre la verdad por sí mismo, pues sin este requisito no hay verdadera comprensión filosófica.

La tercera gran coincidencia entre Husserl y Descartes la encontramos en su interpretación del pensamiento discursivo, en su teoría de la deducción. La deducción para Descartes no es un vínculo de conceptos a la manera escolástica, sino un encadenamiento de verdades. Su más vivo anhelo, que nunca pudo realizar, fue el de crear una lógica del descubrimiento, una disciplina normativa del pensamiento inventivo y creador.

Pero para Descartes, como para Husserl, la deducción se funda y explica por la intuición. Siendo la capacidad intuitiva del espíritu humano muy limitada, no puede abarcar de una sola vez más que una franja reducida de lo objetivo. Necesita valerse de una cadena de intuiciones para llegar a captar y relacionar dos objetos o verdades, cuyo nexo no puede ser aprehendido de un modo inmediato. Cada paso de la deducción es un peldaño, un eslabón, que conecta intuitivamente las diversas partes de un conjunto complejo cuyo sistema de articulaciones se escapa a una intuición simple.

Husserl ha defendido reiteradamente en sus obras esta teoría de la deducción, insistiendo en su importancia, sobre todo en lo que respecta al razonamiento mediato, ya que en el inmediato la función intuitiva es evidente. En Descartes esta interpretación penetra toda su filosofía del razonamiento, pero en su obra «Reglas para la dirección del espíritu», hay un párrafo de la Regla III, donde expone esta interpretación con gran claridad y concisión. Helo aquí: «He colocado la deducción junto a la intuición porque hay muchas cosas que pueden ser conocidas con toda seguridad –aun no siendo evidentes por sí mismas– deduciéndolas de principios ciertos por un movimiento continuo y no interrumpido del pensamiento y con una clara intuición de cada cosa. De este modo sabemos que el último anillo de una larga cadena está unido al primero –aunque no podamos abrazar con una sola hojeada todos los anillos intermedios que los unen– recorriéndolos sucesivamente y recordando que, desde el primero hasta el último, todos se enlazan con el precedente y con el siguiente.

Estas son a mi juicio las tres concordancias principales entre Husserl y Descartes. Las tres se refieren a temas filosóficos de importancia fundamental, y ponen de relieve como la filosofía de Husserl ha tenido la singular virtud de orientar la atención del mundo contemporáneo hacia ese núcleo de filosofía verdadera y perenne que atesoran las obras de Descartes, y del cual el siglo XIX, sobre todo en su segunda mitad, se alejó demasiado.

Pero no es únicamente Husserl, quien en los últimos 50 años rehabilita a Descartes. También Volkelt, con su principio de la autocerteza de la conciencia, vuelve a emplazar el edificio de la filosofía en cimientos cartesianos. [41] Igualmente en la distinción entre espíritu y naturaleza que es el motivo central de toda la obra de Dilthey, respiramos la más pura atmósfera cartesiana, ya que nadie, como Descartes separó de un modo más tajante la naturaleza del espíritu.

Claro está que no todas las corrientes de la filosofía contemporánea son afines a Descartes. Las tendencias irracionalistas que tanta popularidad han adquirido en los últimos años parecen oponérsele radicalmente. Falta saber si este irracionalismo, que tantas veces ha irrumpido en la historia de la filosofía occidental para desvanecerse de nuevo, ha de tener un influjo duradero.

De todos modos, la última gran expresión del pensamiento filosófico contemporáneo, el existencialismo, sólo en algunos aspectos es anticartesiano. Su más honda raíz es cartesiana, pues tiene por punto de partida, el yo, la conciencia individual. Nadie ha comprendido esto mejor que Juan Pablo Sartre, quien en su pequeña obra polémica «El existencialismo es un humanismo» ha escrito este párrafo decisivo: «Nuestro punto de partida, en efecto, es la subjetividad del individuo, y esto por razones estrictamente filosóficas. No porque somos burgueses, sino porque queremos una doctrina basada sobre la verdad, y no un conjunto de bellas teorías, llenas de esperanzas y sin fundamentos reales. En el punto de partida no puede haber otra verdad que ésta: pienso, luego soy; ésta es la verdad absoluta de la conciencia captándose a sí misma. Toda teoría que torna al hombre fuera de ese momento en que se capta a sí mismo es ante todo una teoría que suprime la verdad, pues, fuera de este cogito cartesiano, todos los objetos son solamente probables, y una doctrina de probabilidades que no esté suspendida de una verdad se hunde en la nada; para definir lo probable hay que poseer lo verdadero. Luego para que haya una verdad cualquiera se necesita una verdad absoluta; y ésta es simple, fácil de alcanzar, está a la mano de todo el mundo; consiste en captarse sin intermediario».

Observaciones finales

En el curso de este trabajo hemos dirigido principalmente nuestra atención a los aspectos positivos de la filosofía de Descartes. Deliberadamente nos hemos abstenido de reseñar sus errores y extravíos, salvo en aquellos casos en que el orden de la exposición así lo exigía.

Lo que hace grande una filosofía es tanto el fondo de verdad que se encierra en su núcleo doctrinal como su potencia para fecundar la investigación posterior. En ambos aspectos el cartesianismo apenas si tiene rival, y es por eso que en ocasión del tercer centenario de su muerte no sólo debemos reverenciarlo como al padre ilustre de la filosofía moderna, sino también como a uno de los cinco o seis pensadores más eminentes de todos los tiempos a quien sólo pueden igualar Platón, Aristóteles, San Agustín, Kant y Husserl.

Máximo Castro

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Revista Cubana de Filosofía 1950-1959
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