Mundo Gráfico
Madrid, miércoles 6 de diciembre de 1911
 
año I, número 6
página [4]

Félix Méndez

Los niños prodigio

«Cuando nací, mi madre
que fue muy charra,
me puso en las manitas
una guitarra.»

De ayer es la fecha de cuando yo oí por primera vez en el teatro ese alarde de precocidad artística.

Este trocito de seguidilla le recuerdo para justificar que estoy en el secreto de que eso de los niños prodigios se ha dado en todas las épocas de la historia de la Humanidad y para que no se crea que yo me figuro que es achaque exclusivo de la presente.

También sé que Beethoven y Mozart, desde su más tierna infancia, se revelaron como grandes artistas, aunque también es cierto que de todo cuanto hicieron en el periodo de su revelación, no hubo nada que se pudiera aprovechar para formar la obra que les hizo famosos e inmortales. Al fin y al cabo, resultaron cosas de chicos.

Lo que yo vengo a decir aquí con la seriedad que me caracteriza, es que estamos atravesando por un período en el cual se abusa, a mi entender, de criaturas prodigios, artísticamente hablando.

Hoy por hoy, no hay señora que se adiestra en trance de feliz suceso, que no se forje ella en las reconditeces de su fantasía maternal, que acarrea en sus entrañas, cuando menos, un émulo de Paderewsky y muy señor mío.

Antes, por lo menos, se aguardaban pacientemente a que el ser embrionario se diese a luz para juzgar, por la configuración del feto y por su constitución física, las aptitudes del nuevo artista; ahora no; ahora, en cuanto una mujer entra, por las buenas o por las malas, en el séptimo mes de su íntimo estado, no es difícil oírla decir con el mayor aplomo:

—Tengo el convencimiento pleno de que llevo enclaustrado un virtuoso del contrabajo, mucho mejor que Botesini.

Y ¡qué le va uno a decir a una madre! Yo sé de una parturiente que, a raíz de un alumbramiento fausto, dijo al tocólogo que la asistía:

—Doctor, ¿es niño?

—Sí, señora.

—Pues hágame usted el favor, antes de nada, de sentarle al piano y ponerle en el atril el cuaderno de las fugas de Bach, que está encimita de todo en el musiquero... Quiero saber si mis presunciones son una bella realidad.

Claro es que el tocólogo, a pesar de ser tocólogo, se quedó un poco perplejo ante tan prematura tocología; pero se decidió por dejar al presunto concertista sobre un baúl inmediato, dando tiernos berridos, y mientras practicaba los menesteres aconsejados por la ciencia, decía discretamente a la madre:

—Señora, déjele ahora; que si efectivamente toca el piano como usted se imagina, es de suponer que no se le olvide siendo tan joven. Luego tocará.

Me han hablado de otra señora obsesionada por esta epidemia reinante de precocidad de los vástagos en la lactancia, que decía a su marido a los ocho días de edad de su primera hija:

—Rudesindo, tienen que registrar el pecho a esta niña.

—¿Pues qué tiene? –preguntó el padre muy alarmado.

—¿Cómo que qué tiene–... ¿Acaso no la has oído llorar?

—¡Ya lo creo! Como que es lo único que oigo desde que ha nacido.

—Bueno; ¿y no has notado cómo fila los síes naturales?

—¿Los síes? No.

—Pues, fíjate. Los fila y los ataca con un brío y una seguridad que ya quisiera la Storchio.

—Mira, Jacinta de mi alma –repuso el marido muy reposadamente–, yo no dudo de que nuestra pequeña hija sea una soprano dramática que deje a la Darclée del tamaño de madame Pimentón, porque de casta le viene al galgo; ya sabes que su tío Juan, a los cinco años, pintaba toreros muchísimo mejor que Zuloaga, con permiso sea dicho de Ramiro de Maeztu; pero me parece pronto para someterla a las violencias de una fermata.

—¿Pronto? ¡Ay, hijo, qué desidioso eres!

—Pronto, mujer, pronto; por lo menos hay que bautizar antes a la niña para que sepan cómo se llama la nueva estrella.

—Eso está bien; gracias a Dios que se te ha ocurrido una cosa juiciosa.

—Y para que veas que me preocupo del porvenir de nuestra hija, y del nuestro, de paso, en cuanto esté bautizada, ¿á que no sabes lo que haré?

—¡Qué sé yo, hombre!

—Pues proporcionarme una carta de recomendación para Saint-Aubin, a ver si quiere que la oigan llorar en el Salón del Heraldo. Ya sabes que ellos mismos, los del Heraldo, han declarado que tienen muy buena mano para colar artistas.

—¡Bravo, marido, idea luminosa; parece mentira que sea tuya!– exclamó la mujer, ebria de gozo.

—Y después...

—Después, ¿qué?

—Después, cuando ya tenga la autorizada opinión de Saint-Aubin y la de Rocamora, que también es inteligente, porque está hecho a las voces de la calle, me la llevo con la ropa de cristianar a que la oiga llorar un ratito la infanta doña Isabel, que cosas peores le han llevado a que oiga, y puede ocurrir que la señale una pensioncita, aunque sea modesta.

—Eso, eso, bravísimo; y con eso, hasta que la niña pueda aprender a solfear, tenemos para pagar la casa.

Este es, lector pacientísimo, el ambiente.

Desde que el niño Arriola, verdadero prodigio, salió tocando el piano, a los cinco años, ya sabía yo que era el primero de una serie de niños prodigios, y que su piano era un piano de cola.

Félix Méndez

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