Cristiandad
Revista quincenal
año II, nº 28, páginas 220-221
Barcelona-Madrid, 15 de mayo de 1945

Plura et unum

Francisco Hernanz Minguez

Ideal de la educación natural
en Santo Tomás

La educación y la vida

Vivimos una época en que el vocablo «vida», llevado y traído, danza de un sitio a otro, y es objeto de especial predilección entre todas las gentes, incluyendo a los filósofos.

La filosofía de un tiempo a esta parte pretende girar alrededor de «problemas vitales» y sobre todo «urgentes». Pero no sólo la filosofía, todo el mundo tiende a resolver «urgentemente» la papeleta de su propia vida. Y quiere vivirla libremente, quiere «vivir su vida».

Sin embargo es curioso observar lo que acontece a esas personas que encontramos por la calle empeñadas, o al menos descosas, de «vivir su vida»; es curioso, decimos, porque son las que viven más aherrojadas a la vida que les marcan los demás.

Con todo ahora sólo nos interesa la relación que pueda haber entre la educación por una parte, y la vida que hemos de vivir por otra.

Esa tendencia de la filosofía actual, de marcado carácter vitalista, origina un modo de hablar vago y confuso. Se clama por una educación que prepare para la vida. Pero se puede preguntar: ¿para qué vida? Sí, aceptamos que la educación para ser verdadera ha de ser vital, mas ¿a qué vida nos referimos? En la vida del hombre intervienen muchos elementos factores: ¿Cuál o cuáles han de ser cultivados y excitados?

Ante todo habría que saber lo que se entiende por vida. Santo Tomás da esta definición general: Vivum est ens cui convenit secundum suam naturam, movere seipsum ad operandum.

Lo que más conviene a un ser es lo propio y a ello es a lo que más se inclina y en donde encuentra la mayor delectación, puesto que el bienestar de una cosa consiste en la consecución del fin, que es donde descansa.

Para ello procura encontrar simpatía (sun-pathos) en los demás; el hombre se rodea de amigos y copartícipes en sus aficiones, y a ellas ordena toda su vida. Esta es la razón de que se sienta impulsado a comunicar a los otros su pensar y su sentir en un anhelo indescriptible de que todos piensen y sientan como él y con él.

Pero el hombre tiene unas funciones que por radicar en lo más elevado de su ser, le son propias: las derivadas de la razón. Sus actos han de estar marcados con el sello de lo racional. Si no queremos arrebatarle la condición de hombre, hemos de valorar tan solo la vida intelectiva, entendida como vida razonable, y desechar por completo la vida voluptuosa, cuya finalidad se concentra sobre el deleite del cuerpo, por lo que no merece llamarse sino vida bestial.

Hay otro punto importantísimo. Nos hemos referido a la vida natural, pero ¿no será otra la clase de vida para la cual se haya de preparar al hombre educándole? ¿Acaso no señala Santo Tomás como meta del hombre la otra vida, la vida de la que ésta no es sino preparación? El fin del hombre, ¿no consiste en la vida sobrenatural?

Para Santo Tomás el fin último consiste en la beatitud, que es visión intuitiva de Dios y amistad íntima con Él. Entonces es cuando el hombre logra su perfección.

Pero en la vida natural cabe una aproximación, acercamiento que vendrá ayudado por la educación.

Esto es lo que nos importa ahora aquí; y no tanto el proceso como el ideal de la educación natural que el Santo Doctor haya diseñado.

La vida activa y la contemplativa

Hay marcadamente dos tipos de hombre. En primer lugar el hombre de actividad. ¡Cuán numerosas son las personas de esta clase que conocemos! Decimos de ellas que no pueden estar sin hacer nada, y queremos decir que su entendimiento proyecta siempre hacia el exterior: está vertido hacia afuera en mil realizaciones. Tienden a la compañía –que no es igual que la amistad– y se lanzan a la empresa casi por la misma empresa. Son motores a veces peligrosamente desquiciados y disparados en cualquier dirección. Parecen ser los más afectivos por su extraversión. Son los activos.

Por otra parte, hay el hombre concentrado, ensimismado –que no quiere decir egoísta–, son los que gustan del reposo y de la tranquilidad externos, y huyen del bullicio, buscando la soledad para ellos eminentemente fructífera y constructora; los solitarios, los buceadores de su alma y de su espíritu. Son los contemplativos.

Ambos grupos tal como aquí quedan caracterizados representan una imperfección en su género. Bien se ve que cuando se habla de verdadera vida activa se quiere decir una vida que esté regida por la razón, y cuando de la contemplativa, aquella que en último término se dirige a Dios vertiéndose en la acción.

Podríanse hacer varias clasificaciones secundarias distinguiendo innumerables matices dentro de cada grupo. Con arreglo a esto la vida se dividiría exhaustivamente en activa y contemplativa{1}, pero existiría mezcla de caracteres. En efecto, en la vida individual esa mezcla se da. Mas, según predominen los de uno u otro tipo de vida, se llama a la persona activa o contemplativa.

¿Cuál de estas dos clases es la mejor?

Ambas están regidas por la razón, puesto que hablamos de la vida humana. Sin embargo, mientras la contemplativa se aplica a la contemplación de la verdad, la activa se dirige a la acción exterior conforme a la razón. Por eso la sabiduría es la virtud reina en la vida contemplativa, y proporcionaría al hombre la felicidad en el caso de que fuese perfecta, pero «como el acto de la sabiduría en esta vida es imperfecto respecto de su principal objeto, que es Dios, por eso el acto de la sabiduría es una cierta incoación o participación de la felicidad futura»{2}. Entonces la metafísica sería esa ciencia sápida (sabiduría) consistente en ver y «gustar» a Dios en las cosas del mundo. En la vida activa la principalía es de la prudencia{3}.

Así considerada, la prudencia es la virtud consistente en guiar las acciones humanas conforme a los principios emanados de la razón: es la verdad de la vida práctica. Sin ella no hay verdadera vida humana. De suyo, la vida contemplativa es más excelsa que la activa, porque se dirige más directamente a Dios; al entregarse a la contemplación de la verdad se acerca el hombre en cuanto le es posible a su perfección.

Por otra parte, la vida contemplativa no está desprovista de afecto, porque el tender a la verdad requiere el motor de la voluntad. La verdad es apetecible y la Verdad suprema es el supremo Bien. Sin caridad no hay verdadera sabiduría. Ella es la que empuja al hombre a contemplar a Dios y por eso la sabiduría tiene su principio en el afecto, aunque consista esencialmente en una [221] operación del entendimiento{4}. En todo caso la afectividad de la vida contemplativa es más intensa porque es más profunda, y más profunda por su misma intensidad.

Además la contemplación exige las virtudes morales, que se dan principalmente en la vida práctica. Gracias a ellas el espíritu se aquieta, se aleja de las pasiones que enturbian la vista y conturban el ánimo. Son, pues, las virtudes morales a manera de dispositivos que actúan como sedantes, eliminando los obstáculos que podían impedir al alma dispararse hacia arriba.

La vida personal

Ningún hombre es igual a otro hombre. Sin necesidad de meterse por los terrenos –ya bastante trillados– de la caracteriología puede hablarse de un principio de individuación que, ateniéndonos a la doctrina tomista, reside en la materia.

De la constitución física de un individuo depende en gran parte su modo de actuar. En una palabra: el temperamento –ya Hipócrates había hecho una de las primeras clasificaciones– influye en el carácter.

La vida personal o individual no es más que la aplicación de las facultades a una actividad en la cual halla el sujeto el máximo placer y satisfacción.

Ahora bien, esto depende de la naturaleza de cada persona y de la voluntad de Dios. «Los que son inclinados a las pasiones, por su vehemencia en el obrar, son más aptos para la vida activa a causa de la inquietud de su espíritu... Mas algunos tienen naturalmente pureza y quietud del alma, y éstos perderán, sí del todo se desunan a la acción»{5}.

Por eso, al precisar el concepto de vida individual o personal, se ha de atender, no sólo a las características generales de la vida humana, sino también a las peculiaridades de cada individuo en concreto, el cual se sentirá inclinado hacia una clase de objetos por una serie de factores de los que no es el menos importante el de su constitución orgánica. Aquí interviene el atractivo que un determinado género de cosas pueda ejercer sobre el individuo, moviendo su voluntad y poniendo en marcha su actividad intelectual hacia la consecución del fin particular propuesto.

Ideal de la educación natural

En bien pocas palabras puede expresarse el ideal que Santo Tomás señala a la vida personal natural. Consiste en la ordenación de las actividades humanas individuales.

El orden de las cosas estriba en la relación que guardan entre ellas, pero como esta relación depende de la que cada una tiene con su fin, concluiremos que el orden dice relación de las cosas con su fin.

El fin último del hombre es amar y contemplar a Dios, y en consecuencia, su vida individual será vida ordenada si se atiene a su último fin. La voluntad, que es el principio de actos necesarios en cuanto tiende forzosamente al Bien en abstracto, es, sin embargo, libre en escoger los medios para llegar al fin. Sobre que hay un desorden producido precisamente por esa libertad que posibilita el pecado, existen además muchos fines particulares a los que puede dirigirse lícitamente el individuo siempre que los subordine al fin supremo.

Es obvio que la ordenación de la vida humana reside en la inteligencia y en la razón: sólo la inteligencia puede entender el orden y sólo ella puede originarle.

Por eso, la vida moral, la conducta, viene ordenada, es decir, dirigida al fin último por la razón.

El entendimiento especulativo ordena al hombre a la contemplación de la verdad, adquiriendo, así la virtud de la sabiduría. El entendimiento procura también el conocimiento práctico por el que el sujeto ordena su acción y por medio de ella se dirige al fin, para lo cual es indispensable la posesión de otra virtud: la prudencia.

El ideal de la educación natural será, pues, la ordenación que el hombre ha de imponer en su vida personal para que sus acciones se dirijan directamente –por medio de la vida contemplativa– o indirectamente –por medio de la vida activa– al último fin, que en todo caso es Dios.

De aquí que el educador ha de procurar esa ordenación, mejor subordinación, de las actividades del educando, sin violentarle excesivamente. No habrá de intentar dirigirle hacia la vida contemplativa si es que no tiene aptitud natural, porque de ello podrían seguirse graves consecuencias. No todos los hombres pueden acercarse a la contemplación sin peligro para la estabilidad normal de su persona, pues acostumbra a ser contraproducente el forzar la inclinación.

En cualquier caso, antes de entregarse a la vida contemplativa, han de domeñarse las pasiones y corregirse los malos hábitos; es decir, entregarse a la vida activa, porque de lo contrario, lo más probable es que surjan conflictos internos, como la impaciencia y la cólera.

La sabiduría, don del Espíritu Santo

En este mismo artículo al hablar de la vida contemplativa, y también en otras ocasiones,{6} hemos dicho que para Santo Tomás el fin de la educación humana es la sabiduría, por ser ésta la vida que nos acerca más a Dios.

Pero además el hombre puede aspirar en su vida a un grado mayor de perfección. Esta suma perfección del hombre en su estado natural le viene proporcionada por los dones del Espíritu Santo. O sea que, por encima de la sabiduría como virtud intelectual, está la sabiduría como don del Espíritu Santo, que es una perfección en virtud de la cual el hombre actúa inspirado por Dios. Esta inspiración consiste en la moción que Dios presta al hombre. La sabiduría viene a ser entonces una connaturalidad sobrenatural del hombre con Dios para juzgar todas las cosas, tanto divinas como humanas; y esta connaturalidad viene proporcionada por la caridad. Sin ésta no hay concurrencia divina. Ella es la premisa indispensable para lograr la unión íntima, la amistad con el divino Espíritu{7}. Es el prismático indispensable para lograr una visión desde el mejor ángulo posible: desde el ángulo del Creador. Más aún: es una experiencia que el hombre tiene de Dios y por lo cual juzga sobre todas las cosas al primer contacto con ellas y de un modo directo.

Sería algo parecido a lo que ocurre al hombre de buen gusto cuando se halla ante cosas desagradables, enfrente de algo que le molesta: No necesita pensar sobre ello: no necesita nada... nada más que el buen gusto. Ese «buen gusto» es la sabiduría, don del Espíritu Santo.

Pero la sabiduría puede manifestarse bajo una forma contemplativa o bien bajo forma práctica{8}, puesto que a un alma que posea la caridad no le pueden estar negados los dones del Espíritu Santo.

Considerada así la sabiduría, conduce del modo más perfecto a la verdad. En la verdad descansará el hombre, porque en la Verdad encontrará su perfección. Sí, la educación ha de preparar para la vida, pero para esa vida que consiste en un esfuerzo constante por acercarse a la Verdad. Con ella y viviendo en ella, el hombre será feliz.

Francisco Hernanz

Notas

{1} S. Th. 2ª 2ª–q. 180, a. 2.

{2} S. Th. 1ª 2ª–q. 66, a. 5, ad. 2.

{3} Vid. núm. 23 «Santo Tomás y la educación».

{4} S. Th. 2ª 2ª-q. 180, a. 7.

{5} S. Th. 2ª 2ª-q. 182, a. 4, ad. 3.

{6} Vid. núm. 23 «Santo Tomás y la educación».

{7} S. Th. 2ª 2ª-q. 45, a. 2.

{8} S. Th. 45, a. 3.


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