Cristiandad
Revista quincenal
año II, nº 26, páginas 183-186
Barcelona-Madrid, 15 de abril de 1945

Plura et unum

Manuel Senante

Constante lucha de la verdadera España contra el liberalismo

Gloria inmarcesible de Recaredo es haber proclamado en el Concilio III de Toledo la Unidad Católica en nuestra Patria.

Desde entonces España ha luchado siempre denodadamente contra todos los errores que han querido arrebatarle esa joya preciadísima, que es el timbre más preclaro de su bandera y de su historia, y lo que constituye la esencia de nuestra nacionalidad.

Porque la Religión Católica, no es sólo un sentimiento, que se incorpora a nuestra vida nacional, como alguien ha dicho.

Es más, mucho más, infinitamente más que eso. Es la creencia, la norma de Fe que ha dado a España la unidad nacional, la cual sin ella no hubiera sido posible, y sólo por ella, como ha dicho Menéndez y Pelayo, adquirió nuestro pueblo vida propia y conciencia unánime; sólo por ella arraigaron nuestras instituciones y fue la Unidad Católica la que hizo la grandeza de España en el siglo de Oro.

La Religión Católica es, pues, el fundamento, la piedra angular del cimiento de la nación española.

Contra la Unidad Católica se han levantado muchos errores, pero quizás el más temible haya sido el liberalismo, verdadera lepra de la sociedad, como lo califica una doctísima pluma, error cuyos efectos y cuyas influencias han llegado hasta nuestros días.

Y decimos el más temible, porque afectando formas muy diversas, desde el liberalismo exaltado y declarado enemigo de la Religión, hasta el que, el gran Sardá y Salvany en su libro inmortal calificó de mojigato, semimístico arrullado y casi bautizado en Cádiz con la invocación de la Santísima Trinidad, ha arrastrado a muchas gentes de bien, que abominando de sus principios han aceptado sus consecuencias, y con su liberalismo de cirio en mano y cruz en rostro, como decía el mismo Sardá, han contribuido a que se mantuviese en el Gobierno de España y en las leyes tan grave error, cuyas funestas consecuencias, tantas veces previstas y anunciadas por escritores y diputados tradicionalistas, hemos desgraciadamente sufrido en nuestros días.

Pero antes de pasar adelante, y por lo mismo que hoy tanto se habla contra el liberalismo, conviene precisar brevemente lo que es y lo que no es liberalismo, aunque a muchas gentes lo parezca.

El liberalismo, en síntesis, es la emancipación social de la ley cristiana, o sea, el naturalismo político. Es decir que liberalismo es desconocer, ya en el orden de los principios ya en el de los hechos, la suprema autoridad de Dios, no sólo sobre el individuo, sino también sobre las naciones y los Estados, que deben acatar y someterse en todo a la ley natural y divina, contra lo cual nada pueden legislar ni establecer.

Por consiguiente, las formas de gobierno, de suyo no son liberalismo, como atinadamente expone el citado Sardá y Salvany, en su áureo libro El liberalismo es pecado que fue aprobado por muchos señores Obispos y también con muy laudatorias frases por la Sagrada Congregación del Índice. ¡Lástima grande que no sea más conocido y estudiado tan precioso libro en que se expone sólidamente con irrefutables argumentos, la doctrina sobre el liberalismo, siempre de actualidad!

Por tanto, ni la República ni la democracia, ni los Gobiernos populares ni la Monarquía absoluta o templada son de suyo liberalismo, «con tal que acepten sobre su propia soberanía la de Dios y reconozcan haberla recibido de Él y se sujeten en su ejercicio al criterio inviolable de la ley cristiana».

En cambio hay cosas que no pareciendo liberalismo lo son. En este caso se halla toda República o Monarquía por muy absoluta que sea, que no base su legislación sobre principios del derecho católico, sobre la rigurosa observancia y respeto a los derechos de la Iglesia, y vaya contra los dictados de la ley natural que reconoce los derechos y libertades legítimas de los pueblos. Tales Gobiernos, aunque tengan aherrojada a la Prensa, aunque azoten con barra de hierro a sus vasallos, serán Gobiernos perfectamente liberales, por más que no sean libres los pueblos que rijan.

Dedúcese de aquí que el llamado totalitarismo, hoy tan en boga, es un régimen verdaderamente liberal, porque atribuye al Estado una autoridad y un poder que van contra la ley natural y divina. Y así, la Sagrada Congregación de Seminarios y Estudios, declaró errónea la proposición que dice: «El hombre no existe sino por el Estado y para el Estado. Todo lo que él posea en derecho se deriva únicamente de una concesión del Estado».

El Excmo. señor Cardenal Arzobispo de Sevilla, en su Pastoral de 30 de diciembre de 1943 relativa a la condenación de errores modernos, añade a continuación de esta cita: «Al conjunto de doctrinas que constituyen esta paganización de los pueblos, y en las que se basa este principio erróneo, se le denomina con el nombre de totalitarismo».

Cierto que de ordinario el liberalismo ha escogido las formas democráticas y populares, pero también ha encarnado en formas monárquicas y autoritarias de las que tantos ejemplos hay en la Historia.

Tales son las Monarquías y los Gobiernos que prohíben la publicación y ejecución de bulas, breves y despachos pontificios sin el previo asentimiento del poder civil, incurriendo con ello en las proposiciones XX y XXVIII de las condenadas en el Syllabus, y son por tanto, eminentemente liberales.

No fue así la tradicional y venerada Monarquía española, que como dice Menéndez Pelayo, era cristiana en su esencia y democrática en su forma; es decir, reconocía y respetaba los derechos de los pueblos y las instituciones seculares, dique y valladar que hacía imposibles las extralimitaciones del poder real.

No ha de asustarnos, pues, el concepto de democracia, rectamente entendida, como nos enseña la Santidad de [184] Pío XII en el mensaje radiado, con motivo de las fiestas de Navidad, sobre el problema de la democracia.

«Los pueblos, dice el Papa, por una amarga experiencia se oponen con mayor ímpetu a los monopolios de un poder dictatorial, incontrolable e intangible y exigen un sistema de gobierno que sea más compatible con la dignidad y con la libertad de los ciudadanos». Y recuerda que, según las enseñanzas de la Iglesia, no está prohibido preferir Gobiernos moderados de forma popular salvando, con todo, la doctrina católica acerca del origen y el ejercicio del poder público.

No hay que confundir, pues, el liberalismo con las formas de gobierno. A todas se adapta y todas las puede convertir en instrumento de su obra destructora de la sociedad cristiana.

Presenta el liberalismo muy diferentes aspectos, grados y matices, desde el exaltado y como se dice anticlerical furibundo, al más moderado y conservador, llegando hasta el liberalismo católico o catolicismo liberal reiteradamente condenado por Pío IX, de santa memoria, en muy solemnes ocasiones, como condenó el liberalismo todo, sin distinción, en la proposición LXXX del «Syllabus». Contra el liberalismo de todas clases y matices ha luchado siempre España con la espada y con la pluma, en los campos de batalla y en las Asambleas legislativas.

Puede afirmarse que la primera vez que con las armas se levantó España contra el liberalismo fue en la guerra de la Independencia que tanto como española y de independencia, fue guerra de religión contra las ideas del siglo XVIII difundidas por las legiones napoleónicas que las importaron a España.

Cierto que durante todo aquel siglo penetraron en nuestra Patria con la Enciclopedia y los resabios del jansenismo, ideas que, en realidad eran el substratum del liberalismo, pero fueron las armas francesas las que trajeron las influencias de la Revolución con los principios liberales y fue entonces, en España, donde se les dio este nombre, calificando de serviles a los defensores de la gloriosa tradición española y de liberales a los mantenedores de la soberanía nacional, y de todas las novedades revolucionarias.

Despertó valientemente España, y, como dice Menéndez Pelayo, se organizó la resistencia democráticamente y a la española, avivada y enfervorizada por el espíritu religioso que vivía íntegro en el pueblo, y acaudillada y dirigida en gran parte, por los frailes, pues los cortesanos, los abates, los literatos, los economistas y los filántropos tomaron muy desde el principio el partido de los franceses.

Reintegrado Fernando VII al trono de España y cumplidos con ello los deseos de los buenos españoles, cuyas aspiraciones se condensaban en el manifiesto que, firmado por buen número de diputados, le presentó en Valencia Nozo de Rosales, inspirado todo él en la doctrina tradicionalista, vieron defraudadas sus esperanzas, pues Fernando VII no acertó a restaurar la tradicional y venerada Monarquía española sino que entronizó un absolutismo ajeno por completo a ella y dio entrada a los afrancesados y a los amigos del «despotismo ilustrado» discípulos de la Enciclopedia, liberales como los legisladores de Cádiz, con todo lo cual acabó por sublevar los ánimos del verdadero partido tradicionalista.

Y comenzaron las insurrecciones realistas que algunos con razón han calificado de precarlistas y que siempre fueron en defensa de los intereses espirituales. No iban contra el Rey al que suponían secuestrado, sino contra los procedimientos de gobierno que con razón calificaban de liberales, y contra la conducta observada con la Iglesia a la que se ofendía con alardes de regalismo, retenciones de bulas y otros agravios.

Hubo levantamientos realistas en Álava (que fue el primero), Ávila, Burgos, Asturias, Galicia; el dirigido por don Jerónimo Merino, el famoso cura Merino que lo era de Villaviado, los de Vizcaya, Navarra, donde se constituye una junta gubernativa, Cataluña, capitaneada por el barón de Eroles, y en general en todas las regiones de España, multiplicándose por toda ella las juntas realistas. Se constituyó la Regencia de Urgel que dirigió una proclama a los españoles manteniendo los principios tradicionalistas, y prosiguieron la guerra contra el liberalismo los llamados ejércitos de la Fe; sin lograr el apetecido triunfo, aunque en muchas ocasiones obtuvieron señaladas victorias.

Estalla en Cataluña en 1827 la segunda guerra llamada dels mal contents o de los agraviados que pronto se extendió a toda España, y aunque tampoco logró la victoria, fue otra lucha del partido tradicionalista neto contra el liberalismo entronizado en las esferas del poder.

Justo es observar que en el tiempo de las primeras guerras no se luchó por la cuestión dinástica. Vivía Fernando VII y no había llegado el momento en que, faltando a la ley, se proclamó reina de España a Isabel, desconociendo los derechos de don Carlos al trono.

No fueron, pues, guerras dinásticas, sino verdaderas guerras contra el liberalismo, que informaba la actuación de aquellos Gobiernos y que había provocado desmanes y atentados, no sólo contra los tradicionalistas, sino contra personas y cosas sagradas atropellando los derechos de la Iglesia.

Cierto que en la tercera guerra, suscitada a la muerte de Fernando VII, se luchó también por el derecho de don Carlos a ocupar el trono, pero don Carlos abrazó la causa de la Tradición española y por eso esta guerra fue, como todas las anteriores, por la España católica, tradicional, contra el liberalismo que se amparaba en el trono de Isabel II.

Lucharon, pues, los tradicionalistas en aquellas tres guerras, como han luchado en nuestros das, y como luchó España en la guerra de la Independencia, por Dios, por la Patria y por el Rey, lema de su bandera enaltecido por la sangre de tantos héroes; lucharon contra el liberalismo disolvente, que necesariamente lleva al socialismo y al comunismo, como han demostrado plumas autorizadas y como estamos viendo en nuestros días, en que se ha llegado a las funestas y necesarias consecuencias de la herejía liberal.

Pero como ya se ha dicho, no sólo ha luchado España contra el liberalismo con la espada en los campos de batalla, sino también con la pluma y en las asambleas legislativas.

En las tristemente famosas Cortes de Cádiz, detrás de la máscara de piedad con que fueron inauguradas, y a pesar de declararse en ellas que la religión del Estado era la católica, latía el espíritu liberal de la Revolución francesa con la declaración de los derechos del hombre. Contra ese espíritu, puesto bien de manifiesto en el artículo en que se decía que la soberanía reside esencialmente en la nación, se levantaron valientes impugnadores como Dorrull, Anguiriano, Obispo de Calahorra, Inguanzo, más tarde Arzobispo de Toledo. Todos ellos sostuvieron la doctrina tradicionalista sobre la soberanía, y todos ellos hicieron la apología de las Cortes tradicionales en que estaban representadas orgánicamente las clases de la sociedad e impedían cualquier posible extralimitación de los Reyes contra los derechos legítimos reconocidos por la ley natural a los pueblos. Si no fuera por no dar demasiada extensión a este artículo, merecerían ser copiados algunos pasajes muy elocuentes de aquellos beneméritos diputados, que con gran valor y gallardía afrontaron las voces y los insultos de la chusma, reclutada por los liberales, que llenaban la galería del local en que las Cortes deliberaban. [185]

Especial mención merece también el P. Fray Francisco Alvarado, que con el pseudónimo de «El Filósofo Rancio» escribió las que llamó Cartas críticas que han alcanzado merecidísima celebridad. En ellas impugna las novedades nocivas del liberalismo, aboga por la Monarquía y por las libertades legítimas del pueblo, reconocidas en nuestras antiguas leyes, por lo cual el Monarca, mediante sagrado juramento, se comprometía a guardar los fueros de las regiones españolas.

Otro campeón de la causa católica y española y por ende tradicionalista, fue Fray Rafael Vélez, después Arzobispo de Santiago. En su conocida obra Apología del Altar y del Trono que alcanzó inmensa popularidad por el cúmulo de noticias históricas que encierra, impugnó victoriosamente las doctrinas liberales de la Constitución y de algunos diarios y escritos en que tales novedades se sustentaban.

Años después impugnaron el liberalismo Balmes y Donoso Cortés quienes, en frase de un ilustre autor, compendian el movimiento católico desde 1834.

Los Escritos políticos y El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización europea, de Balmes, son un manantial inagotable de doctrina sólida y en ellos pulveriza todos los errores del naturalismo y del liberalismo y ha vindicado a la Iglesia Católica en sus relaciones con la civilización de los pueblos.

De Donoso Cortés es famoso su Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo en el que, a pesar de su estilo oratorio que le hacía incurrir a veces en inexactitudes de expresión, y de algunos conceptos que no pueden aprobarse, impugnó valientemente las disolventes doctrinas del liberalismo y expuso acertadamente una filosofía social, que ha dado grandísima celebridad al libro, el cual ha sobrevivido a todos sus impugnadores.

A pesar de los constantes atropellos que los Gobiernos liberales cometían o toleraban contra la Iglesia, sus ministros y las órdenes religiosas, se mantenía en la Constitución la unidad religiosa en España.

Ese texto legal no se traducía en los hechos, demostrando una vez más que el liberalismo sabe encubrirse con capa de religión cuando así conviene a sus fines. Por eso no podía darse crédito a las palabras de la Constitución, como no se pudo dar a las del intruso Pepe Botella, cuando dijo, en Bayona, que debía considerarse feliz a España porque en ella sólo se daba culto a la religión verdadera, que había de mantenerse con exclusión de toda otra.

Pero llegó el año 68, y en él se desataron las iras infernales, quemando iglesias, asaltando conventos, y asesinando a sacerdotes y religiosos. Era como un anticipo de lo que desgraciadamente hemos visto en nuestros días.

Reunidas aquellas Cortes revolucionarias, se presentó el proyecto de Constitución en que abiertamente se proclamaba la libertad de cultos, uno de los postulados del liberalismo, aceptado también por los liberales católicos alegando que así lo piden los tiempos modernos. ¡Lamentable hipótesis, que tantos males ha ocasionado!

En aquellas Cortes desataron sus lenguas viperinas los liberales rabiosos, con tales ataques a la Religión Católica y a la Iglesia, que a la sesión del 26 de abril de 1869 se la ha llamado la «de las blasfemias».

En defensa de la Unidad Católica pronunciaron brillantísimos discursos el Cardenal Cuesta, el Cardenal Monescillo, entonces Obispo de Jaén, Manterola, Canónigo de Vitoria, Ortiz de Zárate, Ochoa, Vinader y otros, todos los cuales impugnaron valientemente los errores del liberalismo.

Y no sólo en las Cortes; también fuera de ellas tuvo ardientes defensores la Unidad Católica y remitieron a las Cortes una petición en favor de la misma con más de tres millones de firmas.

A pesar de tan gallarda defensa, se impuso el criterio del liberalismo sectario y en la sesión del 5 de junio de 1869 sucumbió la Unidad Católica en la Constitución liberal de España, una de las llamadas «de papel» que hemos padecido, tan contrarias a la Constitución secular de nuestro pueblo.

Siguió después desencadenada la persecución liberal contra la Iglesia en términos verdaderamente escandalosos, que los límites de un artículo no permiten relatar minuciosamente, en medio de la cual se destaca el valiente proceder del Episcopado español que no cesó de levantar su voz autorizada contra los atropellos y desmanes del liberalismo.

También tuvo éste decididos impugnadores en las Cortes del 71, en las cuales «la minoría católico-monárquica, o sea, carlista (son palabras de Menéndez Pelayo), fuerte y compacta en aquel congreso más que en ninguno y dirigida por un jefe habilísimo y nada bisoño en achaques parlamentarios (don Cándido Nocedal) alcanzó señalados triunfos contra el liberalismo hasta el punto de obtener como consecuencia forzosa de la libertad de asociación que la Constitución proclamaba el restablecimiento de las Comunidades religiosas».

En las mismas Cortes, don Cándido y don Ramón Nocedal, como dice también Menéndez Pelayo, defendieron valerosamente a la Compañía de Jesús, a la que algunos diputados querían incluir entre las asociaciones ilegales.

Brillante fue, pues, en aquellas Cortes la campaña de la minoría católico-monárquica, es decir, carlista, contra el liberalismo. En ellas estaban los Nocedal, padre e hijo, Aparisi Guijarro, Carbonero y Sol, Barrio y Mier, Martínez Izquierdo, después Obispo de Salamanca, Gabino Tejado, Sánchez del Campo, Vinader, y otros muchos hasta casi 70, todos ellos meritísimos.

En todas las Cortes posteriores hubo también valientes diputados y senadores de las minorías tradicionalistas que prosiguieron la lucha contra el liberalismo, incluso en las de la República última, de execrable memoria. En ellas brillaron, por citar sólo algunos de los que ya murieron Ramón Nocedal, Barrio y Mier, Feliu, Ramery, Lamamié de Clairac (don Juan), Pradera y Olozábal, mártires gloriosos, estos dos últimos, de nuestra cruzada, y el incomparable Mella, pensador profundo, orador elocuentísimo e invencible debelador del liberalismo.

No es posible pasar en silencio, hablando de la lucha contra el liberalismo, escritores que en la prensa periódica o en los libros arremetieron pluma en ristre contra el error liberal. Tales fueron entre otros muchos Gabino Tejado autor de El catolicismo liberal, Navarro Villoslada, Fernández Valbuena, Obispo auxiliar que fue de Santiago, autor de La herejía liberal, Aparisi y Guijarro, los PP. Juan Mir, Julio Alarcón y Fidel Fita, de la Compañía de Jesús, los dominicos Fray Joaquín de Larroca y Fray José Mª Fonseca, el franciscano Fray Francisco Manuel Malo, D. Pedro Casas, Obispo que fue de Plasencia y D. Pedro Rocamora, que lo fue de Tortosa, y el Sr. Marrodan, de Tarazona, Fr. Ezequiel Moreno, Obispo de Pasto, D. Zacarías Metola, Lectoral de Burgos, Roca y Ponsa, Canónigo de Sevilla, D. Manuel Sánchez Asensio, D. Cristóbal Botella, D. Prudencio de Lapaza Martiartu, Eneas y tantos y tantos que con gran valor y maestría combatieron con la pluma el funestísimo error liberal.

Y no podemos pasar en silencio el nombre de D. Francisco Mateos Gago, sabio orientalista, y polemista incansable que con su valiente y doctísima pluma arremetió siempre contra toda casta de liberales y mestizos.

También merece especial mención el que fue Decano del Tribunal de la Rota D. José Fernández Montaña, autor de las Lecciones sobre el Syllabus y afortunadísimo vindicador de la memoria de Felipe II, aquel gran [186] Rey tan calumniado por liberales de toda laya; D. Luis María de Llauder, fundador de El Correo Catalán y El Correo Español; Rdo. D. Emilio Ruiz Muñoz (Fabio) y Rdo. D. Antonio Sanz Cerrada (Fray Junípero), ambos mártires de la Cruzada, así como D. Genaro Fernández Yánez.

De intento hemos dejado para citar el último al gran Sardá y Salvany, por lo mismo que en eficacia es el primero entre los que han combatido el error liberal. Dignos de leerse son sus obras y sus artículos, en todos los cuales hay sanísima doctrina antiliberal y en muchos pone de manifiesto cómo el liberalismo conduce necesariamente al socialismo y al comunismo, que es la peste de nuestros tiempos.

Sobre todos sus escritos descuella El Liberalismo es pecado que reiteradamente hemos citado, precioso opúsculo que fue aprobado por muchos señores Obispos y que, denunciado por los católicos-liberales, mereció la más laudatoria aprobación de la Sagrada Congregación del Índice; su doctrina, por tanto, es segura.

Es de desear la mayor difusión posible de este folleto. Así se disiparán muchos errores y se formará claro concepto de la gravedad del liberalismo, que en sus principios es una verdadera herejía.

Aún viven muchos y muy valientes escritores que no cesan en la campaña contra el error liberal, que tantos males ha acarreado en el mundo y a nuestra Patria amadísima.

Hablando de los impugnadores del liberalismo no se puede prescindir de los periódicos. Imposible citar todos los que en España se han publicado con este notabilísimo empeño. Recordemos por vía de ejemplo El Fuerista y La Constancia de San Sebastián en la cual hizo muy memorables campañas patrióticas D. Juan de Olazábal, asesinado, a causa de ellas en Bilbao; El Pensamiento Navarro, La Tradición Navarra, de Pamplona; El Diario de Sevilla; El Observador de Cádiz; La Integridad de Tuy"; La Libertad de Valencia; El Correo Catalán y El Diario de Cataluña, de Barcelona; El Norte Catalán, de Vich; El Diario de Lérida, y tantos más, que es imposible citar. Pero no se pueden omitir los periódicos radicalmente antiliberales de Madrid El Pensamiento Español, El Correo Español y El Siglo Futuro, fundado en 1875 por D. Ramón Nocedal, periódico, que ha vivido hasta el 18 de julio de 1936, en que fue asaltada y saqueada su redacción por las hordas marxistas. Se puede decir que murió mártir de la causa antiliberal, que siempre sostuvo, sin desfallecer, contra toda clase de enemigos.

No han faltado, como se ve por lo expuesto, valientes adalides de la España católica, contra el liberalismo en las Cortes y en la prensa; pero además también se le ha combatido del modo que, según dice Sardá en el citado El Liberalismo es pecado, es más práctico, eficaz y conveniente: por medio de un partido o agrupación política que personifique las ideas antiliberales. Este partido es el tradicionalista carlista.

Partido que no ha ido a la política, entendido en el sentido vulgar y mezquino que ordinariamente se ha dado a esta palabra de cacicazgo y modo de satisfacer apetencias personales. En este sentido es verdaderamente abominable.

El partido o Comunión tradicionalista fue a la política, en el verdadero y levantado sentido de la palabra, según el cual política o el arte de gobernar bien a los pueblos, no es más –dice Sardá– que la aplicación de los grandes principios de la Religión al ordenamiento de la sociedad, por los debidos medios a su fin.

Si no hubiera partidos o agrupaciones liberales, no hubiera sido necesario que existiera una agrupación o partido o Comunión antiliberal.

Aquellas hacen necesaria la existencia de éstas. Esta es la razón de ser del partido o Comunión Tradicionalista, verdadera y radicalmente antiliberal, por lo cual su misión fue combatir el liberalismo y para ello propugnan por la restauración, como exige nuestra constitución secular, de la tradicional Monarquía española, que no es absoluta ni autoritaria, como lo fue en Francia y también en España en el siglo XVIII, por la influencia francesa, sino católica ante todo, templada, representativa y limitada por los organismos propios de la nación española y de las regiones que la integran, que hacen imposible las extralimitaciones del poder real que sean atropellados los legítimos derechos y libertades de los pueblos.

Esta unión de todos los pueblos de España se basa en la Unidad Católica, rota en los procedimientos de gobierno desde 1812, rota en la ley desde la Constitución del 69, rota también en la Constitución del 76, a pesar de haberla votado o aceptado muchos piísimos varones, y contra la cual, en este punto, protestó Pío IX, de imperecedera memoria.

Por eso, porque el Cristianismo es el que dio unidad a España es por lo que la Comunión Tradicionalista ha propugnado siempre por el restablecimiento de la unidad católica, incluso contra los que, admitiéndola como tesis, sostienen que no es posible en la hipótesis.

El proceder de los tradicionalistas ha sido aprobado por la Santa Sede, pues Pío X, de santa memoria, en la primera norma que dio a los católicos españoles decía textualmente: «Debe tenerse como principio cierto que en España se puede siempre sostener, como de hecho sostienen muchos nobilísimamente, La Tesis Católica Y Con Ella El Restablecimiento De La Unidad Religiosa. Es deber, además, de los católicos el combatir todos los errores reprobados por la Santa Sede, especialmente, los comprendidos en el Syllabus y las libertades de perdición, comprendidas en el derecho nuevo o «Liberalismo».

La doctrina no puede ser más autorizada y más clara y terminante.

Cumplamos, pues, el deber que nos impone el Papa; imitemos el ejemplo de nuestros predecesores y con el Syllabus, por bandera, trabajemos y luchemos siempre contra el liberalismo de toda clase, donde quiera y como quiera que se manifieste, y contra sus necesarias consecuencias, el socialismo y el comunismo, que están destruyendo las naciones.

M. Senante


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